Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 31 de octubre de 2021

Los temerosos Funes


Un incidente nocturno

Cada pueblo del interior de nuestro país tiene sus características. Y Pichicho Tuerto no es diferente. Es una localidad rural pequeña donde todos se conocen; su economía depende de la agricultura y las tareas del campo son su fuente laboral.
Además, como todo pueblo, tiene sus personajes característicos: Doña Sabina, la curandera, quien antes de la llegada del médico era quien cuidaba la salud de sus vecinos (después de un período de rivalidad y desconfianza, llegaron a un acuerdo: ella se ocuparía de empachos y contusiones leves y él de lo demás); el viejo Nicanor, el borrachín del pueblo, simpático y querible, aunque casi nunca se lo ve sobrio.
Pero el más peculiar es Cirilo Funes, más conocido como Funes el Temeroso. Cirilo es el mecánico del pueblo, un joven honesto y muy trabajador, aunque con pocas luces. También es muy supersticioso y crédulo.
Hace varias noches, Cirilo cenó con amigos. Medio achispados comenzaron a contar historias de aparecidos, una más espeluznante que otra. Más tarde, de regreso a su casa, decidió pasar por el boliche; para eso empezó a cruzar un terreno recién arado. Una hermosa luna llena iluminaba la noche. A medida que caminaba sentía piedritas que golpeaban sus piernas por detrás. Asustado, se volvió pero no vio nada. Todos los relatos volvieron a su mente y se estremeció. Para colmo, la luz nocturna empezó a menguar, como si una gran nube la devorara. Cirilo sintió que algo lo rozaba. Miró a todos lados y nada. Apretó el paso y nuevamente las piedritas lo golpearon, esta vez con mayor intensidad. La oscuridad ya era total y otra vez algo lo rozó, incluso sintió como un pinchazo. Más asustado, echó a correr hasta llegar al boliche.
Sin aliento contó lo que había pasado a los parroquianos que escucharon con suspicacia. Todos sabían lo asustadizo que era.
—Decime, ¿vos siempre usás las alpargatas como chancletas? —preguntó la dueña del local.
—¿Por qué?
—Porque si viniste por el campo arado, vos mismo levantabas piedritas al caminar, sonso.
El lugar estalló por las carcajadas de los presentes. Otra más de Funes el Temeroso que tiene miedo hasta de su sombra. La dueña le acercó una caña para que se le pasara el susto. Alguien se ofreció a acompañarlo a su casa. La luna volvía con todo su esplendor nocturno.
Cirilo no habló del pinchazo que había sentido en el cuello, ya se habían reído demasiado de él. Seguro había sido algún insecto nocturno.
En un pueblo siempre hay motivos para las habladurías. De un tiempo a esta parte han desaparecido mascotas. Varios gatos y perros no son hallados por sus dueños. Y en el campo aparecieron algunas vacas muertas, curiosamente desangradas.
Pero el chisme más jugoso es sobre Funes el Temeroso, más temeroso que nunca. Desde el incidente en el campo arado se lo vio cada vez menos. Trabaja en su casa con las ventanas cerradas a pesar del calor reinante. Los que lo han visto de noche lo han notado pálido, casi translúcido y unos pocos juran que sus ojos eran rojos como fosforescentes.
(Alicia M.)


