Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 31 de octubre de 2021

Los temerosos Funes


Un incidente nocturno

Cada pueblo del interior de nuestro país tiene sus características. Y Pichicho Tuerto no es diferente. Es una localidad rural pequeña donde todos se conocen; su economía depende de la agricultura y las tareas del campo son su fuente laboral.
Además, como todo pueblo, tiene sus personajes característicos: Doña Sabina, la curandera, quien antes de la llegada del médico era quien cuidaba la salud de sus vecinos (después de un período de rivalidad y desconfianza, llegaron a un acuerdo: ella se ocuparía de empachos y contusiones leves y él de lo demás); el viejo Nicanor, el borrachín del pueblo, simpático y querible, aunque casi nunca se lo ve sobrio.
Pero el más peculiar es Cirilo Funes, más conocido como Funes el Temeroso. Cirilo es el mecánico del pueblo, un joven honesto y muy trabajador, aunque con pocas luces. También es muy supersticioso y crédulo.
Hace varias noches, Cirilo cenó con amigos. Medio achispados comenzaron a contar historias de aparecidos, una más espeluznante que otra. Más tarde, de regreso a su casa, decidió pasar por el boliche; para eso empezó a cruzar un terreno recién arado. Una hermosa luna llena iluminaba la noche. A medida que caminaba sentía piedritas que golpeaban sus piernas por detrás. Asustado, se volvió pero no vio nada. Todos los relatos volvieron a su mente y se estremeció. Para colmo, la luz nocturna empezó a menguar, como si una gran nube la devorara. Cirilo sintió que algo lo rozaba. Miró a todos lados y nada. Apretó el paso y nuevamente las piedritas lo golpearon, esta vez con mayor intensidad. La oscuridad ya era total y otra vez algo lo rozó, incluso sintió como un pinchazo. Más asustado, echó a correr hasta llegar al boliche.
Sin aliento contó lo que había pasado a los parroquianos que escucharon con suspicacia. Todos sabían lo asustadizo que era.
—Decime, ¿vos siempre usás las alpargatas como chancletas? —preguntó la dueña del local.
—¿Por qué?
—Porque si viniste por el campo arado, vos mismo levantabas piedritas al caminar, sonso.
El lugar estalló por las carcajadas de los presentes. Otra más de Funes el Temeroso que tiene miedo hasta de su sombra. La dueña le acercó una caña para que se le pasara el susto. Alguien se ofreció a acompañarlo a su casa. La luna volvía con todo su esplendor nocturno.
Cirilo no habló del pinchazo que había sentido en el cuello, ya se habían reído demasiado de él. Seguro había sido algún insecto nocturno.
En un pueblo siempre hay motivos para las habladurías. De un tiempo a esta parte han desaparecido mascotas. Varios gatos y perros no son hallados por sus dueños. Y en el campo aparecieron algunas vacas muertas, curiosamente desangradas.
Pero el chisme más jugoso es sobre Funes el Temeroso, más temeroso que nunca. Desde el incidente en el campo arado se lo vio cada vez menos. Trabaja en su casa con las ventanas cerradas a pesar del calor reinante. Los que lo han visto de noche lo han notado pálido, casi translúcido y unos pocos juran que sus ojos eran rojos como fosforescentes.
(Alicia M.)


Materia pendiente

El día en que recibió la llamada citándolo para presentarse en el estudio del abogado que iba a leer el testamento de su abuelo, la cara de Tomás Funes recordó por qué, desde hacía años, vivía en el exterior.
Evocó su infancia y adolescencia en la quinta de su abuelo Aníbal Ragsaf. Su familia era pequeña pero sus posesiones eran numerosas.
Cuando se autoexilió, cambió su apellido difícil de pronunciar por el de Funes.
Las vacaciones en la quinta y el temor que le producían las historias contadas por Armando, su primo, lo habían vuelto temeroso, desconfiado. En Europa, lo habían bautizado Funes el Temeroso y al principio había sufrido por ello.
Sospechaba que en la familia habían ocurrido cosas funestas y los refugios que su primo nombraba tenían algo que ver con eso.
Viajó en un vuelo de línea con el tiempo justo para llegar a la cita. Volver al país no le atraía. Cuando el abogado leyó que la quinta del arroyo Leones sería heredada por él, un sudor frío le recorrió la espalda. Decidió venderla antes de volver a Europa, pero primero debía aprobar su asignatura pendiente: investigar si realmente existían los refugios.
Tomó un taxi. Le pidió al chofer que lo llevara. Cuando llegaron, recorrió la casona y buscó la “entrada secreta”. Una alfombra mal acomodada le dio la pista. Una compuerta en el piso y, debajo, una escalera. Su curiosidad pudo más que su temor. Bajó. Un pasillo oscuro lo condujo a una sala decorada con cuadros que mostraban cadenas, seres decapitados, evidencias de la perversidad de un pintor.
Una claridad en la siguiente sala lo llevó a investigar, y allí se materializó lo que estaba expresado en los cuadros. Restos de un humano engrillado a la pared, una calavera en el rincón y salpicaduras de sangre seca fileteando los muros.
Cuando despertó, el chofer lo estaba conduciendo al aeropuerto.
Ya en el avión, una azafata le preguntó si iba a tomar algo y su respuesta fue: “No aprobé”. (Adela)


La funeraria de Funes

Cuando su mamá lo llevó por primera vez al jardín de infantes, pensó que lo abandonaba. El terror lo paralizó. Lo mismo le pasó en la primaria y secundaria. Así se ganó el mote de "Funes el temeroso”. Su nombre es Fortunato Feliciano en homenaje a sus abuelos.
Desde que recuerda, lo acompaña la misma pesadilla: noche oscura de lluvia torrencial, rayos, truenos, puertas y ventanas que se abren y cierran con golpes que hacen rechinar los oídos. Está en una morgue donde los cadáveres celebran un exorcismo. Luces que destellan, olor a formol y carne putrefacta. Los cuerpos hablan y chillan al son de música religiosa. Mujeres de ojos desorbitados y dientes colgando de sus encías lo violan. Justo antes del clímax despierta llorando a gritos, sudoroso y paralizado de horror.
Todo comenzó cuando su padre -dueño de la funeraria- abandonó a la familia para ir de amoríos con una joven y linda asistente.
La madre -junto con él de ayudante- logró sacar adelante la empresa familiar. Entre los dos disponen de los difuntos: cambio de ropa, maquillaje para que los deudos no noten los inquietantes rastros que deja la muerte a su paso. Por sus manos pasan mutilados, accidentados. Esos a los que hay que velar a cajón cerrado, en cuyo interior están sólo las pocas partes que los rescatistas logran encontrar y el resto son piedras para completar el peso que lucía en vida.
Lo peor son los niños con sus cuerpitos deteriorados, escuálidos que demuestran el sufrimiento que atravesaron.
Lo más aterrador sucede durante las guardias nocturnas. Él asegura que cuando llega media noche los cuerpos comienzan su aquelarre.
La madre, preocupada, instala cámaras de seguridad. Llegada la hora tan temida sólo se ve ruido blanco.
Funes, el temeroso, es ingresado en un psiquiátrico donde aterroriza a los residentes con relatos de zombis violadores, bailarines y ceremoniosos. (Alcira Elena)


