Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 6 de junio de 2021

Frase entrometida


Dulce proyecto

Julieta se tapa los ojos con la mano al bajar del auto. Se lo pide Pedro y ella le sigue el juego. La venda de tela liviana y suave le permite hacer trampa, pero no quiere engañarlo. Al dar unos pasos, nota que la escarcha afilada y crujiente todavía cubre la vereda.
Pedro abre la puerta de vidrio doble y enciende la luz. Retrocede un poco, abraza a su mujer y le afloja la venda. Julieta retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta el fondo. Fascinada ante la vista e impulsada por la propia respiración acelerada, avanza con tres pasos largos y cuando llega justo al centro, gira sobre sí misma para captar cada detalle. Quiere decir un montón de cosas, sin embargo sólo exclama dos palabras: —¡Es hermoso!
El mostrador de madera pintado de blanco tiza genera en ella una atracción inmediata. Lo había imaginado en sueños. Desliza los dedos sobre el frente del mueble hasta abrazarlo, y curva un poco su cuerpo para observar bien de cerca las cuatro bandejas de vidrio antiguo labrado. Son todas diferentes pero encantadoras. Sobre ellas, hay una variedad de bombones de chocolate y macarrones, la especialidad de Julieta. La transparencia de las bandejas y la neutralidad del mueble resaltan el color pastel de los dulces. Dos lámparas con caireles enmarcan los bordes de la mesa. Una vitrina y una estantería colgada sobre la pared del fondo completan el ambiente. Julieta ahora tenía su pastelería propia y está exquisitamente decorada.
Dominada por las emociones, Julieta tiene ganas de llorar y reír al mismo tiempo. Rodea con los brazos a Pedro y le susurra en el oído: —Yo también tengo una sorpresa para vos…
Y lo besa largamente, mientras suelta un brazo para apoyar la mano justo debajo de su ombligo. (Analía)


Compras

La mañana se presenta tranquila. José se coloca el abrigo y sale en busca de su chata, una Dodge del año 78. “Las fiestas se acercan y los regalos navideños no se compran solos”, piensa. Su destino final: el centro comercial.
Al llegar, el playón está atestado de vehículos y niños que corren entre los autos. El mal humor sube por su cuerpo descargando adrenalina y siente los piquetes en las puntas de los pies. No está cómodo haciendo estos quehaceres; a pesar de que sus nietos lo atormentan con mensajes y recordatorios en ese aparato que le dejaron para el día del padre. Su Antonia era experta para ello, sabía qué comprarle a cada uno. ¡Y nunca se equivocaba! Ese fugaz recuerdo le dibuja una sonrisa, tan breve como el recorrido hasta el interior del local.
Un sonido a chicharra estridente lo sorprende y el guardia de seguridad se le acerca apresurado con el scanner en mano.
—Disculpe, señor, no avance más.
Lentamente, José levanta los brazos como en las películas sin entender por qué. La sirena del lugar comienza a sonar y más guardias se aproximan desde todos los ángulos. A su lado, un niño pequeño retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta su mamá. Se había bajado de sus brazos hacía apenas unos minutos.
De pronto el bullicio y las sirenas se apagan. Escucha por el altavoz que anuncian un desperfecto en el sistema de seguridad. Piden las disculpas pertinentes y por fin ¡José baja los brazos!
Contrariado aun, comienza con la búsqueda. En la perfumería resuelve los obsequios de los adultos, gracias a una empleada muy servicial. Aunque el mayor problema son los pequeños, las cartitas de Papa Noel son muy específicas. De camino a la juguetería, escucha:
—¡Arriba las manos! ¡Esto es un asalto!
Siente un escalofrío recorrer su cuerpo. Está parado justo en la puerta de la joyería. Nuevamente, su corazón se acelera; pero ahora son escopetas y pistolas lo que ve. Una balacera se desata y él, en medio de ella. Corridas, gritos, y niños llorando es lo último que recuerda.
El pitido constante de máquinas, el olor a sanitizante y el silencio tranquilizador le confirman que ya no está en el centro comercial.
Abre los ojos y se descubre en el sanatorio. Un dolor muy intenso en la cabeza y un corazón convaleciente son el resultado del paro cardíaco que sufrió por el gran susto, y el golpe que se dio al desplomarse.
—Navidad… Navidad… —murmulla —¡hoy no tendría que haberme levantado, siquiera! — y bufa. (Silvia)


