Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 18 de julio de 2021

Frase final

 


Una familia ¿feliz?

Valeria suspiró y se sentó en el frío banco de cemento. El ocaso teñía de sangre las sucias aguas de la costanera. Agotada, repasó los últimos detalles de su plan. Todo tenía que parecer consecuencia de un robo violento. Era la única manera de que terminase la pesadilla.
El suave murmullo del río la retrotrajo a la alegre época cuando toda la familia se divertía recorriendo el lugar, tomando un helado, paseando. Estaban todos, el dichoso clan de los Martínez. Pero la muerte, envidiosa, se llevó a su madre en un accidente de tránsito provocado por un borracho. Su padre, devastado, con dos niños y un bebé, siguió adelante como pudo. Los años trajeron resignación y, aparentemente, una nueva oportunidad.
Ella estaba en el último año de la secundaria cuando su padre les presentó a Bárbara. La había conocido en un viaje de trabajo y habían simpatizado. Era una hermosa mujer y bastante más joven que él. Ese detalle no les gustaba ni a ella ni a su hermana Marina, pero la aceptaron porque lo veían feliz. El pequeño Agustín la sintió como una nueva mamá.
Pasaron un par de años. La familia parecía estar completa otra vez. Aunque ella notaba en Bárbara, actitudes que ponían en duda el cariño que pudiera sentir por su padre y por ellos. Con el hombre se mostraba dulce y afectuosa, pero, cuando él se ausentaba por negocios, los hijos eran desatendidos y tratados con indiferencia. Sin embargo, ante los demás eran una familia feliz.
La muerte volvió a ensañarse, esta vez bajo la forma de un cáncer que consumió lentamente a su querido papá. Durante ese tiempo aciago, mientras los hijos sufrían y asistían al enfermo, Bárbara mostraba un desapego creciente hacia su esposo y sus hijastros. Iba cada vez menos al hospital y ni siquiera llegó a tiempo para despedirlo en sus últimos momentos.
La larga enfermedad mermó (y mucho) las arcas familiares. Valeria pospuso sus estudios y empezó a trabajar. Sus hermanos, todavía menores, dejaron la escuela privada para seguir en la pública. Pero Bárbara no se resignaba a dejar de lado los lujos a los que se había acostumbrado a partir de su casamiento. Además de verse sin dinero, resentía estar a cargo de sus tres hijastros.
Las discusiones eran cada vez más seguidas y ásperas, Bárbara descargaba su malhumor con los hermanos y los trataba con crueldad. El que más sufría era Agustín, a tal punto que empezó a manifestar retrocesos en su maduración.
Ese día, Bárbara llegó furiosa; había intentado poner en venta la casa pero se había enterado de que la vivienda era herencia de los hijos por parte de su madre y ella no podía disponer de ese capital. Reprochó agriamente a Agustín por sus bajas notas en la escuela y llegó a pegarle una cachetada. Marina salió en defensa de su hermano y fue golpeada también. Su madrastra estaba fuera de sí y su violencia los asustó. Intentaron evitar sus golpes empujándola. Bárbara perdió pie y cayó; su cabeza golpeó en el borde de una mesa. Quedó inmóvil.
Valeria, que había oído los gritos llegó cuando la mujer se desplomaba, y al verla inmóvil comprobó que había muerto. En ese momento comprendió que era la única que podía proteger a sus hermanos. Ellos estaban en estado de shock y apenas atinaban a entender lo sucedido.
Los obligó a dejar la casa. Les ordenó que salieran por la parte trasera sin que nadie les viera, que fueran al parque como si estuvieran de paseo y que la esperaran allí. Ella se dedicó a desordenar la casa y a tomar dinero y objetos de valor que iba introduciendo en su mochila. Con renuencia se acercó al cadáver y lo despojó de sus alhajas. Luego salió por el mismo lugar que sus hermanos y dejó la puerta entreabierta, procurando no dejar huellas digitales.
Se alejó rápidamente y cuando estuvo a una buena distancia tomó un ómnibus que la llevó al puerto. Buscó un lugar solitario, que le permitiera consumar su plan. Luego se encontraría con sus hermanos y acordarían qué declarar a la policía.
Decidió que, si todo salía bien, los tres se irían muy lejos; ella se encargaría de mantenerlos a salvo. Respiró hondo y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila.
(Alicia M.)