Uno más, Funes

Mario Funes había quedado sin trabajo a los cincuenta y tres años. Como conseguir otro empleo se había transformado en un padecimiento, guardó el orgullo y el título en un cajón y comenzó a manejar un coche.
Mario trabajaba de cero a seis de la mañana. En general lo contrataban enfermeros y médicos de guardia, encargados de seguridad privada, policías y algunos empleados de clubes nocturnos de la ciudad. La mayor parte de sus clientes trabajaban o vivían en zona sur. Por eso conocía las calles de esos barrios de memoria.
Le costó un poco adaptarse al horario. —¿Quién hubiera pensado que Funes iba a trabajar de noche? —murmuraban sus amigos. A Mario lo llamaban desde chico “Funes el temeroso” por la infinidad de anécdotas de situaciones en las que había escapado de miedo. Casualmente, todas las noches manejaba el auto con la radio encendida para sentirse acompañado.
La madrugada del trece de marzo, regresaba hacia el centro después de dejar a un médico en un barrio privado de las afueras de la ciudad y estaba a punto de abordar la colectora de la autopista cuando recibió un llamado por el radio transmisor.
La neblina espesa envolvía la periferia a esa hora. Enfadado, colocó en el GPS la dirección indicada y giró para retomar la autopista, esta vez en sentido contrario. La poca visibilidad le generaba ansiedad. Aunque ya estaba acostumbrado a este tipo de llamados inesperados, le jodía bastante el cambio de planes. Para él, la noche había terminado con el último pasajero. “Uno más, Funes”, pensó.
Luego de manejar unos veinte minutos y cerca del destino indicado, divisó una figura humana a lo lejos. La mujer que lo estaba esperando a las cuatro y media de la mañana vestía una sotana. "¿Qué hace una monja a esa hora?", se preguntó. El contorno de la túnica negra se perdía en la oscuridad, pero el borde nacarado que rodeaba el rostro y el cuello resaltaba de una manera particular. Le sorprendió que no hubiera indicios de viviendas en las cercanías. Sólo descampado. Todo era muy extraño. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mario y súbitamente comenzó a temblar. Con las manos húmedas aferradas al volante intentó mantener la calma. Por un instante pensó en pegar la vuelta.
Bajó la velocidad y se detuvo. La mujer abrió la puerta trasera y entró al auto muy lentamente. Como los porteños suelen ser reacios a entablar una conversación con extraños, Mario permaneció en absoluto silencio, pero clavó la vista en el espejo retrovisor. El aspecto adolescente y frágil de la mujer no condecía con el de una reverenda. Tampoco armonizaba su aspecto juvenil con el olor nauseabundo e intenso que emanaba de su cuerpo. Mario abrió la ventanilla para tomar aire y encendió la luz del interior del vehículo para activar el reloj de tarifa. Volvió a mirar por el espejo y esta vez observó algunas manchas de sangre en el cuello blanco y los ojos completamente vacíos de la mujer.
Aterrorizado, pensó en abandonar el auto o en manotear el radio transmisor para pedir ayuda, pero no tuvo tiempo. La joven se abalanzó desde el asiento de atrás con un movimiento rápido. Con sus colmillos, se prendió al cuello de Mario y succionó, en pocos segundos, la totalidad de la sangre de su cuerpo.
(Analía)


Despertar en el cementerio

Ciudad de México. El flaco Garrido y el petiso Funes, durante la niñez, disfrutaron de los juegos típicos de su edad. Siempre fue así: buenos momentos y despreocupación por todo lo que no fuera risas, diversión y alegría. Casi ni los llamaban por sus nombres. Ellos se sentían bien con “oye flaco, dale, patea la pelota”, “bien, petiso, así se hace”.
El flaco era ocurrente, decidido y aventurero. En cambio, su amigo era miedoso: esperaba más de la cuenta para cruzar la calle, no subía a techos. Tampoco atravesaba puentes por temor a marearse.
Cuando llegaba la celebración tradicional del Día de Muertos, Funes no participaba con amigos de las calaveras pintadas ni de los dulces típicos. Se escondía en su casa. El flaco se le aparecía por alguna ventana con máscaras fluorescentes y hacía alguna broma. Él se enojaba y amenazaba con retirarle la amistad.
Fueron creciendo, cada uno manifestando lo mejor y lo temido de su personalidad. Garrido siguió siendo “el flaco”, en cambio su amigo pasó a ser de “Funes el petiso” a “Funes el temeroso”.
En la juventud, compartieron momentos de sus vidas. Garrido se casó y formó una familia. En cambio, Funes no se decidía por ninguna mujer. Unas por ser muy lindas, “y me las van a mirar todos”, decía. Otras por ser divertidas, atrevidas. Tampoco faltaron las intrépidas, las que gustaban de aventuras en el mar y en la montaña.
El tiempo fue pasando y Funes, a sus cincuenta años, aún seguía solo.
El flaco siguió con sus bromas. Le decía: —si muero antes que vos, regresaré un Día de los Muertos y te llevaré conmigo.
Su amigo sonreía porque eso era lo único que no podía inquietarlo. Jamás pensó que fuera posible.
Después de pasar por recelos y vacilaciones mil, Funes decidió poner fin a su soltería. Agustina, su novia, ayudó a resolver alguno de sus temores. Se casarían el Día de Muertos, a pedido de ella. Era una manera de demostrar que había superado gran parte de sus aprensiones.
Un mes antes del casamiento su amigo “el flaco Garrido” fallece en un accidente. Mucho dolor y llanto ensombrecieron ese día y los siguientes.
La boda estaba programada y a pedido de amigos y familia se celebraría como estaba planeada. Sería una manera de tener presente a ese flaco querido que tanto disfrutaba de los festejos tradicionales de la fecha.
El día esperado llegó y Funes, al prepararse para el evento de su vida, recordó las palabras de su amigo: “si muero antes vendré a buscarte el Día de muertos”. Sonrió pensando en sus bromas. Qué bueno hubiera sido tenerlo ese día, y que comprobara la superación de sus miedos gracias a esa mujer exquisita, mucho más joven que él y tan “hecha a su medida”, como creía.
Mientras tanto, en las afueras de la ciudad, una sepultura comenzó a rasgarse y un esqueleto apareció entre las sombras de la noche. ¡El flaco!
Riendo y abriendo la mandíbula escuálida resolvió cumplir con su promesa: —Iré a visitarlo y me lo llevaré un rato para darle un susto y luego… luego veremos si sobrevive a la impresión de verme así.
Garrido, el flaco, se sintió un poco entumecido por la postura en que tuvo que estar. Crach, crunch, los huesos tintinearon. Se miró en el vidrio del sepulcro y se vio tan desmejorado y blancuzco que decidió ponerse a tono para visitar a Funes.
Estiró sus brazos y volvieron a crujir. Resolvió que tendría que aceitarlos para no causar tanto alboroto en la ceremonia de su amigo y pasar lo más desapercibido posible. Con rechinar de huesos se dirigió primero a una estación de servicio para pedir que se los aceitaran. El muchacho que atendía corrió despavorido al verlo llegar y gritaba: —¡Un muerto que volvió, un muerto que salió de su tumba! (Creencia generalizada donde se decía que los muertos ese día visitaban a sus seres queridos)
Comprendió que nadie acudiría a embellecer su esqueleto. Resignado, si dirigió rápido a la iglesia. No quería llegar tarde a la celebración.
La vio entrar, a ella, la novia… recordó la canción “blanca y radiante va la novia” cantada por Antonio Prieto, y no pudo evitar emocionarse. Crach, crunch, volvió a sentir el palpitar de su osamenta. Miró sus huesos y, aunque un poco deslucidos, sintió que también eran blancos como ese traje de novia.
Al verla resplandeciente, y tan parecida a él en el blanco de sus atuendos, decidió que formarían un espléndido dúo en una fecha como esa. Entonces cambió de parecer. No se llevaría a su amigo, sino a esa mujer que brillaba sobre la alfombra roja.
Al esconderse debajo de un banco, no logró evadir la agitación. Lagrimones gruesos de osamenta blancuzca se deslizaron por la huesuda calavera y el rechinar de huesos se hizo presente nuevamente. Suerte que la gente estaba entretenida y lagrimeando ante el paso ceremonial de Agustina y no repararon en su presencia.
Se incorporó. Entre el crepitar de huesos y los gritos aterrorizados de los presentes, la levantó entre sus brazos y disparó hacia la calle mientras le recitaba poemas con efluvio de bóveda.
La gente, perpleja, no podía creer lo que estaba sucediendo. Corrieron, se empujaron tratando de alcanzarlo. Ambulancias, bomberos y policía concurrieron al lugar. Todo esfuerzo fue inútil.
La noticia circuló en todos los ámbitos. Algunos incrédulos dijeron que no fue verdad. Otros, en cambio, afirmaron que el suceso ocurrió. Están también los que aún hoy sienten pánico y el Día de muertos tratan de viajar para no estar presentes en la ciudad de México.
Fueron intensas las búsquedas, pero ni rastros de ambos.
Pasaron cinco meses, y una mañana Funes el temeroso recibió un paquete. Adentro, el ramo de novia y una nota que decía: “No me busquen más. El flaco ha cumplido con mis más ambiciosos deseos”.
(Alicia G.)


