Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Entre soles y sombras

Entre soles y sombras

 

La sombra colorea al unicornio

figuras chinescas devuelven mi infancia

asfalto grisáceo, telón de creaciones

tu imagen ilumina el horizonte

podés ser feliz solo jugando

en el suelo una gran pantalla.


Reminiscencias de la niñez

recuerdos del abuelo.



Creación colectiva (variante de cadáver exquisito)
Colaboraron: Josefina, Adela, Silvia, Alicia G., Fabiana, Alicia M., Alcira, Susana.

Imagen de internet.



sábado, 21 de noviembre de 2020

Trigésima consigna en cuarentena

 

Con ternura y desolación trepó la pacífica enredadera 

Hace años, durante una primavera, planté una enredadera. Era sólo un tronquito de diez centímetros. El objetivo era que, con su bello follaje, cubriera una pared que aún no estaba revocada y que para el verano, el patio luciera un sector verde y fresco a un precio económico. 
Llegó enero, la pared seguía igual. Yo sin dinero y la enredadera tenía seis o siete hojas, no más. A simple vista, era un fracaso, pero pensando mejor, era la única que había evolucionado. Lentamente, muy lejos de mis expectativas, era mucho más que el pequeño tronco de meses atrás. 
Ya en otoño, cuando empezó a perder su escaso follaje, conversando con una persona que sabía del tema me explicó que las enredaderas no crecen rápido y desmedidamente. Primero enraízan. El primer año se fijan firmemente al suelo, para después crecer sin riesgo de morir frente a las tormentas. 
Y así fue. Un año después, pude disfrutar al verla trepar briosa por los ladrillos de la pared aún sin terminar. 
Desde su sombra verde, y sin quererlo, me enseñó botánica, paciencia, amor, constancia, firmeza. Nunca pensé que podía esconderse tanta ternura y sabiduría en un simple palito de pocos centímetros. (Fabiana)


Nubes de flores, campanas de agua 

“A veces la vida te sorprende. ¿Quién se hubiera imaginado que, a mis 75 años, iba a estar sentada en la cornisa de la azotea vacilando entre el abismo de mis pensamientos y aquellas nubes de flores y campanas de agua?”, piensa Flora mientras balbucea algo inentendible. Al rato canta como loca y luego grita con frenesí… y, de pronto, silencio mortal. 
El día había transcurrido con normalidad. Estaba apurada y tenía que preparar el bolso. Iba a visitar a su hermana menor; quería disfrutar de la playa con ella. Después de un año de tratamiento oncológico, el médico le había dado el alta. Ya tenía pasaje, recetas, medicación... 
Su nieta adolescente se había comprometido a cuidar la casa, regar sus plantitas, alimentar a su pez Horacio y ventilar una vez por día. Luego de un riguroso recorrido identificando qué plantas regar, qué ventanas abrir y dónde dejaba el alimento para su mascota, le entregó las llaves. Esa muchacha llevaba una vida un tanto desordenada y no le proporcionaba ninguna tranquilidad. 
La malla, un par de ojotas y el vestido playero fueron lo último que guardó. “La maleta está lista”, pensó, y se tiró en la cama agotada. Miró el reloj de la mesita de luz. Descubrió que aún era temprano y salió a preparar su tecito verde como todas las noches. Buscando en la alacena, encontró una bolsita verde de nylon con algunas galletas. Recordó que su nieta algo le había dicho sobre dejar un paquete de no sé qué, y como ella estaba en el baño no la había escuchado bien. 
Luego de tomar el té y comer dos galletas subió a la terraza a mirar el tendal. No sería la primera vez que olvidaba ropa colgada antes de viajar y luego la vecina chusma del edificio le contaba que sus calzones andaban volando por el barrio. 
La noche estaba apacible y las estrellas se veían más lindas que de costumbre. Las luces de la ciudad comenzaron a parpadear y el cartel luminoso de enfrente le sonreía. A su alrededor, bailaban tres Papá Noel que cantaban villancicos. El cielo se tiñó de verde pradera y ella sintió que flotaba entre sus flores. Como una niña comenzó a correr entre las campanas de agua. 
La médica forense confirma a la policía: “otro caso de intoxicación con opio”. (Silvia)


