Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 28 de junio de 2020

Siembra invernal de libros

Hoy, como cada cambio de estación, estuvimos de siembra junto a la Biblioteca Alberdi y el Club de Lectura Punta Alta.  #SiembradeLibros # yomequedoencasa


En esta oportunidad, cumpliendo con el protocolo de cuarentena, compartimos virtualmente párrafos del libro que estamos leyendo o de nuestro libro favorito, incluyendo título y autor.

¡Muchas gracias por sumarse a esta propuesta! 📚📖



sábado, 27 de junio de 2020

Decimocuarta consigna en cuarentena


Vestigios de barrio  

Ya no crece el limonero,
el césped se ha ido tras el viento.
El patio desnudo de alma
es desierto sin arenas,
sin sentimientos.

El barrio ha silenciado su voz;
los niños otrora bullicios,
ora jóvenes extraños…
La perra guardiana
en el cielo canino vigila.

Las casas vacías lloran ausencias.
Sola, una anciana de mirada espiralada
busca recuerdos añosos;
su rostro marcado de tiempo,
de pómulos como uvas maduras
ensaya una sonrisa.

Es tarde.
Las luces encienden sin esperanzas;
pronto, ya no harán falta.
Ella es el último vestigio de vida.

Gerónimo 


⥢⥤ 

En pausa

Como uvas maduras
las manos arrugadas
extrañan esas caras
que no pueden tocar.
Abstienen las caricias,
mutilan los afectos,
la alegría cansada
las hace marchitar.

Los ojos, las imitan.
También están dolidos.
Mirada espiralada
parecen murmurar.
El tiempo detenido
detrás de la ventana
tiene hambre de esperanza
y de normalidad. 

(Adela)

⥢⥤

Uvas maduras

Sola como la tierra
que deja el vendaval.
Sola con la maleza en mi corazón.
Sola en los recuerdos galopantes
en los ojos que se abren
en una mirada espiralada
sin humor acuoso, opacos.
La boca seca reprime mis palabras
                en mis grietas.
Mis manos acarician
                 la última tibieza.
El ensordecedor silencio confunde.
Se deslizan los hilos de vida
                 como uvas maduras.
Se pierden en los guijarros
     que esconde el río.
En la corriente mansa
     buscan otros huecos.
No hay moléculas.
No hay átomos.
No hay presencia.
Una nube inoportuna, pasa.
      Se descarga.
El nuevo ciclo inicia.

(Josefina)

⥢⥤


Aflicción

                 Nos dijeron quince días, primero.
                 Nos dijeron se prolonga, después…        
El encierro la encuentra, la envuelve.
El encierro la calma, la duerme.
Como uvas maduras llegan pensamientos:
la comida, la hipoteca, los impuestos.
La angustia de lo incierto, lo prohibido.
La inquietud del tiempo, tiempo y olvido.

                 Nos dijeron quince días, primero.
                 Nos dijeron se prolonga, después…
Su vida no es la misma que otrora.
El mundo ha cambiado, es así ahora.
El día y la noche solo uno son
las horas transitan con igual tesón.
Su mirada espiralada, denota esperanza
quizás, tal vez, de un mundo que avanza.

               Nos dijeron quince días, primero.
               Nos dijeron se prolonga, después…

(Silvia)

⥢⥤

Momento


Tu mirada espiralada
hacia el infinito
quiere abarcar todo
lo que tus ojos captan.
Ojos verdes, transparentes
como uvas maduras,
contemplan
el maravilloso paisaje
ante nuestra vista.
Vos y yo.
Únicos
ante tanta belleza.
Lo que ves te emociona,
te embarga.
Te miro, solo a vos:
requisito esencial
para un momento
perfecto.

(Liliana)

⥢⥤

Epidemia

El miedo es el cerrojo que encarcela al mundo.
Cada uno, en su mínimo refugio.
El enemigo invisible acecha;
en el aire, en el otro,
amenaza, acorrala, mata.
El saludo es venenoso; el cariño, una emboscada.
El mundo se encoje, se oculta.
No hay esperanza.
¡Basta!
Basta de vivir con miedo.
Basta de esconderse asustado.
Basta de sufrir solos.
Abramos los ojos,
una mirada espiralada nos permite
hallar certidumbre de que todo pasa.
La adversidad llegará a su fin.
Volveremos a estar unos con otros,
a tocarnos, a abrazarnos.
Como uvas maduras que transmutan
en vino espeso y fresco,
que la vida vuelva a embriagarnos.

(Alicia)

⥢⥤




sábado, 20 de junio de 2020

Decimotercera consigna en cuarentena


Confesión

El momento de la reunión con amigas era lo que más esperaba.  Mucho tiempo separadas la había llevado a convocarlas. Su vuelta al país, luego de un año sabático, le trajo los recuerdos de la infancia adolescencia. Sonrió recordando a cada una de las que habían marcado su vida. No eran muchas, pero eran las mejores.
El lugar elegido era la casa de fin de semana de sus padres. Una casa señorial, con espacios amplios, varias habitaciones para que cada una de las invitadas estuviera cómoda.
Una alacena con mucho cristal: en las puertas, en los estantes. Una alacena que contenía el juego de copas de 101 piezas heredado de su abuela. Platos de porcelana que nadie había estrenado. ¡Qué costumbre esa de comprar cosas para no usarlas!
El sábado a la mañana se produjo el encuentro. Besos, abrazos, risas, recuerdos. Algunos brindis.
La charla para ver qué había hecho cada una durante el tiempo en que estuvieron separadas. Los casamientos, los divorcios, el nacimiento de los hijos y alguna locura realizada por la más loca del grupo.
Chicas, tengo que confesarles algo. ¿Recuerdan que estuve mucho tiempo sin comunicarme con
ustedes? Bueno, estuve en una isla con alguien que conocí e hice un curso de control mental. ¡Puedo hacer lo que quiero con solo pensarlo!
Los murmullos que antes inundaban la sala, se convirtieron en un silencio frío.
La anfitriona rio. ¡Dale, hacé una demostración!
La mesa ratona comenzó a deslizarse, el velador que estaba en la repisa titiló su luz, la silla que sostenía las carteras  se meció como una cuna, de los celulares brotó una música de suspenso.
Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
-¡Vaya! Eso sí que estuvo genial.  Tenés que hacerlo nuevamente le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias. (Adela)



