Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 29 de agosto de 2020

Decimoctava consigna en cuarentena


Ser o no ser, esa es la cuestión. 

Febrero. El calor se hacía sentir en el aire, en la piel. 
A Juan le gusta el sol, el clima de esta estación, pero ese día se sentía fastidioso. Después de las vacaciones, siempre el regreso al trabajo era un sufrimiento. Cambiar los días de playa por la rutina de madrugar, ir a la escuela a preparar y acondicionar el edificio antes del regreso a clases era arduo. 
Cuando llegó se encontró que ya estaba Patricia, la otra portera, su compañera de equipo. Se conocieron hace ocho años, cuando fueron designados a ese colegio secundario. 
Patricia era un poco mayor que él, se hicieron amigos y confidentes. Ella tenía una personalidad imponente. Cuando opinaba sobre algo era mejor no contradecirla. En su parloteo constante iba de un tema al otro. No obstante, de algo no se hablaba: de religión. Sabía que Juan era un ateo empedernido. 
Después de las labores de limpieza del día, al llegar el mediodía, se prepararon unos mates con unas galletas que había llevado Patricia. 
Para distraerse, mientras esperaban la llegada del personal, Juan se dirigió a la pieza del fondo que oficiaba de biblioteca, a buscar un libro; su pasión era la lectura. 
Empezó a recorrer con la vista la repisa. Algo llamó su atención. En un rincón estaban tirados desordenadamente los mapas y, entre ellos, el esqueleto que usaban en clases de anatomía. 
Al ponerlo de pie, se sobresaltó al ver que le faltaba la cabeza. Buscó y buscó y nada. 
Corrió a la cocina a contarle a Pato y ella reaccionó rápido: —Los chicos de quinto año… en la estudiantina de fin de ciclo. ¿Te acordás que representaron Hamlet? 
—¡Qué atrevimiento! ¿Qué habrán hecho con ella? Tenemos que dar aviso a la directora, ya está por llegar. 
En ese momento, desde el noticiero de Radio Rosales informaban que unos chicos encontraron en un terreno baldío que usan como canchita, una calavera. 
En el lugar se había hecho presente el patrullero y la cámara de PAV. El vecindario se había agolpado y hacían conjeturas. 
Ahora, la cuestión es: ser o no ser osado para ir a buscarla. (Susana)


El secreto de mi altillo 

Curioseando en el baúl de los recuerdos, donde durante años mi familia guardó objetos que le llamaban la atención, encontré un libro deteriorado, no obstante, bastante actual. Era un tratado sobre anatomía humana, escrito por el doctor en medicina Peter Großvater. 
Según dice su biografía era alemán, nacido en el siglo pasado, ateo, con una personalidad problemática, rebelde. Caprichoso, celoso, egoísta y autoritario. Parece que su sufrimiento familiar lo convirtió en un ser retraído y antipático. Vivía solo, apartado de la sociedad a la que aborrecía por considerarla superficial y materialista. 
Unido al tomo se encontraba una pieza del cuerpo humano: una calavera. En ella escribió de su puño y letra: “Fui lo que tú eres, serás lo que soy”. Tratando de conocer más sobre este insólito asunto, profundicé mi investigación sobre el escritor. En su larga vida fue padre de varios hijos de tres matrimonios fallidos. Uno de los niños falleció por causas naturales, algunos desaparecieron de su vida por seguir a sus madres, otro, tuvo un accidente fatal cuando era jovencito. Lo extraño fue que, al momento de sepultar a este último, al cuerpo le faltaba el cráneo. Se dice que lo conservó como testimonio de en qué se convierten las personas cuando todo deja de tener sentido en el reino de los vivos, aunque otros aseguran que la locura lo dominaba y no tenía control sobre sus actos. 
Sea cual fuere la verdad y por respeto a este hombre atormentado por sus desdichas, guardé con mucho cuidado el cráneo y el libro en una caja especial que, aún hoy, mantengo en un lugar destacado de mi altillo. (Alcira)


Secular 

Nadie entenderá la amargura que me produce ver espíritus que transitan con regocijo por la vida. Personas que ríen, abrazan, bailan, cantan y lloran de emoción. Quisiera ser uno de ellos, me esfuerzo ante un pesimismo que me doblega. 
¿Quién entendería eso? ¿Cómo trascender este sentimiento? Muchas veces pensé en dejar escrito los aspectos más lúgubres de mi personalidad y que la humanidad entera me conozca. No obstante, una pieza literaria de un don nadie no podrá propagarse más allá de una biblioteca de utilería. 
¿Cómo consolar mi razonamiento ateo? No creo en deidades, jamás creeré en un ser intangible, creador de un mundo de felices y desdichados. 
Lo que sí tengo claro es que cuando el corazón deje de latir, mi paso por la tierra sólo quedará en memorias de aquellos que alguna vez me apreciaron y aborrecieron. Esos recuerdos intransferibles morirán con cada uno de ellos. 
Pensar eso aumenta mi angustia. Quiero que generaciones y generaciones reflexionen acerca de mi existencia, de la huella que dejé y que tengan claro que sufrí. 
No aspiro a morir con un cuerpo arrugado, cargado de dolores y recuerdos que anhelen un pasado que jamás volverá, ni morir entre sábanas hospitalarias. 
Por qué dejar un cuerpo que pase desapercibido en incautos profanadores, cuando un agujero en el cráneo hablará más que mil libros escritos por mil hombres que jamás nadie conocerá. (Martín)


Encuentro 

Hacía tiempo que no lo visitaba. Tenía ganas de verlo. No obstante, el rechazo era un presentimiento. 
Disentíamos ideológicamente, lo que creaba rispideces. Conocer su personalidad autoritaria era un motivo más de distanciamiento. 
Tomé coraje. Saqué el auto del garage y rumbeé hacia su casa. 
Me recibió con una sonrisa sarcástica. Tenía un libro en la mano izquierda. Su dedo índice entre las hojas. Como siempre, haciendo alarde de su intelectualidad. 
—¡Hola! —dijo. 
Con sufrimiento contesté su saludo. Le extendí la mano, la cual apretó con sinceridad. 
Entramos a una pieza grande, tipo loft. En ella estaba diagramada toda su vivienda: el lugar para dormir y la cocina, el baño… sí, separado por una puerta cerrada. 
Lo que más me llamó la atención, el espacio dedicado a su sala de estar donde había una gran biblioteca. Libros clásicos, antiguos, modernos y contemporáneos. Además, adornos sofisticados de los países recorridos. 
En el medio de un estante, al lado de un globo terráqueo lucía (si se puede decir lucía) una calavera. Mi vista se fijó en la inscripción (premonitoria) de la frente: "Fui lo que tú eres... serás lo que soy".
—¿Y eso? ¿Es un ancestro? —pregunté. 
Una mueca desagradable se dibujó en sus labios. 
—Es mi tatarabuelo —dijo y siguió —, estoy estudiando a través del ADN de los huesos, sus pensamientos, los cuales parece que eran muy revolucionarios. 
—Y… ¡¿se puede?! —contesté con asombro. 
—Parece que hay nuevas teorías científicas que son certeras. 
Me llamó la atención que afirmara ser un cínico creyente o un ateo crédulo. ¡Era un buen teólogo! 
Las contradicciones y escepticismos lo llevaron a hacer un estudio exhaustivo de las emociones con la observación de los huesos. 
Desconcertado ante tal actitud, tomé las llaves de mi auto y me despedí. 
"¡Está totalmente loco!", pensé. (Josefina)