Ahogada

El profesor nos comandó que vayamos a las prácticas extracurriculares para que compensemos las actividades semanales. Agus nada mucho mejor que yo, así que seguro no está muy contenta. Yo, por otro lado, tengo que practicar mil veces más para estar a su nivel y corregir mis fallas. Es fin de octubre, en estas fechas hay mucho viento y un clima oscuro no muy reconfortante.
Luego de armar mi bolso busco a Agus con mi bicicleta. Ella se sube en la parte trasera agarrándose de mi cintura; a veces tiene miedo a las alturas, por eso suele ir a todos lados en auto. Llegamos y le abro la puerta, como buena amiga, para que pase. Ella se ríe de mí con una mueca burlona como insinuando que soy apática habitualmente.
Entramos las dos. La escuela está completamente vacía en el área de deportes y el ambiente es tétrico. Cada tanto, nos miramos para alertarnos de la presencia de la otra y no sentir que estamos solas en ese lugar tan grande. Al aproximarnos a la zona de la pileta, me pregunta si la acompañaría al baño y digo que sí. Una vez adentro, saca de su mochila un cepillo, un colero y se peina frente al espejo. Sus ojos se posan en los míos por unos segundos y me dice:
—¿Sabés que, últimamente, el entrenador me está felicitando mucho por mi trabajo? Parece que voy mejorando día tras día.
La miro concentrada. Ella sonríe y cierra los ojos: —Disculpá, a veces hablo mucho sobre mí. Vos, ¿qué contas?
—Creo que estoy alcanzando a las demás… me mandó hoy acá por algo en especial. Creo que piensa que estamos parejas —comento con timidez.
Se le escapa una carcajada que quiso detener con una mano mientras sigue forcejeando con la colita de pelo.
—Mirá, yo sé que es doloroso que te lo digan, pero ¡te falta muchísimo! Yo sé que tu quebradura del año pasado afectó la situación, pero eso hizo que te distancies de las clases y no nos sigas el ritmo. Sé que querés ser la mejor en lo que hacés, pero vas a tener que trabajar por más tiempo.
—¿Más tiempo? ¿Cuánto es más tiempo?
—No sé... un tiempo más... lo que diga el entrenador. Sé que no te tenés que sobre esforzar porque no es bueno. Ya nos vas a alcanzar… pero te falta —contesta con una expresión de incertidumbre.
Mi cara se nubla y siento que todos mis esfuerzos son en vano. El año pasado tuve tantos logros, gané medallas importantes mientras me preparaba para el campeonato anual. Tantos placeres a los que renuncié para dedicarme completamente que esto. ¡Me va a pagar lo que está haciendo! Mi cara se ve cada vez más colérica a través del espejo y ella lo nota. Su cara también se tensa y ambas salimos del baño.
Cuando nos acercamos a la pileta, Agus se agacha para sacarse los zapatos y, por alguna razón, un deseo de venganza invade mi cuerpo y hace que la empuje. Cae. Me arrojo con la intención de ahogarla. Ella pega alaridos de auxilio. Sus ojos desorbitados me miran con horror mientras yo continúo con su sufrimiento. Mis manos empujan su cabeza debajo del agua, no tiene más remedio que someterse. Es como si me hubiera convertido en un monstruo indomable. Su cuerpo queda flotando en la pileta. Huyo sin pensar en nada, con escalofríos en mi piel.
Al día siguiente, el cuerpo de Agustina Funes aparece en las noticias; su papá, temeroso, reclama justicia.
Yo, aquí, como si nada, comiendo galletitas mirándolo todo.
(Amparo)

domingo, 24 de octubre de 2021

Predominio

 

Sueña

Duendes en el árbol de la plaza. Seres que hacen soñar. En junio, a la noche, todos velan.
Caras con magia hacen humor en la aldea. Un perro, dos gatos, una abeja, los teros y un reloj viejo que canta.
Vuela un lápiz sobre un papel y un manto surca la tarde. Risas. Besos. Ganas de vivir y de crear.
Corren los niños atrás de un globo que… ¿salta?
Un padre lleva en el brazo un bolso de sus hijos.
Luces, una blanca como oveja que da leche dulce para mojar panes ricos.
Jamás dejes aquel deseo de ser el héroe y creer en un mundo de paz. (Adela)


Goleada

Yolanda busca novio. Gusta de Ángel.
Ánimo Ángel. Antes cuidá campo, acabá cerco chico y barré salón.
Luego comé berros, arroz, carne; catá vinos y bebé cafés.
Feliz cantá, buceá, rompé balón, clavá arpón.
¿Saben? Ángel, ahora, apoya arzón araña. Chulo. Brama. Afina. Clava.
Yolanda, guapa, acepta. Ángel ganar. Héroe. Genio.
Gozan, gimen, besan. Fuego, furia feroz.
Coito hacen. Flaco, firme, golea hondo y crío nace.
Final feliz. El mejor gol. (Alicia G.)


Libre

Aburrida. Harta de vivir en el hogar. ¿Puedo?... ¡Sí!... Claro que puedo. Adiós. Ema. (Alcira Elena)


Para el buen vivir

Animarse.
Soñar.
El miedo dejar atrás
y poder decir.
Mirar al otro.
Elegir lo mejor
sin herir.
Sentir sin culpa.
Asumir el error.
Expiar la falta.
¿Tanto?
Pedir perdón,
perdonar y sanar.
Saber perder.
Cuidarse y cuidar.
Hacer una pausa,
ahora o luego.
Citar al poeta.
Echar a volar.
Amar fuerte
o poner
un punto final.
Vivir a pleno,
hasta morir
y más. 
      (Analía)


Noche ardua

Vicente buscó el cable verde sin éxito. La ayuda de Oscar era torpe. La luz seguía sin volver. Pero Irene trajo velas. Quien ayudó en forma eficaz fue Román, logró la vuelta de la luz.
Esa noche el sueño fue arduo, mucho ruido de truenos. Nadie durmió. Irene bebió cinco tazas de tilo. Oscar salió del lecho. Vicente ojeaba un libro.
—Oigan, vamos a volver a Tokio —habló Irene.
—¿Japón? —jadeó Oscar.
—Sí, hemos terminado aquí.
Decidieron partir esa mañana. El avión salía a la tarde. No querían perder tiempo. Ya la misión había llegado a su fin.
(Alicia M.)


domingo, 17 de octubre de 2021

Oxímoron y pleonasmo


Y luego ¿qué?

Dudosa certeza: la muerte llegará. Y luego ¿qué?
¿Someternos al Juicio Final y vivir para siempre en el cielo o en el infierno?
¿Pesar nuestro corazón y esperar que no nos delate y usar las palabras justas en el ritual hasta alcanzar la transformación y la eternidad?
¿Mutar en otro ser y cargar con el peso del karma hasta el final de los tiempos?
¿Pedir perdón e iniciar un largo viaje hasta unir el alma a la totalidad y permanecer un poco allá y otro poco acá?
¿Quedar sólo en el olvido? El no ser, el no nombrarse.
O pensar que las almas descansarán livianas, libres y eternas en la profundidad del húmedo mar. (Analía)


Volar hasta el cielo

Volar frenando.
Eso decía cuando era niña: —Quiero volar, volar y frenar.
—¿Cómo es eso? —preguntaba mi mamá.
—Volar alto, alto hasta el cielo. Y allí frenar en una nube y mirar el mundo —le respondía yo.
Entonces arremetía con la pregunta que martillaba la cabeza de mi madre una y otra vez: —¿Y cómo vuelo hasta el cielo?
En esa época era muy chiquita, me contaban el cuento del ratoncito que con ayuda de sus amigos alcanzó un pedacito de la luna. O la del niño que bajó una estrella para su amiga. Viajes de animales al espacio… hasta el de Peppa Pig, que siempre me pareció una chancha medio pavota.
A pesar de mi corta edad, no era tonta.
—Eso es puro cuento, mamá —le retrucaba yo.
Entonces, trataba de explicarme que cuando fuera grande podría pasear en avión y…
No, no había caso. No me entendía.
—QUIERO VOLAR HASTA EL CIELO, SIN AVIÓN, NI COHETE. SOLAAAA COMO LOS PÁJAROS.
—Pero los pájaros tienen alas —pretendía que razonara.
Me hubiera conformado con un globo aerostático, sin embargo tampoco me dieron el gusto.
La cuestión es que ni mamá, ni papá proporcionaron una solución.
Ya de grande, después de ochocientos treinta novios a los que fastidié con el mismo tema (y que renunciaron a mi amor por ser latosa, aburrida y no hablar de otra cosa), me resigné a suspirar y mirar en soledad el cielo; mañana, tarde y noche.
Mi ansiedad fue en aumento. Miraba el cielo y comía, buscaba la luna y comía, y comía, y comía.
¡Ah! Y lloraba por los ochocientos treinta novios abandónicos.
Tanto comí que engordé veintisiete kilos.
Pero no todo está perdido, como dijo algún filósofo por allí.
Cuando llegué al novio novecientos noventa y nueve, hallé -o mejor dicho él me dio- una receta, aunque no sirvió de mucho.
Ese novio fue único. Yo pensé que iba que tener que llegar al número mil. Pero no, no fue necesario.
Aladino, ese era su nombre. A veces, cariñosamente lo llamaba Ala, y otras Ladino, porque era un poco perspicaz y marrullero.
Hermoso y complaciente como el genio de la lámpara maravillosa
—Mirá, gordita —me dijo tiernamente. Eso creía yo, aunque la verdad es que estaba más que gordita, estaba re gorda, rechoncha.
Como les contaba, me dio la fórmula para volar; mas no resultó.
Me dijo que tenía peso en exceso, y sería difícil remontar.
Yo trataba de explicarle que estaba haciendo una alimentación más sana desde que lo conocí.
Se rió y volvió a repetir: —Gordita, vas a poder subir al cielo cuando dejes de hacer “esa dieta de engorde para pollos en criadero”.
Él era chistoso y ocurrente, aun así, esas palabras me ofendieron enormemente. Por eso, para contrariarlo y demostrarle que podía a pesar de los kilos, contraté un globo aerostático y me preparé.
Costó que me subieran, pero aquí estoy “rumbo al infinito y más allá”.
¡Qué emoción subiendo arriba! (Alicia G.)


