Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 30 de mayo de 2020

Décima consigna en cuarentena



Yo.
Sí. Yo. La que todo lo sabe. Segura, decidida. Sin escrúpulos para resolver algo incorrecto.
Hoy transito el abismo de esa montaña, entre el hacer y el no hacer.
Pensante en cada segundo de mi accionar.
Busco en todos los rincones. En cada gesto.
En el latir del corazón. Lo escucho con el mismo ritmo de todos los días.
Muevo las piernas. Apoyo los pies con aplomo.
La columna erguida sostiene toda mi estructura.
Parada, ante la nada, descubro el hueco entre el pié derecho y el izquierdo.
Una sensación de vacío irrumpe mi completud.
Es un punto negruzco, maquiavélico.
Una zona oscura, hasta ese momento no me pertenecía.
¡Estoy en problemas! Tendré que continuar mi búsqueda.
Sin ella mi vida no existe.
Levanto la cabeza hacia ese rayo de sol.
La encuentro. Es todo lo que necesitaba.
Ese pedacito de calor me revive.
Aparece nuevamente algo que había perdido: la ternura. (Josefina)



Rutina

Hoy me desperté rara, aun no sé si fue por algún extraño sueño que no recuerdo, por alguna premonición o por qué; pero no tenía ganas ni fuerza para ir a trabajar.
Me duché, desayuné y me vestí rápido, casi sin pensar, pero las ganas de salir hacia el trabajo no aparecían. Miré el calendario, falta muy poco para que termine el año y no me ausenté ni una sola vez. Lo pensé bien, me volví a lavar la cara, y lo decidí: no iría a trabajar y me regalaría el día para mí.
Llamé por teléfono para avisar que no me esperen. Me serví un jugo de naranjas exprimidas; hacía días que deseaba beberlo y nunca tenía diez minutos para prepararlo. Me cambié de ropa. Elegí el pantalón nuevo y las zapatillas de marca (nunca usé esas prendas un día de semana), y salí caminando rumbo a la playa; aún era temprano.
Mirando la inmensidad del mar, me senté en la arena. Disfrutaba el fresco viento bajo el sol. No recordaba haber estado otra mañana de primavera en la playa.
Varias ideas encadenadas empezaron a surgir en mi cabeza, ¡hay tantas cosas que no hice nunca! Y no por nada en especial, sólo por rutina. RU TI NA… ¡qué palabra tan simple y tan maldita! Cuántas cosas se hacen y se dejan de hacer por ella; donde la pensamos, está y ¡cómo nos limita!
Lentamente, la sensación de vacío y soledad con la que me levanté iba desapareciendo. En las primeras horas de la mañana creí que no tenía ganas de trabajar y ahora, que ya está comenzando la tarde, me doy cuenta de que hoy es un día de trabajo muy intenso. No en el lugar de siempre, sino, dentro de mí.
Ya nada será igual. Esta mañana, en la playa, algo nuevo nació y me acompañará para siempre: ¡chau rutina! (Fabiana)


Perdido 

Hoy descubrí que no estabas donde siempre te dejo. Hace días que no te saludo, que no te confieso nada. Están pasando cosas desagradables que no me dejan tiempo para hacer lo que quiero.
Cuando llegaste a mí, cuando te recibí como regalo, la sonrisa sacó las primeras arrugas de mi cara. No sé cómo adivinaron que eras lo que quería, lo que necesitaba.
Te convertiste en mi amigo silencioso, altruista. Nunca sentiste celos de mis otros amigos, al contrario, cuando te hablaba de ellos emanabas un olor a ternura que me emocionaba.
Viajaste conmigo en cada mudanza, fuiste y sos tan importante como mi DNI. No imagino mi vida sin tenerte. Mi vida está en vos. Cuando quiero recordar algo te pregunto y me contestás.
Los años me hacen confundir las fechas pero vos me las soplás para que no haga papelones.
Mi memoria fotográfica, que me ayuda a buscar lo que necesito, ahora me está dejando. Escribo en la computadora y pienso si te cambié de lugar, si te llevé a algún lado y sin querer te olvidé.
Sería imperdonable y el primer indicio de que debo concurrir a algún médico para tratar el tema “olvido”.
Te visualizo y mis estados de ánimo se reflejan adentro tuyo. Si estaba feliz, me acompañabas. Si estaba triste, me contenías. Cualquiera que te haya encontrado puede hacer una radiografía de mi vida.
Me dicen que puedo reemplazarte pero eso es imposible. Los afectos no se reemplazan. Los amigos no se reemplazan; podemos tener nuevos pero los de antes no se van.
Ya es de noche. Me dicen que no piense más, que vaya a acostarme, que tal vez mañana ya estés de vuelta. Y me duermo pensando: mañana… (Adela)



Incertidumbre

Sí. Estoy perdida, pensé. Busqué por aquí y por allá. Mi corazón se encogía a medida que avanzaba la noche. Ya había buscado en el baño, los pasillos y también en el bufet. La fiesta seguía su curso, los novios bailaban en la pista, los invitados comían, y los más pequeños se escondían bajo las mesas redondas jugando a desaparecer. Todos disfrutaban en su justa medida, excepto yo. De pie junto a la entrada del salón, miraba con pena mi cuello, que se reflejaba en el vidrio de la puerta. Mis pensamientos revolucionados volvían a esta mañana, cuando había decidido traerla. Resuelta, salí al parque delantero. El fresco aire de la noche me provocó escalofrío, no llevaba abrigo. Apenas una tenue luz lunar iluminaba la estancia. Recorrí mis pasos y no pude hallarlo. Busqué debajo del banco de madera blanco y detrás de los canteros y macetas. Hasta me aseguré de mirar cada rincón del jardín. ¡¿Qué excusa daría?! Mi espíritu se entristeció… con certeza mi madre se apenará. Regresé al bullicio. La música sonaba muy fuerte. Me senté a la mesa y observé sin ver. Con una copa de champán burbujeante, levanté mi mano y miré al cielo pidiendo perdón. Una lágrima comenzó a caer y la angustia me envolvió. De manera sorpresiva, un mozo tropezó conmigo. Era el momento de la torta. La mesa se tambaleó, los trozos de torta volaron y la botella se derramó completamente. Las diminutas burbujas salpicaron el vestido y parte de mi rostro. Me levanté abrumada y corrí hacia los sanitarios. En la soledad de la habitación, me miré en el espejo. Sentí que esa noche no podría ser peor, y lloré. Mi cuerpo se estremecía con pequeños sollozos, apoyado sobre la pared. De pronto, un golpe y peso frío sobre el empeine del pie me alertaron. Asustada, di una patada al aire y un grito ahogado. Grande fue mi sorpresa cuando bajé la mirada y lo vi. El objeto de mi desesperación durante toda la noche, yacía a mis pies. Nunca entendí que había sucedido. Lo tomé y lo guardé con cariño en el clutch que había llevado. Era el collar de la abuela. (Silvia)



