Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 25 de abril de 2020

Quinta consigna en cuarentena


Callejero Anónimo

Él es un callejero sin nombre y, como buen callejero, sabe bien lo que es sufrir por abandono.
Ella es una joven con capacidades especiales y obesidad. Ama salir a pasear; por eso, cada verano, dos o tres días de vacaciones en la laguna La Salada la cargan de alegría como el mejor de los regalos. Sentarse al atardecer a la orilla, después de un chapuzón es su pequeño paraíso.
Allí estaba ella esa tarde, con el papá y su señora. Los tres, en sus reposeras al lado del espigón, charlaban y sacaban fotos.
De pronto, la mujer comenzó a recorrer los cien metros del pequeño muelle, caminando. Casi no había bañistas. El sol caía y el reflejo del atardecer en el agua otorgaba una postal inigualable. Su esposo la siguió. La joven quedó en su reposera, sola, a la vista de su familia; disfrutaba del viento en su cara.
En ese momento, el perro la vio. Seguramente, ya había observado que su obesidad y sus limitaciones al andar mostraban una ligera debilidad; antes estaba con alguien que la cuidaba, pero… ¡ahora estaba sola! No dudó, se acercó y se sentó a su lado.
Pasados unos cinco minutos, el matrimonio volvió a las reposeras y miraron con cariño al animal. Esperaban una colita inquieta en movimiento amistoso; sin embargo, recibieron un gesto de desprecio: un cabezazo rígido y rápido seguido de pasos apresurados al alejarse, como reproche por haber dejado sola a la joven.
Él sabe bien lo que es sufrir por abandono, acompañado sólo por hambre y frío, ¡y no quiere eso para nadie más! (Fabiana)


Existencialismo gatuno

¿Me creerían si les digo que mi gato hablaba? Pues créanme que fue así. A diferencia de cualquier otro animal que no sea el hombre, Ciro había desarrollado la capacidad de transformar el aire en palabras. No sólo eso, también había logrado un alto grado de reflexión, podía mirar en sí mismo.  
No voy a negar que cuando aprendía sus primeras palabras me sentía eufórico y hasta había pensado sacarle algún rédito económico. Sin embargo, ayudarlo a desarrollar esas capacidades me generó gran controversia, sobre todo cuando me preguntó si los gatos morían. Pensé en lo bien que estaba sin hablar ni pensar. Su vida se volvía un tanto miserable, todos los días se cuestionaba algo y tenía necesidades que no podía satisfacer. Ciro descollaba por encima de toda naturaleza. Cuestionaba su existencia.
Su voz era graciosa, muy fina y cada “ere” pronunciada prolongadamente.
— ¿Qué pasa cuándo nos morimos? —me preguntó con gran seriedad.
—No sé Ciro, supongo que vamos al cielo o quién sabe dónde, no creo en Dios.
Mucha gente cree en Dios o lo invoca. ¿Tengo que creer en mucha gente que cree, o en vos? Me preocupa qué será de mí.
No esperaba semejante cuestionamiento de mi amigo felino, me dejó en unos minutos de silencio y reflexión.
Intenté explicarle la analogía de la tetera sagrada de Russell; sin embargo, no la tenía tan leída como para acercarle alguna respuesta. Esa noche, me pidió un plato de leche y que encendiera unos sahumerios. No quiso, como todas las noches, quedarse dormido en mis pies  mientras le contaba un cuento. Esa noche no durmió, se quedó escuchando Radiohead y mirando los edificios desde nuestro piso diez.
Me desperté con un aire frío que congelaba mi nariz. Me levanté y busqué a Ciro. La ventana estaba abierta…
La conciencia de finitud es algo que sólo los hombres pueden sobrellevar. (Martín)