Rencor

Pasados ya quince años de aquella terrible discusión con Greta, Soraya creyó que ya era tiempo de dejar a un lado los rencores y decidió enviarle un mensaje. Habían sido amigas durante la niñez, la adolescencia y parte de la juventud. Tiempos de lágrimas, risas, amores, desamores, recitales, nacimientos, cumpleaños, duelos… todo compartido.
Aquella inolvidable tarde de octubre, Facundo, hijo de Greta y ahijado de Soraya, cumplía cinco años. Habían llevado un auto a control remoto de regalo, tan lindo que Agustín, hijo de Soraya, no permitió que el cumpleañero lo estrenara y comenzó a jugar con él. Esto originó una pelea de niños tan intensa que, en un momento de nerviosismo, Greta dijo que el invitado era un niño malcriado. Una palabra, otra y otra. Un insulto, otro más. Un grito, otro. Un portazo. Lágrimas varias. Otros niños también lloraron del susto. En síntesis: cumpleaños arruinado, amistad destruida.
Ese día de 2018, cumpleaños número veinte de Facundo, apenas se levantó, la madrina le mandó un mensaje cariñoso como todos los años, que él respondió con un frío: Gracias, como hacía siempre. Pero ella dio un paso más. Le mandó un mensaje a Greta que decía: Hoy nuestra enemistad pasó a ser una niña bonita, tengo muchas ganas de conversar con vos, te espero a las 16:30 en la orilla del río, bajo el árbol de nuestro primer cigarrillo.
Pasaron las horas y Greta no respondía. De todas maneras, Soraya compró un chocolate blanco gigante (suponía que a pesar de los años aún era su vicio y sería un lindo detalle). Un rato antes de lo pautado, ya estaba allí ansiosa. Llegó la hora, pasaron veinte, treinta, cuarenta, sesenta, cien minutos. En el estéreo del auto la música de Divididos y Caballeros de la Quema, que habían sido el fondo de tantas confesiones, sonaban agotadas y tristes. Decidió no esperar ni un segundo más. Bajó del auto con furia, se acercó a la orilla y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila. (Fabiana)


Hombre lobo

Séptimo hijo varón de una familia humilde. Vivían en la periferia más pobre de una ciudad norteña, muy cerca del monte.
Nacido a comienzos de la década del 40 del siglo pasado. Siempre se sintió distinto a los demás chicos, así lo consideraban.
En las noches de luna llena sus padres lo encerraban en el galponcito. Tenían miedo de que se convirtiera en lobizón. Los hombres de la comarca lo miraban de reojo; las mujeres ocultaban a sus niños detrás de las faldas cuando lo veían pasar.
Su madre tan religiosa como supersticiosa lo bautizó Mariano, en homenaje a la Virgen para anular la maldición.
En cuanto la milicia lo llamó a sus filas se sintió aliviado. Nadie sabría sobre su maleficio. En una caja de zapatos cargó algunas fotos. En la valija de cartón, sus escasas prendas de vestir. Años después, los recuerdos fueron a una mochila.
Lo destinaron a la cocina del cuartel, en el sur del país. Mientras sus compañeros usaban las armas en alguna revolución -de esas que nunca faltaron-, él aprendía y perfeccionaba el oficio de cocinero.
Finalizada la instrucción militar escribió una carta sin remitente a sus familiares. Les decía que jamás volvería al lugar que lo hizo tan desdichado.
Sin tener en claro qué sería de su vida, subió a un tren que lo dejó en la provincia de Córdoba. Se estableció en un pueblito turístico rodeado de montañas. Consiguió trabajo en un comedor familiar. El sueldo alcanzaba para pagar un cuarto de pensión. La comida estaba asegurada.
A través de los años adquirió experiencia. Consiguió mejores empleos, hasta convertirse en gerente del restaurante del mejor hotel de la zona.
Conoció y se enamoró de la más linda. Se casaron, tuvieron dos hijos; soy el menor.
Nos contó que el día que nací, fue a caminar pensando con orgullo cuánto había progresado a fuerza de trabajo y perseverancia. Cerró viejas heridas y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila. (Alcira Elena)