Hombre de bien

Sol aplomado en las sombras del campo. Día cinco de búsqueda y la decepción se hace enemiga del optimismo.
Mi caballo está del otro lado del camino y la ansiedad golpea mi cuerpo. Acaricio mi mandíbula y miro al cielo en una soledad de llanura pampeana que quiebra sin escrúpulos mi piel. Y Grito: ¡¿Por qué a mí?! ¡¿Por qué te repugno?! ¡Maldito Dios del firmamento que rechazas mi espíritu noble de hombre de bien!
En menos de un minuto, nubes grisáceas cubren el cielo en su totalidad y un viento pampero frío y seco me congela. Cuando miro al horizonte, mi caballo, espantado, galopa más allá del horizonte. En tierra de cimarrones no es bueno andar a pie (pienso).
Asustado, corro entre trastabilleos y pedidos de auxilio estériles. Me caigo al pasto y siento un calor homicida en mi espalda. Estoy en un estado de shock que deja saborearse.
Una brisa de azufre peina mi barba e impregna la nariz. La sensación de abismo me acelera la respiración y reaviva la incertidumbre. Veo pasar al abuelo Ramón con mi portafolios de escuela primaria. Improviso gritos mudos terroríficos y las piernas no me responden. Respirar es cada vez más difícil.
Se acerca un hombre con textura de cañamazo y pisada de ultratumba. Mi carácter cerril ha quedado sepultado. Un sentimiento de desierto me confronta con un sinfín de demonios dispuestos a morderme los pies. 
El hombre de cañamazo me acaricia el cuello. Al mirarlo sus dedos tienen mi sangre.
–Ramón, acá está tu nieto. ¡¡Está herido!! –grita.
Ramón se acerca y agacha como puede. Siento el cosquilleo de lágrimas que se hunden en mis áridas mejillas.
–Este mal nacido me asesinó hace cinco días –dice el abuelo–, se quiso quedar con el campo. Piensa que darse un escopetazo en el pecho le dará misericordia. Deja que los cimarrones se hagan cargo de su cuerpo y los demonios de su alma. Es un maldito.
El hombre de cañamazo ayuda al viejo a levantarse y se desvanecen ante mis ojos. Tres hocicos negros babosos tapan el cielo. Siento el ruido de mis carnes desgarradas. Me están comiendo.
 (Martín)



Búsqueda

¡Ay! Doctor, ya sé que siempre volvemos al mismo tema, pero toda mi vida ha girado alrededor de mi búsqueda. ¿Recuerda cuando llegué a su consultorio la primera vez? La ansiedad se había apoderado de mí, tenía ataques de pánico, me sentía encerrada en una cueva oscura.
Usted me hizo entender que yo sentía un vacío en mi existencia, que siempre me había sentido así, como que algo me faltaba. También me hizo reflexionar acerca de mis relaciones. Cómo mi manera de ser no me permitía un acercamiento afectivo a nadie, me percibía incompleta y por lo tanto poco merecedora de amor.
Desde muy pequeña sentí este faltante en mi vida, solía perderme en la casa de mis padres buscando por los rincones. ¿Me entiende? Una vez entré al sótano sin que ellos se dieran cuenta y la puerta se cerró. La cerradura se trabó y cuando se dieron cuenta de dónde estaba, mi padre por poco derriba a hachazos la puerta.
Casi no tuve amigos, todos me consideraban rara. Fui una niña y una adolescente solitaria. Los libros fueron mi refugio, me sentía reconfortada buceando en esos mundos de palabras. La universidad me permitió vivir con cierta seguridad, pensaba que los estudios me preparaban para seguir mi búsqueda.
Me sumergí en la arqueología, fui parte de equipos que estudiaron los restos encontrados en Catamarca. ¿Sabe una cosa? Esos hallazgos me confortaban, me hacían sentir más cerca de aquello que me faltaba en la vida.
Usted seguro recuerda en qué estado llegué a su consulta; reconozco que me ayudó mucho que me hiciera comprender cuál era el motivo de mi ansiedad, pero sé que no estaré restablecida hasta que no encuentre eso que me falta.
¿Qué? ¿Que nunca le dije qué es lo que estoy buscando? ¿La verdad? No lo sé. Se lo diré cuando lo encuentre. (Alicia)


sábado, 23 de mayo de 2020

Novena consigna en cuarentena


El piano

Todos los chicos evitábamos pasar por allí. La sombría figura de la señorial casona abandonada se erguía en el centro de la manzana, rodeada de lo que años atrás fuera seguramente un cuidado parque, y que ahora se veía como una intrincada maraña de ramas y malezas. Nos desviábamos varias cuadras al ir a la escuela, con tal de no toparnos con algún aparecido; las malas lenguas decían rondaban por esas ruinas.
Al llegar a nuestra adolescencia, la casa seguía en pie, cada vez más derruida, pero siempre misteriosa e imponente. Un desgraciado día nos reunimos un grupo de muchachitos. Tocamos, entre otros, el tema recurrente de la fantasmal construcción. Surgió el desafío sobre quién se animaría a entrar en ella. Ninguno nos ofrecimos. Tampoco nadie reconoció el terror que nos paralizaba para hacerlo. Como suele suceder en estos casos, decidimos echar suertes, y la varilla más larga me tocó. Deseé morir, sin embargo no podía echarme atrás. No era algo de hombre, especialmente en una edad en la que quería demostrar que sí lo era. Planeamos todo para el fin de semana siguiente.
El próximo sábado, luego de la hora de la merienda, hacia la casona nos dirigimos en patota, con el corazón al galope. Solo yo entré en la propiedad, munido de una hachita para cortar las malezas que obstaculizaban el camino y una linterna para alumbrar el interior de la vivienda. El resto de los valientes esperó afuera. Salvo telarañas, polvo y alguna que otra rata, no observé nada extraño. Al recorrer el lugar, noté el golpeteo de una persiana y el chirrido de la madera seca al ser pisada. Todo vacío. Iba lleno de pavor al pensar que podría encontrarme con algún ser del mundo de las tinieblas. Pero, nada de eso. Al volver al hall principal lo vi, en un rincón del salón. Un enorme piano de cola, con sus teclas de marfil amarillento cubiertas por la pátina del tiempo. Un florero seco con un follaje seco de lo que pudo haber sido unas flores, y un sinnúmero de partituras desparramadas por el piso, casi todas mordisqueadas por las ratas. ¿Por qué continuaba allí ese instrumento? ¿Por qué no lo retiraron junto con los demás muebles? ¿Su dueño deseó dejarlo ahí? ¿Quién lo tocaba?
Sin respuesta a mis preguntas, ya me disponía a volver con mis amigos, orgulloso de haber pasado la prueba y aliviado por no sufrir ningún episodio terrorífico. Se me ocurrió, al salir, pulsar dos o tres notas en el piano que retumbaron en medio del vacío de la habitación. Al instante, comenzó a escucharse una melodía extraña, lenta, antigua, melancólica, que salía como por arte de magia de las estropeadas cuerdas. Las partituras empezaron a moverse y bailotear a mi alrededor. Sin tiempo a pensar sólo corrí y corrí. La linterna salió despedida, las malezas arañaban mis pantorrillas desnudas. El raro son parecía perseguirme, envolverme. Llegué casi sin aliento a la verja de entrada donde me esperaban mis amigos. Salimos todos corriendo. Cuando me recuperé pude contarles la experiencia vivida sin saber si me creían, a la vez que me juraba a mí mismo no pisar nunca más ese lugar.
Pasó el tiempo. Ya soy adulto. A veces me pregunto si soñé todo esto. Si yo, como Aladino, no habré despertado al genio del piano, o a algún ánima doliente que deseaba expresarme un mensaje con su música. Porque, aunque la casona ya no existe y ahora se yerguen tres modernas torres de departamentos en esa manzana, muchas tardes pareciera que el viento trae a mis oídos, la misma triste melodía que escuché ese día. (Liliana)