Tutuqueando

La comida me puede. Todo me viene bien. ¡Comí cada porquería en mi vida nómade! Cuando la adopté conocí lo gourmet, onda cuatro patas. Si fuéramos vegetarianos, sería lo ideal. Nada de grasas, nada con ojos, nada que provoque dolor a los otros animales.
Confieso que lo que más me encanta son los huesos, esos que están con un poco de tierra porque alguien los dejó enterrados. Encontrarlos es como intervenir en la búsqueda del tesoro.
Los alimentos de los dos pies, me apasionan; sobre todo esos bifes que dejan listos para cocinar, arriba de la mesada. Una vez hurté seis, con gusto a pimienta, la sal justa, nada de grasa. Ese día casi vuelvo a la vida nómade, pero San Francisco me protegió y me perdonaron.
El arroz con fideítos no me agrada; sin embargo, por ella no peleo con nadie. Lo mismo me pasa con las sopas, la entiendo a Mafalda. Algunos postres y el helado me dan taquicardia, los veo y me babeo. Parezco Pochitamorfoni. Muero por ellos, pero hoy…
La doña salió a hacer compras. Vino, se sacó el barbijo, se lavó las manos y lo que compró, lo acomodó donde correspondía: algo en la heladera, algo en la alacena, algo afuera y se quedó con una bolsita en la mano, con unas cosas redonditas. Yo no me despegué de ella, es lo que siempre hago; cuando intuyo que algo es comestible  ¡ni loca me despego!
Salimos al jardín, parecía un día primaveral. Vino la Pili, la perra de al lado, la que me hurta la comida. Mi adoptada se sentó, abrió la bolsita, puso cara de ¡Hum, qué rico!  
Pili y yo, una de cada lado, esperamos; como nos ignoraba la tocamos, yo con el hocico, la enana con sus patas. Ahí se avivó y pensó: “el que come y no convida…” y nos convidó. Las bolitas eran blanditas, riquísimas, nos las tiraba y las atajábamos como los sapos esos de los juegos de los parques de diversiones. Un paquete entre las tres nos comimos, un paquete de tutucas. (Adela)


Cosas del barrio

“El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejo…” dice la canción que a todo volumen sale por la ventana y me aturde. Y la verdad, no sé si ya estoy viejo, a mitad de camino o si todavía no empecé a vivir la vida.
Tampoco sé cómo vine a parar a este patio taaan grande. En realidad, no sé nada. Desperté a la vida y empecé a recorrerla.
Dependo del instinto de supervivencia y en eso tengo momentos de buena racha y de los otros.
Acá, tan mal no me va. Siempre hay comida y como no le hago asco a nada, sea invierno o verano, morfo igual.
Mi tiempo pasa y lo único que hago, aparte de comer y lo que sigue, es observar todo lo que pasa en este barrio cerrado. La gente no repara en mí. Por ahí, las dos perras que están acá me patean, me ladran y nada más. Ya se acostumbraron a mi presencia. Lo mismo el gato.
La otra noche, entró un perro. Ese perro suele abrir las puertas de entradas parándose en dos patas. ¡Un capo! Hace rato que entra sin permiso. Se “acollaró” a una de las perras y... bueno, imagínense el resto.
Una tarde trepé una escalera en busca de comida, pero me pescó el viejo que vive en la planta alta. Me corrió con sus pies por el pasillo y al llegar a la escalera me empujó. Lo puteé por lo bajo. Juro que me dolió la espalda cuando caí al escalón y pegué un grito. Esto lo debe haber sorprendido y asustado porque le vi la cara. Primero se rió y luego, al verme indefenso, buscó una pala. Pensé que me iba a aplastar, pero no. Me empujó hasta colocarme en la pala, me llevó hasta abajo y me dejó entre los malvones.
A veces suelo verlo arreglando las plantas o regando y me tira agua por el lomo. Le disparo una mirada fulminante. Es un cascarrabias. No labura; está todo el día al cohete. Sólo sale a comprar cosas en su bicicleta.
También escucho las discusiones de los que viven acá. El otro día, uno de los hombres se fue y dejó sola a su familia; ya no estaciona el auto en el patio. Otro hombre también se fue de la casa que alquilaba. 
A la primera de estas casas, suele venir otro flaco y se queda toooda la noche. Lo sé porque deja su auto afuera y se va de madrugada. Cree que nadie lo ve. ¡Ja!
Así es mi vida; observo y guardo secretos porque ¡ni hablar de los chismes que me entero!
¿Les conté lo de la viejita de la esquina? (Gerónimo)