Fin del viaje

Matilda embarcó en el ferry de las nueve de la mañana con destino a Colonia de Sacramento. Las llevaba en la mochila. Con “ellas” mantenía una relación complicada, pero no le podían faltar.
Cada vez que salía de su casa las guardaba en su cartera. Las necesitaba para enfrentarse al mundo exterior. Lentamente y sin tregua, las insignificantes se adueñaron de su vida.
Un médico conocido se las había recetado hacía más de veinte años luego de un episodio postraumático. Al principio, recurría a ellas ante circunstancias puntuales y cuando el estrés laboral la aplastaba como una pesada viga, podía llegar a ingerirlas hasta perder la cuenta.
Apoyada en la baranda de la cubierta del buque, comenzó a pensar en todo lo que podría hacer si finalmente tomaba una decisión. En ese instante, dimensionó los propios pensamientos. Algo en su interior se modificó y sintió alivio. Era una sensación nueva porque hasta ese momento nunca había asumido su adicción.
Visualizó la posibilidad de dar un vuelco en su vida. Imaginó entonces una vida distinta, una vida plena. Respiró hondo, miró hacia el cielo y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila. (Analía)


El agua es vida

Árboles, eso buscaba. Donde hay árboles hay agua y la sed lo estaba acosando.
El campamento soñado había resultado un fracaso. Los acampantes no eran solidarios. Uno de ellos se quedó con su novia, otro huyó con su auto mientras él dormía. El camping carecía de las comodidades mínimas y debía rezar para bañarse cuando el agua estuviera -al menos- tibia. Se cortaba la luz y el encargado brillaba por su mal carácter.
Cinco días necesitó para darse cuenta de que eso no era lo que necesitaba para descansar. Sonrió. Sabía que era lento para avivarse, pero esta vez se había pasado. Cinco días. Ya tenía una exnovia y un exauto, para qué seguir ahí.
Tomó su ropa y algunas provisiones y se lanzó a la aventura. "Mejor solo que mal acompañado", pensó.
De día caminaba, de noche dormía. El clima era cálido, al menos había elegido bien el periodo de vacaciones.
Vio hermosos paisajes, proyectó un nuevo futuro para la vuelta a su casa y a su trabajo.
La noche anterior había sido la más relajada de todas las vacaciones. Se durmió, casi sin darse cuenta, apoyado en el tronco de un sauce y soñó. Era un prestigioso arquitecto con una fortuna heredada, que le permitía viajar por el mundo. Mucha gente a su servicio le facilitaba las cosas. Vivía en una mansión, con pileta, con gimnasio, con una sala de juegos para reunirse con sus amigos. Los planetas estaban alineados para que fuera feliz.
El sol del amanecer lo despertó antes de concluir su sueño. Pensó: "No soy prestigioso, no soy arquitecto, pero si me lo propongo puedo viajar por el mundo".
El dulce murmullo de agua corriendo le dio aliento. Caminó guiado por el sonido, llegó a una ribera y arrojó al río lo que aún conservaba en la mochila. (Adela)


Maldito anillo

Aquella tarde se encontraba en el funeral de su propia madre. Inesperadamente sentía tristeza, no sabía por qué. A pesar de tantos años de maltrato y sufrimiento esperando el día que se termine, ahora estaba llorando su partida.
Sus hermanos se quedaron con todas sus cosas. Él solo tomó un anillo, un simple anillo, solo para conservar algo de ella, sin saber que le haría tanto mal. Lo guardó en su mochila, no le dio importancia.
El resto de los días pasaron de una manera extraña y a la misma vez tranquila; sin embargo, en el fondo había algo que le perturbaba. Cada vez que iba a buscar algo a la mochila, en cualquier situación, mientras escarbaba para encontrar lo que necesitaba, entre tantas cosas, terminaba viendo ¡ese maldito anillo!
Esto lo llevaba a rememorar cosas que había guardado en su mente, escondido para no volver a recordar nunca. Le causaba escalofríos. Todos esos pensamientos eran sobre ella y en su mayoría malos. La solución parecía muy fácil: sacarlo de su mochila y guardarlo en algún otro lugar, porque en ese momento no era una opción deshacerse de él. Eso hizo. Lo sacó de la mochila y lo guardó en un cofre antiguo con llave. Desde ahí se quedó tranquilo, pero no por mucho tiempo. Luego comenzó a verlo en distintos lugares de su casa, como si pudiese moverse; no obstante, cuando iba a revisar el cofre ¡estaba allí!
Decidió que no podía hacer nada y continuó con su vida. Cada vez estaba más paranoico; se sentía vigilado, perseguido. Pensó que, ahora sí, lo mejor sería deshacerse de él. Aunque fuese lo único que tuviese de su madre, todavía conservaría sus memorias por más que no siempre fueran agradables.
Lo guardó de nuevo en la mochila, se dirigió a la ribera más cercana y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila.
(Julieta)