Instinto

Un resplandor de mil brazos y tres cabezas se despliega sobre un cielo negro graznador. Teodoro prepara su cuerpo para que el gruñido de la tormenta no lo tome de sorpresa; sin embargo, lo hace una enérgica descarga eléctrica que impacta en el galpón donde funciona el generador eléctrico. 
Llueve a cántaros y su camioneta está atrapada en un presidio de escombros. No tiene vecinos. La estancia contigua está a 5 kilómetros y debe actuar con prisa, porque el campo en pocas horas mutará a un túnel de impenetrable oscuridad.
Calza sus botas, un pilotín amarillo y toma el camino a la estancia de los Otamendi, una familia que no ve desde niño. Tiene la convicción de que algo extraño traen consigo, pero, como dicen: la necesidad tiene cara de hereje.
Tras media hora de fatigosa caminata, se acerca al lugar. A medida que se aproxima siente que se abisma en una experiencia desagradable. Esquivo a ese instinto primitivo, camina sonámbulo. La arquitectura de la casa no es de estilo georgiano ni victoriano. Los espacios adyacentes muestran signos de  mantenimiento. No hay aspectos inquietantes que detengan su marcha.
Antes de tocar la puerta percibe la melodía de un piano. Golpea e inmediatamente, un grito evanescente dentro de la morada sugiere que algo está sucediendo. Corre por el exterior de la casa observando atento cada puerta y ventana sin observar algo fuera de lo normal. La tormenta alcanza su punto cúlmine.
Con agitación empuja la puerta de entrada hasta que se abre. El interior de la casa muestra que es  espantosamente vieja, con espacios oscuros, sin muebles, sólo un piano de cola cubierto de tierra. Ahí mismo siente la proximidad de algo horroroso. El ruido de un silencio prolongado lo perturba.
Son segundos de incertidumbre hasta que una gotera corta la afonía. Camina de espalda buscando salida. Cuando atina a tocar el picaporte, una fuerza estremecedora cierra la puerta. Su cuerpo paralizado y ojos vigilantes buscan serenar la confusión en una oscuridad de purgatorio.
Mientras hace fuerza para moverse, la sala se ilumina en toda su magnitud. El viejo Otamendi está sentado, dispuesto a tocar su piano. La mirada de Teodoro pide misericordia. El anciano empieza a tocar “Sueño de amor” de Franz Liszt. Al tiempo que da vida a las teclas, su ímpetu y vigor aumentan  en lo que parece una ceremonia de eterna juventud.
Teodoro, sin fuerzas y en estado de plena consciencia, experimenta un suave descenso hasta caer sobre un colchón de huesos y un sinfín de calaveras; todas mirando hacia el piano. El ahora joven Otamendi cierra el telón. Tiene escombros que remover y un generador que reparar, antes que la oscuridad impenetrable del campo se haga presente en la estancia. (Martín)


Teclita

Aquella tarde, Juana, mientras esperaba la siguiente clase en la biblioteca, se entretuvo leyendo historias sobre el folclore de la ciudad. “Teclita” fue la que más llamó su atención. Era la historia de un piano que mantenía el espíritu de su pianista y, cada tanto, se escuchaba tocar.
Juanita, como le decía su mamá, era estudiante de Arte y nueva en la ciudad. Vivía en un edificio viejo, bastante deteriorado; lo único que podía pagar. El departamento era pequeño, algunas de sus paredes estaban descascaradas, y en el medio del comedor colgaba una antigua araña de bronce.
Cuando regresó del supermercado ya era tarde y decidió ponerse a cocinar. Mientras cortaba las cebollas y morrones, percibió un tenue sonido como de arrastre, que provenía de algún lugar en el techo. Seguro son las ramas de los árboles, pensó; el otoño se acercaba y los vientos del sur comenzaban a sentirse. Al rato, pasos y un golpe seco arriba paralizaron su corazón. Era imposible, ¡no tenía vecinos! Se limpió las manos y con mucha cautela se acercó a la ventana. La noche estaba cerrada. De pronto, una melodía muy suave comenzó a sonar. Buscó insistentemente su origen, pero nada. Su corazón latía muy rápido. En estado alerta, recorrió las habitaciones siguiendo esa tenue melodía.
El sonido provenía de atrás de un ropero de roble con espejo biselado, que ya estaba en la casa cuando ella llegó. Intentó moverlo, parecía anclado al piso de parquet que crujía develando su edad. En un segundo intento, logró correrlo por completo descubriendo una puerta oculta tipo pasadizo. Con mucho temor la abrió, no sin antes llevar con ella un garrote de madera, que a veces usaba como palo de amasar. El olor pestilente la sorprendió. Caminó unos pocos pasos y se topó con una escalera enfundada en telarañas. La música se oía cada vez más fuerte. Era un altillo olvidado, el polvo y la oscuridad la recibieron; apenas se podía ver gracias a la luz de su dormitorio. A mitad de escalera la percepción de que algo la observaba la perturbó. Una sombra se movió rápidamente y levantó las partículas de polvo.
¡Aaaah!..., gritó Juana y se aferró fuertemente a la escalera. Su respiración agitada y el miedo la hacían temblar. Un poco más y llegaba, pensó. Al asomarse de la escalera, grande fue el susto cuando se dio cuenta de que el sonido provenía de un piano destartalado. Se acercó con lentitud e intentó abrirlo. Fue entonces cuando se le erizó la piel de la nuca, le zumbaron los oídos, el cuerpo se le aflojó, y de repente…. se desplomó. (Silvia)



La casa de al lado

La casa era cómoda, con las habitaciones necesarias y dos baños. Una sala de estar, un pequeño lugar para usar como escritorio, la cocina pequeña, un patio y un jardín.
Sus padres se la regalaron cuando cumplió los 25 años y lo que más la emocionó fue que estaba amueblada con sencillez, y con un piano que engalanaba la entrada.
Cambió las cortinas, lo único que no la satisfizo. Colocó unas plantas que le regalaron sus amigos y empezó a soñar con su independencia. Tenía un trabajo, una casa, una hermosa familia.
La primera noche en su nuevo hogar durmió como cuando era una niña, sin preocupaciones; a la mañana siguiente se levantó, desayunó en el patio. Regó las macetas del jardín y, sonriendo, se dirigió al escritorio para seguir con la lectura del libro que la tenía atrapada, y acomodar la biblioteca.
Su amor por la música la había llevado a intentar el aprendizaje de varios instrumentos, pero el que más la había cautivado era el piano. Encontró entre los papeles que aún no había acomodado, una partitura vieja de Las cuatro estaciones.
En la casa de al lado alguien tocaba un vals.
Se sentó en el taburete, abrió la tapa del piano, desplegó la partitura y cuando sus dedos se deslizaron por las teclas para sacarles el sonido esperado, éstas no respondieron.  Un piano mudo la asustó. Se fijó si estaban todos los componentes, no faltaba nada. Intentó una vez más, convencida de que la emoción le había jugado una broma. Las teclas seguían mudas. Llamar a sus padres fue la primera idea; llamar a un experto, la segunda.
El celular sin carga la llevó a tocar el timbre de la casa de  una vecina aún desconocida. Doña Sara salió luego de varias llamadas. Se disculpó aduciendo una discapacidad auditiva. La frustrada concertista le comentó que había escuchado a alguien tocar un vals. Sara sonrió con tristeza y la invitó a pasar. Mientras un exquisito té las acompañaba, el vals volvió a escucharse. La dueña de casa no se inmutó; sin embargo, a la nueva vecina un frío le corrió por la espalda. En la casa no había ningún piano, no se veían aparatos de música ni televisores, solo sillones viejos con almohadones muy gastados.
Olvidó el motivo de su visita a la vecina, agradeció el té y con un ¡hasta luego! salió con las pocas fuerzas que le quedaban. (Adela)