Mascotas y suegras

Nunca quise mascotas. No es que no me gusten, todo lo contrario; pero no quiero esclavizarme con ellas. Veo a mis amigos, cuando quieren viajar siempre surge qué hacer con el perro, el canario, el gato.
Pero uno propone y Dios (en este caso bajo la forma del tío Ignacio) dispone. Ignacio, hermano menor de mi madre, era el feliz poseedor de una cacatúa. Era un animal grande y de carácter fuerte, bastante terco, también era social, disfrutaba copiar los sonidos de sus propietarios. Juancito, como todos los de su especie, era blanco con una cresta amarilla y muy ruidoso.
Debido a un accidente casero, tío Ignacio fue internado y a mí me tocó hacerme cargo del mentado bicho. La verdad, era un animal amoroso, compañero. Mis hijos estaban chochos con él. Solo había un problema, dormía en el baño y no había forma de que lo hiciera en su jaula. ¿Mencioné que era terco?
No tuvimos más remedio que instalar un aro en el baño de huéspedes para que Juancito pasara las noches. Y así lo tuvimos casi un mes.
Las cacatúas son loros habladores, repetía todo lo que decíamos, eso sí,  cuando a él le parecía. De repente se escuchaban cosas como “Juancito, comida”, “mucho gusto”, “¿me querés?”. Un día casi quemo la comida y el muy cacatúa se la pasaba gritando:  “Puf, qué olor”.
En esos días nos visitaron mis suegros. “Sorpresa, sorpresa” decía la querida madre de mi esposo, a quien nunca le caí del todo bien. Según ella, nadie era digno de su hijo. Rápidamente, preparé la habitación de huéspedes tratando de dejarla impecable. Los ojos de lince de mi suegrita no dejaban pasar una mota de polvo.
Esa madrugada un alarido nos sacó de la cama, mi suegra pálida y desorbitada gritaba: “Un fantasma, un fantasma”. ¿Qué había pasado? Juancito, fiel a su costumbre, había salido de su jaula, se había instalado en el baño de huéspedes y ante la presencia extraña chillaba “Puf, qué olor”.
En resumen, mi suegra no me dirigió la palabra por el resto del año y Juancito pasó al cuidado de un primo hasta que el tío se restableciera. (Alicia)

sábado, 18 de abril de 2020

Cuarta consigna en cuarentena


Como una sombra

Era una tarde temprana de agosto. Súbitamente, empecé a escuchar el tránsito normal de una ciudad que se desperezaba de un largo letargo, comparable con un mal sueño. ¿La cuarentena había terminado?
Abrí la ventana para saber qué estaba pasando y las moléculas del aire llenaron mis pulmones con una brisa que sólo había percibo en la infancia. Fue un destello de bienestar que me hizo fingir que disfrutaba esa  realidad.
Caminaba por la casa notando habilidades que no tenía hacía tiempo, como si las bisagras de mi cuerpo hubieran recibido un beso aceitoso que las liberó de cualquier tensión. Al confrontarme con el espejo me vi veinte años más joven. No podía ser real, pensé. Sacudí mi cabeza para despertar, pero fue en vano.
Sólo yo sabía de los desdenes de mi depresión y mis esperanzas rotas; por esa razón, cuanto más sufriera esa pesadilla, peor me despertaría. Como no podía hacerlo, salí a la calle y comencé a reconocer gente. Nadie me saludaba, me miraban como una sombra misteriosa. Deambulaba perdido, las personas habían envejecido, las calles no.
Vagaba en un limbo, deslizándome en contra de mi voluntad, suspirando recuerdos de adolescencia que esta juventud no me devolvía. El recurrente anhelo de pubertad que había tenido en los últimos años me había nublado el alma. 
Corrí con sobrado aliento hasta la playa, buscando un final que despabile mi angustia. Contemplé el resplandor del ocaso  y me arrojé al mar. ¡Despertar es morir! (Martín)


Mi pasado actual

¿Cuánto ha pasado ya? Desde marzo que estamos así, en cuarentena obligatoria. Solo salí para comprar mercaderías o a la farmacia por medicamentos.
Dicen los noticieros que mañana es el último día de este aislamiento forzoso; que mañana, 24 de julio, la gente podrá salir de los hogares para todo tipo de menesteres. También advierten que lo hagan de manera progresiva, que no nos sea “chocante” el cambio.
Ceno. Luego de un café y una película, voy a dormir. A esperar el día de mañana, aun sin planes.
24 de julio. Hace frío y hubo helada. Algunos charcos están cristalizados de escarcha; se ven desde la ventana del dormitorio, da hacia la calle.
La rutina de siempre. ¿De siempre?
¡¡¡Eeeepaaaa!!! ¿¿¿Qué carajos pasó??? ¿¿¿Qué me pasó??? ¡¡¡Mi cara!!! Debo estar soñando. ¿Sigo durmiendo así  me despierto bien? Me pellizco. Estoy bien despierto… No soy yo en el espejo.
La tele… prendo la tele. “Terminó la cuarentena” en Crónica y con letras rojas. Zapping por todos los canales de noticias: mismo titular.
Vuelvo al baño, al espejo. No entiendo: no soy yo pero soy yo. Esa caripela es de cuando tenía… treinta años. ¿Qué me pasa?
¿Soy un joven viejo o un viejo joven?
¿Será otro virus?
El rostro, el cuerpo, todo rejuvenecido pero, ¿y mi alma?
Afuera es el 2020. Miro hacia la calle y descubro alegría en la gente. Se ven jóvenes, igual que yo.
Algo raro sucedió durante la noche.
Tal vez sea una segunda oportunidad. Tal vez... (Gerónimo)