Se me viene a la cabeza 

“La vida es una moneda, quien la rebusca la tiene”, canta Juan Carlos Baglietto en la radio. 
“¡Cuánto hacía que no escuchaba esta canción! ¡Era 1982, me acuerdo bien, mi primer año de universidad!”, piensa Néstor mientras prepara su desayuno. 
Como un dominó los recuerdos empiezan a traer otros: Alejandra (su novia de entonces) y las peleas originadas porque él es ateo; Marcela, Patricia, Toto y José (amigos de las salidas); Ricardo y Pablito (los amigos que conoció en tercer grado y continuaron siéndolo hasta ya grandes, donde eran convivientes y compañeros de clase); ¡el departamento!, ¡mezcla de olor a patas y hamburguesas!, como decía su madre cada vez que lo iba a visitar. 
De la universidad casi no se acuerda, uno a uno fueron abandonándola y ninguno realizó lo que soñaba en ese momento: Alejandra quería ser Psicóloga y terminó recibiéndose de kinesióloga; Marcela estudió peluquería, pero puso una boutique y allí sigue; Patricia cambió la psiquiatría por la abogacía; Toto, José y él fueron abandonando sus proyectos de neurología cuando pusieron una confitería, y terminaron peleándose. No se vieron más. ¡Ahora se da cuenta de cuánto les preocupaban las cabezas! Sonríe mientras revuelve el café. 
La canción finaliza, no obstante, el dominó de las remembranzas continua... La pieza que compartían los tres, esos cubrecamas horribles que hizo la madre de José, las sillas todas diferentes, los muebles improvisados, ni un libro de medicina y sobre la cajonera: ¡Briggitte!, ¡una calavera que como buenos estudiantes de medicina debían tener! La habían conseguido en el cementerio sobornando al guardia. Era la habitante femenina del hogar y la destinataria de todos los chistes, sobre todo cuando se cuestionaban para qué la tenían; mientras duró la aventura, nunca la usaron. Solo fue útil para la despedida de Pablo de la universidad, el primero en desertar. Esa noche le grabaron la inscripción “Fui lo que tú eres... serás lo que soy", con un pequeño torno que llevó Susana, la mujer de la personalidad excéntrica, exalumna de bellas artes. 
Al finalizar el desayuno, pone el disco completo de Baglietto, Tiempos difíciles; el debut del rosarino en un momento histórico para el país, etapa de hondo sufrimiento que aún perdura. ¿Se siente melancólico?, ¿o ya es un viejo repasando su vida? Se dispone a leer el diario. “¡Cosas de viejo!”, piensa, pero se consoló con que al menos lo lee en formato digital y no en papel. 
En primera plana, una foto de Briggitte en el basural. No hay dudas de que es ella. Las calaveras tienen el privilegio de no envejecer. ¿Cómo llegó hasta allí? No recuerda dónde estuvo todos estos años. No puede dejar de observarla como si le fuera a confiar el secreto de qué hace en ese lugar. 
"¡Nada es casual en esta vida!", se dice a sí mismo. 
Dos botellas de gaseosas la rodean: una de la más deseada y renombrada marca; la otra, la más popular por económica. En el otro extremo, unas semillas de paraíso parecen indicar que es allí donde está, y que en ese lugar… también hay opciones. (Fabiana)


Cosa nostra 

Los truenos sonaban muy fuertes y las gotas de agua golpeaban la chapa con furia. La tormenta había llegado antes de lo previsto. No obstante, ahí estaban Chicho y Camila en la pieza. Uno, enroscado en la alfombra de tejido incaico. Y ella, recostada en la cama mientras ojeaba un libro. Las fotos antiguas habían quedado sobre la mesita de luz, más tarde las guardaría en el baúl. 
La casa de su abuelo era vieja, de paredes gastadas y pisos de cemento. La había heredado recientemente y se estaban acostumbrando a sus olores y ruidos. Ese fin de semana lo pasarían allí. Luego de un largo sufrimiento su abuelo había partido. Aunque era ateo, la familia ofició una misa en su nombre en la capillita del barrio. La ceremonia de despedida había sido simple. Muy poca gente había asistido, debido a la personalidad conflictiva del abuelo. 
Eran las seis de la tarde de un día más, ninguno imaginó jamás que vivirían lo que sucedió. 
Chicho comenzó a raspar con desesperación la puerta del frente para salir. Aún llovía. Camila alcanzó a ver por la ventana del living la silueta de un hombre corpulento de cabello largo, que subía a un vehículo y se alejaba con mucha rapidez. Eso llamó su atención. No era común ver autos por la zona, ya que la casa se encontraba en un área rural. Solo se accedía por caminos vecinales. Su abuelo le había contado que la gente del pueblo solía tirar la basura en un montículo cercano. Y en más de una ocasión había corrido a escobazos y puteadas a los desubicados que llegaban con desperdicios. Abrió la puerta y el perro salió disparado hacia la entrada del terreno. 
— ¡Chicho!, ¡Chicho…! —gritó preocupada. Era un cuzco pequeño pero muy aguerrido. Lo persiguió en su huida hasta llegar al camino por donde se había alejado el auto misterioso. Se detuvo en una loma para reponer el aire; reconocía que su estado físico era deplorable. A lo lejos, Chicho ladraba embravecido a un punto fijo. “¡Qué perro loco!”, pensó. Y continuó avanzando. 
En algún punto entre la loma y Chicho: —¡Aaah! —gritó asustada y a la vez sorprendida. Su perro traía en la boca un cráneo. Apuró el paso y lo tomó con cautela. Su estudio en medicina forense le había enseñado a preservar la escena. De inmediato llamó a la policía científica y en menos de una hora el predio se había convertido en el escenario de una película. Reflectores y luces policíacas habían convertido el lugar en una ciudad iluminada. Los rumores viajaron y rápidamente llegaron varios periodistas, el canal de televisión local, y mucha gente del pueblo a chusmear. Ni la llovizna los había detenido. 
La zona estaba acordonada, los especialistas habían hallado otros huesos además del cráneo que traía inscripto: “Fui lo que tú eres… serás lo que soy”. Algo resonó en ella. La investigación se había extendido hasta altas horas de la noche. Camila se sentía en su salsa, estaba recién recibida y aún no tenía trabajo. Pero todo ese despliegue le encantaba. Aunque eran circunstancias poco comunes, ella continuaba aprendiendo. 
Al otro día su cabeza seguía inquieta, aquella frase le resultaba conocida… 
Abrió la computadora y en primera plana del diario digital apareció su Chicho. Era la noticia del momento. De pronto: 
— ¡Ya! —dijo eufórica y saltó de la cama. Corrió al baúl de las fotos y allí estaba: un poco amarillenta por los años, la foto de su viaje a Florencia en familia. Habían sido unas vacaciones extrañas. Desde Sicilia, donde estaba la familia del abuelo, habían viajado en avión hacia la esplendorosa Florencia de un día para otro. Y con la excusa de conocer, la habían paseado por varias capillas. 
— ¡Acá! —señaló, sobre la prueba. Sonrientes, frente a la basílica Santa María Novella, su madre, su abuela y ella. Recordaba que en una de sus paredes había leído la inscripción. Más atrás, su abuelo había quedado retratado hablando con…. ¡ese hombre! El corpulento de pelo largo, pero más joven… (continuará)   (Silvia)


Caña quemada

El 31 de julio, luego de un encierro prolongado, puro sufrimiento, me decidí. Mis neuronas se cansaron de estar presas, querían salir. Preparé la bici, el casco, las calzas, las zapatillas. 
Unos días antes mezclé en una petaquita un poco de caña con ruda porque, aunque no creo en esas cosas (soy medio ateo para todo lo relacionado con creencias), con probar no se pierde nada. 
Confieso que esa noche no dormí. Estaba hambriento de sol, sediento de aire. Me levanté temprano, tomé unos mates, comí las galletas que me trajo la vecina y le dije a Clotilde: allá vamos. Clotilde es mi bici. Los que vivimos solos les ponemos nombre a las cosas que queremos para darles personalidad. 
La vereda me recibió sonriendo, adivinó mi felicidad y no quiso desanimarme. Hacía rato que no me veía. 
Pedaleé hasta los molinos. Apoyé a Clotilde en un tronco para que ella también descansara y me senté sobre unas ramitas. Saqué la petaca, tomé un sorbo y creí visualizar a la ramita de ruda bailando. Ya me hizo efecto, pensé. 
Seguí con los sorbitos hasta que, sin darme cuenta, la ramita quedó sequita, ya no nadaba en el líquido que antes la acompañaba. Cuando subí a la bici mi equilibrio ya no era el mismo, las manivelas del volante se me escapaban, el espejo estaba como empañado. 
Soy valiente y arranqué. Supuse que la falta de entrenamiento era la culpable de que los pedales no respondieran según lo acostumbrado, pero no obstante y haciendo algunas eses, avancé. 
Llegué al basural, ¿alguna vez entraron? Cuando era chico me gustaba revolver en los contenedores para encontrar chatarra y hacer artesanías. Volví a mi niñez. Me acerqué al hombre que está en la entrada y le pedí permiso para entrar a chusmear. Algo debía conocer de gente rara porque sin hablarme me hizo una seña con la mano para que pasara. 
Unos perros rompían las bolsas y sacaban comida. Una señora con algunos chiquitos clasificaba objetos. Las hojas de un libro volaban mientras yo, embelesado, veía la miseria que me rodeaba. Unos pájaros me distrajeron y mi pie derecho chocó con algo. ¡Soy un soñador! En vez de mirar qué era, cerré los ojos, me agaché y palpé la pieza. Con mi mano izquierda toqué algo redondeado mientras dos dedos de la derecha se introducían en dos agujeros de la otra cara de la pieza. Pensé: una bola de bowling. Alguna vez jugué y gané un campeonato en Pirámide. 
El olor del lugar, los efectos de la caña y el llanto de uno de los chicos me devolvieron la lucidez. Miré al objeto que descansaba a mis pies y mi boca dibujó un círculo mientras gritaba, creí que gritaba… 
¡No tomo más! ¡No tomo más! ¡Olvidáte de mí, Pachamama! Por culpa de la caña vi un cráneo, toqué un cráneo, metí los dedos en un cráneo. ¡No tomo más! ¡Adiós Clotilde! (Adela) 