Regalos

El hotel era famoso por la fastuosidad de sus instalaciones. Sus huéspedes pertenecían a lo más notable de la clase alta europea. Residían reyes, príncipes, empresarios, importantes funcionarios de las embajadas, alternados en los salones recargados de lujos.
Entre ello se confundían expertos espías ávidos de descubrir cuanta miseria humana se escondiera detrás de esa fachada de opulencia y placeres, para luego venderla al mejor postor.
Cenas, bailes, festividades eran frecuentes. El alcohol y los romances clandestinos no faltaban.
Esa inolvidable noche festejaban Halloween, celebración que algunos tildaban de pagana, otros de culto al mal, pero la usaban como un pretexto más para dar rienda suelta a los excesos.
Bailaban una frenética danza africana con elevados tonos de tambores, flautas y trompetas, mezclados con espantosos gritos que nadie advirtió.
A la mañana siguiente comenzó el horror. En cada piso encontraron una pareja asesinada con saña e inusitada violencia. El hombre en una habitación con numeración par, la mujer en una impar.
Trozos de los cuerpos, prolijamente ordenados en cada rincón de las amplias habitaciones. Las cabezas envueltas para regalo con llamativos nudos y moños multicolores, sobre la tapa del inodoro.
El aterrado directorio dispuso que un grupo internacional coordinara las investigaciones para encontrar al responsable. El trabajo para esclarecer el delito no obtuvo resultados positivos, ni siquiera lograron identificar a las víctimas.
Con prisa y sin pausa el ingreso de huéspedes menguó. La decadencia y el abandono le ganaron a la algarabía y la disipación. Los continuos saqueos terminaron con el lujo y la magnificencia. Sólo quedó un antiguo piano en el salón de baile, al que nadie se acercó.
Cada 31 de octubre, a media noche resuenan melodías africanas acompañadas con estridentes agudos de las teclas que asemejan chillidos humanos. (Alcira)



Melodías a través de las paredes

Por las tardes, pasadas las 17, era normal sentir filtrarse las melodías a través de esas gruesas paredes derruidas por el tiempo.
Treinta y cinco años atrás, una joven pareja había decidido que esa casona al lado del arroyo sería su hogar. Pocos vecinos, lugar tranquilo y agradable. Adquirirla y mudarse con sus tres perros fue sólo cuestión de días.
A poco de mudarse, compraron un piano de cola; ideal para la joven mujer, quien deleitaría a las visitas con sus ejecuciones.
Cuando se desató la tormenta eléctrica, como a las cuatro de la tarde, estaban en la orilla del río. Empezaba a llover al momento de ingresar. Los perros agitados y nerviosos irrumpieron en la vivienda en el instante en que un rayo caía, lo cual apagó el desgarrante alarido.
En los días que siguieron a aquella gran lluvia, nadie reparó en la ausencia de la pareja ni llamó la atención que los perros anduvieran por el campo.
Pasado un mes, uno de los vecinos llamó a la policía del lugar al ver que los perros habían ingresado al gallinero y atacado a tres de sus gallinas. Fue hasta la casa a reclamar. Se encontró con una casa cerrada, nadie contestó a su llamado… todo estaba en silencio. Al llegar la policía, efectivamente, la casa estaba abandonada, sin vestigios de la pareja; sin embargo, el automóvil aún seguía en el garaje. Buscaron durante veinte días por la zona, pero, ¡ni rastros!
Con el correr de los años, la casa abandonada quedó en ruinas con todo lo que tenía, porque nadie reclamó posesión alguna. Además, ¿Quién lo haría?
Una tarde, un adolescente que iba al río a bañarse, vio un brillo peculiar entre la bosta seca canina ya casi disuelta por el paso del tiempo. Una alianza sin inscripciones.
En el mismo instante en que ese anillo iba a parar a su bolsillo, escuchó una melodía ejecutada en piano que le erizó la piel. Y la leyenda se divulgó.
Desde entonces, por las tardes, pasadas las 17, es normal sentir filtrarse las melodías a través de esas gruesas paredes derruidas por el tiempo. (Gerónimo)


El juramento.

Habían pasado cuarenta años cuando Ramón Gómez, Monchito, decidió volver a su añorado pueblecito natal.
Europa estaba convulsionada de guerras, de antagonismos políticos. El olor del ambiente se mezclaba con la podredumbre de los cuerpos, las flemas de los agitadores y… el amor se hacía a escondidas.
La libertad se agitaba en una bandera deshilachada.
Cuando partió con esa pareja, que fueron sus padres adoptivos, se afincaron en La Patagonia; esa región del sur argentino.
Tenía las montañas y las aguas más claras que lo llevaban, cuando echado luego de cabalgar con su compañero negro,   Azabache, a sacar la armónica de su padre, único recuerdo vivo. De ella salían las notas dulces y entregadas a la paz.
Sus padres, al igual que los padres de Clarice, maestros del pueblo, fueron llevados por los uniformados de ese momento. Apresados como delincuentes.
En sus humildes casas y en la escuela solo había algunos libros de los pensadores de la época. Ese era su delito.
Clarice y Monchito estaban en la cueva de la montaña, donde se resguardaban por si acaso un lobo rondaba por el lugar.
Sin que los vieran, lograron salvarse. En los ojos de ambos se grabó la escena cruel. Juraron no separarse. Sellaron su promesa con el intercambio de sus rulos.
Ella cortó con la navaja que él tenía un rizo rojizo y lo envolvió en un recorte de su enagua.
Él sacó varias fibras de una planta y tejió un collar entremezclándolo con su ensortijado pelo negro.
Cada uno tomó su rumbo. Las autoridades los llevaron a distintos lugares. No volvieron a verse.
Monchito fue hasta el aeropuerto. Al embarcarse todo estaba en orden. Cuando despegó el avión, los doscientos y pico de pasajeros se convirtieron ante su  vista en cadáveres. Hablaban, reían. Disfrutaban las comidas... Veía a sus padres. Y... ¡los padres de Clarice!
La única que tenía aspecto de carne y hueso era la azafata que estaba en la cabina, enfrente suyo.
Era una imagen conocida. La tierna sonrisa, las pequitas en su nariz. Los ojos pícaros lo miraban y una voz le susurraba: ¡he venido a buscarte!
El viaje duraba aproximadamente doce horas. ¡No podía viajar con el corazón acelerado a tantos metros de altura!
Tomó el Clonazepam que había puesto en el bolsillo. Se colocó los auriculares. Escuchó su música favorita y se entregó al sueño.
El cimbronazo que provocó el aterrizaje lo despertó. Se repuso y le pareció una fantasía. Todo en tiempo y forma. Una brisa extraña lo conducía.
Llegó al centro de Madrid. A la plaza Tirso de Molina. Buscó un lugar para hospedarse. Subió los cuatro pisos con su equipaje, no había ascensor.
Al abrir la puerta del pasillo, caminó unos pasos y se encontró en el salón con un viejo piano. La tapa estaba abierta. Las teclas blancas estaban incompletas. Faltaba una.
De allí salió esa melodía que lo había acompañado siempre. Estaba mudo, pálido. Un collar artesanal de pelos negros apareció ante él.
Las ventanas se abrieron de par en par. El pez anaranjado saltó de la pecera; se estrelló contra el suelo.
Unos pasos subían por la escalera. La casera iba a cobrarle la renta.
Al llegar a la puerta, una ráfaga fría, envolvente, llena de sonidos la paralizó.
Sobre el sillón había una maleta de cuero con unas iniciales plateadas: R. G. (Josefina)