Sin espejos ni balanzas

El día que decretaron la cuarentena tomé la decisión: nada de espejos ni balanzas. Sé que mi peor defecto es la paranoia y sospeché que si el encierro se extendía, mi locura iba a ser incontrolable.
Guardé en el galponcito la balanza y todos los espejos de la casa ante la mirada sorprendida de mi esposo, que conociendo mis rarezas no preguntó nada.
La primera semana fue satisfactoria. Poder levantarse más tarde era un placer. Comer a deshora, un lujo. Empacharse de lecturas y series, un premio y ni hablar del combustible que ahorraba al no tener que salir dos veces por día.
La segunda semana ya se parecía al fin de la luna de miel, había que volver a la normalidad y las cosas ya dejaron de ser color rosa para volver a la gama de colores. Levantarse a las doce, no fue tan agradable; juntar desayuno con almuerzo se convirtió en sospechoso, y el amor a la lectura casi se convierte en odio.  Las salidas al jardín eran una tentación para cruzar las rejas, pero no se podía. Había que ser consciente.
La tercera semana, comenzó el extrañamiento.  Los huevos de Pascua no fueron tan sabrosos, las teleconferencias no alcanzaban, las lecturas eran aburridas y las series tenían capítulos interminables.
Mientras la cuarentena ocurría, mi cara gozaba de la crema de caracol. Había dejado de usarla cuando la esteticista me dijo que lo mejor era el protector solar. Sin embargo, como ahora no salía, volví a utilizarla. Los masajes me hacían sonreír al recordar a mi ahijada cuando me la recomendó: “madrina, vos tenés que comprarte esa crema de caracol para ponerte acá –señaló el entrecejo- porque vos sos viejita, vieja no porque es un insulto”.
Alrededor de la cintura y con el ombligo en el medio, un hermoso flotador intentaba ocultarse debajo de las chombas; como no había pruebas que lo certificaran, los kilos no existían.
Y pasó el mal trago y nos autorizaron a levantar el aislamiento. Mi esposo, más lúcido que yo, me dijo que buscara la balanza y los espejos. Sonreí  y  fui al galponcito.
A la balanza la ignoré, nunca fue mi preocupación el tener algunos gramos de más.  Al espejo ovalado del pasillo lo abracé con todo mi amor. No me miré en él, quise prolongar por unos instantes el encuentro; cuando lo miré, mi boca dibujó un círculo tan perfecto que los compases iban a morir de envidia.
La imagen que veía era la mía pero… la chica que abría la boca como un círculo tenía 36 años, el pelo con reflejos, una cintura que se diferenciaba de una cadera, una frente despejada, tersa.
Mi esposo se asombró cuando vio caer mis lágrimas. No entendía por qué las derramaba.  Cuando colgué los espejos me dijo: “mejor dejálos en el galponcito, así parece que volvemos a los 36”. (Adela)