Materia pendiente

El día en que recibió la llamada citándolo para presentarse en el estudio del abogado que iba a leer el testamento de su abuelo, la cara de Tomás Funes recordó por qué, desde hacía años, vivía en el exterior.
Evocó su infancia y adolescencia en la quinta de su abuelo Aníbal Ragsaf. Su familia era pequeña pero sus posesiones eran numerosas.
Cuando se autoexilió, cambió su apellido difícil de pronunciar por el de Funes.
Las vacaciones en la quinta y el temor que le producían las historias contadas por Armando, su primo, lo habían vuelto temeroso, desconfiado. En Europa, lo habían bautizado Funes el Temeroso y al principio había sufrido por ello.
Sospechaba que en la familia habían ocurrido cosas funestas y los refugios que su primo nombraba tenían algo que ver con eso.
Viajó en un vuelo de línea con el tiempo justo para llegar a la cita. Volver al país no le atraía. Cuando el abogado leyó que la quinta del arroyo Leones sería heredada por él, un sudor frío le recorrió la espalda. Decidió venderla antes de volver a Europa, pero primero debía aprobar su asignatura pendiente: investigar si realmente existían los refugios.
Tomó un taxi. Le pidió al chofer que lo llevara. Cuando llegaron, recorrió la casona y buscó la “entrada secreta”. Una alfombra mal acomodada le dio la pista. Una compuerta en el piso y, debajo, una escalera. Su curiosidad pudo más que su temor. Bajó. Un pasillo oscuro lo condujo a una sala decorada con cuadros que mostraban cadenas, seres decapitados, evidencias de la perversidad de un pintor.
Una claridad en la siguiente sala lo llevó a investigar, y allí se materializó lo que estaba expresado en los cuadros. Restos de un humano engrillado a la pared, una calavera en el rincón y salpicaduras de sangre seca fileteando los muros.
Cuando despertó, el chofer lo estaba conduciendo al aeropuerto.
Ya en el avión, una azafata le preguntó si iba a tomar algo y su respuesta fue: “No aprobé”. (Adela)


La funeraria de Funes

Cuando su mamá lo llevó por primera vez al jardín de infantes, pensó que lo abandonaba. El terror lo paralizó. Lo mismo le pasó en la primaria y secundaria. Así se ganó el mote de "Funes el temeroso”. Su nombre es Fortunato Feliciano en homenaje a sus abuelos.
Desde que recuerda, lo acompaña la misma pesadilla: noche oscura de lluvia torrencial, rayos, truenos, puertas y ventanas que se abren y cierran con golpes que hacen rechinar los oídos. Está en una morgue donde los cadáveres celebran un exorcismo. Luces que destellan, olor a formol y carne putrefacta. Los cuerpos hablan y chillan al son de música religiosa. Mujeres de ojos desorbitados y dientes colgando de sus encías lo violan. Justo antes del clímax despierta llorando a gritos, sudoroso y paralizado de horror.
Todo comenzó cuando su padre -dueño de la funeraria- abandonó a la familia para ir de amoríos con una joven y linda asistente.
La madre -junto con él de ayudante- logró sacar adelante la empresa familiar. Entre los dos disponen de los difuntos: cambio de ropa, maquillaje para que los deudos no noten los inquietantes rastros que deja la muerte a su paso. Por sus manos pasan mutilados, accidentados. Esos a los que hay que velar a cajón cerrado, en cuyo interior están sólo las pocas partes que los rescatistas logran encontrar y el resto son piedras para completar el peso que lucía en vida.
Lo peor son los niños con sus cuerpitos deteriorados, escuálidos que demuestran el sufrimiento que atravesaron.
Lo más aterrador sucede durante las guardias nocturnas. Él asegura que cuando llega media noche los cuerpos comienzan su aquelarre.
La madre, preocupada, instala cámaras de seguridad. Llegada la hora tan temida sólo se ve ruido blanco.
Funes, el temeroso, es ingresado en un psiquiátrico donde aterroriza a los residentes con relatos de zombis violadores, bailarines y ceremoniosos. (Alcira Elena)