La cacería del músico

Hace mucho tiempo, los vecinos de una pequeña población de la provincia de Buenos Aires, sentían mucha curiosidad por un extraño fenómeno. Al caer la noche, desde una vieja casona abandonada, se escuchaban extrañas melodías desacompasadas que parecían salir de un piano desafinado.
La casa en sí, también era un misterio; había pertenecido a una familia muy reconocida: los Palermo Anchorena. Un matrimonio y cinco hijas. Ninguna de las mujeres se había casado, no se les había conocido ni una pareja, ni un novio, ni siquiera un pretendiente.  A mediados del siglo pasado, en el transcurso de un año murieron las siete personas, de a uno y de muerte natural. Al no haber descendencia, y no encontrarse nunca la documentación de la propiedad, todo quedó como estaba por más de 60 años. Desde entonces, cada vez con más frecuencia y más fuerza, se fueron escuchando los extraños sonidos.
A comienzos de este año, el nuevo gobierno municipal decidió hacerse cargo de la casa, que vendría muy bien como museo histórico. Para lograr esto, debían, además de acondicionar el lugar, investigar a fondo y desentramar los misterios.
Una comisión integrada por curas, médicos, arquitectos, ingenieros en sonido, médiums, varios obreros y curiosos empezó la cacería del músico. Comenzaron limpiando los jardines. No fue fácil; roedores, hormigas, caracoles, arañas y otros habitantes naturales dificultaban el avance de la obra. Continuaron con el interior: papel de decoración que se movía sin razón, pisos crujientes, cosas pequeñas que aparecían deterioradas y fuera del lugar donde habían sido dejadas, telarañas que se enredaban en los cabellos, humedad que dibujaba las paredes, clavos que se enganchaban en la ropa, charcos en el piso de un líquido inespecífico, olor rancio que los ahogaba y las teclas del piano que se movían solas les hacían dudar a diario si seguir o no con el proyecto, pero no se detuvieron.
El avance era lento, había muchos obstáculos. Sin embargo, la curiosidad los ganaba y los invitaba a continuar.
Un día, se acercó un pequeño personaje de apariencia siniestra. Cabeza muy grande, nariz puntiaguda, dos extrañas verrugas en su rostro. Su presencia causaba temor, aunque era muy agradable en el trato. Se presentó como periodista de investigación, y pidió autorización para trabajar con ellos. Al día siguiente empezó su labor de la manera más natural y cotidiana: instaló una cámara y la dejo encendida por 48 horas ininterrumpidas.
Al observar la grabación, encontraron algo tan simple como repugnante: al caer el sol, cientos de roedores de diferentes tamaños salían desde las teclas del piano y se apoderaban de la vivienda a su gusto. Corrían, jugaban, anidaban, curioseaban las herramientas dejadas por los obreros. Era un cuadro repulsivo y horroroso. El sonido era ensordecedor, entre el chillido de ellos y las teclas del piano descoordinadas se generaba un estruendo que por sí solo producía temor.
Luego de que el servicio de control de plagas hiciera su trabajo, los ruidos cesaron. Lentamente, se pudo avanzar sobre restos de documentación y objetos que en estado de descomposición permanecían en la vivienda. La hipótesis principal, que aún se está investigando, es que todos los miembros de la familia fueron muriendo por intoxicación con los venenos que utilizaban para eliminar a los roedores. Los pobladores del pueblo comentan que las hijas eran mujeres muy hermosas; aunque los muchachos no se les acercaban: olían a veneno y desinfectante. (Fabiana)



Concierto nocturno

Los intrusos abandonaron el lugar. La sombra de quien  los espiaba desde que se habían introducido en su refugio salió de su escondite. No lo habían descubierto, por suerte. Molesto por la intrusión recorrió el lugar para asegurase de que realmente estaba desierto. La soledad era su elemento, desde que la casona había sido abandonada. El tiempo la había deteriorado pero era su hogar.
Siempre había merodeadores que hallaban divertido recorrer la vieja casa, llenándola de basura. Algunos, a veces, pernoctaban ahí; pero no volvían otra vez. Él se encargaba de eso. Su lugar favorito era el salón donde todavía reinaba un piano. A pesar de los años de desgaste aún se veía algo de su antiguo esplendor. En ese lugar, a pesar de la mugre, era posible percibir el brillo y el lujo que habían imperado alguna vez;  cuando la casa se iluminaba para recibir invitados a fastuosas fiestas, cuando las risas y la música, se oían  por todo el vecindario mientras fluía el champán. Y en una de esas fiestas había conocido y perdido el amor.
Las teclas se empezaron a mover desgranando una melodía nostálgica, cada vez más intensa que inundaba todo el lugar. Se escurría por la ventana y se introducía en la oscuridad de la noche.
—¿Viste? Te dije que en esa casa hay un misterio.
—Pero la recorrimos de punta a punta y no vimos a nadie.
—¿Y cómo se explica esa música? El piano que vimos está totalmente estropeado. Ni un superdotado sacaría una nota de ahí. ¿Volvemos?
—Ni loco, prefiero seguir en la ignorancia.
Los habitantes de las pocas casas circundantes escuchaban aprensivos el melancólico concierto. Nadie se atrevió a ver quién era el misterioso ejecutante. Nadie vio la figura traslúcida que, con la ternura de un amante, acariciaba las ruinosas teclas en un eterno concierto. (Alicia)

Foto de internet: Estancia La Matilda, localidad Máximo Fernández, Bragado, Pcia. Bs. As. 

sábado, 16 de mayo de 2020

Octava consigna en cuarentena

No todo se olvida

Ese día se levantó malhumorada, con pocas ganas de hacer... nada.
Desayunó como la mayoría de las veces: jugo de naranja, café con leche y tostadas con queso untable y miel.
Se quedó más tiempo en camisón y bata. Las pantuflas con un pie adentro y el otro en el lomo de su gatita, ¡por supuesto! acomodada en la pantufla derecha.
Compañera aliada desde que se había quedado sola.
El sonido de su celular le avisaba una llamada. Atendió. Del otro lado, una voz desconocida la invitaba a encontrarse. No sé por qué, aceptó.
El sol de ese otoño caía. Comenzaban a verse los primeros signos de la noche.
Salió vestida como para una velada especial.
Transitaba con sigilo y embutida en sus divagaciones. Estaba todo desierto.
Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol. Esos haces pequeños, imperceptibles de luces, la guiaban.
Hacia dónde, no lo sabía. Era un enigma.
Aceleró el paso. Las siluetas de las casas, los sonidos que salían de ellas, las sombras de los árboles en las veredas... confundían su mente.
Llegó a un descampado. No tenía miedo. Curiosidad. Sólo aquella voz del celular, la sustrajo.
Ya no se acuerda de nada.
Sentada en el sillón del comedor, teje. ¿Qué teje?
Algo... No sabe para qué ni para quién.
Su gatita de siempre, sensitiva, ronronea sobre sus pies. Le lame una mancha marrón en el dedo pulgar descubierto.
Y... recuerda que una vez, hace mucho, se levantó malhumorada. (Josefina)


Soledad y frío

Noche fría de invierno. El ómnibus salía de la Terminal de Bahía Blanca a las 23:30. Una lectura rápida y sin anteojos, interpretó 23:50 y hacia allá se dirigían: él, momentáneamente al volante, ella a su lado; luego volvería sola los 25 km que distaban de su casa, él partía rumbo a una importante reunión de trabajo.
Al llegar a la terminal, en la boletería les informaron que el transporte había salido hacía 10 minutos. La única opción para tomarlo era ir a alta velocidad hasta Coronel Pringles, que era la próxima parada, y abordarlo allí. Y hacia ahí partieron.
Llegaron justo. Después de las correspondientes explicaciones, la puerta del micro se cerró y el chofer arrancó a la vez que ella exclamaba asustada: ¡NO SÉ EL CAMINO PARA VOLVER A CASA! 
Esperó unos minutos. Intentó tranquilizarse, preguntó qué ruta tomar, puso el GPS y emprendió despacio los 150 km que la separaban de su casa.
A los 45 minutos de conducir por el camino casi desierto, con la música fuerte y la calefacción muy alta, la luz roja del medidor de combustible se encendió. El motor se detuvo. No pasaba nadie y el frío comenzó a hacerse sentir.  El celular marcaba fuera de servicio. A lo lejos se veían las luces del ingreso a Cabildo. Hacia allí se dirigió, caminando y con el miedo como único acompañante de esa travesía.
Ya eran casi las 4, las primeras casas se alcanzaban a ver y empezó a sentirse más tranquila. Ya no era todo oscuridad, había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol. Se relajó, pero el frío, los nervios, el cansancio y el silencio fantasmal la confundieron un poco. Miró al cielo mientras apoyaba el pie en una alcantarilla floja y se cayó. Permaneció en el piso unos segundos antes de intentar levantarse. Un camión que transportaba leche se detuvo y el conductor le ofreció ayuda. A los pocos minutos estaba ingresando al centro de salud, donde no sabían si comenzar a atenderla por hipotermia, crisis nerviosa, esguince de tobillo, apetito o si ofrecerle un baño para que desagote su vejiga. Se sentía embarrada, fría, dolorida y aun con mucho miedo.
A las 2 horas amaneció agotada, en un lugar agradable pese al suero que colgaba del brazo y una cama calentita. Su marido, del otro lado del teléfono le avisaba que ya había llegado, que durante la noche había intentado comunicarse varias veces y que no había contestado. Ella mintió que se había quedado sin batería en el celular; si le contaba la verdad, él no le creería.
Ahora era momento de esperar el alta y pensar en buscar combustible para el auto y volver, por fin, a casa. (Fabiana)