Obsesión o vocación

Gabriela siempre quiso ser cantante. Su voz era áspera y baja. Sus cuerdas vocales sonaban frágiles. Desde la niñez intentaba acercarse a su sueño, pero no le resultaba fácil. Participó en varios coros, aprendió a tocar guitarra y piano, tomó lecciones individuales de canto; sin embargo, sus aptitudes no aparecían.
“Tus condiciones no están dormidas, están muertas” repetíamos sus hermanas, sin sospechar la profundidad de la herida que dejábamos en su interior. Su perseverancia estaba bien viva y pujante, practicaba muchas horas al día, nunca se detenía.
Hace un par de años pusieron en la ciudad la academia de canto más famosa de Argentina: La Escuela de Valeria Lynch. Desde entonces, las clases pasaron a ser el centro de su vida. Vendió sus cosas de valor, dejó de comprar ropa, libros y perfumes, ya no salía con amigas; su dinero y su esfuerzo tenían un solo objetivo.
No sabíamos si era porque ya tenía más de sesenta años, o por qué motivo, pero sentíamos que su voz sonaba cada vez peor. La fecha del acto de cierre de ciclo se acercaba. El año anterior no había participado. 
—Muchos de los alumnos de primer año no lo hacen —le respondieron, y así fue: de treinta y cinco alumnos actuaron solo treinta y tres. Este año tampoco lo hará: la duración del evento no puede ser mayor a dos horas; algunos cantarán solos, otros en grupos… y no hay tiempo para Gabriela.
Esta tarde, hacía ya más de tres horas que había regresado y continuaba llorando. Tenía la cara muy hinchada y los ojos rojos. Recordaba con nostalgia las cosas que había vendido y añoraba los momentos de diversión que había perdido sólo para gastar el dinero en su pasión.
Le ofrecí un té que no aceptó, como tampoco aceptó la invitación de sentarnos en el balcón y tomar aire fresco. De pronto se levantó de la mecedora donde estaba sentada, tomó la copa de vino que yo me había servido y la bebió sin respirar. Luego la apoyó sobre la pequeña mesa del living y desde su garganta y desde su corazón gritó de una manera como nunca antes lo había hecho: FUERA DE MI VIDA. Era un grito desgarrador y ensordecedor, que además de sonido tenía sentimientos. A continuación, como si su mente hubiera salido de su cuerpo y sólo quedaran sus cuerdas vocales, con una magnifica clara y alta voz, comenzó a entonar:

“Esta vez la gota reventó la copa.
¡Fuera de mi vida!
Ya no quiero nada...
de lo que me dabas como una limosna,
de tu hipocresía...
Fuera de mi vida cuando digo fuera rompo las cadenas…”

 Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Fabiana)


Prima Donna


Fue amor a primera vista. Eso creí, deslumbrado por su belleza y su fama cuando yo no era más que un humilde violinista recién ingresado a la Sinfónica del Colón. Ella, la primera soprano, era la niña mimada de la época. ¿Por qué se fijó en mí? No lo sé. Tal vez por mi buena presencia, envidiada por muchos. Tal vez porque encontró un perpetuo y fiel admirador que alimentaba su ego. Esa relación enfermiza desembocó en matrimonio.
Yo seguía engañado. Día a día descubría que el amor fluía unilateralmente, siempre hacia ella, mientras que debía conformarme con sus antojos y sus ansias de adulación. Su vida era un continuo escenario donde se movía, cantaba y esperaba aplausos y ovaciones.
Poco a poco empecé a odiar sus ensayos, la casa llena de fotos de óperas puestas en escena, partituras diseminadas por todos lados, pero ningún hijo que pudiera molestar a la “prima donna”. Su voz llegó a irritarme, aun cuando hablaba; más todavía cuando cantaba o gritaba, lo cual hacía a menudo al dar rienda suelta a sus caprichos. Yo sabía que a veces, cuando su canto alcanzaba su punto más alto y constante de resonancia, los vidrios de las ventanas vibraban casi hasta romperse, pero hacía tiempo que mi corazón era el que estaba quebrado para siempre.
Me decidí a dejarla.  Esa mañana, al levantarme, se lo dije. Me iría ese mismo día. Furia e incredulidad asomaron a sus ojos. Todas esas emociones las trasladó a sus gritos con su insoportable voz de soprano. Mi cerebro parecía explotar. Ella gritaba y gritaba. Reclamaba sin poder entender cómo su principal admirador podía traicionarla.
Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
-¡Vaya! Eso sí que estuvo genial.  Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Liliana)