La angustia se cura con amor, la solidaridad nos llena de dicha 

Entró en ese café con ganas de llorar. Un torrente de lágrimas corría por todo su cuerpo. 
Pero... no brotaban al exterior. El recuerdo de su amiga que partió, no de este mundo, ¡se fue de viaje! 
¡No lo podía comprender! ¿Cómo la había dejado? ¿No era más su compinche? ¿A quién le iba a contar sus desdichas, sus alegrías? 
Entre sorbo y sorbo, reflexionaba, analizaba la situación. 
Un perro vagabundo se acercó a ella. La miró ¿con ternura? Parecía hacerse eco de su vacío. 
Él también buscaba algo. Quizás compañía. 
Lo entendió. 
Cortó un trozo del tostadito que había pedido. Se lo acercó a la boca. Con delicadeza, el animal sacó la lengua y de un bocado se lo comió. Se relamía. Parecía sonreír. 
En los labios de la mujer, una mueca dulce se dibujó. 
Algo se transformó. El ahogo había desaparecido. 
Se levantó, le hizo un gesto al perro para que la siguiera. 
Caminaron como viejos amigos. 
El amor y la solidaridad son recíprocos. Tomados de la mano curan todos los males. (Josefina)


Frente al fuego las personas celebran su ocio compartiendo chocolate 

Nerea Gálvez llegó al hotel del sur del país para disfrutar las tan merecidas vacaciones. Varios años de trabajo, algunas privaciones y mucho ahorro le habían permitido reservar una habitación en un lugar cinco estrellas. 
La recepción fue más impactante que lo esperado. El lujo, inimaginable. Caminó con sus botas recién estrenadas, con un taco que estilizaba su figura; un abrigo acorde con las temperaturas y unas maletas haciendo juego con su cartera. Ahorrar había dado sus frutos y los gustos, decía, hay que dárselos mientras se puede. 
Los ventanales de su habitación, enormes como el paisaje que se veía a través de ellos. Una cama grande, un baño con sauna y un escritorio artesanal en el que depositó su celular. 
Sonrió ante el espejo que le devolvía su imagen feliz. Se sentó en la cama y saltó como hacía cuando era chica y sus padres la llevaban de vacaciones. 
Un golpe en la puerta le indicó que la merienda estaba lista. Un joven con un uniforme de película le dejó una mesa redonda con un mantel bordado sobre el que se pavoneaban las masas que iban a acompañar su café con leche. Le dio una propina y el empleado solo sonrió. 
Mientras se duchaba, el baño de inmersión quedaría para la noche, hizo mentalmente la agenda para esos días soñados. 
Primero una cena, luego la excursión nocturna pautada con la empresa vendedora del viaje. Al día siguiente, visita a alguna chocolatería. Pensó que venir al sur y no comer chocolate era como ir a Punta Alta y no visitar la Base Naval Puerto Belgrano. 
Durmió sin pastillas, hacía rato que no lo hacía y cuando la alarma del celular la despertó se sintió una reina. Chocolatería, almuerzo en una parrilla especializada en cordero patagónico. Otras excursiones y a la noche, la invitación de uno de sus nuevos conocidos. 
Un vehículo de alquiler los acercó a un paraje rodeado de montañas, luces tenues iluminaban el predio. Algunos autos y en el centro risas y cantos. El chocolate como invitado principal; el fuego templando almas y cuerpos; el ocio, sonriente ante los que lo habían encontrado. (Adela)


Ahora la jugada fatiga mis huesos en medio del silencio 

Joaquín era el habitante más antiguo del vecindario. Al pasar por su casa, siempre lo veía trabajando en su jardín. El aroma de las fresias amarillentas impregnaba dulcemente el aire, los rojos rosales trepaban por el paredón entremezclándose con las verdes hiedras. En el centro, un jazmín con su blanca pureza engalanaba como si fuera el rey de ese espacio y esparcía su perfume. 
A veces, con sus guantes puestos, tijera en mano, las retocaba para emparejar las ramas. 
En un rincón, oculto a la vista de los transeúntes, una llanta empotrada pintada de azul servía para enroscar la manguera. Todos los días regaba y las plantas quedaban relucientes. 
En primavera y verano era placentero pasar y conversar un rato con Joaquín. Por su edad, se había ganado el vocablo “don” que precedía su nombre. 
Al volver de un largo viaje que hice por razones laborales, salí a hacer compras y al pasar por su casa, noté ese espacio algo abandonado. Me detuve y cuando iba a llamar, su tenue voz me saludó. Allí estaba, en un rincón, a la sombra, en su vieja reposera. 
En un breve diálogo me dijo que ya le costaba seguir con su labor. Había contratado a un joven jardinero y él se dedicaría a disfrutar del espectáculo. 
Antes de despedirme, me llamó y sus palabras quedaron flotando: —Ahora la jugada fatiga mis huesos. En medio del silencio gozo de mi obra. (Susana)