Desesperanzado

Dulce hiel. Lo perseguía la mala racha. Cuando murió su perro labrador entendió que eso de que la vida es rosa sólo existía en las canciones.
Luego, por causas naturales, fallecieron sus padres. Se resignó porque eran añosos, y fue contenido por su novia, el amor de su vida. Amigos desde chicos; de la amistad al amor, un paso, y de ahí a proyectar un futuro juntos, unos centímetros.
Ilusiones, esperanzas, charlas hasta la madrugada en medio de arrumacos, sueño de una vida próspera. Los dos eran profesionales y tenían los trabajos ansiados y los ingresos abultados para dormir sin tranquilizantes.
El refrán “no hay mal que dure cien años…” esta vez fue “no hay bien que dure cien años…” Ella se enamoró de un compañero de trabajo y ahí quedaron las charlas, los sueños. Otra vez la mala racha lo cacheteaba.
Salir con amigos lo calmaba de a ratos, pero al volver al departamento silencioso y sin el olor a ella la realidad lo acosaba.
Sin esperanza, tomó los somníferos que habían quedado en un cajón como herencia de su madre. Estiró el cubrecama, perfumó la almohada y se acostó en su costado de la cama para esperar morirse muerto. (Adela)


El salón

Silencio atronador, de los que pesan sobre los hombros, es lo que sentí cuando entré a la casa deshabitada que estaba a la venta. Un antiguo arcón olvidado por la empresa de mudanzas se hallaba en la sala. Adentro tenía una jirafa de peluche algo manoseada, parecía esperar a sus pequeños dueños.
La propiedad había pertenecido a un matrimonio joven con hijos. Sufrieron un accidente fatal en la ruta de acceso a la ciudad. No me considero influenciable, pero podía sentir sus presencias. Al momento de recorrerla decidí que votaría por dejarla de lado y buscar otras opciones.
Componíamos un grupo muy heterogéneo de personas en busca del mismo objetivo: ampliar el jardín de infantes del barrio. La matrícula escolar crecía y las instalaciones quedaban chicas. Hacía falta un salón de actos que también oficiara de patio cubierto.
Esa casa es -sigue siendo- vecina del establecimiento. Ideal para la ampliación que soñábamos. Algunos de mis compañeros, con mucho entusiasmo querían comprarla. El precio era tentador, muy conveniente para una comisión cooperadora que juntaba fondos con todo método lícito a su alcance: rifas, reuniones sociales, donaciones, etc.
Comenté mis sensaciones, les hablé de los alumnos. Les dije que de ninguna manera podíamos permitir que concurrieran día tras día a ese lugar.
Fue tanta mi insistencia que la compra no se realizó. Adquirimos un terreno lindante y comenzamos a construir desde sus cimientos, con mucho esfuerzo, el gran salón.
Después de retirarme para concretar otros proyectos, llegué a verlo con mis propios ojos. (Alcira Elena)


La vida siempre da revancha

Fuego helado, eso corrió por mis vértebras cuando lo vi. Después de tantos años volvimos a encontrarnos. Por supuesto, las cosas habían cambiado. Ya no era una niña deslumbrada por el chico más apuesto de la escuela. Ya no era una niña y punto. Él conservaba esa gallardía que atraía los ojos femeninos de todas las edades. En su mirada brilló el reconocimiento.
La anfitriona nos presentó, ninguno reveló que no era necesario. Un saludo superficial y cada uno siguió su camino. La fiesta era bulliciosa. Una de las tantas previas al fin de año que se acostumbraban en nuestro círculo. Mis tíos, en cuya casa estaba parando, conversaban con un grupo de amigos.
Salí al balcón, asaltada por penosos recuerdos: era una recién llegada a la escuela. Como tal, objeto de curiosidad y comentarios; eso solo hacía que se acentuara mi timidez. Sin quererlo atraje la atención de "los más populares". Sus apellidos importantes los colocaban en el peldaño más alto de la jerarquía escolar o de la cadena alimenticia.
En esa época, aunque me esforzaba, me costaba mucho relacionarme con las personas, por eso me aislaba. Buscaba los lugares más solitarios o me escondía tras un libro. En mi deambular, había descubierto un sitio apartado, un rincón entre edificios donde refugiarme cuando no tenía clases. En un alero había un nido de golondrinas. Estaba abandonado, aunque yo sabía que las aves que lo habían construido volverían porque recuerdan los lugares donde construyen su hogar. A veces me preguntaba dónde estarían, en qué lugar se refugiarían hasta que el invierno las ahuyentara y las hiciera emprender su camino en busca del calor.
Fue ahí donde él me encontró y entabló amistad conmigo. Yo ignoraba que por mi retraimiento me habían catalogado de "rara". Él y su grupo me habían puesto en su mira y decidieron burlarse. Sortearon quién se acercaría y lograría sacarme de mi aislamiento para preparar una broma final. Él era uno de los chicos más lindos y yo me ilusioné. Me invitó a su casa -pues daría una fiesta- y, confiada, acepté. Fue una emboscada artera y vil. Me emborracharon sin que me diera cuenta e hice el ridículo. Todos mis compañeros se enteraron. De ahí en más, mi vida escolar fue un infierno.
Pasó el tiempo, fui superando mi timidez pero no la rabia. Tal vez esa experiencia fue la que me dio la dureza que me permitió superar los obstáculos para llegar a ser la mujer de negocios que soy en la actualidad. Casi, casi que debería estar agradecida con ellos. Casi...
Alguien se acercó al balcón. Era él.
—Sé que me reconociste. Yo lo hice al instante. Estás tan linda como en la escuela.
—A vos, en cambio, se te notan los años —dije volviéndome hacia él, fijando la vista en sus sienes canosas.
—Qué mala. Antes solo me decías cosas lindas.
—Antes fue hace mucho tiempo.
—No me digas que me guardás rencor. Aquello fue cosa de chiquilines, adolescentes tontos.
—Es verdad... y ya no somos adolescentes —le respondí sonriente.
Vi en su mirada que yo le atraía. Sus ojos se fijaron en mis labios. La mujer que era ahora desafiaba su masculinidad. Y él seguía siendo el mismo arrogante acostumbrado a que las féminas cayeran a sus pies. Bueno, si ese iba a ser el juego, jugaría. Pero esta vez se iba a dar de bruces con la más dura piedra. (Alicia M.)