Fin de cuarentena

Hoy termina la cuarentena. Por fin, después de ni recuerdo cuántos días podemos salir sin sentir que estamos cometiendo una infracción. Veo a mi esposo durmiendo como un bebé. Anoche nos quedamos viendo películas hasta tarde, ya debe de ser como las diez. Miro el reloj, once menos cuarto. ¡Cómo cambiamos el sueño cuando no hay una rutina que seguir! No veo la hora de empezar pilates, volver al gimnasio. Después de todo tengo que perder los “kilos cuarentena” de más.
Me levanto y troto hacia el baño; urgencias son urgencias. Dispuesta a mi rutina diaria, limpio mi rostro con una crema jabonosa, me enjuago y me dispongo a pasarme la crema humectante… ¡Ese rostro no es mío!
¿Dónde está mi papada? ¿Y mis arrugas? No es que fueran muchas pero algunas había. ¡Qué tersa tengo la piel! Me miro en el espejo de cuerpo entero y no me reconozco, me saco el pijama: mis kilos (y eran unos cuantos) desaparecieron, mis senos, firmes.
Grito, me cacheteo, estoy despierta. Mi esposo irrumpe en el baño, la cara de susto es reemplazada por una de sorpresa e incredulidad. Estoy mucho más joven que él.
Ninguno puede explicar qué me pasó; estamos anonadados. En medio de nuestra confusión, solo atinamos a pensar en una cosa: acudir al médico. Por suerte vive a media cuadra. No nos animamos a salir. No quiero que me vea ningún vecino. Accede a venir a casa. Él también me mira con esa mezcla de sorpresa e incredulidad (somos amigos desde la adolescencia). No acierta a explicar qué puede haber pasado. Después de un montón de estudios, la conclusión es que en una noche rejuvenecí treinta años. Soy apenas un poco mayor que mi hijo.
Por supuesto, algo así no puede pasar desapercibido. Soy la comidilla del vecindario; los periodistas brotan como hongos, trepan los árboles para sacarme fotos en mi casa y un grupo de científicos están haciendo trámites para obligarme a aceptar que me estudien. De ser humano a bicho de laboratorio.
Me refugio en mi esposo, él siempre fue mi fortaleza; pero, aunque trata de contenerme, los siento cada vez más lejos. La tristeza de sus ojos me daña.
Para mí la cuarentena no se ha terminado. No es el coronavirus lo que me encierra, es la mirada de los demás, curiosidad, envidia, miedo, odio… Me encierro en la habitación, quiero dormir, dormir y que al despertar todo vuelva a ser como antes. (Alicia)

sábado, 11 de abril de 2020

Tercera consigna en cuarentena

#yomequedoencasa
Lenguaje universal

Lo descubrió una tarde de domingo al caminar por el parque. Una suave y melancólica melodía guio sus pasos hasta donde se encontraba él, junto a un banco de madera de varillas blancas. Un grupo de personas lo escuchaban, respetuosas, mientras arrancaba dulces notas de su violín. Al terminar, colocaban dinero dentro del estuche del instrumento, enfrente del artista. Era un fresco atardecer de verano.
A partir de ese día, cada domingo se dirigió a ese mágico lugar. Las ejecuciones eran variadas: a veces tristes, otras alegres, la mayoría soñadoras. Y ella, allí; le gustaba escucharlo. Le parecía como una caricia, una conversación sin palabras entre ambos, sólo con el lenguaje de la música y el corazón.
Pasaron las semanas y llegó el otoño. Como siempre, se encaminó hacia "su" rincón preferido, en un recodo del camino, rodeado por frondosos árboles que perdían poco a poco sus hojas. No encontró al violinista, ni a la gente. Tampoco había música. Eso la desorientó y la confundió. ¿Qué había pasado? El violín apoyado sobre el banco, mudo. Sólo el tibio sol entre las ramas casi desnudas y el canto de algún pájaro.
De pronto, tras un árbol, apareció él: una flor en la mano, una sonrisa en los labios y el amor en los ojos. Le indicó sentarse en su banco, que a partir de ese momento sería de los dos. Y del violín, empezaron a surgir sones de amor. Sólo para ella. (Liliana)

La esencia del abuelo

Salvador es un apasionado de las Bellas Artes. Algunos amigos lo llaman Dalí, otros Quinque por su lugar de nacimiento.
Su padre, el último de una larga estirpe de pescadores, jamás volvió después de una tormenta recordada por su crueldad.
La madre lo crio y educó con su trabajo de diseñadora de vestidos para novias. En lo suyo, una artista.
Él llevó el arte de su mamá a un nivel más elevado. Se dedica a pintar cuadros personalizados. Los clientes le comentan sus deseos, recuerdos, sueños y los plasma en la tela.
El hijo de su novia le pidió una pintura muy especial para homenajear a su abuelo. Le contó que suelen ir al Parque de la Música. Sentados en un banco de madera, el nono hace sonar las cuerdas de su violín con melodías que acompañan los relatos de su pueblo natal.
Entre pinceladas y anécdotas, surgió un atardecer apacible con el encanto que solo la naturaleza puede prodigar. Una imagen serena, de luminosos claroscuros. El jovencito quedó satisfecho. Es un reflejo de la esencia del abuelo. Los árboles, el banco, el violín… casi puede escuchar su voz suave, armoniosa, siguiendo la cadencia de la música.
Corre con el cuadro bajo el brazo. Quiere llegar a tiempo para ayudar al nono a soplar las velitas, que no son pocas. (Alcira)