La brisa en el mar recibió el Alma del enano 

Nacho es distinto de sus hermanos. Resalta entre su familia, ellos son altos, elegantes, rubios. Él, todo lo contrario. Nació “peke”, como le dice su mamá Elena con extrema dulzura. Siempre le preguntó el porqué de su condición. Mirándolo con amor le contestaba: “algo pasó”. Sólo esas palabras seguidas de un hondo silencio. 
Su vida fue complicada, desigual. Siente que todo está preparado para personas como sus hermanos. Él es distinto; dentro de su casa más que caminar, trepa. En la calle se ayuda con un bastón para alcanzar timbres, botones de ascensores o porteros eléctricos. Fue muy difícil estudiar. La crueldad infantil y adolescente de sus compañeros se ensañó con su aspecto. 
Su lugar de pertenencia es la playa de la ciudad, extensa, limpia, tranquila. Allí va cuando necesita meditar, como ahora. 
Su madre está muy enferma. Anoche lo llamó para hablarle a solas. Con mucha serenidad y alegría le contó que el gran amor de su vida fue su padre, que se llamaba como él. Nacho escuchó con asombro la historia. Le dijo que lo conoció cuando llegó con una feria ambulante que instalaron durante el verano. Fueron meses de pasión clandestina, se juraron amor eterno, aun sabiendo que ella se quedaría con su familia y él seguiría viajando. Antes de despedirse recibieron la mejor noticia: estaba embarazada. 
Cuando el niño nació, a su esposo Héctor le comentó sobre su edad, que después de tantos embarazos puede suceder algo así. Héctor, un hombre sencillo, sin grandes conocimientos creyó las explicaciones que, con astucia, elaboró Elena. Así fue como pasó a ser parte de la numerosa prole. 
Luego del conmovedor relato comprendió porqué siempre fue su preferido, el más mimado. 
Su padre no volvió, ella no lo esperó, así lo habían acordado. Guardó en su corazón y mente ese recuerdo amoroso, viéndolo reflejado en su hijo. 
Nacho está frente al mar. Se siente tranquilo. Las dudas que lo acosaban fueron disipadas. Sabe quién es y por qué es así. Es feliz por su mamá que supo vivir su pasión como quiso. 
Está en paz con la brisa que llega y recibe su Alma, como si fuera el abrazo apretadito de su mamá. (Alcira)


La niñez, un camino de alegría y juego

Estoy en la plaza de mi barrio. Me gusta ir cada tanto, sentarme en un banco a la sombra y leer un buen libro. Pero hoy no puedo concentrarme. Unas cuantas madres han tenido la misma idea que yo para disfrutar esta hermosa tarde de primavera. La algarabía de los niños gozando de los juegos placeros no permite que me concentre en mi lectura. 
Resignada guardo mi libro y me dedico a observar a mi alrededor. La plaza es un hermoso muestrario de alegría e inocencia en pleno juego. Hay niños por todas partes bajo la mirada atenta de sus madres. Pero al prestar más atención a lo que pasa a mi alrededor noto que el paisaje no es tan bucólico como parece. 
Lejos de semejar un coro de ángeles, en medio del vocerío se distinguen palabras como "boludo", "choto" y otras que no me atrevo a mencionar, sin que a nadie se le mueva un pelo. 
Un pequeño de no más de nueve años se acerca sigiloso a una niña, de improviso da un fuerte tirón a una de sus trenzas; ella grita y va llorando hacia su madre quien lanza una furibunda mirada al agresor. La adulta ¿responsable? del susodicho acude conciliadora con el manido argumento "son cosas de chicos" y "lo hacen por jugar". 
Un par de chiquitines discuten por una hamaca tironeando de sus cadenas. El asiento de madera oscila peligrosamente entre uno y otro; un golpe es inminente. Nadie, excepto yo, los observa. De repente, un berrido me sobresalta; parece que están carneando un chancho, como decía mi tía Flora. Una niñita rubia como un angelito acompaña su grito interminable con patadas en el suelo, mientras señala un carrito de venta de golosinas a la voz de "quiero, quiero". Y, por supuesto, se sale con la suya. 
Un bebé de unos dos años persigue con paso vacilantes una pelota, se acerca riesgosamente a la calle. La que creo que es su madre está concentrada en su celular; por suerte, un hermanito mayor toma al aprendiz de futbolista de la mano y lo lleva junto con su pelota a un lugar más seguro. 
Decido poner fin a mi hora feliz, ya me duele la cabeza. A mis espaldas dejo la plaza con sus pequeños ocupantes sanos, alegres y juguetones bajo la "alerta" mirada de sus vigilantes padres. (Alicia M)