Sombras y secretos

Una llovizna perspicaz buscaba refugio en mi cuerpo. Caminaba algo sonámbulo las empedradas calles de un barrio olvidado en Boulogne. La brasa de mi cigarro se apagó súbitamente justo antes de llegar a destino. La noche estaba en su génesis. La irresistible tentación de ver hasta qué punto podía desilusionarme, me había depositado en la figura de Florencia, una mujer morocha de cabellos ondulados y tez trigueña. Poco locuaz, de aspecto lánguido, pero con una personalidad contundente; hábil para domar a cualquier ser iracundo. En la dulzura de sus palabras guardaba los rugidos de un ser con cien sombras y mil secretos. Es imposible describirla con léxico ordinario. Podría decir que es una suerte de Diosa oscura capaz de someter cualquier hombre a su voluntad. Una repugnante pitada con sabor a tabaco y fósforo me hizo toser. Estaba frente a su casa, mirando la ventana del cuarto en el que ella reposaba. Sentirla próxima me producía sosiego. Era tarde y no había espacio para la vacilación. Consumando una liturgia de amantes toqué tres veces el timbre, siendo el último el más prolongado. Del fondo del corredor y velozmente, sobresalió la imagen de alguien que jamás había visto. Era un hombre de cabeza calva y enorme vientre. Me alejé dos pasos e hice foco en el número de la calle. Estaba acertado.
—Buenas noches —dije. Mi saludo no fue correspondido
—¿Qué se le ofrece, caballero? —preguntó desafiante, con la voz ronca de quien recién se levanta.
—Busco a Florencia…
—Esa mujer no vive acá desde hace tres años —y sentenció— ¡Retírese o llamo de inmediato a la policía!
Me alejé caminando hacia atrás, desorientado. Había perdido referencia, no sabía dónde estaba, como si la rosa de los vientos hubiese desplegado su espíritu maligno en la fría noche de un alma vagabunda. Mi desventura no tenía antídoto, pensé. La luna, taciturna, se refugiaba en el espesor de nubes negras teñidas de un espeluznante color carmín. La orden persuasiva de inmediata retirada me perturbó y eché a correr en busca de un sendero que apacigüe mi locura. Cansado, penetré en un oscuro callejón, iluminado con árboles marchitos. Las hojas se rendían al efecto centrífugo del viento y unían a pedazos de papel y tierra, perdiéndose en la arquitectura del lúgubre paisaje. Cuando retomé lucidez me di cuenta que ahí había quedado sepultado el mínimo intento de acercamiento. No me quedaban más cigarrillos y había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol. Continué mi camino sin ánimo, colmado de tristeza y aflicción. Mi amor con Florencia había sido único y, a juzgar por lo acontecido, irrepetible. Tan intenso, que tardé tres años en levantarme. (Martín)


¡Y qué!

¡Estás gorda!, me dicen en un tono entre burlón, despectivo, discriminatorio  y hasta maligno… y sí, tienen razón… ¡Y qué! ¡Soy gorda!, me gusta ser gorda, me siento bien cómo soy.
No padezco enfermedades de ningún tipo. Me gusta comer de todo. ¿Por qué debería prohibirme del placer que me otorga la comida? ¿Para agradar a los demás? ¿Quiénes son para erigirse en jueces y jurados de lo que soy o debería ser? Intento que estos comentarios no hagan mella en mí. Sin embargo, sí lo hacen. Cada tanto la depresión me alcanza y los insulto calladamente, pero con todas mis ganas de silenciarlos para siempre.
Soy bonita como cualquier flaca que se pasea sabiéndose valorada por su belleza exterior. Nadie piensa que más allá de ese atractivo debería haber algo más. Ese plus que tengo y que a nadie le importa, sólo ven una gorda vestida con modelos-bolsas.
Para ver mi encanto deben desear encontrarlo en mi interior, en mi intelecto. Algo que nunca harán ya que se detienen en el exterior, que culturalmente es rechazado.
Salgo a caminar al anochecer, cuando menos gente cruzo. Aunque disfrazo con alegría que la mirada ajena no me lastima, sí lo hace.
Una de esas noches había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol, cuando desde el fondo de la cuadra apenas divisé una masa uniforme que se desplazaba hacia mí.
Nos miramos, reconociéndonos despaciosamente. Seguimos juntos casi sin quererlo. Una tímida conversación se inició en el silencio tan pesado como nosotros. Hasta que las compuertas de nuestras frustraciones comenzaron a abrirse: “no conseguimos ropa elegante y a la moda”, “las sillas nos resultan chicas”, “no tenemos lugares adecuados en los aviones”, “la aparatología de los hospitales no está preparada para nosotros"... 
Continuamos hasta encontrar una heladería abierta. 
Delante de una torta helada colmada de chocolate, dulce de leche y cremas variadas la vida es color de rosa. Algo que las flacas jamás podrán apreciar. (Alcira)


Desdicha

Caía la tarde cuando se despidieron. Ella lo besó en la mejilla. Él esperaba un beso, pero no ese beso. Estuvieron juntos seis años y ahora que el amor había sido derrotado por la rutina y la desconfianza, la distancia se hacía protagonista.
Muchas noches fueron testigos de la dicha devenida hoy en desdicha, cuando las sábanas protegían solamente los gemidos y los sudores se hacían añicos contra el espejo. Desde afuera, las ventanas opacadas escondían el ritmo desacompasado de una danza salvaje.
Sin embargo, todo terminó a pesar del esfuerzo; el “no sos vos, soy yo” fue sólo una frase descolgada del perchero de las excusas. Fueron los dos y la tediosa incapacidad de innovar.
Allí en esa esquina quedó un fantasma llamado amor; desamparado y sin rumbo.
Ya la noche se avecinaba; había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol. No quería esa luz amarillenta; su rostro era una calavera con ojos rojizos y su osamenta sólo estaba cubierta con escamas de olvido.
Arrastra cadenas de desilusión. Ya no escucha el canto de gorriones ni ve los picaflores en los árboles. Los cuervos festejan la despedida.
Hecho trizas el alma, adormecida la razón y moribundo el corazón, no reparó en la canción de cuna que salía por la ventana de una casa tal vez a oscuras.
Al llegar, en su cama se dejó caer… y morir. (Gerónimo)