Un incidente inesperado

La taza de café humeante en la cocina y el sol que se filtra apenas, detrás del cortinado, señalaban el comienzo del día más esperado después de los 364 restantes: mi cumpleaños. Este año era especial; después de tres malas experiencias, tenía novia. Era una mujer asombrosa, alegre, espontánea y lo más importante, me amaba. Me sentía un hombre afortunado.
Los muchachos se preparaban para la noche, ¡tiraríamos la casa por la ventana! Éramos un grupo de amigos que nos conocíamos desde el colegio. Compartimos casi todo: casamientos de algunos, nacimientos de hijos, asensos laborales de otros, enfermedades. Siempre juntos, en las buenas y en las malas.
Parado frente al espejo, observé detenidamente una cana loca en mi cabello.
Cuarenta años es una edad emblemática para nosotros. Llega la famosa crisis de los cuarenta o de mitad de la vida. Mi terapista me explicó que los replanteos que tenía últimamente, sobre cómo viví la vida hasta ahora o cómo quería seguir, era un proceso normal. Empezamos a tomar conciencia de que ya estamos mayorcitos, y la Juventud da paso al envejecimiento.
Sin embargo, nada iba a empañar este día. Sin pereza, me arranqué ese pelo blanco prematuro.
Carla tenía todo organizado: la comida, la bebida, solo falta el pastel. Pero ese era otro tema. Como no sabía cocinar, se esmeró y pasó horas mirando youtube, aprendiendo la mejor manera de cocinar una torta para obsequiarme. Tendríamos cita en la cocina.
A media mañana, luego de un gran despliegue de ingredientes sobre la mesada, engrudo, moldes y restos de harina, se cocinaba a fuego lento en el horno, mi pastel de chocolate y bananas. Mientras, yo, colaboraba lavando para despejar de trastos sucios el lugar, y Freedo, mi perro, me ayudaba levantando a lengüetazos las migajas que habían caído al piso.
Carlita, ansiosa en la espera, sugirió preparar unos pochoclos para sentarnos a mirar tele. Como la vi tan feliz, le di mi consentimiento y busqué una película. Ella preparó un bol mediano de metal, con un poco de aceite, azúcar y maíz pisingallo que guardaba en la alacena y lo colocó dos minutos al microondas. Apenas pasaron segundos, cuando un sonido estruendoso nos sorprendió. Una explosión voló la tapa y un humo negruzco tiñó el aparato. Los tapones del panel de electricidad saltaron.
Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Silvia)


                                                        
El grito

Sí. Creo que fue ese día. Un día gris como hoy. Con tormentas fuertes y una lluvia finita y copiosa. Daba a entender que quería lavar todo lo infame de esa vida con promesas truncas, supuestamente construida.
Estábamos ella, mi pequeño niño y yo. Contemplábamos con cierta melancolía las pilas tan bien ordenadas de los regalos de bodas.
Las tazas con las filigranas chinas, los platos hondos y los playos con el mismo decorado.
En otro estante, la cubertería de plata, en el lugar asignado, con las iniciales de nuestros nombres.
Muy al fondo, como custodia, Afrodita, en una estatuilla brillosa… como el amor.
Por último, en el extremo derecho del mueble, toda la cristalería: copas de vino, de agua, de champagne y una jarra. Esta tenía un hilo rojo, imperceptible e imborrable, en el pico vertedor.
Ese surco delgado significaba el recuerdo: ese momento inesperado, cruel. Sin darme cuenta, apareció aquella bofetada y un impulso instintivo me llevó a cubrir el rostro.
El chorro a borbotones había saltado de mi boca. De la que siempre salían palabras dulces: te quiero, te necesito...
La imagen de la jarra me llevó a ese día. Con un grito desesperado recordé la escena. Grité, grité... ¡Nunca más!
Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Josefina)



Entre magia y alquimia

Malena era introvertida, huraña y antipática. Le costaba socializar. En su décimo cumpleaños la abuela le regaló el juego de magia que deseaba, con una condición: animar las reuniones familiares.
Su cambio de actitud fue inesperado, pero al mismo tiempo, el deseado por todos: se convirtió en el centro de atención. Se transformó en una niña entusiasta. Le gustaba investigar y recrear trucos.
Soy soltera por convicción, no tengo hijos. Ella es mi sobrina favorita, es la hija mayor de mi hermana más compinche, además estoy perdidamente enamorada del padre.
Estoy pendiente de ella, la escucho, la consiento, siempre atenta a lo que le sucede o desea.
Ya adolescente dejó la magia, le resultaba aburrida. Se interesó por la alquimia.
Le compré su primer equipo de química, al que le fue agregando elementos. Soñaba con ser una gran alquimista.
Hoy llegó temprano a casa para mostrarme los experimentos que tanto la apasionan. Sobre la mesa del comedor dispuso mecheros, embudos, pipetas, probetas, cápsulas y otros artilugios que me eran desconocidos. Comenzó a mezclar polvillos y líquidos de diversos colores.
Su rostro se iluminó de alegría, sus ojos chispeantes y una amplia sonrisa triunfadora acompañaban sus manos rápidas. Hacía pases mágicos entre pipetas y probetas, el mechero tenía una llama al rojo vivo. Yo aplaudía y vivaba. Algo comenzó a hacer burbujas de distintos tonos, un vapor cargado de humo indefinido flotó en el ambiente. El burbujeo era incesante, imparable. Se inició una serie de explosiones cada vez más fuertes.
Al mismo tiempo, por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluidas las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—-¡Vaya! Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Alcira)



