Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 16 de mayo de 2020

Octava consigna en cuarentena

No todo se olvida

Ese día se levantó malhumorada, con pocas ganas de hacer... nada.
Desayunó como la mayoría de las veces: jugo de naranja, café con leche y tostadas con queso untable y miel.
Se quedó más tiempo en camisón y bata. Las pantuflas con un pie adentro y el otro en el lomo de su gatita, ¡por supuesto! acomodada en la pantufla derecha.
Compañera aliada desde que se había quedado sola.
El sonido de su celular le avisaba una llamada. Atendió. Del otro lado, una voz desconocida la invitaba a encontrarse. No sé por qué, aceptó.
El sol de ese otoño caía. Comenzaban a verse los primeros signos de la noche.
Salió vestida como para una velada especial.
Transitaba con sigilo y embutida en sus divagaciones. Estaba todo desierto.
Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol. Esos haces pequeños, imperceptibles de luces, la guiaban.
Hacia dónde, no lo sabía. Era un enigma.
Aceleró el paso. Las siluetas de las casas, los sonidos que salían de ellas, las sombras de los árboles en las veredas... confundían su mente.
Llegó a un descampado. No tenía miedo. Curiosidad. Sólo aquella voz del celular, la sustrajo.
Ya no se acuerda de nada.
Sentada en el sillón del comedor, teje. ¿Qué teje?
Algo... No sabe para qué ni para quién.
Su gatita de siempre, sensitiva, ronronea sobre sus pies. Le lame una mancha marrón en el dedo pulgar descubierto.
Y... recuerda que una vez, hace mucho, se levantó malhumorada. (Josefina)


Soledad y frío

Noche fría de invierno. El ómnibus salía de la Terminal de Bahía Blanca a las 23:30. Una lectura rápida y sin anteojos, interpretó 23:50 y hacia allá se dirigían: él, momentáneamente al volante, ella a su lado; luego volvería sola los 25 km que distaban de su casa, él partía rumbo a una importante reunión de trabajo.
Al llegar a la terminal, en la boletería les informaron que el transporte había salido hacía 10 minutos. La única opción para tomarlo era ir a alta velocidad hasta Coronel Pringles, que era la próxima parada, y abordarlo allí. Y hacia ahí partieron.
Llegaron justo. Después de las correspondientes explicaciones, la puerta del micro se cerró y el chofer arrancó a la vez que ella exclamaba asustada: ¡NO SÉ EL CAMINO PARA VOLVER A CASA! 
Esperó unos minutos. Intentó tranquilizarse, preguntó qué ruta tomar, puso el GPS y emprendió despacio los 150 km que la separaban de su casa.
A los 45 minutos de conducir por el camino casi desierto, con la música fuerte y la calefacción muy alta, la luz roja del medidor de combustible se encendió. El motor se detuvo. No pasaba nadie y el frío comenzó a hacerse sentir.  El celular marcaba fuera de servicio. A lo lejos se veían las luces del ingreso a Cabildo. Hacia allí se dirigió, caminando y con el miedo como único acompañante de esa travesía.
Ya eran casi las 4, las primeras casas se alcanzaban a ver y empezó a sentirse más tranquila. Ya no era todo oscuridad, había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol. Se relajó, pero el frío, los nervios, el cansancio y el silencio fantasmal la confundieron un poco. Miró al cielo mientras apoyaba el pie en una alcantarilla floja y se cayó. Permaneció en el piso unos segundos antes de intentar levantarse. Un camión que transportaba leche se detuvo y el conductor le ofreció ayuda. A los pocos minutos estaba ingresando al centro de salud, donde no sabían si comenzar a atenderla por hipotermia, crisis nerviosa, esguince de tobillo, apetito o si ofrecerle un baño para que desagote su vejiga. Se sentía embarrada, fría, dolorida y aun con mucho miedo.
A las 2 horas amaneció agotada, en un lugar agradable pese al suero que colgaba del brazo y una cama calentita. Su marido, del otro lado del teléfono le avisaba que ya había llegado, que durante la noche había intentado comunicarse varias veces y que no había contestado. Ella mintió que se había quedado sin batería en el celular; si le contaba la verdad, él no le creería.
Ahora era momento de esperar el alta y pensar en buscar combustible para el auto y volver, por fin, a casa. (Fabiana)