Distancia

El tren llega a la estación con dos horas de retraso. En el andén, muchos ojos cansados de esperarlo pestañean cuando se detiene.
El primero en bajar es el guarda. Una señora con un abrigo haciendo juego con los guantes baja las escaleras con desconfianza. Mira hacia ambos lados, suspira y arrastra con desgano una maleta color rojo.
Una pareja desciende con tres niños pequeños. El padre no alcanza a contenerlos para que no corran entre los pasajeros.
El último en dejar el transporte es un joven alto, con una gorra y una bufanda escocesa. No trae equipaje, sólo un maletín. Camina hacia el lugar que hace las veces de confitería y se detiene ante una de las ventanas. Se saca la gorra, la guarda en el bolsillo y entra con tranquilidad.
Las mesas están ocupadas por los que van a partir y cuando una se desocupa, se sienta sin esperar que la limpien. Su mirada muestra cansancio, masajea su cara para relajarse y cuando el mozo viene para ver qué se va a servir, retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta la puerta que está detrás del mostrador. Pide un café con dos medialunas. Con la mirada perdida saca cuentas, mide, multiplica.
El mozo trae el café y eso lo distrae por un momento. Las medialunas están calentitas. La infusión despide un aroma embriagador. Abre el maletín, saca un papel y una birome.
Las mesas vuelven a poblarse; la de él es la única que espera el recambio. Parece que la inspiración está adormecida y, hasta que no despierte, nadie va a retirar la taza, el plato, la cuchara.
El ruido de la cafetera hace el milagro. La birome comienza a caminar sobre el papel y las letras empiezan a bailar dibujando prolijas líneas. Dobla el papel, escribe algo, lo deja sobre la mesa y se va.
Una mesera levanta el dinero y la propina. Ve el papel y lee: “El tren llegó tarde, calculé la distancia hasta tu corazón y me resulta imposible llegar hasta él. Lo siento”. (Adela)


El valor de la amistad

Se criaron juntos en el mismo barrio, cuando éste se levantó en el predio lindante al Club Rosario. En aquel tiempo lo llamábamos ATE. Sus casas eran cercanas. El primero que se levantaba iba corriendo a buscar a su amigo, y así pasaron su infancia. Nacho y Francisco, inseparables.
Por las mañanas armaban partidos con los demás chicos del barrio. A la tarde salían con sus bicicletas por esas calles internas, tan seguras.
La escuela 22 afianzó esa amistad. Era una dupla inseparable entre todo el grupo.
Llegó la adolescencia y los asaltos. Las primeras citas con chicas del colegio, ya secundario.
Francisco fue el primero en establecer una relación con Silvina, una compañera del curso. Rubia, pecosa, con ojos claros que se reían cuando hablaba.
Todas las tardes iba a buscarla y juntos paseaban por el centro. Mientras, Nacho se sentía relegado. Así se fue enfriando esa amistad que tanto tiempo los unió.
Francisco ingresó a la Marina. Al año le dieron pase al sur. Decidió postergar su noviazgo, situación que no gustó a Silvina.
Nacho terminó su profesorado y comenzó a dar clase en varios colegios. En uno de ellos se cruzó con Silvina, que también ejercía la docencia. Ese reencuentro fue como un flechazo. Pronto hicieron pareja y se mudaron a una casa que alquilaron en Ciudad Atlántida.
Cuando Francisco regresó y se enteró, su enojo fue tan grande como injusto. También lo fueron los insultos que profirió a la pareja. Así, nunca más se hablaron.
El tiempo pasa, la vida continúa. Las relaciones cambian, hoy nada es “para siempre”. Cada uno continúa su vida a su manera. El resto son recuerdos.
Es sábado, Nacho está haciendo sus compras en la Cooperativa de la cancha de Sporting. Hace rato que vive solo.
Con sorpresa ve pasar a su viejo amigo. No tiene intenciones de cruzarse con él.
Se acaricia la frente, retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta la caja.
Está en la cola para pagar, cuando siente una mano en su espalda. Al voltear la cabeza ve a Francisco. Sus miradas se cruzan. Inesperadamente, el abrazo cálido retenido durante tanto tiempo. Una caricia para el alma.
De pronto, los dos están sentados en la mesa de la cantina. Un café ayuda a entibiar el clima. Juntos conversan y se cuentan sus historias. ¡Tantas cosas han cambiado!
Tienen todo el futuro para ponerse al día y retomar algo que empezó allá lejos y hace tiempo. (Susana)