Alquímico

La Universidad de Alquimia se hallaba a horas de oficializar nuevos egresados. El salón de usos múltiples estaba plagado de alumnos agrupados en pequeñas cofradías. Los de química y física sentados en un rincón; los de medicina juntos en silencio de mausoleo y los de astrología, semiótica y espiritualismo caminábamos repitiendo hechizos y fórmulas con reglas nemotécnicas, pero con menos nervios que los demás. Contábamos con la ventaja de tener al profesor más accesible en el final. 
La incómoda pasividad duró hasta que la decana se hizo presente: delgada, alta, blanca como la leche, ojos bien oscuros y achinados por la fuerza con que recogía su pelo y uñas larguísimas pintadas de negro. Cassandra Abregó Martínez.
—Física y química piso uno con el ingeniero Costa Mardones, medicina con el doctor Quijarro en piso tres, el resto al comedor del subsuelo conmigo —ordenó enérgicamente.
Los siete alumnos que debíamos escoltarla caminábamos pálidos del miedo preguntándonos qué había pasado con el profesor Santibáñez.
Al llegar a la puerta del sótano, la decana se dio vuelta y dijo: —A partir de ahora estamos en el final, todo lo que hagan será evaluado. Ustedes seis vienen conmigo. Navajas, encienda la luz cuando se lo ordene.
Cuando Navajas encendió la luz quedamos atónitos. El profesor Santibáñez estaba sentado en un sillón de odontólogo, con las extremidades amarradas. Los ojos abiertos, brillaban solemnes con lágrimas contenidas en sus enormes pestañas.
Cassandra nos trajo una pequeña caja blanca de cartón con un par de aparatos médicos. El más destacado era una barra de acero de ocho centímetros, con un mango de madera.
Lobotomía será el tema del final, sentenció.
Nunca imaginamos tener que practicar trepanación en un final y con nuestro profesor más querido, pero ahí estábamos, dispuestos a intervenir sus cortocircuitos cerebrales. Era un final y no había lugar para objetar. La alquimia y ética no iban de la mano.
Mientras preparábamos todo, la insensible decana nos narraba la historia de esta práctica, recordando que en principio eran lobotomizados los hombres esquizofrénicos, apáticos y lentos de razonamiento. Hombres que debían justificar el paso por la tierra de alguna forma aun siendo usados como ratas de laboratorio.
Santibáñez realmente no servía como profesor en esta Universidad, no debemos ser seres sociales. Pensarán que es ir contra la misma naturaleza humana, pero nuestro trabajo se hace en soledad. Si arruináramos el ser social de este hombre, sería un excelente profesor y si algo saliera mal abriríamos convocatorias para el año entrante.
—Alumna Paula Sabugo, tome la cánula y el martillo y proceda. Realice dos orificios de trepanación bilateral sobre la sutura coronaria. El primero cinco centímetros por encima del arco cigomático y el segundo tres centímetros por detrás del reborde orbitario externo.
Las manos de mi compañera estaban ingobernables y ahí nos cuestionamos todo. Fue un momento en que la ética se superpuso a la carrera. Paula repitió una oración que habíamos practicado varias veces para cortar las luces. El estado de excitación y el desborde hicieron explotar las bombillas y todo quedó a oscuras.
Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias. (Martín)



Mi prima Diana

Mi prima Diana siempre me intrigó. Desde que éramos pequeñas intuía algo distinto en ella. Había algo en su mirada que parecía esconder secretos. Para los adultos, era una niña “propensa a los accidentes”; para los chicos era Diana, la torpe.
 Es verdad que siempre sufría percances, sin importancia, la mayoría. Cosas que se rompían a su alrededor, como si un dedo travieso las deslizara al suelo. En raras ocasiones parecía saber lo que pensaban los demás.
Durante unas vacaciones, estábamos en la granja de los abuelos; una  tarde la sorprendí bajo un naranjo hablando sola. Me acerqué en silencio, ella parecía tener una conversación muy seria con alguien invisible. Cuando se percató de mi presencia, actuó como si nada raro ocurriera y se volvió a la casa.
Éramos muy unidas, nuestros lazos eran más de amistad que de parentesco. Yo era la única que no le cuestionaba sus “rarezas” y la defendía cuando otros se burlaban. Al terminar la primaria, fuimos a diferentes colegios y ya no nos vimos tan seguido aunque manteníamos contacto a través de las redes. Cuando terminé mis estudios, mis padres me regalaron un viaje a París. Por supuesto no iría sola, Diana sería mi acompañante.
Nos divertimos mucho recorriendo París; como turistas cholulas conocimos cuanto lugar histórico ofrecía la ciudad. Y ni hablar de las tiendas. Una noche decidimos cenar en la habitación del hotel; bebimos un poco más de la cuenta y se nos aflojó la lengua. Reconozco que siempre había tenido curiosidad por los extraños incidentes que se sucedían alrededor de mi prima; pero jamás imaginé su respuesta ante mis preguntas.
—¿Te acordás cuando las cosas se caían y todos decían que yo las tiraba por torpeza? Algo de eso era verdad. Pero no usaba las manos. Lo hacía con mi mente y no lo controlaba. ¿Y cuando me viste hablando sola en la casa de los abuelos? Traté de disimular pero noté que no te había engañado. ¿Cómo decirte que estaba ante una presencia si ni yo misma lo entendía?
—¿Me estás diciendo que movés cosas con la mente y ves fantasmas?
—Ya no. Aprendí a controlarme. Me costó mucho y tuve ayuda. Ni mis padres saben de esto. Sos la primera de la familia a la que se lo cuento. En la universidad conocí un profesor interesado en fenómenos paranormales, daba seminarios acerca del tema. Incluso me contactó con otras personas como yo, con habilidades. Me tranquilizó no ser la única que sufría estos eventos. Puedo suprimirlos por completo si quiero, pero si no…
Diana miró fijamente la copa de vino y esta se deslizó sobre la mesa unos centímetros. Me quedé helada. Pasaron unos minutos, cuando pude cerrar la boca le pregunté:
—¿Y las presencias?
—A veces veo algunas manifestaciones, pero no tanto como cuando era chica. Creo que al crecer, se va perdiendo la sensibilidad a esos fenómenos. Aprendí a vivir con esto —continuó Diana— aunqueno es lo único que tuve que sufrir. El profesor que me ayudó a entender lo que me pasaba, tenía sus intereses. Escribía un libro cuando lo conocí, documentaba nuestras experiencias y no le hizo gracia que yo me empeñara en reprimirlas; sobre todo porque en mí, se manifestaban con más fuerza. En los últimos tiempos se había vuelto demasiado insistente aunque le dejé bien en claro que no quería convertirme en un fenómeno para la curiosidad ajena. Por suerte viajamos; espero que se resigne y me deje en paz.
Después de esa noche no tocamos más el tema. Meses después, ya de vuelta en la Argentina, Diana me contó que el profesor había vuelto a contactarla, y ante cada negativa suya se ponía cada vez más agresivo.
Una tarde me llamó asustada por su acoso. Decidí quedarme unos días con ella. Dos noches después apareció el susodicho. Le reprochaba a Dana su falta de colaboración, cuando él la había ayudado. La necesitaba para respaldar sus estudios sobre fenómenos paranormales y lo menos que podía hacer por esa ayuda era cooperar con él.
Los gritos iban en aumento, Diana suplicaba que la dejara en paz, yo comencé a insultarlo; él se negaba a irse y nos amenazó. En ese momento un florero voló y le rozó la cabeza, las flores cayeron a sus pies, el agua lo empapó.
—Fuera —susurró Diana, muy tensa. Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que estuvo genial. Tenés  que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Alicia)


