Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 28 de marzo de 2020

Primera consigna en cuarentena


Caos en Loma Arenosa

Ese día, Eduardo quiso hacer algo distinto. Eso supongo, no sé, nunca se oponía a lo que yo le indicaba; sin embargo, ese anochecer, al ver el portón abierto tiró con fuerza de la soga que lo sostenía y en vez de ingresar, corrió velozmente por las calles angostas de Loma Arenosa.
¡Eduardo! ¡Eduardo!, grité muy fuerte, a la vez que se asomaban a la calle mi vecino Eduardo Pérez, el carnicero Eduardo Costilla, el psicólogo Eduardo Cabezas, el cura Eduardo del Santo de la parroquia Sagrado Corazón y hasta mi ex novio del preescolar Eduardo Infante. Ellos entre otros Eduardos del pueblo, porque eran decenas de hombres asomándose por la calle a mi paso.
A todo esto, mi cabeza me llenaba de reproches: ¿por qué se me ocurrió llamar así a mi pastor alemán? Podría haberlo llamado Sultán; pero no, no me gustaba porque muchos de los perros que conocía se llamaban así.
Llevaba recorridas unas diez cuadras, corriendo. Me seguían no menos de veinticinco hombres, varios de ellos repetían mi nombre llamándome, y comenzaban a salir de sus casas mujeres que se llamaban igual que yo. Mi Eduardo no aparecía y mis pulmones ya estaban sin aire. De pronto, empezamos a sentir sirenas. No supe si era la policía, los bomberos o la emergencia médica, pero me asusté mucho. Me detuve, y ahí lo vi: enredado entre las ruedas de una bicicleta. Su soga no le permitía moverse, las luces de la ambulancia me encandilaban. El conductor del pequeño rodado me miró y dijo:
—¿Usted me llamaba? Yo venía rápido porque escuché que alguien me llamaba con desesperación, y se me cruzó este perro que corría como loco.
—No señor, no lo llamaba… no lo conozco.
—Soy Eduardo Salvatierra, médico cardiólogo.
Mientras yo desenredaba a “mi Eduardo” y controlaba que no estuviera herido, Salvatierra se sacudía la ropa de arena y trataba de peinarse. A nuestro alrededor, una centena de personas llamadas Eduardo o Fabiana, esperaban entre risas una explicación que mi vergüenza me impedía dar.
El Padre Eduardo dio una bendición a todos y me emocioné; los nervios me jugaron una mala pasada y mis lágrimas empezaron a correr. El ovejero no tenía golpes importantes y el cardiólogo, tampoco. Como pude, expliqué que solo quería entrar a mi perro. Todos se rieron y lentamente se marcharon, bromeando que por fin había pasado algo diferente en Loma Arenosa.
Ya caminé diez cuadras. Creo que alguien debería haber convidado con agua al perro. Entre su jadeo y las preguntas inquisidoras de Eduardo Infante que quería saber por qué elegí ese nombre, y su discurso de que tal vez no deberíamos haber cortado la relación, estoy pensando que mi próximo perro se llamará Sultán. (Fabiana)


El dibujo

Ese día, Eduardo quiso hacer algo distinto. Estábamos disfrutando de unos hermosos días en el pueblo costero La Almeja Dorada, enclavado en la provincia de Del Agua.
Éramos una pareja en su primer viaje de novios, hace ya muchos años.
Me despertó muy temprano por la mañana. Parecía que no había dormido en toda la noche. Quiso darme una sorpresa… y sí, me sorprendí.
Había dibujado mi retrato con lápices de colores. Contentísimo, con una amplia sonrisa dijo que le había salido perfecto. Atónita, encontré algunas diferencias notables: mi cara con espinillas no tenía nada que ver con la piel tersa y casi transparente que imaginó; mi cabello lacio y finito no se parecía en nada a la cabellera del Rey León; los labios finos como corte de navaja siempre estuvieron muy lejos de ser los rosados y carnosos que destacó con tanto amor.
Me contemplé con detenimiento en el espejo, que nunca miente. Con mis enormes ojos estrábicos miré a mi enceguecido amado y sólo atiné a preguntarle: ¿qué ves cuando me ves?
Acto seguido, me pidió que nos casáramos. ¿Cómo decirle que no a un hombre que mira con los ojos del alma?
Envió a enmarcar su dibujo. Lo colgó en un lugar privilegiado de nuestra sala. Aún hoy, sigue diciendo que es mi “vivo retrato”. (Alcira)


Descubrimiento

Ese día, Eduardo quiso hacer algo distinto. Para mí sería una sorpresa. Había descubierto una ciudad escondida y me iba a llevar.
Cuando salimos a la ruta, me sorprendió porque ese no era el camino que siempre seguíamos.
Le pregunté y se rió. Me dijo: si es una sorpresa no te puedo adelantar nada.
El paisaje era distinto, la vegetación abundante, muchos trinos.
Nosotros, el mate y la música que nos acompañaba; sólo ese decorado. Mi ansiedad por llegar se demostraba en mis pies que querían bajarse del vehículo.
Eduardo bromeó con que el mate estaba lavado y había que cambiar la yerba. Yo, con mi intriga y mi eterno despiste no lo había notado. Sonreí. Ese no era el momento para discutir con la media naranja.
Un auto de alta gama nos pasó y llamó nuestra atención. En una ruta poco concurrida eso era raro.
Luego de una larga recta, un pilar con una bandera y un cartel nos esperaba: “Bienvenidos a la ciudad escondida, Dos Adelas”. Cuando la visiten conocerán el porqué del nombre.
Quisimos entrar pero unas vacas nos impidieron el paso. Le dejé una nota al Intendente del lugar para que en mi próxima visita nos recibiera. Creí que no me iba a responder, sin embargo me equivoqué; unos días después el político, vía whatsapp, me invitó a conocer el lugar. En eso quedamos. Cuando vaya, les cuento.  (Adela)