Alfombras engañosas

Una de mis mejores amigas compró su primera vivienda hace algunas semanas. Un amplio "loft" construido a partir de un espacio recuperado y restaurado, que fue una pequeña fábrica de plásticos.
Cuando lo visitó por primera vez se enamoró del lugar. A pesar de que el propietario actual lo había colmado de adornos y alfombras de mal gusto, sus amplios ventanales con vista al parque cercano la convencieron de adquirirlo.
Días después sufrió un accidente automovilístico que le dejó un brazo enyesado.
Hoy debe comenzar la mudanza. Sin dudarlo, le ofrezco mi ayuda.
Me dice que, según el vendedor, el edificio está impecable; listo para ser habitado. En un balde coloco envases de diversos elementos de higiene, con la intensión de asear los lugares más sensibles -cuarto de baño, cocina-.
Juntas abrimos la puerta de entrada con la expectativa de encontrar un sitio pulcro, digno de recibir a su nueva moradora. Nuestra sorpresa es mayúscula. Nos miramos desconcertadas. Sus ojos oscuros, centelleantes, cargados de lágrimas; su tez roja de furia; su cuerpo tembloroso ante la imposibilidad de hacerse cargo del trabajo que debía emprender. Agacha la cabeza tapándose la cara con su única mano útil. Desorientada, inquieta, piensa que los muebles pueden llegar en cualquier momento. Retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta el otro extremo.
Toda la superficie está cubierta con una gruesa capa de tierra que se asemeja más a un establo abandonado que a una vivienda preparada para ser ocupada; al instante comprendemos el porqué de tantas alfombras. La tranquilizo, calmo su angustia, le pido que se ocupe del camión de mudanzas que está al llegar que yo me ocupo de todo.
Con rapidez comienzo el operativo de limpieza; además de lo previsto, con sendos baldazos de abundante agua y desinfectantes logro concluir el improvisado aseo, apenas unos minutos antes de la llegada de la afligida moradora con el transporte de carga.
Su mirada luminosa y su sonrisa de alivio son mi mayor satisfacción. (Alcira Elena)


Fue sin querer

Gladys, once años; Rulo, doce. Se encuentran a mitad de camino entre la plaza y el quiosco de “Cholo”.
—Qué suerte que te encuentro, Rulo. Iba pa’tu casa. Te quiero invitá al supermercado.
—Pará, Glady. Yo vivo en la villa, pero no soy chorro —responde Rulo.
Las intenciones de ella son otras. Sin embargo, Rulo la conoce bastante y sabe que cada vez que lo empuja hasta el super es para “llevarse algún recuerdo”, y cómo él dispara rápido sin que lo atrapen…
—Pero, Rulo, yo no te digo que vayamo’a afaná. Te voy a proponé un juego.
—Sí, seguro que es un juego… y despué terminamo re mal. Vo y tu brillante idea.
Rulo desconfía, y tiene motivos. Una vez, con Gladys, entraron corriendo al mercadito de la esquina de Don Ramón y se llevaron algunos chocolates y otras golosinas.
Ella se justificó diciendo que tenía ganas de comer algo rico y “no había mosca” en su casa. Y Rulo completaba la historia, contando que su mamá está sola y “la guita” apenas alcanza para los fideos y el mate cocido.
Don Ramón les explicó, en esa ocasión, que no se debe robar y que si quieren algo rico se lo pidan y él tratará de dárselos.
A partir de allí, Rulo se hizo amigo del almacenero. Ahora escucha sus consejos y nunca más extrae aquello que no le pertenece. Es un poco como un papá, ese que le falta desde siempre.
En esta oportunidad, Gladys propone algo distinto. Había visto un juego en la tele de lo más divertido y está entusiasmada con jugarlo.
—Dale, Rulo, yo te explico. Es un juego relindo.
—¿Y pa’qué? —dice Rulo, que muchas ganas de jugar no tiene.
—Es pa’jugar nomá y ademá, demostrarte que la mujere somo má inteligente que lo hombre. Está de onda eso de la mujere ponderosa, o pondera, o portera, o… ¿cómo es?
—Mirá que so bruta, Glady. La mujere no son ponderosa, son hermosa.
—Eso ya lo sé. Pero bueno, vamo al juego. Entramo en el Super. Nos tapamo lo ojo con una mano y con la otra vamo adivinando qué es. ¿Te gusta?
Rulo acepta, pero antes le pide a su amiga que no haga trampa, porque ya la conoce.
Una vez adentro, caminan por los pasillos y comienzan a jugar. Una mano en los ojos y con la otra, mientras tantean, mencionan cada alimento, “aquí harina, allí azúcar, en el estante de abajo arroz, fideos…”
Van empatados y nadie percibe que están solos y toqueteando mercadería.
Ahora es el turno de las botellas. Con las de plástico todo bien: gaseosas, agua mineral, jugos… pero al comenzar a palpar las de vidrio, la cosa se complica.
—Esta la conozco —dice Gladys—, es de vino, como el que toma mi papá.
La diferencia es que su padre compra uno que cuesta cien pesos y esta, quinientos; pero es una botella de vino, para el caso es lo mismo.
—¡Uy, esta qué forma rara tiene! —continúa— ¿Es un licor?
—¡Sí! Bien, Glady. Otra má y despué me toca a mí —le responde Rulo.
Gladys toca, vuelve a tocar.
—Esta me cuesta, Ruli. A ver… esperá que la levanto.
—¡Nooo! ¡Se te puede caer!
—No seá pájaro’e mal agüero, ché.
Gladys vuelve a palpar. Llega hasta la punta. La recorre de arriba abajo y de abajo hacia arriba…
—Qué grandota, aquí hace una curva —continúa.
Cuando la levanta por la tapa, en un descuido se le resbala. Su pequeña mano no alcanza a abarajarla en el aire y cae estrepitosamente al suelo.
—¡Qué hiciste, Glady! Mirá, dice: güisqui yoni gualker… quince mil peso. ¡Dio mío!
Gladys tiembla. Retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hacia la puerta de salida.
Rulo intenta levantar del suelo la botella. Imposible. Está hecha añicos. Vidrios y líquido desparramados por estantes, piso y un fuerte olor se esparce en el lugar.
Ven acercarse al encargado.
Gladys vuelve a recorrer con su vista la distancia que hay hasta la salida, y grita:
—Dale, Rulo, corré, ¡corré que vo podé! (Alicia G.)