Sombras y secretos

Una llovizna perspicaz buscaba refugio en mi cuerpo. Caminaba algo sonámbulo las empedradas calles de un barrio olvidado en Boulogne. La brasa de mi cigarro se apagó súbitamente justo antes de llegar a destino. La noche estaba en su génesis. La irresistible tentación de ver hasta qué punto podía desilusionarme, me había depositado en la figura de Florencia, una mujer morocha de cabellos ondulados y tez trigueña. Poco locuaz, de aspecto lánguido, pero con una personalidad contundente; hábil para domar a cualquier ser iracundo. En la dulzura de sus palabras guardaba los rugidos de un ser con cien sombras y mil secretos. Es imposible describirla con léxico ordinario. Podría decir que es una suerte de Diosa oscura capaz de someter cualquier hombre a su voluntad. Una repugnante pitada con sabor a tabaco y fósforo me hizo toser. Estaba frente a su casa, mirando la ventana del cuarto en el que ella reposaba. Sentirla próxima me producía sosiego. Era tarde y no había espacio para la vacilación. Consumando una liturgia de amantes toqué tres veces el timbre, siendo el último el más prolongado. Del fondo del corredor y velozmente, sobresalió la imagen de alguien que jamás había visto. Era un hombre de cabeza calva y enorme vientre. Me alejé dos pasos e hice foco en el número de la calle. Estaba acertado.
—Buenas noches —dije. Mi saludo no fue correspondido
—¿Qué se le ofrece, caballero? —preguntó desafiante, con la voz ronca de quien recién se levanta.
—Busco a Florencia…
—Esa mujer no vive acá desde hace tres años —y sentenció— ¡Retírese o llamo de inmediato a la policía!
Me alejé caminando hacia atrás, desorientado. Había perdido referencia, no sabía dónde estaba, como si la rosa de los vientos hubiese desplegado su espíritu maligno en la fría noche de un alma vagabunda. Mi desventura no tenía antídoto, pensé. La luna, taciturna, se refugiaba en el espesor de nubes negras teñidas de un espeluznante color carmín. La orden persuasiva de inmediata retirada me perturbó y eché a correr en busca de un sendero que apacigüe mi locura. Cansado, penetré en un oscuro callejón, iluminado con árboles marchitos. Las hojas se rendían al efecto centrífugo del viento y unían a pedazos de papel y tierra, perdiéndose en la arquitectura del lúgubre paisaje. Cuando retomé lucidez me di cuenta que ahí había quedado sepultado el mínimo intento de acercamiento. No me quedaban más cigarrillos y había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol. Continué mi camino sin ánimo, colmado de tristeza y aflicción. Mi amor con Florencia había sido único y, a juzgar por lo acontecido, irrepetible. Tan intenso, que tardé tres años en levantarme. (Martín)


¡Y qué!

¡Estás gorda!, me dicen en un tono entre burlón, despectivo, discriminatorio  y hasta maligno… y sí, tienen razón… ¡Y qué! ¡Soy gorda!, me gusta ser gorda, me siento bien cómo soy.
No padezco enfermedades de ningún tipo. Me gusta comer de todo. ¿Por qué debería prohibirme del placer que me otorga la comida? ¿Para agradar a los demás? ¿Quiénes son para erigirse en jueces y jurados de lo que soy o debería ser? Intento que estos comentarios no hagan mella en mí. Sin embargo, sí lo hacen. Cada tanto la depresión me alcanza y los insulto calladamente, pero con todas mis ganas de silenciarlos para siempre.
Soy bonita como cualquier flaca que se pasea sabiéndose valorada por su belleza exterior. Nadie piensa que más allá de ese atractivo debería haber algo más. Ese plus que tengo y que a nadie le importa, sólo ven una gorda vestida con modelos-bolsas.
Para ver mi encanto deben desear encontrarlo en mi interior, en mi intelecto. Algo que nunca harán ya que se detienen en el exterior, que culturalmente es rechazado.
Salgo a caminar al anochecer, cuando menos gente cruzo. Aunque disfrazo con alegría que la mirada ajena no me lastima, sí lo hace.
Una de esas noches había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol, cuando desde el fondo de la cuadra apenas divisé una masa uniforme que se desplazaba hacia mí.
Nos miramos, reconociéndonos despaciosamente. Seguimos juntos casi sin quererlo. Una tímida conversación se inició en el silencio tan pesado como nosotros. Hasta que las compuertas de nuestras frustraciones comenzaron a abrirse: “no conseguimos ropa elegante y a la moda”, “las sillas nos resultan chicas”, “no tenemos lugares adecuados en los aviones”, “la aparatología de los hospitales no está preparada para nosotros"... 
Continuamos hasta encontrar una heladería abierta. 
Delante de una torta helada colmada de chocolate, dulce de leche y cremas variadas la vida es color de rosa. Algo que las flacas jamás podrán apreciar. (Alcira)