Respeto

El profesor de traumatología era ateo. Muchas veces lo comentó en clase. No obstante, su personalidad denotaba bondad innata. Era de esos seres que uno amaba y respetaba con sólo conocerlo. Descendiente de judíos sobrevivientes al exterminio, tal vez aprendió desde niño lo que era el sufrimiento y el desarraigo. 
Nosotros éramos jóvenes. Nos llevábamos el mundo por delante, llenos del vigor y desenfado propio de la edad. En cada práctica, el doctor Goldman pacientemente nos señalaba cada uno de los huesos de un esqueleto natural, armado y unido con alambres pieza por pieza, ubicado en una esquina del laboratorio. 
¡Cuántas bromas surgieron en esas horas! Colgábamos y acomodábamos de todo en la pobre osamenta. Bufandas, libros, gorros, cigarros y otras cosas "non sanctas" inimaginables. 
Una tarde, al entrar en el aula, algo nos llamó la atención. El profesor estaba escribiendo algo en el cráneo de nuestro amigo descarnado. Cuando terminó, y mientras íbamos a nuestros lugares habituales, pudimos pasar y leer la inscripción: "YO UNA VEZ FUI COMO ERES TÚ. TÚ ALGÚN DÍA ESTARÁS COMO AHORA ESTOY YO". 
A partir de esta simple frase, el querido y siempre recordado catedrático nos dio una lección sobre el respeto, la cual jamás olvidamos en nuestra vida. (Liliana)


Apariencias

Gerardo era un ser cargado de misterio. Con frecuencia se veía acosado por sus memorias, recuerdos de una infancia estricta y rígida. Entre castigos y sermones, su personalidad fue dando forma a un joven inseguro, desconfiado y tímido.
Nació en el seno de una familia religiosa, donde todas sus acciones eran observadas por los ojos de un Dios que hallaba justicia en el cinturón de cuero negro de su padre, Rubén. Curiosamente, ese hombre que era amado por la congregación los domingos en la Iglesia, era un alcohólico que, también, golpeaba a su mujer.
Gerardo descubrió placer y conexión con el mundo natural. Su interés por la biología y el sentido de la vida comenzó a brotar como una semilla de esperanza, y regó de luz el turbio pesar que llevaba en sus entrañas.
Disfrutaba sentir el latido de los árboles, mientras sus manos acariciaban las cortezas, curtidas, que le contaban historias a través de otros tiempos. Se recostaba en el pasto y, con su lupa, admiraba el mundo de las hormigas y su laboriosidad. Podría pasar horas valorando la vitalidad que escondía el Universo.
No obstante, ese mundo de ensueño era turbulentamente ennegrecido cuando regresaba a su hogar. Su jardín de paz y armonía, se veía pisoteado y devastado por las agresiones y cuestionamientos de su padre. Pero esa noche, Gerardo se sintió distinto. Lúcido.
Hizo caso omiso a la verborragia, se alejó y encerró en su cuarto. Tomó un libro y, mientras lo hojeaba, aguardó el momento. Sabía bien que la furia no tardaría en desatarse. Uno, dos, tres, cuatro... las patadas y los gritos comenzaron a sensibilizar a la puerta que lloraba de miedo.
Gerardo estaba muy tranquilo a pesar de saber que podrían arrancarle la cabeza, marcarlo a latigazos o, peor aún, molerlo a golpes.
Como embestida por un toro, la puerta cedió. Su retina registró a ese hombre, con ojos rojos de sangre, ceño fruncido y una mueca torcida que dejaba escapar baba.
—¿Por qué lo hiciste?, ¿Cómo te atrevés a faltarme el respeto, a mí, que soy tu padre? —la fragancia avinagrada se escurría lento de su boca por toda la habitación, como fumarola de sahumerio.
—¡Lo hice porque sos repugnante y estoy cansado de vos! De que golpees a mamá, de que me maltrates y de que la gente crea que sos un amor, cuando en realidad sos una mierda, un verdadero hijo de puta. Lo mejor que le podés hacer a esta vida es dejar de existir. —Gerardo dejó salir a las polillas que guardaba en su alma, esas que alimentó a base de odio, en el hastío del tiempo, y que habían convertido su sufrimiento en rebeldía y revelación.
Como un flechazo, sus palabras penetraron los oídos sordos de Rubén. La perplejidad debilitó sus piernas y sus manos, que dejaron caer el vaso de vino barato. El estruendo de los vidrios al golpear contra el piso, lo resucitó del letargo.
En su estado reactivo, se avalanzó sobre Gerardo con el fin de estrujarlo y perderlo entre sus dedos, pero no tuvo éxito. Lo encontró mucho antes.
Esta vez, Gerardo se había convencido de que una vez en la vida podía tener razón.
La mente de Rubén se perdía en nubarrones, su vista giraba confundida. Su tacto sumiso buscaba redención, aunque ya era tarde para las confesiones. Pudo sentir cómo la sangre lavaba sus pecados, pudo sentir la calidez que su monstruoso ser almacenaba. Una pieza de plata se veía descansar en su estómago como un souvenir. 
Su ser se escurría en el recuerdo de un viaje sombrío y oscuro. Su aire mermaba. Gemía. 
—¿Por qué lo hiciste? ¡Has pecado ante los ojos de Dios! ¡Nunca en la vida tendrás su perdón! —deslizó, ya con poca fuerza, ante el estupor y la frialdad de su hijo.
—No te preocupes, papá. Soy ateo.
(Matías)


Recuerdos de Juancito

Me gusta caminar, sentir la tibieza del sol en la piel suavizada por la brisa fresca, pre primaveral. Además de ser un ejercicio que me relaja, tiene el añadido de mantener a raya los excesos gastronómicos (tengo una personalidad hedonística y disfruto sobremanera del buen comer). No obstante, en algunas ocasiones, el relax queda en el camino, sustituido por la zozobra de un hecho inesperado en la piel de algún pichicho con mal carácter.
Pero el evento digno de recuerdo fue un hallazgo. No un elemento explosivo como suele suceder, nada de una granada o una bomba con forma de cohete, como hemos visto en las noticias, sino algo un poquito macabro.
Fue una tarde de fines de otoño; como siempre salí sin rumbo fijo. Había un poco de viento de modo que decidí internarme por los barrios periféricos, buscando el reparo.
Hay algo que me molesta en mis caminatas: los minibasurales que gente desaprensiva, por no utilizar términos más contundentes, crea al arrojar residuos donde no corresponde. Siempre me pregunto: si el servicio de recolección no es suficiente ¿por qué no protestan ante la municipalidad?
Lo cierto es que, con desagrado, pasé por un lado de estos sitios y algo me llamó la atención. Fue instintivo; metida en mis pensamientos capté una bola blanca con mi visión periférica. Sentí un estremecimiento y me acerqué. Quedé de una pieza cuando reconocí que el objeto era una calavera.
Pasada la primera impresión, la observé con detenimiento. Le faltaba el maxilar inferior, algunos dientes; las moscas recorrían la blancura donde brillaba algún resto de barniz. Algo que parecía un tornillo sobresalía de un costado. No fui la única que la vio; en un momento, me vi rodeada de caminantes como yo. Un chico la dio vuelta con un palo; en la base de la parte posterior era visible una mancha perfectamente rectangular con un par de perforaciones a cada lado.
—¿De dónde habrá salido? —preguntaban algunos.
—De algún muerto —respondió un gracioso.
—Hay que ser ateo —exageró una voz femenina.
—Seguro que algún estudiante la tiró —dijo alguien muy canchero.
—Ya llamé a la policía. Que ellos se encarguen.
Dejé al grupo con sus especulaciones y seguí mi camino. Era evidente que esa calavera no había salido de una tumba. Quien la había desechado no tuvo la delicadeza de hacerlo de manera más discreta. Un nombre saltó de mis recuerdos: Juancito. Por un momento se me ocurrió que podía ser él. Tenía una chapita en la base del cráneo que lo declaraba propiedad del colegio, y desapareció de las aulas después de la mudanza al edificio nuevo, ya fuera porque se perdió en el camino o por el cambio de contenidos en nuevas asignaturas.
Mal que me pese, soy de la época que en la secundaria se enseñaba botánica en primer año, zoología en segundo y anatomía en tercero. Recuerdo nuestro sufrimiento al oír el cloqueo de los huesos de Juancito cuando el profesor lo traía en su carrito al aula. Sacábamos el libro para repasar rápidamente el esqueleto humano ya que ese sonido era preludio seguro de algún examen oral.
Nunca respondieron a nuestros intentos por conocer a su dueño original. El nombre de Juancito había sido impuesto por los estudiantes de alguna generación anterior.
¿Qué habrá sido de él? ¿Habrá sido donado a algún aspirante a médico? Ojalá, no me agrada la idea de que hubiese terminado como la calavera cuyo hallazgo será comentado hasta el hartazgo en los medios de comunicación. (Alicia M.)