Sueño cumplido

Amelia y Carlota viven a solo una cuadra una de la otra. Son inseparables. Se quieren muchísimo y son súper amigas.
Carlota tiene un sueño: abrir su propia tienda de moda, ropa y diseño, pero nunca tuvo la oportunidad de llevarlo a cabo. Se han propuesto realizarlo juntas. Ambas trabajan en un supermercado cerca de sus casas. En sus tiempos libres, ven revistas sobre las nuevas tendencias e ideas innovadoras. A Amelia no se le da muy bien crear e imaginar nuevos modelos, pero a Carlota, sí; se la pasa comprando telas de colores para producir originales vestidos y conjuntos.
Se acerca el cumpleaños de Carlota. Amelia ha estado ahorrando por meses para darle un regalo a lo grande. Le va a regalar un local vacío para iniciar el lugar de ensueños de Carlota.
Ya está todo hecho, tiene el inmueble, es suyo. Solo que Carlota todavía no lo sabe.
Llega el día del cumpleaños. Ya le había comentado que la iba a llevar a un sitio especial, así que a la tarde pasa a buscarla. Se dirigen hasta el centro de la ciudad (que no queda muy lejos) y cuando se están acercando a la dirección, le tapa los ojos y caminan unos pasos más. En ese momento, retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta el cartel de la entrada. Carlota está confundida. “Está vacío”, piensa. Amelia le da a entender que ese es ¡su lugar!
¡No lo puede creer! Sorprendida, comienza a imaginarse cómo será y espera ansiosa la hora de estrenarlo. Se siente muy agradecida. Amelia se da cuenta al instante que le gusta mucho su regalo y se alegra también.
Lo que Amelia no sabe, es que Carlota también ha estado ahorrando desde hace tiempo para un salón, pero ahora ya lo tiene.
Así empiezan rápidamente con el proyecto; compran muebles, estanterías, percheros, colocan la iluminación, etc.
Poco a poco, el espacio va mejorando, creciendo, y en tan solo unos meses pueden abrir la tienda. Están muy felices. ¡Lo han logrado!
La tienda crece año tras año. Muchas experiencias y aprendizajes se cruzan en sus caminos y todo lo afrontan juntas. (Julieta)


¿Azar o destino?