Desdicha

Caía la tarde cuando se despidieron. Ella lo besó en la mejilla. Él esperaba un beso, pero no ese beso. Estuvieron juntos seis años y ahora que el amor había sido derrotado por la rutina y la desconfianza, la distancia se hacía protagonista.
Muchas noches fueron testigos de la dicha devenida hoy en desdicha, cuando las sábanas protegían solamente los gemidos y los sudores se hacían añicos contra el espejo. Desde afuera, las ventanas opacadas escondían el ritmo desacompasado de una danza salvaje.
Sin embargo, todo terminó a pesar del esfuerzo; el “no sos vos, soy yo” fue sólo una frase descolgada del perchero de las excusas. Fueron los dos y la tediosa incapacidad de innovar.
Allí en esa esquina quedó un fantasma llamado amor; desamparado y sin rumbo.
Ya la noche se avecinaba; había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol. No quería esa luz amarillenta; su rostro era una calavera con ojos rojizos y su osamenta sólo estaba cubierta con escamas de olvido.
Arrastra cadenas de desilusión. Ya no escucha el canto de gorriones ni ve los picaflores en los árboles. Los cuervos festejan la despedida.
Hecho trizas el alma, adormecida la razón y moribundo el corazón, no reparó en la canción de cuna que salía por la ventana de una casa tal vez a oscuras.
Al llegar, en su cama se dejó caer… y morir. (Gerónimo)


Inconsciente

El día en que Mildred nació la primavera empezaba a mostrar sus coloridas flores. Primera hija, primera nieta, primera sobrina. La felicidad era el premio para aquellos que habían padecido una guerra, un exilio, que habían tenido que empezar de cero. Nuevas costumbres, nuevo idioma, nuevo país.
Mildred creció, se enamoró de la investigación y de las caminatas. Al terminar cada jornada el sueño de batir sus kilómetros recorridos la ayudaba para calmarse, dormir y al día siguiente empezar con nuevos bríos.
Vivir sola había sido su elección, no tener que rendir cuentas a nadie. El gato que la esperaba no le pedía nada.
Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol, ¡otra vez ese sueño, recurrente!  La despertaba sudorosa, con las mejillas surcadas por el llanto, con los labios contraídos y las manos apretadas hasta provocarle dolor.
El tratamiento sicológico, tal vez porque no confiaba en él, no había resultado como lo esperaba.
Las caminatas que antes la sedaban ya no eran lo mismo. Mientras un pie seguía al otro su mente temía el momento en que luego de dormirse la pesadilla volviera.
Un mensaje en el celular la invitaba a pasar el fin de semana en la casa de sus abuelos. No quería compartir con ellos su angustia, pero un poco de distensión y otra cama se convirtieron en una esperanza.
El encuentro con los abuelos, con los primos la hizo sonreír. Recordó los mimos de la niñez, el calor de la familia, el olor de la cocina, el canto de los pájaros entre los árboles.
En su pieza, una biblioteca vieja la llamó; un libro destacaba entre todos. Mildred se estremeció al tomarlo entre sus manos y ver la portada: una calle, un farol que apenas mataba la penumbra y el cadáver de una chica, con la cara tapada por hojas otoñales de un árbol. (Adela)