Foto de fuentes oficiales.




sábado, 22 de agosto de 2020

Decimoséptima consigna en cuarentena


¡¡¡Qué sorpresa!!! 

Omar se levantó muy entusiasta esa mañana. Después de la ducha, se vistió tratando de combinar y armonizar los colores de su camisa y corbata con su traje. 
Lo esperaba un día complicado en la oficina: muchas entrevistas con clientes importantes de la empresa, un almuerzo de trabajo con el director general y para finalizar una reunión con los empleados. 
Le dio un beso en la frente a Silvia, para no despertarla, y salió hacia la cochera a buscar su auto. En el camino iba tarareando una vieja melodía. Era un bolero, el mismo con el que se conocieron hace cinco años. Hoy precisamente era el aniversario de esa fecha. Se casaron a los pocos meses. Decidieron no tener hijos para conservar la intimidad de su relación. Llevaban una vida acomodada por sus ingresos, salidas, cenas, viajes. 
Últimamente, algo lo preocupaba; notaba a Silvia un poco distante. 
En el camino, se detuvo en una florería y compró una docena de rosas rojas, símbolo de la pasión que aún sentía. Cuando llegó a su lugar de trabajo, dejó su vehículo al encargado de estacionarlo. 
No podía concentrarse en su tarea, lo invadía una sensación extraña, nerviosismo, inquietud. 
Cerca del mediodía, el jefe citó al personal para informarles que a partir de la fecha, y hasta nuevo aviso, los trabajos se harían en forma virtual por un decreto presidencial, a causa de la pandemia. 
De camino a su casa pensó en llamar a Silvia, pero decidió darle una sorpresa. 
Cuando entró, llamó su atención ver en la mesa del comedor dos copas, una botella y restos de comida en los platos. Una música suave invadía el ambiente. Abrió la entrecerrada puerta del dormitorio. La escena lo dejó perplejo. Sintió que se le helaba el corazón, no podía hablar, ni gritar. Tampoco insultar o golpear a su mejor amigo, mucho menos a Silvia. 
Como pudo, salió a la calle caminando sin ver ni oír.
Una voz interior le decía: “Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés”. 
Se sentó en un banco de la plaza. Gente que pasaba apurada comentando lo que se anunciaba por los medios. Rebotaban en el aire las palabras aislamiento social, quédate en casa. Reaccionó cuando un policía se paró frente a él: –Señor, no puede permanecer en el lugar, diríjase a su domicilio. Tenemos que cercar la plaza. 
Como un autómata empezó a caminar sin rumbo. Se alejó. En el suelo, tirado, quedaba olvidado como inerte testigo, el ramo. (Susana)

 
Cambia, todo cambia

Senos despampanantes. Cuando los sacaba a pasear por el barrio, los hombres se babeaban y las mujeres pecaban de envidia. No siempre se había enorgullecido de ellos. Cuando los descubrió sintió vergüenza, las amigas de su edad tenían dos redondelitos, pero ella… 
A los veinte años, durante unas vacaciones de verano, un representante de películas para adultos la descubrió. Un contrato suculento, viajes, fama la llevaron a tener una elevada autoestima. 
Dejó su casa, su barrio, sus amigas (las de los dos redondelitos). Se olvidó del pudor de su adolescencia y gozó mirándose en las fotos; lo que una vez había odiado ahora le daba de comer. 
No pensó que obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés. 
En un viaje al exterior, se repitió su historia. El representante de películas que la idolatraba y que había crecido junto con ella, descubrió en una playa de Ibiza a una joven alta, con un cuerpo armonioso, con pechos proporcionados al resto del cuerpo y, sobre todo, con frescura. 
Las películas siguieron rodando, pero ya la protagonista no era ella. La ropa, que debía lucir, disimulaba sus despampanancias. El rol que le daban era el de abuela de la protagonista… y sí, la protagonista era el nuevo descubrimiento. “Cambio de paradigmas”, le dijeron, “ahora las figuras ya no deben tener exuberancia, la moda pide candidez que es lo que vos no tenés”. 
El orgullo no le permitió volver a su casa, a sus amigas, a su barrio. Ahora debía resignarse y bailar según los nuevos sones. (Adela)


Empoderada

Eva observaba, a través del cristal, los cirros que decoraban la inmensidad del cielo que anhelaba surcar. Esa postal era una auténtica obra de arte confeccionada por la divinidad.
En el recinto, escuchaba voces de diversas lenguas que, en su mente, intentaba descifrar.
Volteó la cabeza y se sumergió en la escena. Observó que había gente rebosante de alegría, otros se deshacían en lágrimas, algunos se fundían en abrazos y otra parte, se devoraba a besos. Un cúmulo de diversas emociones reinaba en el lugar.
Su corazón latía al compás de las memorias. Luego de acomodarse sus distinguidos rizos, metió la mano en el bolsillo de su campera y sacó un pañuelo. Con timidez, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. La abrigó cierta melancolía, pero sintió un profundo alivio.
Cada tanto, se oían los anuncios de las aerolíneas que llegaban y se iban. Se reclinó en el asiento y se cruzó de piernas, moviendo el pie en el aire.
Miró el reloj; su vuelo llevaba una demora de cuarenta y dos minutos. Tomó aire y exhaló la ansiedad como un susurro.
Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés.
En su mente, proyectaba nuevos lugares, caminos, olores y sabores. Imaginaba cómo sería su nuevo hogar, las personas que conocería, cuánto disfrutaría. Tomó el celular y buscó a qué distancia tenía la playa más cercana. Sonrió, pensando en cuan trascendental era la elección que había tomado.
Le había llevado un tiempo decidirse. Tuvo que dejar su antiguo y bien remunerado trabajo, terminar una relación de siete años que se había estancado, despedirse de su familia, de sus amigas, de su querido barrio que la vio jugar y crecer.
Finalmente, el día había llegado. El deseo estaba en su mano. Tenía destino, fecha y horario, con formato de pasaje de avión.
Luego de cincuenta y tres minutos, Eva advirtió en los monitores la aproximación a plataforma de la aerolínea que esperaba. Se levantó presurosa del asiento y tomó el bolso de mano.
Caminaba erguida, como si un hilo la levantara de la cabeza. Esbozaba una sonrisa tal que, prácticamente, se apreciaban sus molares. En cada paso, llevaba decisión y emanaba fortaleza. Algunos hombres la miraban sorprendidos por su belleza.
Ahí estaba ella, frente a la puerta de embarque, preparada para vivir la aventura de su vida.
Eva era dulce y tierna como una niña, con el espíritu más noble y desapegado que alguien pudiera conocer.
La armonía de su vuelo era un canto a la libertad, tan digna y pura como un ave.
(Matías)


Mala suerte 

¡Zorra! Decía el cartel en hoja A4 de grandes y amenazantes letras flúor. El mensaje había socavado muy hondo en su espíritu; más, sabiéndose inocente. Era su primer día de trabajo en el piso once. La empresa había decidido que varios empleados se reubicaran dentro del staff del personal. La orden había partido de Recursos Humanos, por lo que no le quedó más que obedecer. La suerte estaba de su lado, el cambio había llegado en el momento justo. Los rumores de su accidental encuentro con el jefe en el ascensor, se habían disparado sin piedad. Al parecer, las chusmas del sexto la perseguían hasta su nuevo espacio de trabajo. Pero ¡qué va! No podía ir contra la corriente. "Si quieren hablar, que hablen", había pensado. 
Sentada de espaldas a su nueva compañera, miraba con atención el movimiento de la oficina. Su escritorio no podía tener mejor vista. Enfrente, en la pecera (como les dicen a las oficinas vidriadas), estaba él: su jefe. Traje oscuro, camisa blanca, corbata a juego, una imagen mortal que ni siquiera la registraba. Se colocó los lentes y comenzó su jornada. 
El teléfono no paraba de sonar. Los correos y los contratos a revisar le demandaron toda la mañana. Sobre el mediodía, decidió bajar a la confitería para almorzar algo rápido y regresar enseguida. De camino a su oficina alcanzó a oír una conversación que la alertó. Se quedó muy quieta sobre el umbral y escuchó: 
—Es de no creer cómo acosan al pobre jefe. Creen que su jovialidad les da derecho a corromper la moral de la empresa. Si no, ¡mirá la flacuchita nueva cómo se le tiró encima en el ascensor! 
—Tenés razón, es de no creer lo trepadoras que vienen ahora. Menos mal que la empresa tomó cartas en el asunto. 
—Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés. 
“¿Hablablan de mí?”, pensó Luisa. Apuró el paso y llegó temblando por completo. Su día seguía empeorando. Miró su reloj y aún faltaban varias horas para irse. Se concentró en las tareas pendientes y simuló que todo estaba bien. Cuando dieron las cinco tomó su abrigo y salió directo para su casa. 
Ese día fue el primero de muchos, todavía la acosaban por el episodio del ascensor. ¡Si supieran cómo fue! Su campera de hilo rojo se enganchó en la presilla del reloj de metal de la persona de al lado. Al abrirse la puerta, los sorprendió en una postura incómoda que más tarde generó confusión. 
Hace dos días recibió un telegrama. Luego de tres meses le comunicaban que su contrato no se renovaría. Era su segundo empleo en seis meses, no había tenido suerte con ninguno. Meditabunda, en la cocina de su casa, pensaba cómo salir adelante mientras comía su platón de arroz. (Silvia)