El párrafo en bastardilla pertenece a la novela H de horca, de Sue Grafton.

sábado, 13 de junio de 2020

Decimosegunda consigna en cuarentena


Gabriela y yo

El sueño del viaje iba a concretarse. Muchos años para prepararlo. Mucho estudio, ahorro, esfuerzo. Cruzar la cordillera para conocer a una persona admirada.
El avión salió retrasado. No me importó, mi ilusión viajaba conmigo. Miraba los picos de los Andes e imaginaba cómo iba a ser el encuentro. ¿Qué me diría? ¿Qué le diría?
En Santiago me esperaba el joven que había oficiado de nexo entre ambas. Intenté sonsacarle alguna información sobre ella pero él, sólo sonreía. Llegamos al hotel que me habían reservado y al día siguiente recorreríamos los 535 km que nos separaban de Vicuña, donde mi admirada tenía su casa.
No pude dormir, la adrenalina me lo impidió. Un golpecito en la puerta de la habitación me indicó que era la hora. Ya estaba lista.
Un auto nos condujo hacia el lugar soñado. Se había ocultado el sol cuando llegamos; sin embargo, para mí era el momento más luminoso.
Ella nos esperaba con una sonrisa cálida. Dos cafés fueron testigos de lo que charlamos. Hablamos de nuestras cosas comunes: el amor por la docencia, el amor a Dios a quien ella le dijo: “Señor, tú que enseñaste, perdona que yo enseñe”. Frase que yo también repetía.
Cuando la llamé Lucila, me corrigió y dijo: “Hace tiempo que soy Gabriela”. Sonreí. Comenté mi impresión al llegar a ese lugar ubicado entre los treinta cerros y sin quererlo, le hice recordar el momento en que dejó una reunión en su homenaje para estar con los chicos que la esperaban.
Se rio, como solo ella lo hacía. ¡Yo hubiera hecho lo mismo! ¡Nada de presentaciones! ¡Nada de protocolos!  Me preguntó dónde escribía y le respondí que en cualquier lado, que mi asignatura pendiente era tener un espacio adecuado. Suspiró y me confesó: “yo nunca uso un escritorio, me encanta escribir sobre mis rodillas”. La admiré más por su sencillez. Antes de despedirnos, y cuando la remera que llevaba ya estaba estirada por el orgullo que sentía (mis remeras sienten como yo),  le confesé que un futurista había dicho que en un programa que se iba a llamar Los Simpson, una de las hijas del protagonista iba a querer ser como ella.
El chofer que vino a buscarme no entendía por qué llorábamos. Me llevó al aeropuerto y me despidió con lástima. Tal vez creyó que la entrevista había resultado un fracaso. Los hombres no saben que las mujeres también lloramos de risa. (Adela)


El Escritor


Buen viaje Cazador de Historias. Soy una de tus fueguitos persiguiendo la utopía que colma la vasija de oro al final del arcoíris.
Una de tantas Mujeres que no puede acompañarte a recorrer Las Venas Abiertas de América Latina sin derramar lágrimas de angustia y dolor.
La que busca en  Los Sueños de Helena los Nacimientos de Mitos.
Aquella que indaga en los Espejos a Los Hijos de los Días, que usa  Las Palabras Andantes de El Libro de los Abrazos.
Que con  Las Caras y Las Máscaras no logra Ser como Ellos, ni usar  Las Palabras Ardientes de los Amares.
Nacida en El Siglo del Viento, tengo Memoria del Fuego, de los Días y Noches de Amor y de Guerra. No puedo disfrutar de Las Aventuras de los Jóvenes Dioses ni vivir Patas Arriba de poltronas con Tejidos en las manos y el regazo.
Solo soy una admiradora de tus textos y de esa voz que atrapa, pausada y cautivadora. De miradas empañadas de tristezas y amaneceres.
En tiempos del Úselo y Tírelo te saludo, Eduardo Galeano. (Alcira)


Un día con Jane

Apenas los primeros rayos de sol iluminaron el horizonte, supe que sería una mañana soleada. Recostada en el umbral de acceso al establo, espero ansiosa a mi muy querida amiga Jane. Tenemos un día de chicas. Esos que te ganás, luego de unos meses de cosecha y de trabajo forzoso, o quizás también de una semana de locura y trajín en la oficina.
 Y ahí está, trajo la canasta con las provisiones, y yo llevo la manta rayada. Sonrientes como nunca, nos miramos y corremos a elegir a nuestro compañero de aventuras. Sin querer, las dos optamos por el mismo: dos caballos pintos manchados. Vestidas con pantalones, borcegos y camisas, partimos. Primero al galope. La brisa suave golpea nuestros pensamientos. Las crines flamean al viento. Reímos, gritamos, soñamos. La sensación de libertad regocija el alma. Más tarde, a la carrera, atravesamos el amplio valle verdoso para llegar al fin, detrás de aquel peñasco, a la inmensidad del mar. Quietas, observamos de manera cómplice nuestro destino final. Un pedacito de paraíso donde no necesitamos las etiquetas, ni los buenos modales. Acá podemos ser nosotras mismas. Descalzas, caminamos dejando huellas al borde del océano.
—¿Jane, sabías que después de muchos años, tu frase mundialmente conocida, dejó de tener vigencia?
—¿Cuál? — me mira con cara extrañada.
—En la actualidad, un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, no necesita una esposa — le explico. Le gusta que le cuente mis historias, disfruta cuando escucha cómo es un día en mi trabajo, cómo me visto, en qué viajo y especialmente sobre el aparatito con el que nos comunicamos cuando estamos muy lejos, pero también muy cerca. Todavía se asombra cuando le cuento que, tocando una perilla, se hace de día dentro de una casa aunque afuera haya anochecido.
Luego, comemos y degustamos un buen vino. Juntamos piedras y buscamos cangrejos el resto de la tarde. Escribimos mensajes en la arena, con la ilusión de que algún pájaro las comprendiera. Galopamos con nuestros amigos por horas, descargando la adrenalina contenida. Más tarde, sentadas en la manta rayada, miramos la lejanía. Sabemos que llega el fin. Ella en su mundo, en su época y yo, doscientos años después.
Muy de vez en cuando, tenemos la posibilidad de juntarnos. (Silvia)