La empleada del mes

Boluda inteligente. Yo siempre había sido vista por los demás como una boluda inteligente. Tenía rapidez en ciertas áreas, pero era torpe en otras. En lo que nunca fallaba era en mi intuición, en especial hacia mi jefe para conmigo. A él no le gustaba que fuera confianzuda con los clientes, me recalcaba que debía tomar distancia y ser profesional.
Pude llegar a concluir por qué pensaba de ese modo: tuvo muchas carencias afectivas. Cuando cumplió cinco años sus padres le regalaron un caniche toy. Apenas lo sacó del canil, este le mordió el dedo índice y, desde entonces, anduvo por la vida con una venda por el trauma asistiendo a una sociedad anónima de hipocondriacos. A veces, yo fantaseaba con meterle el dedo en la freidora cuando se pasaba de arrogante. Su dedo momia era lo que más me reventaba y en lugar de mirar su estúpida cara, miraba eso para seguir teniendo pensamientos homicidas.
Su mujer era la definición personificada de una histérica con voz de silbato que usaba calzas vistosas. Se creía la diosa del universo cada vez que entraba a cualquier lugar que, claramente, NO había sido invitada. Suerte que acá era conveniente que lo hiciera de ese modo, así se iba con olor a milanesa prendido de las calzas. Al ingresar al negocio me daba a entender, con sus comentarios pasivo-agresivos de mente infradesarrollada, que yo era inferior para mi puesto o que no me veía adecuadamente bien; mientras, el pelado de mi jefe, como era usual, idiotizado con el jueguito de alinear frutillas de granjas, o el Candy crush, o el Mahjong o cualquier bosta.
Cada día estaba más harta y mi nivel de tolerancia, por debajo de mis juanetes. Mi edad ya no era muy buscada para empleados de comercio y el destino maldito me había hecho aterrizar en este lugar.
Cerca del fin de semana, salí de mi casa luego de ducharme y vestirme con lo que más tenía a mano e, inesperadamente, una idea luminosa descendió a mis pensamientos: tendría que planear hacerlo caer accidentalmente al pelado y que la cotorra de su mujer le mandara una ambulancia. Yo, por supuesto, no podría hacerlo ya que estaría buscando su almuerzo como todos los mediodías.
Así que, luego de un rato de trabajo, fui con el cocinero que fritaba minutas y tuve que insinuarle que me atraía para lograr el trueque de aceite. Después de que el desesperado me toqueteó me prestó una botella y, cuando llegué a la caja registradora volqué un poco en el piso esperando que apareciera el jefe y se resbalara.
Cuando llegó y colgó su chaleco apolillado en el perchero, en vez de saludar me dio la orden de ir a hacer las compras. Yo obedecí con un dócil: "sí, señor" y fui rápidamente a comprarle canelones al gordo angurriento. A mitad de camino, vi a los vecinos abarrotados en la entrada. ¡Canté victoria!... antes de tiempo, porque cuando llegué ahí, noté que quien se había pegado el porrazo era una vieja clienta y que el cocinero me apuntaba con el dedo (este tenía dedos normales, por suerte).
Para mi desgracia, el pelado quería despedirme por la tragedia ocurrida y yo, lejos de irme, le tomaba el pelo diciéndole:
—No es aceite lo del piso… es que, como no aguanté porque estaba el baño ocupado, me hice pis encima.
(Amparo)






domingo, 10 de octubre de 2021

Un día en la vida de...


No es fácil vivir así

¡Aquí estamos! Colgadas de una baranda de escalera. Aunque no lo crean ¡nos colgaron!
NOSOTRAS, boleadoras de piedra y cuero ¡ENGANCHADAS! Pero no de la cintura de un gaucho, sino de un tramo de escalinata.
NOSOTRAS, que recorrimos la pampa junto a paisanos.
NOSOTRAS, que ayer fuimos el símbolo gauchesco de valentía.
Hoy, sin poder movernos, humilladas, colgando como badajo de campana, como piolín de barrilete, como bretel de corpiño descosido.
Y hay una sola persona responsable de lo que nos está sucediendo: ELLA. Calladita, bonita, con su pelo rubio, sonriente, suavecita… pero no se imaginan el diablo que lleva adentro. Ella, sí, la misma, la que ustedes conocen: FABIANA. La que va a la peluquería, la que asiste a taller literario. Ella, que va y viene de aquí para allá, nos tiene humilladas, estancadas, suspendidas de un mísero palo lustrado.
Cuando nos vio la primera vez, se emocionó hasta las lágrimas: —Hermosas —dijo—. Me gusta lo autóctono, recuerdos de otra época —y bla, bla, bla.
Puro cuento, si te gusta lo originario, lo aborigen, poné un palenque en el patio y atanos allí, quisimos gritarle. Nos callamos por educación.
Esa mañana, cuando llegaron los albañiles (porque estaba haciendo algunos arreglos en la vivienda), al vernos exclamaron: —¡Qué lindas las tres marías!
Puso cara de asombro y los corrigió, diciendo que no vivía ninguna María en su casa y que se llamaba Fabiana.
¡Dios mío!, pensamos nosotras, no sabe que así nos llaman; y allí nomás nos agarramos la cabeza, perdón… digo, “las bolas”
Y eso no es nada, el momento aterrador fue cuando nos tuvo entre sus manos. Quería convertirnos en una gargantilla.
—Será un collar original, bien nativo —dijo, y cuando casi estaba por cortar nuestros tientos de cuero, alguien le gritó (no se si su esposo, amante o amigo; todavía no la conocemos bien): —Pará, loca, ¿qué vas a hacer?
Entonces desistió.
Y allí no terminaron nuestros padecimientos en la casa. A la tarde llegaron amigas con tres varones, no sé si hijos, sobrinos o nietos, para el caso da igual.
Ellas, cafecito, tecito, charla va, charla viene y los pibes revoloteando de un lado a otro.
—Queremos una pelota —dijo uno.
—¿No hay una pelotaaaa? —preguntó más fuerte el segundo.
—QUEREMOS JUGAR —insistió el tercero.
No se dieron por enteradas. Siguieron con sus bebidas, bocaditos dulces, risas y anécdotas.
Nosotras tres nos consideramos de “buena madera”, según el dicho popular, aunque estamos fabricadas con piedra y cuero; y para uso de adultos. De ninguna manera hubiéramos accedido a que nos manipularan niños, y mucho menos esos tres demonios que nos descubrieron. Pero no pudimos evitarlo.
—Acá tenemos tres —señaló uno de ellos.
—Pero están atadas —expresó el más pequeño.
—No seas tonto —le retrucó el tercero—, las cortamos y ya está.
No fue nuestro día de suerte. En uno de los escalones descansaba la tijera que Fabiana había olvidado cuando partió el hilo con el cual nos aprisionó.
—Listo —exclamaron los tres juntos.
¡Pobres nuestras bolas! Gritamos de dolor cuando nos arrancaron las sogas. Comenzamos a rodar por todo el comedor. Se nos pegaron pelusas, migas de las confituras que estaban comiendo y otros materiales que no vale la pena detallar. De pronto uno de ellos, el más corpulento, le dio tal patada a una de nosotras que salió disparada por el aire y cayó adentro de la vitrina donde estaba la cristalería.
Lo que pasó después, no se lo podemos contar. Lo que sí les decimos es que nuestras bolas terminaron bajo el agua caliente donde nos lavaron con detergente para sacarnos los pegotes. Acto seguido nos remendaron con un pegamento, ese que pega en un minuto y que “nada nada lo despega”. Quedamos torcidas como anzuelo de pesca.
Resignadas, seguimos adornando este lugar (misión para la que no nacimos). Pero antes de que volvieran a colgarnos, le dimos un consejo a Fabiana: —Menos taller literario y más Martín Fierro.
Le recitamos, para entusiasmarla en su lectura, algunos de los conocidos versos:

“…Sabe manejar las bolas
como naides las maneja
cuando el contrario se aleja
manda una bola perdida…”

"...Desaté las tres marías
y lo engatusé a cabriolas…
Pucha… si no traigo bolas
me achura el indio ese día.”

(Alicia G.)


El único

Soy un privilegiado. En realidad, debería decir que lo somos. Desde hace miles de años la humanidad ha hecho todo lo posible por ubicarnos en el centro. Quizás por una cuestión de equilibrio, de orden o preferencia, nos han colocado en un lugar medular, a tal punto que hoy en día muy pocos se animan a romper con esa convención.
En mi caso, como dije al comienzo, soy un privilegiado. No sólo por el lugar que ocupo sino por cuestiones relacionadas con lo afectivo. Podría decirse que soy feliz.
Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que los vi. Aquel día pude descifrar sus rostros e imaginar todo lo que pasaba por esas cabecitas. Noté de inmediato que habían decidido compartir sus vidas y también que querían tenerme en su hogar.
Supongo que me eligieron como yo los elegí. Porque me imaginé viviendo en su casa y minutos después, efectivamente, alguien me estaba envolviendo en papel madera. Sí, me iba con ellos.
No puedo quejarme. Mi vida con ellos es bella. Aunque debo confesar que hemos tenido altibajos. Por ejemplo, cuando me han bajado. La primera vez que sucedió pensé que me querían descartar hasta que comprendí los verdaderos motivos. Me bajaban por una necesidad, para protegerme, sólo por unos días y muy de vez en cuando. Para ser específico, lo hacían cuando pintaban las paredes de la casa. Me costó entenderlo, pero con el tiempo lo logré.
Hoy puedo decir que me han hecho sentir importante porque soy el único cuadro de la casa. Somos familia y, después de tanto tiempo, me cuesta imaginar la vida sin ellos. (Analía)