Elección 

—¡Zorra! —gritó el hombre enojado. 
Salió de aquella cantina mugrosa, olorienta, con gente desbordada por el alcohol. 
Lo miraban, no entendían... estaban en su mundo. 
Sus pasos inciertos tropezaban en la vereda. Se malhumoraba. 
Una mujer llorosa, suplicante esbozaba palabras: —¡Detente! Hablemos. 
—No. No puedo soportar verte cantar en este tugurio. Tu voz vale mucho. Tus canciones merecen otro nivel. 
El descubrimiento de las salidas nocturnas hacia ese lugar lo derrotaron. 
¡Había mentido! No cuidaba a la anciana para ganarse unos pesos. “Así podemos pagar la casa hasta que logre el contrato de la productora de discos”, decía. 
Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés. 
La economía del hogar era cada día más pobre. Los salarios bajos. Los aumentos de las 
necesidades básicas atropellaban la vida. 
Pero ella lo decidió. Eligió la armonía del hogar. Renunció a ese trabajo hostil, pero de buenas ganancias. 
Cambió todo para comer solo un plato de arroz. (Josefina)


Verano 

Odio esas tardes de verano donde en lo único que puedo pensar es en el calor. Ese día, la temperatura podría haber sido sólo una circunstancia, pero fue el actor principal y se lució con su mejor ímpetu. Era mi debut en un nuevo trabajo y debía presentarme segura y elegante. Nada podía perturbar mi profesionalismo, aunque el clima no me dejaba ni siquiera concentrarme. 
Quería vestirme cómoda, fresca. Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto al revés. Elegí un pantalón ancho blanco y una blusa negra de bambula comprada en una feria artesanal. Era amplia, larga hasta la cadera y tenía una pequeña manga. El cabello recogido con una cola de caballo alta, bastante rímel, zapatos con taco bajo y bijouterie en color turquesa completaban el look formal y moderno. 
Estaba citada a las 15:30, media hora antes ya estaba lista. Miro el termómetro y marcaba 44° dentro de mi casa. Al darle arranque al auto no funcionó; intenté varias veces y nada. Levante el capot quemándome las manos. Mientras pensaba en por qué la gente hace eso sin saber de mecánica, una mancha de aceite saltó sobre mi pantalón. Busqué el celular en la cartera y, al sacarlo, dejé un trozo de uña en ella. El remisero conocido me atendió desde una sombrilla en la playa; debo haber sonado tan desesperada que se comprometió a enviarme a alguno de sus compañeros a la brevedad. 
A los cinco minutos estaba subiéndome a un remis. El asiento estaba mojado y con arena, evidentemente el pasajero anterior volvió del balneario con el traje de baño mojado. Mi blusa negra se humedeció destiñendo mis brazos y el resto de la ropa. Al bajarme del auto, mi cabello se enredó con el cinturón de seguridad y se soltó. El caballo se transformó en potro salvaje y yo en un cachivache. 
A la hora pactada y con 50° de calor ingreso a destino. Me dirigí a la mesa de entradas. Lo primero que vi fue un gran espejo que me reflejó, me costó reconocerme, no parecía la misma que había salido de casa. Giré la cabeza buscando aire y encontré un ventilador de pie muy grande. Mientras me acercaba a él, sentía unas gotas de sudor helado que arrastraban restos de rímel. Mi vista se nubló. Me desmayé y, al caer, enganché el cable. 
Hace diez días que tengo un esguince en el tobillo, el cúbito fracturado y tres puntos de sutura en el mentón. A pesar de las recomendaciones y el extenso currículo, aun no sé si tengo trabajo, pero sí sé que amo las tardes de invierno… quienes me conocen, ya me lo han oído. (Fabiana)


Universo 

Omar caminó por enésima vez hacia el departamento donde ahora vivía Silvia. Buscaba una reconciliación. Luego de cinco años compartidos, se le hacía difícil la separación. ¿Cómo empezar cada mañana sin los desayunos apurados, de a dos, antes de que cada uno se fuera a su respectivo trabajo? ¡Extrañaba tantas cosas! Mirar películas juntos, caminar lado a lado sin prisas, conversar, cocinar algún plato especial, recibir amigos, el brazo de ella sobre su espalda a la noche cuando se quedaba dormida, la emoción que lo invadía cuando retiraba un mechón de pelo que cubría la cara amada. 
No tuvieron hijos. Él creía que eso los había unido más. "O tal vez no, quizás ella añoraba tenerlos y no se conformó", pensó Omar.  
Quería volver, pero cada vez, recibía una negativa de su parte. Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés. Su pequeño universo colapsaría. Ya nada sería igual. No imaginaba un mundo sin Silvia. 
Esa noche, estaba decidido a intentarlo una vez más. Tal vez, las flores que llevaba y apretujaba ansioso la enternecerían y por fin bajaría la guardia. Antes de pulsar el botón del portero eléctrico miró en dirección a su ventana, en el piso superior. Vio dos siluetas muy juntas, como de dos personas conversando. Intentó reconocerlas. Una era de ella, indudablemente. La otra, masculina. Con tristeza y asombro observó que las sombras se acercaban al unirse en un prolongado beso. 
Apesadumbrado y con un remolino en su cabeza, volvió sobre sus pasos. Este era el fin tan temido. Al llegar a la esquina y casi sin mirar, en un contenedor de residuos, tristemente, tiró el ramo. (Liliana)


Chispa interna 

Adán despierta tendido en la hierba, mira a su alrededor. Está en un prado colmado de flores y árboles, el sol había avanzado en el cielo límpido. Calcula que la mañana le está dando lugar a la tarde. Detiene su observación cuando cae en la cuenta que no sabe dónde está ni qué sucedió, no tiene memoria de su existencia. 
Enumera sus recuerdos, confundido, titubeando…: “uno: me llamo Adán”, (una chispita se enciende en su interior); “dos: estoy en un lugar hermoso, perfecto, paradisíaco”, (la chispa se inquieta); “tres: Algo me molesta debajo de la costilla”, (la chispa alimenta su ilusión: “¿vendrá ‘ella’?, ¿la primera?”). 
Con la mirada recorre sus ropas: camisa, pantalón y medias de buena calidad. 
“No soy él, ‘el primero’”, acota la chispa con tristeza. 
Agotado por el esfuerzo mental se acurruca debajo de un árbol. Necesita descansar. 
—¡Despertá, Adán! ¡Vamos... levantate! 
Siente que lo zamarrean. Abre los ojos enrojecidos, no entiende nada. 
Su amigo José lo mira sonriendo. El sol se esconde en el horizonte. 
—¡Parece que los excesos de anoche te golpearon fuerte! —le dice.  
“Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el universo se habría vuelto al revés”, masculla para sí la chispita desilusionada, apagándose hasta desaparecer. 
—Necesitás reponerte, detrás de la colina está la cabaña de fin de semana —le comenta Matías, su otro compañero de aventuras, con gesto de preocupación. 
Ya instalado en una cómoda hamaca, con hielo en la cabeza para despejar y aclarar ideas, y el hígado inflamado por las mezcolanzas nocturnas, Adán se promete que nunca más beberá. 
Jamás, nada de nada. (Alcira)