La trompada de Arlt

Un trompazo certero en el rostro fue la tarjeta de presentación que Roberto Godofredo Arlt me regaló, sin siquiera ser destinatario.  Fue una tarde accidentada.
Yo vivía en Villa Domínico y tenía que ir a un sitio donde reparaban relojes, en Avenida Corrientes. Cuando tomé el tren, el cielo mostraba el blanco insípido de un intrascendente atardecer.
Al llegar al centro mi ánimo empezó a tomar tonos de cólera. Es que a los que vivimos en Capital y alrededores, nos molesta el espíritu apacible de los transeúntes golondrinas que aprecian cada detalle arquitectónico de la ciudad. Aquellos que guardaban semejanza con zombies recibían una caricia de mi hombro. Uno de ellos se tropezó y cayó de cara al piso, miré desentendido y apuré la marcha. El karma llegaría luego.
En un chasquido de dedos, las nubes blancas se cargaron de gris y el gris se tiñó de un negro que desahogó sus angustias sobre los apacibles caminantes que despertaban de su tranco sereno.
No podía darme el gusto de buscar una cafetería telúrica y entré en “La helvética”, un café literario de dos plantas y mil mesas. Pedí un café y un habano sabor chocolate. El lugar parecía una casa de duelo con almas embriagadas de desánimo. Todo tranquilo, hasta que en la mesa de atrás una discusión efervescente se convertía en epicentro de la escena. Cuando me doy vuelta, veo un hombre de espaldas y uno de frente, con un bigote pintoresco y un moño negro con pequeños lunares blancos.
El que estaba de espaldas era el distinguido escritor Roberto Arlt, que en ese entonces daba sus primeros pasos en el género dramático, y el de mostacho donoso un productor teatral. El literato estaba enfurecido porque intentaba separar su obra de los acicates comerciales a los que había llegado el teatro dramático.
La riña llegó al extremo cuando se tomaron a golpes de puño. Roberto rompió una silla en la espalda del empresario, que quedó desparramado en el piso. Noté que la cosa iba para  peor, me interpuse y recibí un golpe en la quijada que me dejó inconsciente. 
Al recobrar la lucidez, tenía una bolsa de hielo en la cabeza y mi agresor accidental estaba echándome aire con una toalla. Cuando finalmente me pude sentar, me trajeron el café que había pedido. Roberto me convidó un cigarro y  pidió disculpas. Luego me habló de astrología y una sociedad secreta que dominaba el país. Me contó que sus personajes no le agradaban y de su simpatía por el anarquismo. Me firmó su última novela, Amor Brujo, y se fue. (Martín)


Castañas y cronopios

Eran los primeros días de setiembre de dos mil dieciocho. Estábamos en España. Decidimos conocer París. Sacamos dos pasajes de ida y vuelta en bus, con estadía de una semana.
Ya allí, visitamos museos, entre ellos el de Louvre; la recientemente incendiada  catedral Notre Dam, y otras. Recorrimos el barrio de los pintores y paseamos por la costanera del Sena, donde miles de candados están sujetos a las barandas del paseo. Aunque ya han sacado muchos por orden del gobierno, todavía quedan bastantes como símbolo de parejas que han sellado ahí su amor eterno.
Finalmente, no nos quedaba mucho para recorrer. Solo faltaba el cementerio de Montparnasse.
Aunque yo no soy afecta a esos lugares, este era muy importante para mí. Ahí descansan los restos de Julio. Y también de muchas y muchos pintores, escritores, filósofos y ciudadanos ilustres de París.
Bajamos del metro y caminamos hasta la puerta del cementerio. Pedimos en la recepción el mapa para conducirnos por las callecitas, pero luego no hicimos caso a nuestro plano y nos desplazamos sin rumbo.
Un incipiente otoño se anunciaba en el follaje de los árboles, en el canto pausado de los pájaros. La temperatura del sol era soportable. Los castaños silvestres desparramaban sus frutos por el suelo. Junté dos castañas próximas a la tumba de Julio.
Al verlas hoy, recordé la imagen de ese día: una jovencita, veinteañera, con pollera a media pierna, unas guillerminas negras, una chaqueta roja y sobre su cabeza de pelo negro y lacio, una graciosa capellina. Lloraba desconsoladamente, sentada en el borde de la lápida blanca de mármol, con un cronopios como único detalle, en el extremo opuesto a ella.
Cual letanía, balbuceaba palabras en inglés.
Me acerqué. En mi pobre conocimiento de esa lengua, le pregunté: What relationship do you have witn him?
Me miró, estrujaba un ramillete de crisantemos amarillos y una carta. Me respondió: July is my love! I love him, I love him!
La escena me conmovió.
A mi mente, vinieron en ese instante, pasajes de la obra de Julio: "Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca…", "...Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos...", "…Hay que ser justos -dijo la Maga…", "¿Quién los ve andar por la ciudad si todos están ciegos? (...) ya están vestidos (...) y es solo entonces cuando están muertos..."
Lentamente, se levantó. Dejó las flores y la carta junto a la tumba. Se deslizó por las callecitas secándose las lágrimas.
La seguí con la vista, hasta que se perdió buscando la salida.
Yo había cumplido mi sueño: tener algo de lo quedaba de uno de mis escritores preferidos. No sólo sus libros.
Me senté sobre el borde del mármol blanco, donde hay, desde hace poco, dos frases; una en francés y otra en español que dicen: "Estimados admiradores de Julio Cortázar y su obra, gracias por respetar la claridad y la calma de esta tumba".
En esa calma y claridad, con un cronopios detrás, me saqué una foto. (Josefina)