Sospechas

“Se necesita señorita bilingüe, buena presencia y excelente preparación académica para trabajo en Embajada”. El aviso en el diario dominical resaltó ante la vista de Gabriela. Ese fue el punto de partida para una catarata de preparativos con el fin de viajar desde su pequeño pueblo provinciano hasta la Capital, donde se presentaría para la entrevista.
De nada sirvieron las advertencias ni la oposición de sus padres. Ella era mayor de edad, perito mercantil, con carrera contable promediada en la Universidad más próxima, y un diploma de inglés de un instituto privado. Sentía que era tiempo de buscar su destino.   
Así fue como tomó un colectivo que tardó varias horas en llegar, mientras que en su cabeza se entremezclaban pensamientos sobre lo que dejaba y lo que le depararía el futuro. ¿Tal vez un viaje al exterior? ¿Una carrera diplomática? Demasiado pronto para vaticinar algo. 
Dejó las maletas en el hotel y se dirigió a la dirección indicada en el aviso. Le extrañó no encontrar una placa relacionada con la Embajada. Sí se leía un nombre desconocido correspondiente a una empresa de recursos humanos. Entró. La recibieron amablemente y la llevaron a hablar con su entrevistador. Éste, muy atento, la hizo sentar y comenzaron a hablar. Pero, a medida que pasaban los minutos, algo le hizo presentir que todo era un engaño, una fachada. Que ese tentador aviso servía para atraer incautas con fines más oscuros. La voz, el lenguaje corporal de su interlocutor, varias fotos en la pared, la secretaria que apareció algunas veces, ciertas incongruencias en los detalles, hicieron que desconfiara. Decidió que, al salir, si lo conseguía, no volviera nunca más por allí. Quedaron en que debía regresar al día siguiente, con todos sus documentos para poder viajar. La agencia misma se encargaría del pasaporte. Otro motivo más para sospechar.
Apenas cruzó el umbral de salida, ya casi de noche, sus ojos se llenaron de lágrimas y un sollozo se instaló en su garganta. No sabía dónde dirigir sus pasos. Deambuló perdida. Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol, cuando reconoció la plaza cercana a su hotel. Hacia él se encaminó, vencida. ¿Volver a su pueblo? ¿Reconocer ante sus padres que tenían razón? Se sentía defraudada, engañada, con sus ilusiones rotas. Por el momento sólo quería llorar y descansar, si la tristeza se lo permitía. El cansancio pudo más y durmió por varias horas.
A la mañana siguiente, la despertaron los ruidos propios de los empleados y huéspedes del hotel. Se duchó, vistió y bajó al comedor. Mientras desayunaba se dedicó a destacar los avisos clasificados del día.(Liliana)


Huida

Estaba oscureciendo, pronto podría salir de su refugio. Había dejado atrás a sus perseguidores pero no por mucho tiempo. Todo había salido mal. Creyeron que sería fácil y hasta divertido apropiarse de la camioneta, que dormitaba en el callejón trasero del boliche de mala muerte regenteado por el turco Amin.
La habían visto varias veces, creían que pertenecía a algún parroquiano del bar, aunque era demasiado vehículo para los mal entrazados clientes asiduos al lugar. Generalmente, venía los viernes a la noche y quedaba estacionada un par de horas. Pan comido para las habilidades del flaco Aníbal.
Los tres se perdieron en la noche satisfechos por el éxito. Beto, fierrero apasionado, llevaba la camioneta por la autopista como si estuviera en un fórmula uno. Reían divertidos y sacaban cálculos de los beneficios que conseguirían en el desarmadero. Primero se ocultarían hasta el día siguiente. Metieron la camioneta en un galpón abandonado donde solían reunirse para beber y drogarse sin que nadie los molestara.
Mientras la revisaban para sacar los objetos de valor que pudieran encontrar, Beto descubrió un paquete en la caja de carga. Era voluminoso y pesado. Al abrirlo, descubrieron una gran cantidad de cocaína. A la sorpresa le siguió la euforia, se sentían como si hubieran sacado la lotería. Aníbal tenía contactos, les llevaría la droga y obtendrían una buena suma por ella.
Nada fue como lo pensaron; los dueños del paquete eran poderosos y nadie quiso meterse con ellos. Alguien los delató y desde entonces estaban huyendo.
No sabía nada de sus compañeros desde hacía dos días y temía lo peor. Ahora aprovecharía la noche para escapar.
Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol, cuando el ruido de un motor le heló la sangre. Entró en una calle lateral para refugiarse en la oscuridad. El auto pasó de largo sin detenerse. Aliviado y tembloroso siguió su camino.
Tenía poco dinero pero le alcanzaba para salir de la ciudad. Buscaría hacer dedo en la ruta, algún camionero lo llevaría a cambio de compañía. No importaba donde fuera, solo quería alejarse todo lo posible. Siempre se las arreglaba para sobrevivir. Buscaría algún trabajo, era hábil con los motores. Y siempre hay oportunidades para quien sepa buscarlas. Tal vez volviera o tal vez no, después de todo no dejaba nada importante detrás. Ensimismado en sus planes no percibió al auto que, con las luces apagadas, lo seguía. (Alicia)


“Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol”.
Ángeles Mastretta, Mal de amores.

3 comentarios:

  1. y sigue la cuarentena y las musas no descansan.

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  2. Espero ansiosa cada semana poder leer los textos que suben y también compartir el mío. Tantas miradas en base a una misma consigna me maravilla.

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  3. que linda propuesta, me gustaría sumarme

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