domingo, 11 de julio de 2021

Usted se encuentra aquí


Viaje corto

Madre Antonia amanece ansiosa. Su corazón late con amor de saber que está por cumplir su sueño: caminar por el playón del Vaticano a escasos metros de su Santidad. Desayuna con prisa. Se viste con la misma túnica blanca hasta la media pierna, zapatitos negros como los que usan los alumnos del colegio y la infaltable cofia, sujeta con dos invisibles muy visibles de color amarillo.
A los pocos minutos controla el pasaje, el documento, y el pasaporte. “Todo en orden”, piensa. Toma su bolsa y sale para el aeropuerto.
Al llegar vuelve a controlar: pasaje, documento y pasaporte. —¡Correcto! —grita de la emoción.
Se dirige por el pasillo hasta los mostradores y consulta por el vuelo 555 con destino a Roma. El hombre la mira con desconcierto sin comprender y continua su camino. Más adelante vuelve a preguntar a una señora con su bebe en un carrito:
—¿Cuánto falta para que salga el vuelo 555 con destino a Roma? —y de nuevo no recibe respuesta alguna. La señora hace un gesto de incomodidad y se apresura a distanciarse.
Ya cansada de esperar, Madre Antonia se sienta en uno de los bancos de madera. Se recuesta y su mirada se pierde en la copa de los árboles con el canto de las aves. El aroma a jazmines de los canteros le recuerda su infancia en la costa mediterránea.
—Dios te salve María, llena eres de gracia… —reza mientras escucha las turbinas de los aviones y piensa con anhelo en su inminente encuentro con el Papa.
La mañana transcurre rápido y ella tiene hambre. Con ilusión se acerca a la cafetería del centro comercial y pide un capuchino con canela y doble crema. En su codo, lleva colgada la bolsa de ratán que le dio Madre Superiora.
Sirenas fuertes la sorprenden. Mira hacia todos lados. A lo lejos, alcanza a distinguir al Papa que se acerca corriendo. Su sonrisa se dibuja y las mejillas con hoyuelos se pronuncian.
—¡Madre Antonia!, ¿qué hizo… por qué se escapó?, ¿qué hace en el parque Sarmiento? —le reclama Fabio, el enfermero del psiquiátrico.
(Silvia)


Un paseo por el humedal

Las linternas dibujan una línea en la noche cerrada. La temperatura es la ideal para disfrutar del paseo en Arroyo Pareja. Martita y Jimena se suman entusiasmadas a la propuesta de hacer un recorrido nocturno en absoluto silencio, agudizando los sentidos.
Mientras avanzan en fila con las linternas, observan cómo se agigantan las sombras de las espartillas que bordean el camino. Martita juega un poco con eso, y lo hace a propósito porque sabe lo que provoca en su hermana. Al mover el artefacto, la imaginación de Jimena comienza a volar.
—¿Alguien podrá esconderse detrás de las espartillas, detrás del palo azul o del matorro negro? —se pregunta Jimena. “Si así lo hiciera, nunca nos daríamos cuenta”, piensa. Los arbustos pinchudos y agrestes amplifican su ingenio. Su mente se sumerge en una historia de terror. Mira para el costado e imagina que, a lo lejos, en los salitrales, hay decenas de cuerpos enterrados y que sus almas ascienden en la oscuridad de la noche para observar con recelo a esos “vivos”, usurpadores de un territorio que les pertenece.
Una pequeña brisa acaricia los olivillos platinados y el sonido de las varas, apenas perceptible, atrae la atención de Jimena. Un escalofrío recorre todo su cuerpo al escuchar el ululato amenazante de una lechuza. Al girar la cabeza, la encuentra sobre un poste del tendido eléctrico, mirándola fijamente desde lo alto.
Las dos hermanas cruzan el puente siguiendo al resto. Los siete se desvían por el humedal con la intención de bordear la orilla izquierda de Arroyo Pareja. El terreno fangoso de la Isla Cantarelli los desestabiliza un poco. En ese momento, Martita y Jimena divisan un pequeño bulto entre sus pies. Lanzan un grito y las linternas vuelan por el aire. La mancha oscura desaparece súbitamente entre el pasto hilo y la paja vizcachera. —¡Son topos! —aclara el guía, un poco tarde.
Los últimos de la fila se resbalan e intentan aferrarse a los que caminan adelante. La línea se rompe y sobreviene el desastre cuando una señora y un señor, equipados con mochilas de exploradores, pierden el equilibrio. Al hundirse en el humedal arrastran a los demás y, en efecto dominó, hacen caer de culo en el barro perfumado con afluentes cloacales a todo el grupo. (Analía)