Sinceridad

Entré a la biblioteca popular como cada semana. La bibliotecaria me conocía desde hacía varios años. Conocía también los libros y autores que me gustaban.  
—¡Llevá este! ¡Te va a encantar! —dijo muy segura, y le hice caso.
La autora era muy conocida. Yo había disfrutado mucho de Tormentas del pasado y de su participación en la antología Ay amor. En poco tiempo podía convertirse en mi preferida.
Este estuvo más de un mes sobre mi mesa de luz. Lo tomaba, lo miraba, leía cinco páginas y lo dejaba. Al día siguiente, volvía a tomarlo y sin siquiera abrirlo lo dejaba. ¡No había caso! ¡No me gustaba! Era una época de muchas lágrimas derramadas por situaciones personales y Napalí incrementaba mi angustia. Decidí devolverlo sin terminar de leerlo. Era la primera vez que lo hacía.
Pocos días después, en un grupo de lectores de Facebook una persona comentó que iba a comenzar a leer ese libro. Pidió opiniones. Con mucha sinceridad le conté que no había podido avanzar con la lectura porque la historia no me había atrapado. Un par de horas después, Gabriela Exilart me preguntó por qué no me había gustado. Con mucha vergüenza le respondí que abundaban los personajes, que había una confusa presentación de ellos en una compleja línea de tiempo y muchas fatalidades entrelazadas. En algunos aspectos, se parecía a una historia de ciencia ficción. Era una respuesta cruel, pero expresaba mi verdad.
Ella, con mucha humildad reconoció mis críticas, elogió mis conocimientos y mis gustos como lectora. A la vez que me confesó que no era su novela preferida.
Pasados unos días, recibí un correo donde me pedía opinión sobre unos cuentos que estaba escribiendo y me ofrecía una importante remuneración por mi trabajo.
Desde entonces, soy su mejor asesora y leo sus libros antes que nadie. (Fabiana)


Turbulencia

La lluvia empezó a oscurecer el camino.
Desde adentro del auto no se podía ver nada. Iba hacia el hípico de la Base y tuve que detenerme bajo los coposos pinos y esperar que amaine un poco el aguacero.
¿Cuánto tiempo esperé? No lo sé. Un relámpago seguido por el trueno,  hizo que el vehículo se estremeciera y que cerrara mis ojos en un pestañeo involuntario. De golpe, la lluvia cesó totalmente y continué mi marcha hacia mi destino.
Luego de un trecho, aun con la oscuridad de las nubes, caí en la cuenta de que conducía cerca del Jardín Japonés; estacioné junto a la entrada y pregunté al muchacho que vendía garrapiñadas por qué calle debía seguir hacia el hípico. Me miró intrigado, no entendió mi pregunta. Insistí, pero no me dio bolilla.
Paré a un hombre de unos treinta años que caminaba cansinamente, abstraído en quién sabe qué cosas. Le hice la misma pregunta que al garrapiñero. Me miró de arriba abajo y me dijo:
—Esta ciudad es como una isla desierta, donde todos van y vienen apurados y sin reparar en nadie.
Me pareció un poco extraña su respuesta.
—Siempre vengo a caminar por acá y me siento en aquel banco, debajo del jacarandá. Es mi puesto de vigilancia —continuó—, lo digo porque desde allí observo y siempre veo a las mismas personas. A veces pasa un tipo jorobado; oí que fue un criador de gorilas en África. El otro día pasó un viejo que está medio loco gritando que tenía un juguete que está rabioso o algo así; se junta con otros seis tipos iguales de locos como él.
También me contó que en la feria que se hace cada semana cerca de allí llaman la atención dos hombres que lanzan llamas con sus bocas, que además suele estar una gitana con pócimas para un embrujo de amor…
Siguió hablándome de un tal Saverio y decía  que era un tipo muy malo, cruel tanto con las personas como con los animales, que alguien que trabajaba en la casa de una familia adinerada había heredado muchos millones pero que no los pudo disfrutar.
El monólogo (porque no pude hablar), me aburrió… crecía en mí unas ganas de dormir que ya no aguantaba.
Como quien no quiere la cosa, me despedí con un hasta luego. No me contestó cómo llegar al hípico.
Nuevamente al volante, sentí otro relámpago y otro trueno. Giré la cabeza hacia la izquierda, creo que la giré, no lo sé; solo sé que seguía manejando hacia el hípico.
Todavía me pregunto si en algún momento me dormí y lo soñé, o por la tormenta me agarró un ataque de alucinación.
Le conté a mi psiquiatra y me dijo que no hay de qué preocuparse por cuanto Jehová obra de “maneras misteriosas”.
En este cuarto de paredes blancas, sin cuadros y sin ventanas, un fabricante de fantasmas me visita cada día de lluvia. (Gerónimo)