A la hora justa

Hace rato que espera. No sabe si volver a llamar, si regresar a casa, si seguir aguardando…
Se citaron a las 18, una hora antes de que caiga el sol. Acordaron que 18:30 sería el horario ideal, con la luz indicada para hacer las fotografías.
Esta mañana, estuvieron los empleados municipales limpiando las hojas caídas. Ella llegó a las 17, a repasar el barrido, a elegir el mejor lugar para el violín y a esperarlo.
Todo está impecable, de acuerdo como lo habían planeado. Es la primera vez que él se demora a una cita, hace más de 10 años que ella es su fotógrafa. Varias tomas, una delicada selección de las imágenes y elegir dónde va impreso el nombre de él, se conocían bien y disfrutaban trabajar juntos, las ideas fluían rápido y siempre resultaban exitosas.
18:30 en punto. Las campanadas breves de la iglesia se confunden con el ruido de los autos y las sirenas que se escuchan a lo lejos. Los nervios no le permiten reparar en eso. Decide llamarlo. Si no llega pronto, deberán suspender la tarea, ¡con todo el esfuerzo que hicieron para organizarla! No responde, nunca nadie más volvería a responder a ese número.
18:40 lentamente comienza a guardar el violín en su estuche. No volverá a salir de allí en mucho tiempo, pero ella aun no lo sabe.
Justo un año después, logra tomar la fotografía para la tapa de la producción. El escenario es casi el mismo: árboles de otoño en un atardecer soleado. Esta vez no habrá que elegir en qué lugar imprimir el nombre. Se lee en la lápida que reemplaza al banco. (Fabiana)


Plaza

La brisa encanta con su música y el asiento vacío llora la espera de quien no vendrá. El mortecino rayo de sol penetra el ámbar del follaje intentado iluminar el lugar.
Solía sentarse allí todas las tardes de los miércoles y desgranaba notas en fa, en re, en sol y algunos bemoles. A veces, fluían corcheas y silencios angustiantes en medio de una fusa y semifusa.
Ya no vendrá; quién sabe cuándo lo hará. En la radio, primero, y después en la televisión escuchó el anuncio: ¡Quedate en casa!
Ahora el viento ulula melodías tristes, vacías. (Gerónimo) 


Alucinando

Tantos días de encierro me hacen alucinar.  Estoy merendando y desde la ventana de mi cocina miro hacia la plaza de enfrente, como siempre.
¡No! ¿Qué hace un violín apoyado en el banco? Estoy tomando café no whisky. Y los que vienen a la plaza, de violines, nada. Cumbia, bachata, algo de folklore puede ser, pero  sin violines.
En ese banco, el día de la siembra dejé un libro pero no era de música. En el secundario la profe nos hacía solfear: doooo, reeee, sin embargo mucho no aprendí. Me gusta cantar sin pentagramas delante. Total, no me importa ser famosa.
¿Qué hace ahí un violín? Los pájaros no lo necesitan, ellos tienen sus propios instrumentos. Los perros que usan la plaza como baño, no cantan. ¡Y en cuarentena!
Están pasando cosas raras. Un bicho chiquito que puede con un mundo grande. La gente que había empezado a entender que caminar es saludable, ahora no debe caminar. El amor al prójimo que tanto nos inculcaron, debe ser a distancia. Los que tenemos algunos años aprendimos con Roberto Galán que “hay que besarse más” y ahora no nos dejan. Hasta el mate debemos tomar solos, nada de compartir la bombilla.
Una de las veces que fui a la podóloga, me regalo un frasquito de alcohol en gel. Me dijo: “lleválo en el auto, nunca sabés cuándo podés necesitarlo”. Una visionaria la podóloga.
El baño de casa nunca estuvo tan limpio ni mis manos tan contentas por tanto lavado, el problema es que ya estoy como Juan y Juan y ahora canto: “Qué lindo el olor a lavandina /a lavandina, a lavandina/ qué lindo el olor a lavandina/ a lavandina, que siento yo.
Olor a lavandina me despierta/ también me duerme, también me duerme/ qué lindo el olor a lavandina/ a veces mezclo con a jabón.” Ellos le cantaban en Mar del Plata; yo, en Punta Alta.
¡¿Qué hace un violín en la plaza?! (Adela)