Yo fui testigo

He tenido una vida por demás interesante, mucho más que la de cualquiera de mis congéneres. Desde que nací en una fábrica de trofeos fui un poco diferente. Me fabricaron con forma de copa, con resina epoxi y me pintaron de dorado, sin embargo mi peana es de mármol ónix de un verde intenso. Me labraron un palo de golf en el frente y la cabeza de este tiene una piedra transparente engarzada. No es un diamante (eso hubiese sido demasiado) sino algo llamado circón que, por su transparencia, puede pasar por él.
Me encargó un conocido club de golf, sus socios son gente de mucho dinero que se divierte compitiendo entre ellos y con otras instituciones parecidas. Yo fui un trofeo challenger y me ganó Rafael Olivera Martínez de Oca, un poderoso industrial muy amante de este deporte.
Me colocó en una vitrina en su biblioteca, ahí me muestra a sus amigos y no tanto. Le gusta que lo alaben y lo envidien. Ustedes dirán que mi vida es aburrida, siempre en un mismo lugar, pero les aseguro que he sido testigo de las cosas más interesantes.
Una vez el hijo mayor, Fabián, entró subrepticiamente a la biblioteca y escondió unos cilindros de papel que envolvían algo con un olor peculiar. Al parecer no quería que sus padres encontraran esos objetos mientras revisaban su habitación. Hubo reproches, protestas de inocencia, llantos. Todo eso lo escuché como en medio de una nube, el olor era muy fuerte y creo que me afectó. También he sido testigo de la visita de señoras que se encierran con Rafael, siempre en ausencia de Carola, su esposa.
Una de esas visitas marcó mi último día en la casa y me trajo aquí, con ustedes. En la mañana, Carola decidió visitar a una hermana y llevar a sus hijos con ella. Los chicos protestaban sin cesar que no querían ir, pero ella los silenció con severidad. La casa quedó silenciosa. Entró Marisa, la criada, una mujer mayor (Carola no permite que jovencitas trabajen en la casa) quien hizo la limpieza. Una de sus tareas es dejarme brillante y me lustra con una franela que me hace cosquillas. Por mi peana de mármol soy bastante pesado, aunque ella es muy cuidadosa. Su antecesora me dejó caer una vez y a mi dueño casi le da un ataque. La despidió de inmediato.
Pasado el mediodía, llegó Rafael acompañado de una mujer que ya había estado en otras oportunidades. Tomaron una bebida y la conversación terminó pronto ya que empezaron a acariciarse, él pasó sus manos por debajo de la blusa de ella y de repente entró Carola. Por los gritos me enteré de que ella había fingido ir a visitar a su hermana ya que sospechaba de su esposo y de la visitante que, al parecer, era su mejor amiga.
Su esposo trató de calmarla diciendo que solo estaban admirando el trofeo (o sea, a mí) y ya que estaban, la había invitado a tomar una copa. Pero nada calma la furia de una mujer que se sabe engañada. Me tomó con ambas manos y me arrojó contra su esposo. Un vuelo breve y choqué contra la cabeza de Rafael. Ambos caímos al suelo, por eso tengo esta fea grieta. La otra mujer salió corriendo y gritando por su vida.
Carola quedó parada al lado de su yacente marido, llorando. Entraron varias personas: Marisa, Carlos, el chofer, el jardinero. Después llegaron unos hombres de azul y otras personas. Se llevaron a Carola, interrogaron a los demás y me envolvieron en un plástico. A Rafael se lo llevaron en una camilla todo cubierto por una sábana.
Y así terminé aquí, en esta ¿sala de evidencias? Creo que así la llaman. No sé cuánto tiempo estaré acá; extraño la biblioteca, mi hogar, aunque ahora le dicen "escena del crimen" y yo ya no soy una copa trofeo, me denominan "el arma homicida". (Alicia M.)


Y sus hijos lectores

Ufff… Estoy engordando mucho ¡y eso me gusta pese a que es verano!
A mi amo le encanta que yo engorde. Siempre me dice que le gusto bien rellenita y se encarga de que así sea. Últimamente no solo él, sino que las personas que vienen a casa también colaboran para que aumente mi peso y mi espacio. Hace poco fue el cumpleaños de Germán (mi amo), también fue Navidad, y escuché algo de una cantidad de dinero extra. Ellos festejaron comiendo y engordándome.
Hoy temprano, aún no se escuchaba el tránsito intenso en la calle, se sintió el olor a café inundando la casa; los dedos de Germán me rozaron con sutileza y sacaron una partecita de mí. Al rato volvió, dejó mi partecita y sacó otra. Esta última le hacía reír, sus carcajadas retumbaban en la casa a pesar de que estaba solo; demoró más tiempo en guardarlo y cuando lo hizo no le agregó ese papelito duro que usa para indicar dónde debe retomar la próxima vez que, entre todas mis partecitas, elija una por segunda o tercera vez.
Al mediodía encendió el televisor, eso quiere decir que por un rato (o tal vez hasta mañana) no va a volver a acariciarme. Honestamente, prefiero la música; ella y mis partecitas se llevan muy bien y ponen de buen humor a Germán.
Al ratito llegaron los hijos. ¡Qué lindo! Son tres, hermosos; a veces también se acercan a mí y tocan unas partecitas que Germán no toca. Desde hace poco tiempo, el mayor suele acariciarme en los lugares que lo hace su papá. Trajeron más partecitas y las sumaron a las mías, ¡que felicidad!
Después de almorzar, cada uno de los chicos sacó su mochila y empezaron a escribir. Se reían, discutían, pero de una u otra manera me incluían. Al rato se cambiaron la ropa y salieron, no sé adónde, cuando visten así nunca llevan a mis partecitas; sí llevan a la pelota y a los patines.
Acá, en casa, aprovechamos a descansar o a intercambiar ideas entre nosotros. Ya van varias veces que las partes de Alfonsina Storni se cambian de lugar y van juntitas a las de Horacio Quiroga, o al revés. Finjo no darme cuenta y Germán también, sin embargo él ya los separó tres veces.
Ya casi de noche regresaron. Creí que alguno iba a acercarse a mí y quitarme algunas de partes. Me equivoqué. Trajeron algo nuevo, me miraron y sonrieron, no era una partecita más. Hablaban de regalo de cumpleaños atrasado y Germán estaba feliz y emocionado. El mayor buscó clavos y martillo, el menor daba indicaciones. Sentí miedo, aunque la felicidad de ellos me tranquilizaba.
El hijo del medio se subió a una silla y me golpeó muy fuerte; me dolió, pero me gustó. Contagiaban alegría. En el reflejo del espejo vi que al cartel que decía LA BIBLIOTECA DE GERMÁN le agregaban otro más chiquito que dice: Y SUS HIJOS LECTORES.
(Fabiana)


Cinco hermanas

Éramos cinco, cuatro hermanas y yo. Nuestro fabricante nos hizo con amor. Cuatro patas resistentes, un respaldo cómodo y livianitas. A mis cuatro hermanas las ubicaron alrededor de la mesa de la cocina y a mí, en el dormitorio.
No les conté, pero nuestro asiento es mullido, de cuerina y lo que más me gustaba era cuando la dueña de casa decía: “estas sillas son fuertes y livianitas” y nos subía a la mesa para limpiar el piso.
No me sentía sola porque cuando la familia dormía, yo iba a la cocina y charlaba con mis hermanas. ¡Cómo nos divertíamos!
Un día, sentí un ruido en la ventana, rompieron la reja y vi cómo entraban unos hombres malos. Revolvieron la casa, se llevaron colchones, ollas, todo lo que encontraron y hasta a mis cuatro hermanas. Yo me quedé calladita y no sé si no me vieron o, como tengo el asiento medio cuarteado, no les gusté.
Vuelvo a lo que les decía, ¡se llevaron a mis hermanas! Ahora me siento triste, sola. Sigo en la habitación, pero no voy a hablar con las sillas nuevas que pusieron para reemplazar a las otras. No sé, me da cosa. Tal vez sean simpáticas, mas no son de mi familia. Tal vez, algún día me anime… o ellas vengan a buscarme.
(Adela)