Las dos Anas

—¡Rata, rata traicionera! Debí suponerlo. Nunca fue de fiar y yo, tonta de mí, caí en su trampa. Ana vociferaba fuera de sí, sus gritos se oían por todo el barrio y nada la calmaba. Decidí dejarla sola con su rabia y me tragué el comentario que cosquilleaba mi lengua. Después de todo yo le había advertido.
¿Cómo les cuento la historia? Como toda historia desde el principio. Hace diecisiete años nacieron en el barrio, con días de diferencia, dos Anas; la que dejé que gritara y la destinataria de los gritos. Siempre hubo una rivalidad, comenzada por sus respectivas madres y continuada por ellas mismas.
Desde que eran unas bebés, cada progenitora ponderaba a su niña como la más linda, más inteligente, más adelantada para su edad, etc. Esa rivalidad soterrada era alimentada bajo una aparente amistad. Las niñas eran muy parecidas; para distinguirlas a una le decíamos Ana, a la otra, Anita. Eran rubias, de ojos claros, muy bonitas; las dos usaban el cabello largo hasta la cintura, vestían parecido. Quienes no las conocían las confundían como hermanas.
En cuanto a su personalidad, ahí diferían; Ana era explosiva, exagerada, impetuosa. Siempre actuaba y después pensaba. Anita, en cambio, era tranquila, más reflexiva, rara vez la vimos reaccionar en forma impulsiva.
En este punto llega el tercer personaje de la historia bajo la forma de Ariel, diecinueve años, recién ingresado a la universidad, atlético, morocho de unos genéticamente extraños ojos verdes, simpático y muy atractivo. Recién mudado al barrio, fue el comentario de todas las chicas del grupo. Por supuesto, ambas Anas pararon las antenas y cada una se propuso conquistarlo.
Si bien el chico era más que lindo, el verdadero interés residía en ganárselo a la otra. La meta era ser invitada por el susodicho para el baile de la primavera en el club del barrio. Y cada una, como Mambrú, se fue a la guerra. Ana pasó al frente, con una estrategia agresiva, fiel a su carácter; Anita, en cambio, se mostraba dulce y tímida, encandilada por la personalidad varonil. Existía un pacto implícito de jugar limpio, cada una con sus mejores cartas, sin trampas ni chicanas. Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés.
Ariel tenía un primo, Buno, no tan llamativo pero interesante, y era frecuente verlos juntos. Las dos Anas solían hacerse las encontradizas y se hacían acompañar por los muchachos. Era habitual verlos juntos en el cine, o en alguna confitería. Curiosamente, el interés de Anita pareció cambiar de destinatario. Recuerdo que se lo comenté a Ana y ella me respondió que se daba por vencida con respecto a conquistar a Ariel y quería disimular su derrota. Yo no estaba muy convencida de ese razonamiento, pero preferí callarme.
Cuando llegó el día “D”, ambas hicieron una gran entrada: Ana del brazo de Ariel y Anita, del de Bruno. Pero he aquí que Ana se pasó toda la noche sentada, ya que Ariel, apenas entrara al salón hizo amistad con un chico al que le dedicó toda su atención. Anita, en cambio, bailó toda la noche con Bruno y ahora ya son novios.
Anita había sabido por el primo acerca de la homosexualidad de Ariel y, por supuesto, no se lo había contado a Ana, quien había pasado el papelón de su vida, según el comentario del barrio. He ahí el motivo de los gritos y el que Ana se comportara como una loca de atar. (Alicia M.)

sábado, 15 de agosto de 2020

Decimosexta consigna en cuarentena


Sin respuesta

Isadora despertó con dolor en los tobillos. Apoyó los pies sobre el frío mármol para ver si lo suyo era producto de dormir en posición fetal, mas el dolor no pensaba abandonarla. 
No se dejó vencer, nunca lo hacía. Se calzó sus chinelas acolchadas, fue al baño, se lavó la cara y mientras preparaba los mates mañaneros sus neuronas comenzaron a pasarle la película de sus años jóvenes. El Lago de los Cisnes y su vestido blanco, las zapatillas inmaculadas y tan queridas. Los aplausos del público. Los viajes al exterior. Por un momento creyó que el pasado había vencido a la molestia que la había despertado. 
Mientras acariciaba a su único compañero: el mate, miraba en su canal favorito (el de documentales) a alguien que como ella también parecía volar en el escenario. Un, dos, tres, arriba. 
Los siete pasos básicos del ballet fueron dibujados mentalmente: saltar, estirar, doblar, elevar, girar, deslizar, lanzar. La única que los hacía era la bombilla inquieta en su mano. 
Se puso de pie para hacer lo que la mente ya estaba haciendo, pero tal vez sus años o el dolor se lo impidieron. Un pie se torció; luego, el otro lo imitó. 
Isadora, la dulce, la tranquila, la tierna se convirtió en un cisne negro. El mate enmudeció, la bombilla dejó de burbujear la yerba, la mesa de la cocina ensordeció cuando la artista gritó: “¡Maldita vejez, malditos dolores! ¡Quiero salir, quiero bailar, quiero caminar! Y vos, ¡¿qué mirás?!” 
El espejo no supo responderle. (Adela)


Euforia 

Un hombre corre eufórico por el centro del pueblo. Me asomo por la ventana a ver qué pasa. Tiene lágrimas en los ojos y la bandera nacional empuñada en la mano. “¡Voy a competir para Moscú!”, “¡voy a ser campeón olímpico!”. 
Está desbordado, se muestra exultante. Salgo a la vereda para ver quién es. Si mi memoria no falla, las olimpíadas en Moscú fueron el año pasado. 
Algunos comerciantes lo saludan apáticos, los pocos autos que pasan no lo registran. Sin embargo, él corre, grita y llora. Se detiene cuando llega a la plaza. Un puñado de niños juega a la pelota, ninguno se acerca para tener un autógrafo de este atleta internacional. 
“¡Estoy haciendo un vivo en Facebook, entren todos!”, grita. Mira hacia todos lados. “¿Qué pasa que no entra nadie? ¡Vamos, vamos! Ya somos tres; ahora, seis”. Su autoestima no se altera y la grandeza mucho menos. 
“Tengo la convicción eterna de que puedo llegar a ganar la medalla de oro, toda mi vida me entrené para esto. No quiero olvidar a mi madre que me acompaña desde el cielo. Tengo una alegría que no entra en mi corazón. Prometo dar todo de mí para dejar bien alto a mi ciudad, a mi provincia y a mi país. Confío en la sangre caliente que tenemos los que nacimos en Latinoamérica. Agradezco a Dios que me eligió para esto y me otorgó los dotes físicos”. 
Tengo ganas de preguntarle el nombre, pero seguro lo va a tomar de mala manera. Aunque quiero saber de quién se trata. 
De un momento a otro, el vivo empieza a sumar gente y más gente. “¡Ya somos cincuenta!”, grita. Se agarra la cabeza y muerde los labios. Se lo ve feliz. 
En verdad pensaba que los competidores internacionales estaban acostumbrados a la popularidad, pero soy un hombre de pueblo… ¿qué puedo saber? 
Enuncia algunos consejos, habla de alimentación y entrenamiento. Sugiere a los niños alimentarse bien y no tomar refrescos con azúcares. También recuerda a los padres que cuiden de sus hijos y los impulsen a la práctica deportiva. 
Escucha sirenas a lo lejos que de a poco se acercan, siente el advenimiento de una gran celebración. Ambulancias, patrulleros, gente que empieza a salir. El pueblo despierta. 
Los patrulleros se acercan al entusiasmado joven. "¡Arriba las manos!", grita un policía mientras lo apunta con la pistola. De otro patrullero bajan dos agentes más, lo tiran al piso y esposan. 
“Caballeros, debe tratarse de un error”, le digo a uno de ellos. 
“No, señor, él es Cotorra Loca, se escapó del loquero de un pueblo vecino. Padece trastorno esquizotípico de la personalidad. Ahora piensa que es un atleta. Dos semanas atrás pensaba que era una cotorra. Usted no sabe lo difícil que se nos hizo bajarlo a gomerazos". (Martín)


¿A dónde fue? 

Era, junto al comisario y el sacerdote, un personaje destacado del pueblo montañés. Raúl “el cartero”; su oficio hacía las veces del apellido que nadie recordaba. En bicicleta recorría a diario el poblado, repartiendo sobres, tarjetas, telegramas y hasta alguna revista. Jovial, vital, simpático, sonriente, amigo de muchos, conocido por todos. Para cada uno tenía una palabra de aliento, felicitación o consuelo, según las circunstancias. Le gustaba pensar que era el intermediario entre la comarca y “el mundo exterior”. Tenía un acuerdo con los niños: era el encargado de entregar sus cartas a los Reyes Magos. 
El progreso, que siempre se impone, trajo el celular primero y la computadora después. Poco a poco su bolso ya enflaquecido comenzó a contener algún que otro aviso de deudas, publicidades y cada vez, menos cartas familiares o de amigos. Hasta el fatídico día que en la oficina postal escuchó la temida frase: “hoy no hay nada”. Raúl quedó rígido, su cara pasó de la palidez extrema al rojo, hasta llegar al bermellón. Sus ojos desorbitados, miraban -sin ver- hacia uno y otro lado. Súbitamente, comenzó a correr de una esquina a otra mientras a tirones se arrancaba el uniforme. Su gorra voló por los aires. Montó la bicicleta y al grito de: ¡nadaa!... ¡naadaaa!... ¡naaadaaaa!..., desapareció entre los cerros. (Alcira)


¡¡¡Qué noticia!!! 