Paseo

Me he cansado de caminar bajo esta persistente llovizna y busco refugio. Entro en una biblioteca. Hay una exposición de fotografías, el escaso público circula observándolas. Me sumo a ellos mientras espero que el clima mejore.
Recorro el lugar, realmente hay muy buenos trabajos. Uno en especial atrae mi atención. Es la foto de un parque en medio del bosque.
Es frondoso, el sol del atardecer tiñe los árboles de una múltiple gama de marrones, desde el dorado hasta el ocre; los árboles, rectos como vigilantes centinelas, rodean un banco de plaza. La luz solar se filtra entre las ramas concentrándose en el violín apoyado en el asiento, igual que la iluminación en un escenario.
Me concentro en la naturaleza, imagino la brisa enfriándose a medida de que el sol se retira. El aroma a otoño, las aves silenciándose de a poco, a medida de que la oscuridad gana terreno.
Miro el banco con el violín apoyado, la presencia humana. El músico se acaba de retirar; quizá estuvo tocando su instrumento en medio de la soledad. ¿Por qué lo dejó ahí? ¿Lo tentó el bosque con su paz?
Trato de imaginar qué melodías habrá invocado en esas cuerdas ahora mudas: algo romántico, tal vez, recordando un amor pasado; o quizás pretendió recrear los sonidos del bosque en un intento por acercarse a lo divino.
Como fotógrafa aficionada no puedo evitar sentir un poco de envidia ante esta imagen perfecta, que invita al espectador a sumergirse en ella. Suspiro… ¡Ay! Cómo deseo caminar por esos senderos… Pero están avisando que es la hora de cierre y me dirijo hacia un paisaje muy diferente.
El gris plomizo de la lluvia fue sustituido por la oscuridad nocturna; el cemento húmedo está iluminado por los carteles publicitarios y yo camino por veredas mojadas cuyas baldosas tienden barrosas trampas a mis zapatos.(Alicia)




sábado, 4 de abril de 2020

Segunda consigna en cuarentena


El baúl que guarda el tesoro


Desde la pequeña ventana de mi rincón preferido veo el patio de mi casa. Conozco de memoria cada centímetro de ese espacio, sé todo lo que hay y cómo llegó hasta allí. Desde la grande, veo la calle, que es como una proyección del futuro: no sé qué es lo que voy a encontrar, ni cómo llegó, ni quien lo puso. En el medio de ambos está mi lugarcito que siempre huele a lavandas o a jazmines; a veces crecen naturales en una pequeña maceta. Si no es época, emana de la esencia con que mojo la lámpara de sal. Creo que esos aromas dan calidez al ambiente y tranquilizan mi alma.
Depende la estación del año, abrazan mi cuerpo varias horas durante el día la mecedora con almohadones de textura suave frente al hogar con leños, o la hamaca paraguaya muy cerquita del aire acondicionado.
En la notebook suelen acompañarme: Joaquín Sabina, Charly García, Ricardo Arjona, los clásicos lentos en inglés, el recién descubierto Pepino Gagliardi, o a quien mis oídos tengan ganas de recibir, casi siempre voces masculinas. Y desde el fondo, el agua que cae de la cascada artificial.
Sobre la mesita del rincón siempre hay algo para comer y beber: queso, jugos de futa y café durante el día; chocolate, vino y café durante la noche. Mi matrimonio con el café es muy conocido, somos una pareja firme y fiel.
Las paredes blancas están casi desnudas, un espejo grande con marco de hierro y una biblioteca mediana desbordante de libros y cuadernos, son la única vestimenta. Me gusta la simplicidad del lugar, me invita a permanecer y crear; con adornos sentiría que ya todo está listo y no hay mucho más para aportar. No hay reloj, la notebook suele dar una idea de la hora y el sol la certeza. Excepto por la necesidad del baño, puedo permanecer días allí con todo lo necesario para sobrevivir.
A un lado, cerca de una de las paredes, se luce una mesa alta con un par de banquetas que invitan a una charla intima. La llamo “la mesa de las confesiones” porque con el tiempo me di cuenta de que cualquier persona que se sienta a ella acoda su brazo, sostiene la cabeza con la mano y comienza a contar intimidades, a hablar de sus preocupaciones, de sus sueños. Es raro, pero mis allegados también la llaman así, y en vez de temerle ¡la aman!
Pese a que es un lugar muy íntimo y pequeño, siempre hay tazas y copas para compartir una charla. Te va a gustar. (Fabiana)