Inconsciente

El día en que Mildred nació la primavera empezaba a mostrar sus coloridas flores. Primera hija, primera nieta, primera sobrina. La felicidad era el premio para aquellos que habían padecido una guerra, un exilio, que habían tenido que empezar de cero. Nuevas costumbres, nuevo idioma, nuevo país.
Mildred creció, se enamoró de la investigación y de las caminatas. Al terminar cada jornada el sueño de batir sus kilómetros recorridos la ayudaba para calmarse, dormir y al día siguiente empezar con nuevos bríos.
Vivir sola había sido su elección, no tener que rendir cuentas a nadie. El gato que la esperaba no le pedía nada.
Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol, ¡otra vez ese sueño, recurrente!  La despertaba sudorosa, con las mejillas surcadas por el llanto, con los labios contraídos y las manos apretadas hasta provocarle dolor.
El tratamiento sicológico, tal vez porque no confiaba en él, no había resultado como lo esperaba.
Las caminatas que antes la sedaban ya no eran lo mismo. Mientras un pie seguía al otro su mente temía el momento en que luego de dormirse la pesadilla volviera.
Un mensaje en el celular la invitaba a pasar el fin de semana en la casa de sus abuelos. No quería compartir con ellos su angustia, pero un poco de distensión y otra cama se convirtieron en una esperanza.
El encuentro con los abuelos, con los primos la hizo sonreír. Recordó los mimos de la niñez, el calor de la familia, el olor de la cocina, el canto de los pájaros entre los árboles.
En su pieza, una biblioteca vieja la llamó; un libro destacaba entre todos. Mildred se estremeció al tomarlo entre sus manos y ver la portada: una calle, un farol que apenas mataba la penumbra y el cadáver de una chica, con la cara tapada por hojas otoñales de un árbol. (Adela)


Sospechas

“Se necesita señorita bilingüe, buena presencia y excelente preparación académica para trabajo en Embajada”. El aviso en el diario dominical resaltó ante la vista de Gabriela. Ese fue el punto de partida para una catarata de preparativos con el fin de viajar desde su pequeño pueblo provinciano hasta la Capital, donde se presentaría para la entrevista.
De nada sirvieron las advertencias ni la oposición de sus padres. Ella era mayor de edad, perito mercantil, con carrera contable promediada en la Universidad más próxima, y un diploma de inglés de un instituto privado. Sentía que era tiempo de buscar su destino.   
Así fue como tomó un colectivo que tardó varias horas en llegar, mientras que en su cabeza se entremezclaban pensamientos sobre lo que dejaba y lo que le depararía el futuro. ¿Tal vez un viaje al exterior? ¿Una carrera diplomática? Demasiado pronto para vaticinar algo. 
Dejó las maletas en el hotel y se dirigió a la dirección indicada en el aviso. Le extrañó no encontrar una placa relacionada con la Embajada. Sí se leía un nombre desconocido correspondiente a una empresa de recursos humanos. Entró. La recibieron amablemente y la llevaron a hablar con su entrevistador. Éste, muy atento, la hizo sentar y comenzaron a hablar. Pero, a medida que pasaban los minutos, algo le hizo presentir que todo era un engaño, una fachada. Que ese tentador aviso servía para atraer incautas con fines más oscuros. La voz, el lenguaje corporal de su interlocutor, varias fotos en la pared, la secretaria que apareció algunas veces, ciertas incongruencias en los detalles, hicieron que desconfiara. Decidió que, al salir, si lo conseguía, no volviera nunca más por allí. Quedaron en que debía regresar al día siguiente, con todos sus documentos para poder viajar. La agencia misma se encargaría del pasaporte. Otro motivo más para sospechar.
Apenas cruzó el umbral de salida, ya casi de noche, sus ojos se llenaron de lágrimas y un sollozo se instaló en su garganta. No sabía dónde dirigir sus pasos. Deambuló perdida. Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol, cuando reconoció la plaza cercana a su hotel. Hacia él se encaminó, vencida. ¿Volver a su pueblo? ¿Reconocer ante sus padres que tenían razón? Se sentía defraudada, engañada, con sus ilusiones rotas. Por el momento sólo quería llorar y descansar, si la tristeza se lo permitía. El cansancio pudo más y durmió por varias horas.
A la mañana siguiente, la despertaron los ruidos propios de los empleados y huéspedes del hotel. Se duchó, vistió y bajó al comedor. Mientras desayunaba se dedicó a destacar los avisos clasificados del día.(Liliana)


Huida

Estaba oscureciendo, pronto podría salir de su refugio. Había dejado atrás a sus perseguidores pero no por mucho tiempo. Todo había salido mal. Creyeron que sería fácil y hasta divertido apropiarse de la camioneta, que dormitaba en el callejón trasero del boliche de mala muerte regenteado por el turco Amin.
La habían visto varias veces, creían que pertenecía a algún parroquiano del bar, aunque era demasiado vehículo para los mal entrazados clientes asiduos al lugar. Generalmente, venía los viernes a la noche y quedaba estacionada un par de horas. Pan comido para las habilidades del flaco Aníbal.
Los tres se perdieron en la noche satisfechos por el éxito. Beto, fierrero apasionado, llevaba la camioneta por la autopista como si estuviera en un fórmula uno. Reían divertidos y sacaban cálculos de los beneficios que conseguirían en el desarmadero. Primero se ocultarían hasta el día siguiente. Metieron la camioneta en un galpón abandonado donde solían reunirse para beber y drogarse sin que nadie los molestara.
Mientras la revisaban para sacar los objetos de valor que pudieran encontrar, Beto descubrió un paquete en la caja de carga. Era voluminoso y pesado. Al abrirlo, descubrieron una gran cantidad de cocaína. A la sorpresa le siguió la euforia, se sentían como si hubieran sacado la lotería. Aníbal tenía contactos, les llevaría la droga y obtendrían una buena suma por ella.
Nada fue como lo pensaron; los dueños del paquete eran poderosos y nadie quiso meterse con ellos. Alguien los delató y desde entonces estaban huyendo.
No sabía nada de sus compañeros desde hacía dos días y temía lo peor. Ahora aprovecharía la noche para escapar.
Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol, cuando el ruido de un motor le heló la sangre. Entró en una calle lateral para refugiarse en la oscuridad. El auto pasó de largo sin detenerse. Aliviado y tembloroso siguió su camino.
Tenía poco dinero pero le alcanzaba para salir de la ciudad. Buscaría hacer dedo en la ruta, algún camionero lo llevaría a cambio de compañía. No importaba donde fuera, solo quería alejarse todo lo posible. Siempre se las arreglaba para sobrevivir. Buscaría algún trabajo, era hábil con los motores. Y siempre hay oportunidades para quien sepa buscarlas. Tal vez volviera o tal vez no, después de todo no dejaba nada importante detrás. Ensimismado en sus planes no percibió al auto que, con las luces apagadas, lo seguía. (Alicia)


“Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol”.
Ángeles Mastretta, Mal de amores.

sábado, 9 de mayo de 2020

Séptima consigna en cuarentena



Para leer sin prisa

Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.


Olga Orozco 

Tiempos difíciles de rara soledad
algo complicados, o no.
Hay quienes los aman, y quienes se aman.
Quienes se aburren
quienes desesperan.
Nuevas comunicaciones, raros vínculos, otras palabras.

Necesitábamos detenernos a mirar nuestro entorno,
a mirarnos a nosotros mismos,
a mirar al otro 
y no a verlo solamente.
Revalorar y revalorarnos.

Esta nueva época me encuentra algo anestesiada,
sin grandes proyectos ni expectativas.
Leo sin prisa, observo, aguardo, descanso, espero…
Creo y recreo: me permito equivocarme.
Pienso que tal vez
esta corona 
esté buscando nuevos reyes.

(Fabiana)


Para llegar muy lejos


Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.