Ocurrió en la isla verde 

Cada vez que llegaba a Arroyo Parejas, mi vista se perdía en el horizonte. Por la derecha, la silueta de la Base Naval, con su grúa y sus buques; hacia la izquierda, un brazo estrecho que tiempo después se transformaría en Puerto Rosales. Me gustaba distinguir las boyas y, más lejos, esas pequeñas elevaciones marrones que anunciaban la presencia de islas. ¡Tantos años en Punta Alta y nunca recorrí la ría! Ese paisaje me invitaba, como si fueran mundos por descubrir más allá del océano.
Ya de grande, un día, decidí contratar una lancha de excursión y concretar mi aventura soñada. Hacia allí nos dirigimos el guía Pedro, mi amiga Graciela y yo, provistos de abundantes bocadillos y termos con bebida. Todo fue motivo de entusiasmo y alegría: el brillante sol, el mar sereno, las gaviotas con sus graznidos, el aroma salobre, y la silueta de las islas cada vez más cerca. Algunos de sus nombres resonaban en mi mente: Bermejo, Trinidad, Embudo, Ariadna y otros más. Pero el conductor nos dijo que desembarcaríamos en la Península Verde, una avanzada de la geografía pampeana en el medio marino de la Bahía, que en días de tormenta solía transformarse en una isla. Allí podríamos observar la flora y fauna típica, o tal vez divisar algún delfín o un lobo marino haciendo piruetas. Eso hicimos.
Al poner pie en tierra y comenzar a caminar, nos pareció divisar algo rojo detrás de unos chañares en una pequeña lomada. Color extraño entre ese verde poco vistoso con vegetación achaparrada, abundante en espartillares, y manchas blancuzcas de salitrales. Nos acercamos y junto con el granate del cuerpo de un avión antiguo, divisamos también sus grandes alas blancas, y su trompa rechoncha. Quien debía ser el piloto, maldecía en voz alta mientras se afanaba en trabajar en el motor, quizás para arreglarlo. Llegamos hasta él para saludarlo y ofrecerle nuestra ayuda. Todo en él, me retrotraía a una época antigua: su ropa, su gorro típico con orejeras y sus antiparras. Al escucharnos extendió su mano y se presentó: “Tonio, mucho gusto”, con marcado acento francés. Mi cerebro empezó a funcionar a mil revoluciones por segundo, relacionaba lo que veía y oía. Si no me confundía, esa aeronave era un Laté 25, usado por la Aeroposta Argentina para transporte postal. Y ese que decía llamarse Tonio, bien podría ser mi escritor favorito, Antoine de Saint-Exupéry, quien trabajó como piloto de esa empresa… ¡alrededor de 1929! Algo no me cerraba. ¿Podría ser esto? ¿Me jugaba una mala broma mi imaginación?
En un castellano mezclado con su lengua natal, nos explicó que el avión empezó a fallar. Había sobrevolado muchas veces esta zona, al dirigirse a la Patagonia, y sabía que realizar un aterrizaje forzoso en este cúmulo de islotes barrosos, podía llegar a ser muy peligroso. El Laté no tendría sustentación y se hundiría como un proyectil en los cangrejales. Por eso eligió la Isla Verde, con suelo un poco más firme y algunas partes arenosas. No me importaba la situación. Él estaba ahí, lo podía admirar en persona y conversar sobre tantas frases favoritas extraídas de su libro.
En un momento, mientras nuestro guía, también mecánico experto, revisaba la nave, Tonio dijo mirando el horizonte: “Este paisaje inhóspito y desolado, me recuerda el desierto del Principito”. Allí creí morirme de la emoción, ambos con lágrimas en los ojos. De pronto ocurrió el milagro: el Laté arrancó. Por fin Tonio podía ir a su destino. Debía volver a Harding Green, actual aeropuerto de Bahía Blanca, donde sería entrenado a pilotear el Laté 28, nuevo modelo adquirido por la Aeroposta. Nos saludó. El apretón de manos no fue suficiente. Yo lo abracé como para transmitirle toda mi estimación y respeto, y para no olvidarme nunca de este mágico encuentro que me regaló la vida. Ni intentaré explicarlo. Sé que lo he vivido. También lo recordarán Pedro y Graciela, mis queridos compinches.
Cuando la antigua aeronave se elevó en los aires, desde la cabina descubierta, nuestro entrañable amigo nos saludó agitando su mano e inclinando las grandes alas blancas. Miré el firmamento hasta que la panza roja del avión no fue más que un punto en el azul del cielo.
Ahora, cada vez que voy al Aeropuerto de Bahía Blanca, me detengo con cariño a releer la frase escrita en un mural que recuerda a este piloto y escritor: “Tengo siempre ante mis ojos la imagen de mi primera noche de vuelo sobre Argentina, como un río de conciencia la tierra se iba cubriendo de saludos de luz, cuando cada casa encendía una estrella contra la noche infinita”.  (Liliana)


La imaginación de una niña llamada Joanne

La brisa acaricia mi cara mientras el fresco aroma a follaje llena mi olfato; el bosque, atravesado por los rayos solares, forma claroscuros que invitan a explorarlo. Escucho risas, me acerco y veo un grupo de niños jugando. Están disfrazados: las niñas visten una especie de pollera oscura y tienen unos sombreros puntiagudos como los de las brujas; los niños, llevan una especie de túnica y bonetes. Veo en un árbol apartado mochilas amontonadas, por supuesto, vienen de la escuela.
Divertidos se apuntan con unas ramitas y se gritan palabras muy extrañas como “inmóbilus” o “difindo”. El apuntado se para inmóvil y tieso o se desploma como un muñeco sin hilos.
Me acerco a un muchachito de anteojos y le pregunto a qué juegan.
—Jugamos a que somos magos y brujas y estamos en guerra —me responde agitado y se escapa seguido por una niña pelirroja.
Los observo durante un largo rato, no sin cierta envidia; mi infancia quedó muy lejos. Finalizado el juego, cada uno parte hacia su hogar. Decido seguir mi camino cuando veo a la chica pelirroja de mirada pícara sentada en un tronco con un cuaderno.
Me acerco y le pregunto qué hace.
—Dibujo el bosque mágico. Acá viven unicornios, cíclopes, hipogrifos, hombres lobos y muchos animalitos mágicos. También hay un lago que es el hogar de las sirenas.
—¿Y tus amigos? ¿Viven en ese bosque?
—No, hay un castillo que es una escuela. Allá van los magos a estudiar.
—¿Y dónde viven los magos?
—Ellos viven con nosotros, pero tienen lugares secretos donde van a comprar sus cosas de magos. ¿Ves?  Acá lo escribí, se entra por una pared mágica.
—¡Qué buena historia! Sos una gran escritora.
En ese momento un golpe seco me sobresalta. Desaparece el bosque, la niña y estoy de vuelta en mi casa, en mi sillón favorito. A mis pies el libro que estaba leyendo: Harry Potter y el prisionero de Azkaban.
No puedo dejar de pensar que esta obra que tanto placer me produce, nació en la imaginación de una niña que, desde muy pequeña, soñó estos mundos mágicos. Y, por prejuicios sobre escritos de mujeres tuvo que ocultar su identidad bajo dos iniciales: J.K.
(Alicia)