Anhelo

Viene de Salta, la linda, como otras mujeres provincianas casadas con los que trabajan acá.
Viven en un departamento cerca de un parque y le encanta caminar después del almuerzo.
El parque es hermoso, tiene senderos que la hacen extrañar menos a su familia y a su lugar de origen. Acá no hay cerros, pero las caras de muchos habitantes tienen el color de la suya.
Hoy decide cambiar el recorrido de vuelta a su casa y descubre, en una esquina, un monumento que la conmueve: una madre con su hijo en brazos. Recuerda una foto en un portarretrato que tiene su madre, sobre la cómoda. "¿Las madres siempre tienen a sus hijos en brazos?", piensa.
Sueña con embellecer el lugar. Ve a otras madres como la de la estatua haciendo artesanías mientras los niños juegan. Imagina un día de verano con mucha gente en el predio y puestos de comida representando a distintas culturas. Viaja mentalmente por la Argentina -que aún no conoce-, porque es mujer y las mujeres somos expertas en construir anhelos. Cuando el celular le indica que tiene un mensaje, la madre de la estatua es ella y el niño… el que tiene en su vientre. (Adela)


El monumento del reencuentro

Ana y Leo se conocen desde el secundario. Fueron algo así como inocentes noviecitos. Concluida esa etapa escolar cada uno siguió su camino. Iniciaron su vida personal y laboral en lugares muy distantes entre ellos. Sin saberlo desarrollaron similares existencias. Trabajo, casamiento, hijos. A lo largo de los años volvieron al terruño natal, pero nunca coincidieron.
Con la llegada de las redes sociales ambos tuvieron el mismo impulso: buscarse, algo había quedado inconcluso.
Fue así como entablaron una relación a distancia. Una cámara los unía y separaba a la vez.
El deseo de reencontrarse personalmente fue mutuo. Sólo necesitaban la excusa perfecta que los situara en la ciudad.
El casamiento de la prima de ella; un irrefrenable deseo de ver a sus padres por parte de él – surgido de repente y con suma urgencia-, y el plan se puso en marcha.
Acordaron verse en el monumento a las provincias; la casa de la abuela de Ana está cerca y desocupada.
Después del primer saludo, un tanto formal -dada la situación- para no llamar la atención de los ocasionales transeúntes, se abocaron a observar el lugar que no visitaban desde su época estudiantil.
Lo encuentran sin grandes cambios. Es un paseo soso, frío, casi abandonado, nada invita a quedarse mucho tiempo. Se lo ve como el día de la inauguración. A nadie se le ocurrió darle una pátina de belleza y modernidad.
De común acuerdo, caminan las pocas cuadras que los separan de la vivienda de la nonnina.
Llega la oportunidad de continuar la relación como adultos o, quizás, sea el comienzo del final. (Alcira Elena)