La voz de Vero (Basado en un hecho real)

Ese día, Eduardo quiso hacer algo distinto y se arriesgó. Todavía no lo puedo entender muy bien.
Hay solo una emisora de radio en la ciudad, y desde que Vero y Dina conducen el programa radial nocturno, las noches de Almendruria son atractivas y duces. Dina es la veterana, mujer estrictamente coqueta. Vero, una veinteañera que lucha por bajar sus veinte kilos de sobrepeso.
Hoy, Gonzalo, el nuevo operador que reemplaza al viejo Saúl que acaba de jubilarse, acompaña a las mujeres. Aprovechando el intermedio musical, los tres van hasta el vestíbulo a cambiar de aire. Vero asegura con trabas, puertas y ventanas.  Gonzalo, intrigado, pregunta por qué lo hace.
Entonces, ambas le cuentan que una noche lluviosa de verano llamó a la puerta con insistencia, un hombre que dijo ser Eduardo “el caballo”. Antes de que se lo atendiera, entró alterado exigiendo a los gritos la presencia de Vero. Estaba embarrado hasta las rodillas y su ropa, ropa de fajina, se encontraba mojada.  
Vero se le acercó diciéndole que era ella a quien buscaba; pero el muchacho, poniéndose serio y muy enojado, repetía: “¡No!, vos no sos Vero. No podés ser vos, sos gorda. ¡Mirá! Estoy todo mojado, pasé por los charcos para venir, y ahora tengo que volver ¿Y qué voy a decir? Nosotros todos te escuchamos allá, y estamos todos enamorados de Vero. Pero Vero no es así.”
Paradógicamente, las dos locutoras no supieron qué decir. Eduardo se movía de un lado a otro, agarrándose de los pelos como si tratara de entender.  No le entraba en la cabeza que la suave voz que “allá” escuchaban “todos” provenía de una chica robusta sin curvas femeninas.
Una y otra vez, su retórica era: “¡¿Qué les voy a decir?!”
Mientras Dina trataba de contenerlo, Vero llamaba a la policía desde su celular. Eduardo se dio cuenta y amenazando con un arma que traía escondida entre sus húmedas ropas, saltó contra la muchacha. Por fortuna, el ulular de los móviles policiales cortó esa situación y el misterioso visitante se fue tan rápido como pudo, hacia quién sabe dónde.

Desde entonces, siempre que salen al vestíbulo a tomar un descanso, especialmente si es de noche, Vero corrobora que puertas y ventanas estén bien cerradas; a la vez que se pregunta si Eduardo habrá vuelto a “allá” mojado y embarrado, a contar que la dulce voz de la que todos se habían enamorado, no era la de una frágil y delicada mujer. (Viviana)


Un día diferente

Ese día, Eduardo quiso hacer algo distinto. No es que estuviera disconforme con su vida, para nada; pero sentía que la monotonía lo estaba invadiendo. Decidió que era el momento de hacer algo diferente.
Primero, llamó a su oficina para avisar que se tomaba el día y para asegurarle a Marisa, su asistente, que no estaba enfermo. En los cinco años que había vivido en Lucinda, no había faltado al trabajo ni un solo día. Ni vacaciones había tomado. Su dedicación le había valido un ascenso como gerente general en la sucursal de ese lugar que, a pesar de su nombre de pueblo, era una urbe pujante.
Después de desayunar se puso su equipo de gimnasia favorito, salió a caminar. Realmente disfrutaba la caminata, ver gente, respirar aire fresco. Desde que se había mudado, jamás se había tomado el tiempo de conocer la ciudad que era su hogar.
Mientras andaba vio, del otro lado de la calle, un parque donde grupos de personas hacían ejercicios. Decidió sumarse, un poco de actividad al aire libre no le haría mal.
Matías iba retrasado; venía de la casa de su novia, había pasado la noche con ella y ambos se habían quedado dormidos. Después de acercarla a su trabajo, se dirigía al suyo. Aceleró algo más de la cuenta; había poco tráfico a esa hora. Para evitar un problema con su jefe, buscó su celular para avisar que llegaría tarde, ya inventaría una excusa.
Un segundo de distracción, alguien que cruza la calle desprevenido, la tragedia.
—Solo quería un día para romper la rutina  —sollozaba Marisa en el velatorio. (Alicia)

                             

domingo, 22 de marzo de 2020

Siembra de Libros en casa

El 21 de marzo se llevó a cabo una nueva siembra de libros con una característica muy especial.



Y las redes sociales se colmaron de poesía.

YO SIEMBRO EN CASA

¡Gracias por sumarte a esta propuesta cuidándote y cuidándonos!