Un día en la vida de un destornillador

Me levanto temprano, mejor dicho, me levantan. Si fuera por mí me quedaría instalado con mucha comodidad en mi pequeña sección del tablero, donde vivo con mis hermanas herramientas.
La mayoría de ellas son de alta alcurnia: “Stilson”, “Inglesa”-creo que se relacionan con la realeza europea-.
En cambio, yo pertenezco a una antigua dinastía de destornilladores trabajadores. Mi árbol genealógico se remonta hasta los años 1.700 -plena edad media-. Soy de punta plana, manual; el más humilde de nuestra familia. Algunos de mis hermanos se llaman Phillips, Estrella, Torx, Robertson.
Mi tarea es aburrida, me encargo de aflojar y apretar tornillos. Los dorados me parecen atractivos, lucen ranuras de ángulos finos, tan lisitas y sensuales.
Como decía, comienzo a trabajar a primera hora de la mañana en un taller que personaliza autos. Entre todos, logramos grandes maravillas creando diseños novedosos en las carrocerías y súper potencia en motores antiguos.
Música fuerte, todos ocupados, los trabajadores me manipulan de un lado a otro.
—¡Cacho, alcánzame el plano de mango rojo!
—¡¡Agarralo!!...
Y Cacho que nunca acierta a las manos de su compañero.
Pego contra el piso de baldosones, reboto y mi estilizado cuerpo se astilla cada vez más. Así día a día, de las manos al suelo, bastante seguido caigo debajo de un auto. Allí aprovecho para relajarme después de tamaño ajetreo.
Cada noche “el Pibe” me limpia y pega una cinta adhesiva con la intensión de reparar mi maltrecho cuerpo. Me coloca en mi lugarcito y al día siguiente la monotonía vuelve a comenzar. (Alcira Elena)



domingo, 3 de octubre de 2021

Ensayos

Los eternos paseadores de libros: ¿cómo identificarlos? 


Por Alicia G.

Reconozco al compartir esta investigación que hay distintas miradas sobre el tema.
Aunque este trabajo no pretende tener valor científico, propongo una reflexión sobre la cuestión que me concierne: “Cómo identificar a los paseadores de libros”.
Trataré de exponer, de manera clara y precisa, una realidad que cada día está más vigente.
Cuando hablamos de pasear o caminar, hablamos de “un modo de habitar en la tierra”, como expresa en su tesis el antropólogo francés Terricoule d’ Habitaculous.
Hay paseadores que recorren calles rescatando la memoria de lugares, leyendas o por simple distracción. Otros caminan sin prisa ni rumbo fijo, por el placer único de disfrutar de paisajes y aromas.
Pero nuestros paseadores de libros ¿pasean con algún propósito? Es esto justamente lo que quiero revelar, antes de dar las pautas para identificarlos.
Teniendo en cuenta que ellos pasean libros... sí, sí, pasean LIBROS, me pregunté, me pregunto y seguiré preguntando: ¿qué imán tienen los textos, o de qué dolencia sufren aquellos que los portan, simplemente para pasearlos por calles, parques, grandes ciudades o pequeñas poblaciones?
Ellos reconocen que “los libros dan sabiduría”, como leyeron cierta vez en alguna servilleta olvidada de escritor anónimo, en el grafiti de un baño e incluso en algún pequeño papel de rico chocolate.
Pero para eso, es necesario LEERLOS, cosa que no hacen los paseadores. Por eso precisamente son caminadores de bellos ejemplares, a los que ni siquiera se animan a leerles el índice.
Es interesante recordar pensamientos magistrales como los del inglés Tumbleree o el colombiano Pititi, y tantos otros que ponen hincapié en libros que son “probados y devorados como exquisiteces culinarias”, cosa que no pasa con los integrantes de esta comunidad de “Vagando por las calles con libros al pedo”. Jamás de los jamases abren páginas de aquellos ejemplares que llevan en su recorrido.
A continuación, y uniendo estos dos conceptos: paseador y libro, y después de años de investigación, observación de diferentes comunidades, culturas y costumbres, expongo aquí la manera de identificarlos y no caer en el equívoco de atribuirles calificativos como “grandes intelectuales”, “excéntricos come libros” o “ratones de biblioteca”:

1) Llevan los libros en sus brazos como trofeos conquistados.

2) Sus libros están impecables, sin mácula alguna. No hay manchas de café, ni mate, ni ningún líquido que el descuido -y ante arduas horas de lectura- haya hecho que se derramase.

3) Las páginas nunca fueron abiertas, esto es comprobado porque algunas de ellas se presentan todavía unidas por algún error de encuadernación.

4) Cuando asisten a una cita teñida de romance, lo hacen portando los mejores de ellos, con títulos rimbombantes y de actualidad.

5) Si colocan alguno sobre mesa, mostrador u otro mueble, y se les pregunta sobre el tema, si gustó o lo recomienda, contestan con evasivas: y no sé… depende… me falta…

6) Ante una nueva cita amorosa, transportan varios y los colocan bien a la vista.

7) Pueden llevar anteojos de lectura, aunque no necesariamente, para dar una imagen de mayor “INTELECTUALIDAD”.

8) Algunos concurren a clases de teatro para aprender posturas de pensadores, lectores empedernidos y palabras adecuadas a la situación.

9) En plazas, sitios de encuentro y recreación, ellos llevan su cargamento de obas literarias, las cuales depositan en un banco, esperando la ocasión oportuna de un diálogo y acercamiento interesante. Abrevio: “para conseguir un levante atractivo”.

10) Última identificación y muy importante: recuerden que son miembros de una comunidad peligrosa de “Vagando por las calles con libros al pedo”, y sus astucias intentan atrapar y confundir.

Conclusión: Si se sienten atraídos por un sujeto de aspecto intelectual, síganlo, obsérvenlo, investiguen. Si cumple con varios de los ítems mencionados salgan corriendo, disparen como si vieran la luz mala, enciérrense en sus casas.
Si la investigación les lleva el tiempo suficiente para caer en sus garras y se enamoran, soporten las consecuencias o enséñenles a disfrutar de un buen libro.



Por Analía

Ciertos rasgos definen a los paseadores de libros. Sin dudas, son seres especiales, pero los define el amor por la lectura.
Ahora bien, usted se preguntará por qué los llamamos así. En primer lugar, porque siempre llevan consigo un par de libros. Y lo hacen porque no pueden vivir sin ellos. Por eso, disfrutan recorriendo librerías y, sin culpa, usan el dinero que tienen para comprarlos.
Ilustran el espacio urbano y con solo afilar la mirada uno puede identificarlos en plazas, confiterías, en el colectivo, en el subte, o en lugares insólitos. En todos los casos, sumergidos en la lectura.
Tienen a mano libros, novelas, cuentos, antologías o poemarios. Todo depende de las preferencias literarias de cada uno. En lo posible, más de un ejemplar. Por las dudas. No vaya a ser cosa que terminen el libro y no tengan otro para leer. Si descuidan este tema, pueden llegar a sufrir abstinencia.
Sus cuerpos están adaptados y entrenados para la lectura: el tren superior inclinado levemente hacia adelante; la mano izquierda preparada para sostener el ejemplar con destreza mientras el dedo índice de la mano derecha da vuelta las páginas o sujeta otro objeto; las piernas firmes para apoyar sobre ellas el lomo del libro.
Los paseadores acondicionan un sector del hogar con estantes o destinan un mueble para disponer los ejemplares. Cuando el número es importante, los libros invaden otros espacios de la casa. Si esto sucede, los paseadores se convierten en los seres más felices del universo. A tal punto que llegan a presumir la abundancia.
Para decidir cuáles comprar, leen publicaciones, visitan blogs, páginas literarias o buscan en redes sociales y arman listas.
Entrar a una librería es para ellos una experiencia intransferible. Implica internarse en un mundo mágico, repleto de estímulos visuales y texturas. Allí buscan los ejemplares de las listas de preferencia, recorren desde la primera hasta la última mesa y se detienen frente a cada estante, porque generalmente encuentran algo más.
Con la pandemia y las restricciones de la circulación, los paseadores descubrieron las páginas web de librerías. El encierro los obligó a buscar otra forma de acceder a los libros y comenzaron a comprarlos así, después de mirar las fotos de portadas, leer reseñas, novedades y comentarios.
Por este motivo, comenzaron a hacer largas caminatas, pero ahora en el interior de las casas. Fueron y vinieron por los pasillos, ansiosos, esperando los libros. Seguramente, abrir las cajas y descubrir los textos les permitió transitar un poco mejor las circunstancias.
El mundo puede cambiar, así como los hábitos y las prácticas de consumo. Lo que no cambia es el amor por los libros y la sensación de tener uno nuevo en la mano.
Porque, en definitiva, los paseadores son eso: amantes de los libros que disfrutan al comprarlos.



¿Fotos digitales o analógicas?


Por Alicia M.