Uno más, Funes

Mario Funes había quedado sin trabajo a los cincuenta y tres años. Como conseguir otro empleo se había transformado en un padecimiento, guardó el orgullo y el título en un cajón y comenzó a manejar un coche.
Mario trabajaba de cero a seis de la mañana. En general lo contrataban enfermeros y médicos de guardia, encargados de seguridad privada, policías y algunos empleados de clubes nocturnos de la ciudad. La mayor parte de sus clientes trabajaban o vivían en zona sur. Por eso conocía las calles de esos barrios de memoria.
Le costó un poco adaptarse al horario. —¿Quién hubiera pensado que Funes iba a trabajar de noche? —murmuraban sus amigos. A Mario lo llamaban desde chico “Funes el temeroso” por la infinidad de anécdotas de situaciones en las que había escapado de miedo. Casualmente, todas las noches manejaba el auto con la radio encendida para sentirse acompañado.
La madrugada del trece de marzo, regresaba hacia el centro después de dejar a un médico en un barrio privado de las afueras de la ciudad y estaba a punto de abordar la colectora de la autopista cuando recibió un llamado por el radio transmisor.
La neblina espesa envolvía la periferia a esa hora. Enfadado, colocó en el GPS la dirección indicada y giró para retomar la autopista, esta vez en sentido contrario. La poca visibilidad le generaba ansiedad. Aunque ya estaba acostumbrado a este tipo de llamados inesperados, le jodía bastante el cambio de planes. Para él, la noche había terminado con el último pasajero. “Uno más, Funes”, pensó.
Luego de manejar unos veinte minutos y cerca del destino indicado, divisó una figura humana a lo lejos. La mujer que lo estaba esperando a las cuatro y media de la mañana vestía una sotana. "¿Qué hace una monja a esa hora?", se preguntó. El contorno de la túnica negra se perdía en la oscuridad, pero el borde nacarado que rodeaba el rostro y el cuello resaltaba de una manera particular. Le sorprendió que no hubiera indicios de viviendas en las cercanías. Sólo descampado. Todo era muy extraño. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mario y súbitamente comenzó a temblar. Con las manos húmedas aferradas al volante intentó mantener la calma. Por un instante pensó en pegar la vuelta.
Bajó la velocidad y se detuvo. La mujer abrió la puerta trasera y entró al auto muy lentamente. Como los porteños suelen ser reacios a entablar una conversación con extraños, Mario permaneció en absoluto silencio, pero clavó la vista en el espejo retrovisor. El aspecto adolescente y frágil de la mujer no condecía con el de una reverenda. Tampoco armonizaba su aspecto juvenil con el olor nauseabundo e intenso que emanaba de su cuerpo. Mario abrió la ventanilla para tomar aire y encendió la luz del interior del vehículo para activar el reloj de tarifa. Volvió a mirar por el espejo y esta vez observó algunas manchas de sangre en el cuello blanco y los ojos completamente vacíos de la mujer.
Aterrorizado, pensó en abandonar el auto o en manotear el radio transmisor para pedir ayuda, pero no tuvo tiempo. La joven se abalanzó desde el asiento de atrás con un movimiento rápido. Con sus colmillos, se prendió al cuello de Mario y succionó, en pocos segundos, la totalidad de la sangre de su cuerpo.
(Analía)