Fermín y el skate

Contempla la flamante pista de skate, inaugurada hace pocos días. Desde que la anunciaron ha estado pendiente de su construcción ya que vive enfrente del predio donde la levantaron. Marcos y Justino, entusiasmadísimos, renuevan sus equipos y preparan sus patinetas. Ellos practican skateboarding desde muy pequeños y son muy habilidosos con sus trucos y piruetas. Están ansiosos por practicar, ya que se dice que el Municipio organizará un campeonato local con el fin de elegir representantes para las competencias regionales. Y es que esta actividad se está volviendo muy popular.
Cada vez que insinúa que le gustaría practicarla, Marta pone el grito en el cielo. "Que cómo se le ocurre, que es peligroso, que no entiende cómo la madre de Justino y Marcos se los permite. Que en cualquier momento pueden lastimarse seriamente". Él la escucha mientras mira de reojo sus trofeos de campeonatos de patinaje. Bueno, tan mal no lo hacía, ¿verdad?
Por eso se prepara a hurtadillas, el equipo que usaba cuando competía en carreras de patines es más que adecuado para lo que se propone. Las rodilleras y las coderas están como nuevas, se ajusta el casco y toma el skate que compró a escondidas. Empezará por la parte más sencilla de la pista, para familiarizarse con ella.
Se desliza por la suave pendiente un poco inseguro; hace mucho que no realiza algo como eso, pero pronto se siente seguro para atreverse a más. Encara la pendiente pronunciada, por un momento disfruta el aire en su rostro pero, de pronto, el piso cubre el cielo y su cabeza choca con algo duro. El casco lo protege pero no impide que la pista se mueva a su alrededor.
—¡Abuelo, abuelo! —la voz de Justino le llega de lejos— ¡Marcos, llamá a la abuela!
—Pero, Fermín. ¿Cómo se te ocurre? Con vos no se gana para sustos—.El reproche de Marta se escucha tembloroso.
Entre los tres llevan al maltrecho Fermín hasta la casa, mientras Marta regaña a su esposo y le pide a los nietos que llamen al médico. (Alicia M.)


Soledad

Vuelve al lugar donde lo vio partir por última vez.
Recorre paso a paso el mismo sendero, cada sitio, cada espacio.
El aeropuerto es para ella símbolo de nostalgias, recuerdos, bienvenidas y despedidas.
Aquel día caminaron por ese sendero despacio hasta la puerta de entrada, divagando sobre la arquitectura y el paisaje del lugar, para no pensar en los próximos minutos.
Hoy, sola, contempla aquel sueño de cambios hecho realidad: en el exterior, nuevos árboles dan sombra sobre espaciosos bancos y canteros con flores de estación que alegran el lugar.
Adentro, pisos nuevos lucen en la confitería dónde los aromas a café perfuman el ambiente.
Cambios, transformaciones en el sitio como en su alma.
No salen ni llegan aviones. Silencio. Los empleados aguardan a los pasajeros. Ella espera un milagro.
Pasaron diez años desde aquel día. Nunca volvió a tener noticias de él.
Ahora, el aeropuerto cambiado despliega aromas y silencio. Ella, con sabor a tristeza, evoca recuerdos.
De regreso a su casa, se pregunta qué fue a buscar o a enterrar para siempre.
(Alicia G.)


El club de sus amores

Natalia se encuentra en la ciudad visitando a su hermano y deciden ir a ver las instalaciones de su amado club Rosario Puerto Belgrano.
Ella observa las nuevas plantas y carteles que lo dejan increíblemente lindo.
Mientras su hermano juega, ella se sienta en el banco de una de las gradas y toma muchas fotos.
El partido le resulta muy divertido y finalmente el equipo de su hermano gana. Cuando se van del club recordando viejos momentos de su infancia, Natalia encuentra a su mejor amiga de aquellos tiempos. Se sorprende de verla, y su amiga también. La saluda y charlan por un buen rato. No se hablaban desde que se mudó a otra ciudad por trabajo. Se pone al día con ella y luego parte del club muy contenta hasta la casa de su hermano Pablo.
Mientras cenan, ambos hermanos hacen una videollamada con su madre que no se encuentra allí, y aprovechan a contarle sobre los nuevos cambios de la cancha. La mamá también se alegra, pues es su amado Rosario.
(Julieta)