Es increíble todo lo que uno encuentra cuando se decide a hacer una limpieza general en su hogar. En rincones olvidados aparecen cajas con ropas de bebés (y los hijos ya van por los treinta), cuadernos de escuela primaria (ídem anterior), regalos que archivamos porque nunca nos gustaron, fotos que han llegado a nosotros por herencia, y no tenemos idea de quiénes son esas personas vestidas de negro, de gesto adusto que miran a la cámara con cara seria por decirlo elegantemente.
Justo tengo en mis manos una caja con fotos que guardaba mi madre. Las hay de todos los tamaños, en blanco y negro y en colores. Cumpleaños, fiestas de fin de año, reuniones sociales. A algunas personas las recuerdo vagamente, de otras deduzco que son parientes por el parecido.
Esta es especial, aparecemos papá, mamá y yo. Mi madre me está retando y quedó congelada justo en ese momento. Era el casamiento de tío Tito y tía Marta, y todos teníamos que estar en la foto. Recuerdo un flash que me asustó muchísimo y me escondí tras un sofá (aclaro que tendría unos tres añitos cuando mucho).
Tecnología mediante, pasamos del fotógrafo contratado a tener una cámara al alcance del bolsillo del caballero y la cartera de la dama. Las máquinas fotográficas evolucionaron de tremendos y caros armatostes a pequeños aparatitos que cualquier familia podía guardar en un cajón. Eso sí, para entrar en la posteridad había que hacer toda una previa: que la luz, que el grupo se vea completo, y la espontaneidad brillaba por su ausencia pues, mientras uno se preparaba, el momento había pasado. Parte de esas fotos, las más logradas, iban a un coqueto álbum que se mostraba a las visitas, el resto se guardaba en sobres, cajas, cajones... donde dormían el sueño de los justos hasta la llegada de la limpieza general.
En cambio, ahora vivimos la época de las fotos digitales. Con una cámara adosada al multipropósito celular podemos ir por la vida inmortalizando cuanta imagen nos llame la atención. Hasta hay unos palitos que permiten que el portador se autofotografíe, con muecas o sin ellas. Con las redes sociales, el ser humano puede dar rienda suelta a su vanidad innata publicando su imagen que, gracias a la tecnología, puede corregir en aquello que considere necesario. Algo que las fotos analógicas no permitían ni por asomo.
En los momentos más íntimos las parejas hallan tiempo para fotografiarse, y si la relación termina mal esos momentos aparecen ante los ojos de todos para bochorno de las víctimas, generalmente mujeres, las más vulnerables ante la sociedad. Con las analógicas era muy difícil que esto ocurriera.
Guardar las digitales no es problema, permanecen en la memoria del celu o la computadora hasta que esta jadea: "basta". Por suerte existe "la nube", aunque también tiene sus límites. Eso sí, debemos ser ordenados, porque encontrar una imagen precisa en un determinado momento puede ser problemático. Ni hablar de mostrarlas a las visitas. No sea que en la mezcla aparezcan las non santas.
¿Cuáles prefiero? Yo no estoy de acuerdo con aquello de que "todo tiempo pasado fue mejor", según un poeta intemporal; me gustan los adelantos tecnológicos que ponen en manos de todos lo que alguna vez fue un lujo. Y no hace falta ser un profesional para obtener un buen trabajo y atesorar esos momentos que no queremos olvidar. Pero sentir la foto en las manos, poder acariciar esos rostros que ya no están es una sensación que ninguna pantalla puede otorgar.



Matrimonio: de la teoría a la práctica


Por Adela 

Cuando uno no sabe por dónde empezar, empieza por el principio. Y eso voy a hacer.
Veamos. La palabra matrimonio proviene del latín: matrem, que significa “madre” y monium, cuyo significado es “calidad de”. Esto nos dice poco, por lo tanto vamos al diccionario y leemos que es la unión legítima y jurídica de una pareja.
Ahora que las cosas están más claras podemos seguir.
Hasta hace unos años creíamos que la pareja que formaba el matrimonio debía ser de un hombre y una mujer, o viceversa, pero siempre estaban los dos sexos. Y cuando esos dos sexos no habían pasado por el registro civil para legitimar la unión, eran concubinos, amantes o acoyarados -como decían algunos.
En un programa de televisión, Matrimonios y algo más, presentaban los distintos modelos de parejas matrimoniadas: el groncho y la dama, el celoso y la ingenua, el futbolero y la mujer “no atendida” por culpa del fútbol.
Ahora las cosas cambiaron. El progreso no duerme y ya no pensamos en uniones entre dos de distintos sexos solamente. La modernidad nos enseña que cuando hay amor, lo que importa debajo de las sábanas es privado y nadie debe opinar. A esto se suman las leyes que permiten que se casen dos del mismo sexo, aunque a algunos se les abra la boca grande como una “o” gritada.
Lo que no cambió es lo de la unión legítima y jurídica. Si decís que formás parte de un matrimonio tuviste que sacar un turno, hacerte análisis, buscar testigos y firmar delante de un juez para que te den la libreta que certifica que ya son dos. Después, de ustedes dependerá “el hasta que la muerte los separe”. Eso lo decían los curas. No sé si se sigue usando.


Por Fabiana

Estoy cansada de escuchar que ya nadie se casa. También, hay mucha gente que dice: ¡qué ganas de ir a un casamiento! Aunque muchos de estos últimos, nunca se casaron. ¿Miedo al compromiso?, ¿moda?, ¿rebeldía?, ¿desvalorización de la formalidad?, ¿desear más la fiesta que el matrimonio? A veces creo que los únicos que valoran al matrimonio son los homosexuales. No por el matrimonio en sí, sino por considerarlo como un importante y merecido logro obtenido después de años de lucha por el reconocimiento de sus derechos.
Hasta la propia definición de matrimonio parece antigua y fuera de la realidad: “Unión de dos personas mediante determinados ritos o formalidades legales y que es reconocida por la ley como familia”. Según ella pareciera que los hijos extramatrimoniales no son familia, o que una pareja que convivió durante cuarenta años tampoco lo es.
¡Convivencia! ¡Qué palabrita!¡Como si fuera fácil convivir! No solo hay que compartir la cama, ¡sino el baño!, ¡los ronquidos!, ¡los olores!, ¡los problemas!, ¡el malhumor!, ¡la familia y los amigos del conviviente!, ¡la música horrible!... y un largo etcétera.
La tolerancia suele ser un gran ausente, junto con la falta de empatía. En cuestiones de a dos, no es: uno hace y el otro tolera. Los dos hacen; los dos acompañan (o deberían); los dos toleran (o deberían); los dos hablan, opinan, discuten, acuerdan (o deberían). Siempre los dos. Omito conscientemente las relaciones de poliamor, donde el número de los integrantes puede ser desde uno al infinito, precisamente porque al ser una relación abierta y desestructurada cada situación es particular y supera mi capacidad de imaginar.
Papeles ¿sí o no?, iglesia ¿sí o no?, ¿una o dos iglesias?, ¿fiesta?, ¿sencilla?, ¿grande?… cada pareja puede elegir cómo quiere vivir su relación. Siempre y cuando no haya suegros, padres, hermanos o cuñados que sepan vivir superfelices y ofrezcan sus consejos a cambio de nada.
Creo que una pareja que lleva años junta es un matrimonio, aun sin papeles y sin dioses. Los nietos, los bisnietos, las alegrías, las tristezas, la fortuna, las deudas se comparten con o sin firma. Si Dios me acompaña en mi vida es importante hacerlo parte del proyecto, pero si no me acompaña, no tiene sentido involucrarlo en esto.
La fiesta, la ropa y los invitados no merecen un párrafo. ¡Necesitan una enciclopedia! Si una pareja se toma el trabajo de organizar el evento (por más pequeño que sea) sin ayuda de terceros, y aun así continúa con ganas de casarse, ya superó muchos de los obstáculos que se le presentarán en futuro. La preparación de las ocho o diez horas que durará el evento pondrá a prueba el respeto, la tolerancia, la empatía, la adecuación al presupuesto, y la valoración de lo importante, lo social y lo urgente. Ese acontecimiento será una excelente práctica de acuerdos y desacuerdos para los cincuenta próximos años de vida en común.
¿Por qué hago hincapié en esto? Porque del camino del amor, los mimos, los regalos y las caricias hablan todos, pero del lado del revés se habla poco. La felicidad no es lo mismo que la perdurabilidad, y para ser feliz tiene que haber calidad en la relación. Y la calidad tiene un buen derecho y un buen revés.
Matrimonio ¿sí o no? Como cada pareja quiera. Fiesta ¿sí o no? Como cada pareja quiera. ¿Amor? Sí. ¿Felicidad? Sí, pero a no esperarla con los brazos cruzados, a trabajar mucho para recibirla y, sobre todo, para otorgarla.