Olga Orozco 

Seguiremos remando
para alcanzar la orilla.
Si el mar está calmado
lo vamos a intentar,
mas si viene tormenta
juntaremos las manos
y con fe y con plegarias
habremos de esperar.
No todo está perdido,
la tormenta se aleja.
Vemos el arco iris
el sol vuelve a brillar,
planea una gaviota
y un viento ululante,
travieso y altanero,
nos hace despeinar.

Ya estamos en la orilla
podemos descansar.

(Adela)



Retazos

Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.

Olga Orozco 

Retazos, las cuatro paredes.
De los estantes se deslizan
los personajes
de los libros leídos.
Los sillones raídos, los pensamientos seniles.
El crucifijo, ahí, en la cabecera matrimonial.
El amor que fue, se esfuma,
en ti se adormece.
La cáscara de nuez, sobre la mesa
toma impulso.
Las cucharas, remos de tu nostalgia
cruzan océanos, mares
y... las rías.
Subiste a la terraza
las plantas, los pájaros
la luna...
Hoy, muy lejos, retazos de ti. 
Ahora que no hay nadie.

(Josefina)


Utopías


Ciudad donde campean los colores frugales
los pequeños olvidos.

José Emilio Tallarico

Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.

Olga Orozco 

Cree que es un necio buscando utopías;
es su guía aquella estrella que brilla
y su horizonte es una gran quimera.

La ilusión sigue intacta en la distancia,
otrora lejana osadía de escarbar
la osamenta descarnada del alma.

Un hilo de agua que nace en la montaña
sueña con ser un río en la llanura;
un garabato arcaico hecho hace mucho,
despierta en óleo colorido en la pared.

El mar se confunde en la blanca arena;
delira en su salitre atardeceres
de ocres sensaciones y mates de a dos.

La brisa ignora el futuro en huracán;
acaricia dulcemente, arrebata ferozmente.

Es la vida una bolsa llena de utopías,
las quimeras no son lo que antes eran;
ya los deseos pueden más que la razón.

Si se sueña, se puede llegar lejos;
si se razona, tal vez lleguen olvidos.

(Gerónimo)



Contradicción

Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.

Olga Orozco

Ahora que nadie queda
espero se vayan todos
y que ninguno interceda
si es que encuentra algún recodo.

Si no, marcaré una raya
para que jamás se acerque,
también una contrarraya
por si alguno no obedece.

Y si abro que entren de a par
porque impar siempre fue yeta.
Si se me da por yapar
tal vez otro por ahí entra.

Carente de más templanza
así me voy despidiendo.
Desconfiando en mi confianza
a todos controvirtiendo.

(Martín)


Uno para el otro


Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.

Olga Orozco 

Susana lo recordaba así desde la secundaria. Elegante, altivo y un poco autoritario. Pero lo justificaba. Realmente era brillante, de una inteligencia superior. Tal era así que los años de universidad pasaron como un relámpago. Se graduó con honores y la vida lo siguió favoreciendo en su carrera como renombrado abogado penalista.
Para ella fueron tiempos de renuncias, pero no lo sentía así por el gran amor y admiración que tenía por Gustavo. Se casaron. No ejerció como profesora. ¿Para qué?, decía su esposo. Si él ganaba fortunas. ¿Hijos? Al principio no llegaron. Luego, a él ni se le pasaba por la cabeza aceptar una adopción o una fertilización in vitro. Así estaban bien los dos. Uno para el otro. Susana exclusivamente para él, quien decía amarla con todo su corazón y no deseaba compartirla.
Cada noche, cuando volvía del estudio, Gustavo pedía un plato distinto. Como buen aficionado a la comida gourmet, esperaba que fuera preparado por las dedicadas y amantes manos de su mujer. Así llegaron a probar comidas típicas de lejanos países, mientras que las tardes de Susana transcurrían en su mundo de ollas, cucharas y sartenes. Ella amaba lo que hacía porque era una demostración de amor por él. Pero de a poco la fue llenando un vacío, una desilusión y un pensamiento recurrente: ¿Era recíproco ese amor? ¿Por qué ella no podía realizarse como profesional o como madre? ¿Era ella misma o la sombra de su esposo? O peor aún, ¿su cocinera o solícito valet? Intentó buscarle la vuelta a su inquietud, sin embargo cada día le iba ganando la melancolía y en su mente se destacaba sólo una palabra: egoísmo.
Una noche, como todas, dejó dispuesta la exquisita cena y la mesa prolijamente tendida. Fue al cuarto matrimonial y tomó sus valijas preparadas de antemano. Antes de salir de su casa, dejó una escueta esquela sobre el plato de su esposo: “Me voy. Sigo mi destino. Trabajaré desde mañana como voluntaria en una fundación para niños huérfanos. Estaré bien. Cuidate. Un beso. Susana”. 

(Liliana)


Juegos infantiles


Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos.

Olga Orozco 

En épocas lejanas las niñas jugaban “a la casita”, soñaban con “ser cómo mamá”.
Si cerramos los ojos, desde más allá del arco iris nos llegan voces e imágenes de un día cualquiera en la vida de esas chiquillas.
La tarde se presta para jugar en el jardín: sol suave, sin viento, temperatura ideal como pocas veces en invierno.
Entre todas deciden pensar para qué otra cosa podían servir sus coquetos jueguitos de té.
—Una taza puede ser una pileta para que se bañen los pajaritos que nos visitan cada mañana —dice Amalia.
—Los platillos para dejarles miguitas de pan —agrega Genoveva.
—¡Tenedores para rastrillar el jardín! —grita Zulma.
—El cuchillo para cortar leña para hacer asado —se le ocurre a Irma, porque su papá usa el asador cada fin de semana.
Por largo rato y mientras la tarde transcurre, las nenas dejan que su imaginación cobre vuelo.
Agotados todos los temas, continúan jugando a la mancha, saltan la soga, la rayuela… hasta que sus madres las llaman porque “mañana hay que levantarse temprano para ir a la escuela”.
Después de la cena, Antonia murmura mientras se baña: “Ahora que no hay nadie, pienso que las cucharas quizás se hicieron remos para llegar muy lejos”. Élida está cerca y escucha, pero no entiende de qué habla su hermana.
Imágenes y voces se van apagando mientras el arco iris se desvanece poco a poco, y las estrellas comienzan a brillar. 

(Alcira)



 Mi no regreso

 Ciudad donde campean los colores frugales, 
los pequeños olvidos.

José Emilio Tallarico


He llegado a mi antiguo hogar, la ciudad donde pasé toda mi niñez y gran parte de mi adolescencia. Apenas ha cambiado con los años. Edificios bajos, arbolado irregular, colores apagados que el sol primaveral no logra iluminar. Por puro capricho recorro la calle céntrica que sigue igual que mi recuerdo. Ahí está mi heladería favorita, la tradicional zapatería donde mi madre compraba mis zapatos escolares, algún que otro negocio nuevo. La gente transita, mira vidrieras, hace compras. La postal de siempre.
Sigo mi camino hacia la casa de mis parientes; los veo en la puerta, esperándome sonrientes. Me reciben con calidez; entre saludos y preguntas se abrevian años de no vernos.
El motivo de mi regreso es el casamiento de mi prima Luciana. Éramos inseparables; sin embargo, el traslado de mi padre por cuestiones de trabajo me llevó lejos. Siempre mantuvimos el contacto pero la distancia cobró su tributo, ya no fuimos confidentes la una de la otra. Por eso mi sorpresa y alegría al recibir la invitación.
Ahora, en medio de la reunión familiar, no puedo evitar sentirme un poco ajena; el tiempo no ha transcurrido en vano. Hay nombres que no conozco, situaciones que no he vivido. No he compartido los hechos cotidianos que forman la vida.
Y aunque nos hemos mantenido en contacto, siento que les soy lejana. Tan lejana como me sintió la ciudad que fue mi hogar alguna vez. (Alicia)