Francisco recibió la propuesta y empezó a cantar, saltar y bailar. No podía creer la oferta que acababa de escuchar. Un sueño hecho realidad. 
Hacía mucho tiempo que desempeñaba su profesión en un afamado restaurante de la zona céntrica, recibiendo felicitaciones del dueño del local al que concurrían los artistas cuando finalizaban sus funciones. Estaba acostumbrado a las gratificaciones económicas como premio por la exquisitez y presentación de sus platos. 
Una de esas noches, concurrió Nacho Viale con un grupo de amigos. En la mesa fue unánime el despliegue de elogios. En privado, solicitó los datos al dueño con quien mantenía una gran amistad. 
Y así le hizo ese llamado telefónico que lo exaltó. 
El próximo sábado regresaría a su programa la señora Mirtha Legrand, reanudando sus cenas y almuerzos después de la prolongada cuarentena. Él sería el encargado de la elaboración de los menús de las distinguidas mesazas. 
Primero, llamó a sus familiares y contactos para compartir su emoción. Luego: ¡Manos a la obra! Se puso en contacto con la producción para conocer las listas de los invitados y averiguar los gustos personales, si algunos eran veganos, vegetarianos, si seguían alguna dieta especial. 
Algo era seguro, esta noche no podría dormir. (Susana)

Lapsus 

Había llegado a la terminal de ese pueblo desconocido. 
El itinerario estaba escrito en el boleto para ese viaje inesperado. ¡Estaba feliz! 
La sonrisa dibujada en su cara. Brillaban sus ojos. 
La maleta esperaba en la puerta. 
La sorpresa fue cuando todos los ocupantes del turismo desaparecieron de su entorno. 
¡Sólo! ¿Qué pasó? Era el único que quedaba. 
"¡Qué despiste! ¿Olvidé subirme al medio de transporte que había contratado? ¿Cómo aparecí en este lugar? ¿Y... el resto de mis compañeros jubilados?", pensó. 
La ira le salía por los poros. La camisa azul tenía una aureola de sudor. Los improperios se amontonaban en las palabras que emitía su boca. ¡Qué lenguaje! Irreconocible. 
Corría hasta la ventanilla donde vendían boletos, molesto, nadie atendía. Se sentaba en uno de los sillones de la sala de espera, se paraba... 
Así continuó en esa incertidumbre. 
Terminó durmiéndose en ese desolado lugar. 
Al amanecer, lo sorprendió la llegada de un tren lleno de gente. 
Miró su pasaje. Repuesto, se acomodó en el asiento A13. ¡Ese era su viaje! (Josefina)


Culpa de la cuarentena 

¡Maldito virus! ¡Maldita cuarentena! A fin de julio tuve algunos síntomas, como otros compañeros del canal. Me hicieron un hisopado y dio positivo. Por supuesto que me preocupé, pero lo que más me molestó fue quedarme en casa. Después pensé: tal vez le venga bien un poco de propaganda al programa. Todos los medios van a estar hablando de mí, Fausto Torres, el gurú de los chimentos en la tele…, y me quedé tranquilo. Hasta que llegó él, Mauro Lester, un trepador de mala muerte. 
Resulta que el directorio del canal lo eligió como mi sustituto en los días que yo no podía asistir, y el desgraciado aprovechó la oportunidad para desbancarme. Cada tarde, al encender el televisor, lo veo. Con su figura apolínea, su traje de corte perfecto, su sonrisa de publicidad de dentífrico, su barbita candado, sus lentes que le dan un seductor aire de intelectual y… ¡sus veinte años menos que yo! Me pongo verde de rabia. Ahora, además del COVID 19, tengo hipertensión, acidez estomacal, contractura cervical, taquicardia, y unas ganas de matarlo que no puedo contener. 
Ayer me llamó el presidente del directorio y me avisó que para el año próximo no renovarán mi contrato. Con Mauro, el raiting de audiencia subió significativamente. Ahí sí, ¡no pude más! Cuando colgó, tiré al diablo el aparato de TV donde Mauro continuaba sonriendo desde la pantalla. No quise verlo más. Tendré que pensar un plan para boicotear a este mal nacido en los meses que quedan de contrato. Adelgazo unos kilos, busco un buen sponsor de ropa, y vamos a ver quién gana. Mis años bien puestos me dan experiencia que él no tiene. Por ahora tengo que tratar de dominar la bronca que siento, si no, me dará un infarto; entonces sí que Maurito se queda para siempre con mi programa. (Liliana)

Adagio de Bach 

Sonreía de oreja a oreja, su sueño se estaba cumpliendo. Las manos le temblaban y el taco charolado repiqueteaba en el piso. Había llegado el momento de demostrar todo lo aprendido y ensayado. Los músicos estaban listos y la esperaban en el escenario. 
Se sentó con delicadeza, y como de costumbre su cuerpo se acomodó abrazando con sutileza el violonchelo. Las notas fluyeron y el público quedó hipnotizado. Un silencio sepulcral inundó el teatro. Los ojos atentos de la sala, orbitaban al compás del arco que daba vida a la pieza. Su cuerpo se balanceaba muy lento siguiendo las notas. 
Poco a poco, la melodía fue tomando ritmo y la tensión llegó a su punto álgido. Silencio absoluto… 
De pronto, el fervor rompió el clímax. Se oyeron los aplausos eufóricos de todos los presentes. La concurrencia se puso de pie. 
Ella observaba atónita el lugar, las lágrimas caían sin permiso. Hizo una reverencia y corrió tras bambalinas con la energía renovada de quien ha cumplido su sueño. 
Atropelló, empujó y gritó despojando su cuerpo de la adrenalina contenida. Abrazó bruscamente a sus seres queridos, fieles testigos de su gran esfuerzo. Los hoyuelos en sus mejillas no quisieron perderse esta locura. 
Desde el salón la convocaron nuevamente. Una fuerte ovación la recibió, y sus brazos se alzaron agitados en señal de agradecimiento. Esa noche, era su noche. Esa noche se debía a su público. Nunca olvidaría la experiencia de su primer concierto, quedaría guardada en las retinas de sus ojos como un recuerdo exclusivo. (Silvia)