Lo que hace la cuarentena

One table, one chair, one bed and only one window.
¿Qué te pasa, Lola? ¿Desde cuándo hablás  Inglés? ¡Dios!, ¡lo que hace el encierro!
La coordinadora nos pidió que habláramos de nuestro lugar preferido y enloquecí. ¡Sí! Ese es el lugar, mi lugar preferido.
Ahí me siento YO. No necesito nada más. No me importa estar encerrada, ahí tengo todo: una mesa con la notebook; una taza con café y algunas galletitas; una silla alta con respaldo cómodo; una cama para recostarme cuando mis glúteos me dicen ¡pará un poco, loca! y una ventana con muuuucha luz.
La única que puede acompañarme es mi musa (confieso que a ella le debo las palabras que escribo). Bueno, hoy también dejé entrar a mi amiga Lamoni.
El decorado: un tapiz con un Sagrado Corazón, un rosario, muchos peluches, estantes con adornos, un graffiti en la pared (no les digo lo que dice porque no quiero que la dueña del lugar se entere que lo usurpé), un espejo y un tele que no prendo.
Desde la ventana veo la plaza y sé cuándo mi mascota quiere entrar. Ella tiene piedra libre para salir cuando quiere.
El café está más sabroso que otras veces, las galletitas craquean, a la silla le agradezco porque no me duele la espalda aunque hace tiempo que estoy sentada; pero, a la cama no la miro, no la miro, no la miro… Me llama y la ignoro. Ya sé lo que pasa si le hago caso. Se me caen las manos, la pantalla de la compu se oscurece, por la ventana no entra luz, la silla siente que ya nada le pesa, zzzZZ, ¡qué floja soy!  ¿Entienden por qué es mi lugar preferido? (Adela)


Íntimo

El lugar que prefiero de mi casa es donde me encuentro más tranquila, donde me desentiendo del bombardeo de demandas familiares. Es el más fresco y limpio de toda la casa y a la vez donde puedo dejar mi mugre, lo peor de mi misma.

Como hay un espejo puedo hablarme sinceramente, sin temor a ser escuchada ni interrumpida. Puedo insultarme cruelmente, darme ánimos o mirarme con dulzura en total intimidad. Aunque lo describa con los más bellos detalles, dudo que te despierten deseos de conocerlo; hablar de él remite a imágenes poco atractivas.  
A veces me encierro allí solo para estar sola. Para mí, es el sitio donde, una vez cerrada la puerta, todo lo demás no existe.
Amo mi baño. (Viviana)


Mi mundo aparte

Desde muy temprano en la mañana preparo el mate, busco las galletitas en la alacena y me siento en la silla que combina con la pared de la cocina. Comienzo a escribir. Concentrada en cómo los futuros docentes de cualquier área podemos hacer las clases virtuales entretenidas, mi cocina con azulejos rosas y paredes celestes me inspiran. Pienso en nuevas ideas para trabajar con mis alumnos. Se me ocurre que podrían aprender los diferentes tipos de textos utilizando avioncitos pintados con lápices rosa y celeste…  o incorporar, tal vez, amarillo, rojo y azul.
Aquí también me gusta leer libros; descubro que en la novela " cenizas del pasado" muchas de sus escenas ocurren en esta parte de la casa.
Cuando llega la noche, disfruto la rica cena familiar. Luego, mi imaginación sigue activa para que, al día siguiente, pueda volver a sentarme en esa misma silla a crear espacios con diferentes contenidos, continuar leyendo la novela y compartir, como de costumbre, una exquisita cena. (Yamila)



Mi rincón (obligado) favorito

Estoy en el comedor de mi casa, bancando esta cuarentena que ya se torna tediosa. En el centro de nuestro dulce hogar está la tele, ventana que nos entretiene, mostrándonos un mundo al que no podemos sumarnos. También aquí tenemos una máquina para caminar; hacer ejercicio mientras miramos tele nos libera, un poco, del forzado sedentarismo.
Para variar actualizamos una bicicleta que habíamos adaptado para hacerla fija hace tiempo. La instalamos también en el comedor; si nos duelen los pies de tanto caminar, pedaleamos hasta que nos duela el… En fin, hay que ejercitarse.
Transformado en oficina, computadora mediante, es el lugar donde pagamos los servicios, evitando esas colas que indignan en la tele. Por suerte, nos aggiornamos con el uso de la tecnología para todo tipo de trámites, y también, por qué no, para entretenimiento. Aunque soy bastante inútil para bajar películas.
Cuando lo audiovisual no basta, en lo personal, recurro a lo manual y mi comedor se transforma en un taller de “hazlo tú misma”.

Tal vez no sea el lugar más alegre, mejor decorado o más soleado; pero es nuestro rincón “pasacuarenrena”. (Alicia)


Hoy, que las circunstancias nos obligan a permanecer dentro de casa,
quisimos compartir con ustedes el espacio preferido de nuestros hogares.