Despertar en el cementerio

Ciudad de México. El flaco Garrido y el petiso Funes, durante la niñez, disfrutaron de los juegos típicos de su edad. Siempre fue así: buenos momentos y despreocupación por todo lo que no fuera risas, diversión y alegría. Casi ni los llamaban por sus nombres. Ellos se sentían bien con “oye flaco, dale, patea la pelota”, “bien, petiso, así se hace”.
El flaco era ocurrente, decidido y aventurero. En cambio, su amigo era miedoso: esperaba más de la cuenta para cruzar la calle, no subía a techos. Tampoco atravesaba puentes por temor a marearse.
Cuando llegaba la celebración tradicional del Día de Muertos, Funes no participaba con amigos de las calaveras pintadas ni de los dulces típicos. Se escondía en su casa. El flaco se le aparecía por alguna ventana con máscaras fluorescentes y hacía alguna broma. Él se enojaba y amenazaba con retirarle la amistad.
Fueron creciendo, cada uno manifestando lo mejor y lo temido de su personalidad. Garrido siguió siendo “el flaco”, en cambio su amigo pasó a ser de “Funes el petiso” a “Funes el temeroso”.
En la juventud, compartieron momentos de sus vidas. Garrido se casó y formó una familia. En cambio, Funes no se decidía por ninguna mujer. Unas por ser muy lindas, “y me las van a mirar todos”, decía. Otras por ser divertidas, atrevidas. Tampoco faltaron las intrépidas, las que gustaban de aventuras en el mar y en la montaña.
El tiempo fue pasando y Funes, a sus cincuenta años, aún seguía solo.
El flaco siguió con sus bromas. Le decía: —si muero antes que vos, regresaré un Día de los Muertos y te llevaré conmigo.
Su amigo sonreía porque eso era lo único que no podía inquietarlo. Jamás pensó que fuera posible.
Después de pasar por recelos y vacilaciones mil, Funes decidió poner fin a su soltería. Agustina, su novia, ayudó a resolver alguno de sus temores. Se casarían el Día de Muertos, a pedido de ella. Era una manera de demostrar que había superado gran parte de sus aprensiones.
Un mes antes del casamiento su amigo “el flaco Garrido” fallece en un accidente. Mucho dolor y llanto ensombrecieron ese día y los siguientes.
La boda estaba programada y a pedido de amigos y familia se celebraría como estaba planeada. Sería una manera de tener presente a ese flaco querido que tanto disfrutaba de los festejos tradicionales de la fecha.
El día esperado llegó y Funes, al prepararse para el evento de su vida, recordó las palabras de su amigo: “si muero antes vendré a buscarte el Día de muertos”. Sonrió pensando en sus bromas. Qué bueno hubiera sido tenerlo ese día, y que comprobara la superación de sus miedos gracias a esa mujer exquisita, mucho más joven que él y tan “hecha a su medida”, como creía.
Mientras tanto, en las afueras de la ciudad, una sepultura comenzó a rasgarse y un esqueleto apareció entre las sombras de la noche. ¡El flaco!
Riendo y abriendo la mandíbula escuálida resolvió cumplir con su promesa: —Iré a visitarlo y me lo llevaré un rato para darle un susto y luego… luego veremos si sobrevive a la impresión de verme así.
Garrido, el flaco, se sintió un poco entumecido por la postura en que tuvo que estar. Crach, crunch, los huesos tintinearon. Se miró en el vidrio del sepulcro y se vio tan desmejorado y blancuzco que decidió ponerse a tono para visitar a Funes.
Estiró sus brazos y volvieron a crujir. Resolvió que tendría que aceitarlos para no causar tanto alboroto en la ceremonia de su amigo y pasar lo más desapercibido posible. Con rechinar de huesos se dirigió primero a una estación de servicio para pedir que se los aceitaran. El muchacho que atendía corrió despavorido al verlo llegar y gritaba: —¡Un muerto que volvió, un muerto que salió de su tumba! (Creencia generalizada donde se decía que los muertos ese día visitaban a sus seres queridos)
Comprendió que nadie acudiría a embellecer su esqueleto. Resignado, si dirigió rápido a la iglesia. No quería llegar tarde a la celebración.
La vio entrar, a ella, la novia… recordó la canción “blanca y radiante va la novia” cantada por Antonio Prieto, y no pudo evitar emocionarse. Crach, crunch, volvió a sentir el palpitar de su osamenta. Miró sus huesos y, aunque un poco deslucidos, sintió que también eran blancos como ese traje de novia.
Al verla resplandeciente, y tan parecida a él en el blanco de sus atuendos, decidió que formarían un espléndido dúo en una fecha como esa. Entonces cambió de parecer. No se llevaría a su amigo, sino a esa mujer que brillaba sobre la alfombra roja.
Al esconderse debajo de un banco, no logró evadir la agitación. Lagrimones gruesos de osamenta blancuzca se deslizaron por la huesuda calavera y el rechinar de huesos se hizo presente nuevamente. Suerte que la gente estaba entretenida y lagrimeando ante el paso ceremonial de Agustina y no repararon en su presencia.
Se incorporó. Entre el crepitar de huesos y los gritos aterrorizados de los presentes, la levantó entre sus brazos y disparó hacia la calle mientras le recitaba poemas con efluvio de bóveda.
La gente, perpleja, no podía creer lo que estaba sucediendo. Corrieron, se empujaron tratando de alcanzarlo. Ambulancias, bomberos y policía concurrieron al lugar. Todo esfuerzo fue inútil.
La noticia circuló en todos los ámbitos. Algunos incrédulos dijeron que no fue verdad. Otros, en cambio, afirmaron que el suceso ocurrió. Están también los que aún hoy sienten pánico y el Día de muertos tratan de viajar para no estar presentes en la ciudad de México.
Fueron intensas las búsquedas, pero ni rastros de ambos.
Pasaron cinco meses, y una mañana Funes el temeroso recibió un paquete. Adentro, el ramo de novia y una nota que decía: “No me busquen más. El flaco ha cumplido con mis más ambiciosos deseos”.
(Alicia G.)