El momento justo 

Fue una noche larga para Simón. Pensaba una y otra vez en Lucía, y en lo que había visto aquella tarde en la galería: ella sonreía como una adolescente embobada por su ídolo, extasiada, junto a ese hombre alto y rubio. Simón desconocía su nombre, pero mantenía el recuerdo de su vozarrón amanecido entre cigarrillos y tragos. 
Cerró sus ojos. Un hilo de luz lo despertó suavemente. Se reclinó sobresaltado en la cama y verificó el despertador: 
—¡¿04:30?! —se preguntó entreabriendo los ojos, mientras corroboraba el horario con el celular que le indicaban las 09:00. 
—¡No sonó la alarma!, ¡esta porquería se quedó sin pilas! 
Al mismo tiempo que saltaba de la cama y se colocaba el pantalón, abrochaba su camisa de forma tal que uno de los botones saltó al piso. 
—Si así arrancamos, ¡el día que me espera! —exclamó, mientras se dirigía al baño a asearse. 
Se lavó la cara con agua fría para despertar de ese trance amargo. No pudo evitarlo; mientras se miraba al espejo, ahí estaba nuevamente esa imagen petrificada: Lucía, el rubio y la voz. 
—¡Hija de puta! Yo, que le di todo de mí. 
Apagó la luz, fue a la sala, tomó el abrigo y salió a la parada de ómnibus. En el camino, decidió llamar a su jefe para dar aviso de la demora. 
—Señor Calzetta, ¡buen día!, disculpe, estoy… 
—¿Se te durmió el gallito, Piemonti? Dale, vení tranquilo que mientras tanto anoto esto en la planilla de descuentos por presentismo —escucha Simón advirtiendo el sarcasmo. 
Simón esboza una dramática risa que intenta forzar para simular una falsa tranquilidad. 
—Sí, Señor, pasa que mi despert… ¡La puta madre! 
La llamada había finalizado. Simón miró la pantalla del celular. Un calor se desarrolló y expandió por su estómago vacío, ruborizando sus mejillas. 
Aligeró el paso. Ya próximo a la parada, los metros de una vereda mojada y deteriorada presentaban un desafío de baldosas flojas: el buscaminas. 
Simón comenzó a pisar una a una, cuidadosamente, sin perder de vista la aproximación del micro. Sentía que su abrigo pesaba toneladas. 
Mientras refunfuñaba, el agua saltó como una telaraña sobre su pantalón. Corría el riesgo de que sucediera. Su boca pronunció palabras agraviantes y su ceño se frunció evidentemente. 
El micro se acercó. Simón extendió la mano, pero su presencia pasó totalmente inadvertida por el chofer que apenas giró su cabeza y siguió su recorrido. 
—No es posible —dijo, y se largó en una carrera para alcanzarlo. 
En el camino de regreso, Simón se convirtió en pianista y logró pisar prácticamente todas esas baldosas que había intentado esquivar de forma tan delicada a la ida. Se convirtió en compositor de las melodías más agrias, a la vez que el falso juego de las baldosas dispararon el agua como una fuente danzante y se plasmaron sobre su pantalón, impregnándolo de marcas de arenilla. 
El colectivo esperó en el semáforo y mientras Simón se acercaba acalorado y a los gritos con el grueso abrigo abierto, el chofer lo vio. 
Con la mirada desorbitada, como salido del manicomio, Simón golpeó fuertemente la puerta—¡Abrime! 
Los pasajeros que estaban junto a la ventana, observaban con cierto temor. Otros, saboreaban la secuencia con un poco de gracia burlista. Algunos murmuraban: “está loco”. 
El chofer, en absoluta calma, miró a Simón y levantó su mano derecha. Movió como un péndulo su dedo índice, y dijo: —Debe esperar el micro en la parada. 
El semáforo se puso en verde y el micro continuó su recorrido, como si nada hubiera sucedido. 
Simón, agitado, sintió como si su corazón saliera de su pecho. Era una antorcha humana. Agarró el abrigo y lo estrelló contra el piso. Su cara estaba roja y sus pulsaciones muy altas. 
—Tengo que llamar de nuevo a Calzetta y avisarle de este imprevisto. 
El tono de espera de la llamada se volvía una sigilosa agonía. 
—Hola, Señor... 
—¿Cuál es tu excusa ahora, Piemonti? —interrumpió su jefe con soberbia. 
—Señor, perdí el bondi. Lo frené y siguió de largo. Lo corrí hasta el semáforo y no quiso abrirme la puerta. Tomo un taxi y llego. 
Silencio. La mirada de Simón se clavó en las luces del semáforo. Verde, amarillo, rojo, verde, amarillo, rojo. Parecía que el tiempo se había detenido y que las leyes del universo hubieran conspirado para hacer del día de Simón, tal vez, uno de aquellos que no podría olvidar; ese día, la sincronía fue impresionante. 
Sus manos se cerraron y apretó la mandíbula fuerte. Sus orejas quemaban. 
Al mismo tiempo que su oído izquierdo escuchaba “estas despedido”, sus ojos miraban la esquina. La luz roja del semáforo, brillante como estrella, mostraba el destino. Ahí estaban ellos en un auto, Lucía y el rubio con su vozarrón, esperando que el semáforo cambie. 
La voz del señor Calzetta se escuchaba cada vez más lejos, viajando como un cometa, hasta que se estrelló y despedazó en el vidrio. 
Simón sonreía con una mueca incrustada y sus pupilas dilatadas. Lucía giró la cabeza y lo miró despavorida. El rubio, sorprendido. 
—¡Qué mágico es el universo! —gritó, mientras alzaba sus brazos al cielo. (Matías)


Chismes viajeros 

—¡Hola! 
—¡Buen día! —le respondí a Marcos, el remisero que me lleva todas las mañanas a las 6:45. 
—¡Te voy a hacer una pregunta! Si no querés, no me respondas: ¿Cómo se llama tu vecina?, esa que está barriendo —me dijo mientras arrancaba. 
—Dominga. ¡Dominga Fernández! —respondí sin ganas. 
—¿Estás segura? 
—Hace ocho años que somos vecinas… hace unos días fue la primera vez que hablamos. Tocó timbre y se presentó así. Incluso pensé que Dominga es un nombre poco común para una mujer de unos cuarenta años… lo debe haber heredado. Fue raro. 
—¿Raro? ¿Por qué? ¿Peligroso? —dijo riendo. 
—¡No! Se acercó muy amablemente, me preguntó dónde trabajo, qué horario hago, de quién es el auto verde que viene los fines de semana, qué almacén del barrio es más barato, me dijo que falleció una señora en la otra cuadra… Todas esas cosas que conversan los vecinos. Y antes de irse se ofreció a barrer mi vereda como colaboración por mis diez horas de trabajo con los viejitos de la ciudad. 
—Ja, ja, ja, ja, ja… me hacés reír mucho. 
—¿Por qué? ¿La conocés? La noté eufórica. Sus ojos verdes brillaban como esmeraldas, las cejas se le ondulaban, movía las manos rápido y su sonrisa se ampliaba a medida que avanzaba la conversación. No sé si fue mi percepción, pero creo que hasta le escuché latir su corazón. ¡Si fuese un perro te diría que movía la cola! Pensé que debía de estar en tratamiento y su terapeuta le había recomendado entablar vínculos con los vecinos para superar la timidez, y como no tiene otra cosa para ofrecer quiere barrer veredas. Lo hace dos o tres veces por día. También fue a la casa de la vecina que trabaja en la peluquería. 
—¿Y no te diste cuenta? 
—¿De qué? 
—¿No escuchaste que unos chicos de la ciudad hicieron una página con chismes puntaltenses? 
—Síííí, la viii. ¡Cuentan todo de todos! ¡Las cosas lindas y las no tanto! ¡¡¡Y esas que nadie quiere que se sepan!!! Las novedades están a cargo de una tal Fernanda Domínguez… no sé quién es. 
—¡Sacá tus conclusiones! A las 17 seguimos charlando —me dijo mientras se detenía en la puerta de mi oficina.  (Fabiana)


De vendedor ambulante a ¿millonario?

Me gustan los veranos en Monte; no hay nada mejor que descansar en la arena bañados de sol, con el mar como música de fondo. Uno se relaja a pesar del movimiento de los demás veraneantes, las risas y las voces de los vendedores ambulantes.
Siempre me pregunté cuántos kilómetros por día harán estos personajes, voceando su mercadería. Y si tanto sacrificio, donde otros se divierten, reportará suficientes dividendos para que valga la pena.
El desfile variopinto de oferentes incluye vendedores de churros, de helados, de choclos, de bijouterie… A lo largo de los años uno aprende a reconocerlos y a echarlos en falta cuando no aparecen, como el vendedor de pirulines que recorría las playas los primeros años de mis estadías. Ahí supe lo que era un pirulín.
Otro recurrente era el vendedor de vestidos playeros y hamacas paraguayas. A veces iba acompañado de la que supongo era su pareja, ofreciendo su mercadería. Ambos vestían siempre de ropa clara; él, bermudas y remeras, ella, un vestido de los que vendían (seguro para mostrarlos).
Dije que me gustan los veranos de Monte, pero también disfruto los inviernos. A veces, el sol entibia lo suficiente para caminar por la playa vacía; o, en caso contrario, es grato pasear por el centro sin el aluvión de visitantes.
Uno de esos días iba por la calle principal, cuando un hombre pasó presuroso por mi lado. Me pareció conocido, aunque no lograba recordar dónde lo había visto. Seguí mi camino cuando un griterío me sorprendió. Exclamaciones, risas y comentarios en voz alta que repercutían en la calle vacía llamaron mi atención y, curiosa como soy, me dirigí hacia esas voces.
Resultó que venían de la agencia de lotería. Recuerdo que pensé que alguien se había ganado un buen premio. De repente, el hombre salió de la agencia con una mujer en brazos. Por la diferencia de alturas, ella no tocaba el suelo. Él dio dos vueltas y la depositó en el suelo estampándole un beso en la boca. Ella reía y le decía: “Soltame, loco”. En ese momento lo reconocí como el vendedor de hamacas. Claro, se veía distinto con vaqueros y campera.
Me mantuve a una distancia prudente, ellos ni me vieron. Su alegría era contagiosa, se desparramaba por la vereda como un río. Se despidieron entre risas y felicitaciones. Volví a pensar: “El premio debe de ser más que interesante para tanta algarabía”. Lo miré alejarse; de repente, se puso a bailar en la vereda al mejor estilo de Gene Kelly en “Cantando bajo la lluvia”. Dio la vuelta en una esquina y ya no lo vi más.
Y digo que no lo vi más porque así fue. Ni ese verano ni los siguientes. Realmente debió tratarse de un premio cuantioso. (Alicia M.)