Hace un alto en la ruta, estaciona en la banquina y baja del auto para estirar su largo cuerpo y desentumecer sus piernas. Ha estado manejando desde la mañana, con solo una breve parada para un almuerzo rápido, y su cuerpo le reclama atención.
Camina unos metros mientras siente las protestas de su cintura; prácticamente no hay tránsito y los escasos autos pasan como bólidos a su lado. Se toma un tiempo para admirar el paisaje cordobés; una multitud de tonos de verde, apenas salpicados por añosos árboles, que asemejan soldados vigilando la inmensidad. El sol, todavía alto, calienta su cuerpo y deslumbra sus ojos. Todavía le falta mucho para llegar a su destino pero él viaja sin apuro.
No lamenta en absoluto lo que dejó atrás. Actuó según sus convicciones, sin importarle las consecuencias. Y vaya que las tuvo. Perdió trabajo y prometida.
Se recibió de abogado con todos los honores, y no tardó en ser requerido por uno de los más importantes estudios de Buenos Aires. Sus clientes eran lo más granado de la sociedad, personajes de la farándula y grandes empresas. Se volvió un rostro conocido en los medios, sin embargo una sensación de hartazgo empezó a ganarlo. Era natural que pusieran todo su esfuerzo para defender a sus clientes, aunque no siempre se jugaba limpio. Usar los intersticios que ofrecían las leyes, muchas veces en desmedro de verdaderos damnificados, no era lo que pensaba cuando era un estudiante idealista que soñaba con hacer prevalecer la justicia.
El punto de inflexión fue el caso de un famoso sanatorio privado en el que se había administrado un medicamento compuesto por penicilina a un paciente, a pesar de que este había informado que era alérgico. Nadie lo había anotado en su historia clínica. El enfermo estuvo al borde de la muerte y quedó con serias secuelas. Las autoridades de la clínica negaban que se hubiera dado la información y todo apuntaba a que ganarían el juicio que los parientes de la víctima les habían iniciado. Pero, por azar o por destino, encontró traspapelada en unos documentos la hoja de la historia clínica donde figuraba claramente que el paciente era alérgico a la penicilina.
Se negó a ocultar evidencias y renunció. Hubo un gran escándalo y él terminó en la lista negra de los grandes estudios. Su nombre pasó a ser mala palabra en el ambiente judicial y muchos le dieron la espalda; entre ellos, su prometida. Se habían conocido cuando él estaba terminando la universidad, ella pertenecía a una prominente familia porteña. Eran una pareja dorada, seguida por los medios; él un prometedor abogado, ella, una hermosa millonaria. La relación se resintió cuando él cayó en desgracia y ella rompió el compromiso al ver que el promisorio futuro que esperaba se disolvía en la nada. Dolido pero no destrozado, quiso cambiar de horizontes y se dedicó a recorrer el país.
Después de dos años, ya se siente preparado para retomar su vida y volver a su profesión.
Ahora está en medio de una ruta cordobesa decidiendo si continúa manejando hasta llegar a la ciudad, o busca un lugar para descansar y pasar la noche. Según el GPS hay un hospedaje a pocos kilómetros. De hecho, puede atisbar en el horizonte una edificación. Retira la mano de sus ojos y calcula con la mirada la distancia hasta el lugar.
El hotel es pequeño, una construcción acogedora, flanqueada por una estación de servicio y un restaurante; uno de los tantos paradores que hay en las rutas argentinas para el viajero cansado. Mas el cansancio desaparece por completo cuando se acerca al mostrador para registrarse.
La joven que le dirige una amplia sonrisa de bienvenida es muy hermosa, de luminosos ojos claros. Traga con dificultad, la voz se le atasca en la garganta y apenas puede responder a su alegre saludo. Es verdad eso que dicen, que el corazón puede pegar saltos. Si es así, el suyo está para los Juegos Olímpicos. Recibe la llave de su mano (que no tiene anillo) como si estuviera en una nube, la sigue hasta la habitación admirando su contorneo vivaz y escuchando su alegre cháchara al describir los beneficios del lugar.
¡Quién lo diría! ¿Por azar o por destino? en ese cálido y acogedor hotel ha encontrado el lugar para echar raíces y rehacer su vida. (Alicia M.)


Esperanza

“¡Hoy puede ser un gran día y mañana también!”, canta Serrat desde el pendrive en el auto. Marcelo grita: ¡NOOO! no puede ser… ¡VA A SER! mientras sus padres y su novia lo aplauden. Él está a punto de ser el dueño de un haz de luz y eso lo hace muy feliz.
Ingresa al hospital. El brazo izquierdo abraza el derecho de su madre. Desde hace veinticinco años que esa es su posición cuando están fuera de casa. El derecho sostiene el bastón blanco, como siempre, como hasta ahora.
El médico está decepcionado. Las cosas no están todo lo bien que deberían. Existe la posibilidad de una nueva intervención, pero hay que esperar por lo menos un par de años más.
Le sacan las vendas y se encienden lentamente las luces; primero un pequeño velador, luego una lámpara de pie. En penumbras, Marcelo retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta su familia. Corre y los abraza tan torpemente que casi los tira al piso. Sólo distingue bultos, luces y sombras. Muy poco para el médico, muchísimo para él.
Es sólo el primer paso, algo les dice que habrá muchos más. (Fabiana)


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