Ahogada

El profesor nos comandó que vayamos a las prácticas extracurriculares para que compensemos las actividades semanales. Agus nada mucho mejor que yo, así que seguro no está muy contenta. Yo, por otro lado, tengo que practicar mil veces más para estar a su nivel y corregir mis fallas. Es fin de octubre, en estas fechas hay mucho viento y un clima oscuro no muy reconfortante.
Luego de armar mi bolso busco a Agus con mi bicicleta. Ella se sube en la parte trasera agarrándose de mi cintura; a veces tiene miedo a las alturas, por eso suele ir a todos lados en auto. Llegamos y le abro la puerta, como buena amiga, para que pase. Ella se ríe de mí con una mueca burlona como insinuando que soy apática habitualmente.
Entramos las dos. La escuela está completamente vacía en el área de deportes y el ambiente es tétrico. Cada tanto, nos miramos para alertarnos de la presencia de la otra y no sentir que estamos solas en ese lugar tan grande. Al aproximarnos a la zona de la pileta, me pregunta si la acompañaría al baño y digo que sí. Una vez adentro, saca de su mochila un cepillo, un colero y se peina frente al espejo. Sus ojos se posan en los míos por unos segundos y me dice:
—¿Sabés que, últimamente, el entrenador me está felicitando mucho por mi trabajo? Parece que voy mejorando día tras día.
La miro concentrada. Ella sonríe y cierra los ojos: —Disculpá, a veces hablo mucho sobre mí. Vos, ¿qué contas?
—Creo que estoy alcanzando a las demás… me mandó hoy acá por algo en especial. Creo que piensa que estamos parejas —comento con timidez.
Se le escapa una carcajada que quiso detener con una mano mientras sigue forcejeando con la colita de pelo.
—Mirá, yo sé que es doloroso que te lo digan, pero ¡te falta muchísimo! Yo sé que tu quebradura del año pasado afectó la situación, pero eso hizo que te distancies de las clases y no nos sigas el ritmo. Sé que querés ser la mejor en lo que hacés, pero vas a tener que trabajar por más tiempo.
—¿Más tiempo? ¿Cuánto es más tiempo?
—No sé... un tiempo más... lo que diga el entrenador. Sé que no te tenés que sobre esforzar porque no es bueno. Ya nos vas a alcanzar… pero te falta —contesta con una expresión de incertidumbre.
Mi cara se nubla y siento que todos mis esfuerzos son en vano. El año pasado tuve tantos logros, gané medallas importantes mientras me preparaba para el campeonato anual. Tantos placeres a los que renuncié para dedicarme completamente que esto. ¡Me va a pagar lo que está haciendo! Mi cara se ve cada vez más colérica a través del espejo y ella lo nota. Su cara también se tensa y ambas salimos del baño.
Cuando nos acercamos a la pileta, Agus se agacha para sacarse los zapatos y, por alguna razón, un deseo de venganza invade mi cuerpo y hace que la empuje. Cae. Me arrojo con la intención de ahogarla. Ella pega alaridos de auxilio. Sus ojos desorbitados me miran con horror mientras yo continúo con su sufrimiento. Mis manos empujan su cabeza debajo del agua, no tiene más remedio que someterse. Es como si me hubiera convertido en un monstruo indomable. Su cuerpo queda flotando en la pileta. Huyo sin pensar en nada, con escalofríos en mi piel.
Al día siguiente, el cuerpo de Agustina Funes aparece en las noticias; su papá, temeroso, reclama justicia.
Yo, aquí, como si nada, comiendo galletitas mirándolo todo.
(Amparo)

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