Tiritando

Vacaciones de invierno, tarde soleada en Pehuen-Có. Demasiado frío para ir a la playa; el bosque encantado es la opción. Árboles, senderos para caminar, sol, sombra, y más allá el mar. Ideal para una mateada con amigos y guitarras.
Todo está perfecto, hasta que al comenzar a ponerse el sol se termina el agua caliente. El frío avanza y decidimos regresar. Matías y Gimena en su moto. Jesús y Florencia en el cuatriciclo, Baltasar, Lorena y Fernanda en la camioneta, y yo en mi auto.
Cric, cric, brum… no arranca. Cric, cric, tampoco… Cric… Seguramente es la batería, los días de baja temperatura suele fallar. A mi alrededor ya no hay nadie. Toco bocina: no funciona. ¡Es la batería! Busco con la mirada y confirmo que no hay nadie.
Son las diecisiete, caminar hasta las viviendas más cercanas lleva dos horas por lo menos, y en esta época del año no hay muchas casas habitadas. Tendré que llegar hasta la mía que está en el centro. Por la playa es más cerca, pero tengo que apurarme, la luz natural comienza a mermar.
Bajo a la playa. Decido correr para ganar tiempo. Al minuto estoy agotada y con muchas ganas de hacer pis. Me escondo entre los tamariscos y me río sola. ¿Esconderme de quién? me siento más sola que el demonio en el día del amigo. Me invade la angustia. Lloro. Camino. Lloro. Corro. Me río. En el cielo ya no hay rastros del sol. Se acerca la noche y no veo luces ni a lo lejos. Me pregunto si estoy en la dirección correcta y se me acelera el corazón. Casi imperceptible, la luz del faro de Monte Hermoso me dice que sí. Respiro aliviada, aún falta mucho. Pienso en el auto: ¡que hoy duerma en el bosque!
En mi cabeza se cruza la letra de una vieja canción: Resistiré. Canto en voz alta y me siento mejor. Miro la marea que está subiendo; salvo en raras excepciones la costa no queda sin playa. Ruego que no suceda. El frío me pone mal. Sigo cantando. A lo lejos observo una construcción. Lloro, por la emoción y por el frío. Otra vez siento ganas de hacer pis. Esta vez no me escondo. Maldigo los mates.
A las veinte llego a casa. Sin pensar y sin dudar me ducho. Me hago un café fuerte. Caliento la bolsa con semillas y me acuesto. Siento calor y tirito; creo que tengo fiebre. ¿Por qué será?
(Fabiana)

domingo, 4 de julio de 2021

Abecegramas

 



Fabiana

Karen wedding planner

Aquel banquete colorido del egreso fracasó. Gastaron hasta ideas jocosas.
Karen, la más nerviosa, ñiquiñaque ordinaria, prepotente, que rogaba solidaridad tras una vitrina Windsor. ¡Xenofóbica y zorra! Atacaba bravucona cada desafío. ¡Energúmena! Fiesta grosera, ¡había insectos! ¡Jilgueros! ¿karaoke? ¡la… madre: no ordenó! …¿por qué, rata sudorosa, tuvimos una velada western?
                   Ximena y Zoila.


Analía

Así, buscando cada detalle en falsas gacetillas, hemos identificado juicios kilométricos. Los menos nocivos, ñoños o pacatos que repiten sin transmitir una verdad.
Wilson, xenófobo y zonzo, acusador bien cogotudo, decidió esos firmar.


Alcira Elena

Amigos

Alina, Bautista, Carlos, Dalila encuentran felicidad gozosa. Hacen interminables jineteadas. Kilómetros laberínticos. Más nunca ñandúes ocuparon pajas que rozaran sus talegas únicas, verdaderas.
Wilson xilografía ya zaparrastroso.
Además beben, cantan, desafinan entre felices grescas hasta intensificar jolgorios; karaokes lúcidos, menos narraciones ñañosas. Ocupados para que retornen saberes, tararean veleidosos.
Walter xerocopia, yuxtapone, zoncea.


Adela

Ayer Beba Caleaga despertó en Francia. Gangosa habló imprecando juramentos. Kimono loco, maravilloso naturalizaba ñusta. Objetó preguntas que Ramón, su tío, urdió. Vagabunda xilofoneó yacente, zalamera.


Alicia G.

Andaba bailando como doncella elegante, fabulosa, genial, habilidosa ignorando jovialmente kilos lamentables; magras nalgas ñiquiñaque ostentando. ¿Para qué? ¡Recórcholis! Salí trotando usando velo, walkman. Xecudo, yerbeé zumbando.


Alicia M.

Trampas y tramposos.

Ay, Benicio ¿cómo decís eso? Fortunato Gutiérrez había ideado jocosas, kilométricas láminas memorables. Norberto objetó para que Rosana Soto tuviera una ventaja. Willy, Xenia y Zulma, aviesos, botaron con descaro esas figuras grandiosas. Katia Lucero mantuvo numerosas objeciones para que Rosana, sinvergüenza, tambaleara unida víboras Wily, Xenia y Zulma.