sábado, 14 de noviembre de 2020

Vigesimonovena consigna en cuarentena


Unidos somos fuertes

¿Recuperarás el silencio después de la angustia? 
Josefina Blanco Rodríguez 

Los susurros de sueños sueltos en la serenidad de la noche tranquila me mantienen despierto. Los que saben que sus ronquidos como bruscos bramidos retumban en el silencio, se mantienen apartados; para no molestar al resto. Todos duermen, me mantengo alerta, expectante, esperando algo que quizás suceda. ¿Cómo saberlo? 
Los días son angustiantes, estamos acorralados por una invasión que no cesa. Varios dicen que son máquinas; otros, que tal vez sean seres biológicos con armaduras indestructibles. Lo cierto es que están acá y no piensan… ¿piensan? detenerse. 
Llegaron una madrugada calurosa de verano, como turbas nocturnas. Parecían amistosos; ese fue nuestro error. Creer que eran de carácter accesible, resultó una catástrofe que no sabemos solucionar. 
Hoy me toca la segunda guardia, es este momento en que la noche comienza a alejarse y el sol apenas asoma. 
Con el paso del tiempo aprendimos que atacan casi siempre cuando hay sol. ¿Precisarán de su energía para que funcionen sus infernales armas? ¡Nadie entiende nada! Lo único que pudimos aprender es que manteniéndonos juntos somos más fuertes. Nos ocultamos agrupados entre la mayor cantidad posible de personas. 
De todas maneras, nos comunicamos a través de la tecnología, que no fue vulnerada. ¿Les hace falta para sus temibles ataques? 
Pienso en los niños, ¿tendrán un futuro similar a mi pasado? 
Los viejos ya no tienen fuerzas para aguantar. ¿Cuánta vida les queda? 
Los jóvenes no gozan de educación formal; ahora, nos enseñamos entre nosotros a resistir. Los de mediana edad intentamos proteger a unos y otros. ¿Cómo hacerlo si nuestra ignorancia es casi total? 
Lo poco que comprendemos se paga con vidas humanas. La angustia, el miedo, la incertidumbre es generalizada. 
Cuando el silencio llega, trae momentos de cierta calma, que los más optimistas aprovechan para proyectar una buena vida después que esto pase. ¿Sucederá alguna vez? ¿Llegará el momento en que se cansen de nosotros? No lo creo. ¿Por qué vinieron?, algo buscan. ¿O sólo se conforman con arrasarnos? Todos rezamos, intentamos creer que Alguien nos salvará. Soy de los pocos que no espera nada bueno, el que tiene todas las preguntas y ninguna respuesta. (Alcira)


Filosofando

¿Dónde van las estrellas cuando amanece?
Alicia Muñoz

Baltazar regresa a trabajar después de cuatro meses de vacaciones forzadas. Lo que comenzó como un simple esguince se fue complicando hasta llegar a una cirugía. La última vez que salió de su casa a las 6 AM era una fría noche estrellada. Hoy es una mañana soleada, levemente cálida. 
Se sorprende y sonríe. ¡Cómo pasa el tiempo!, ¿me estaré poniendo viejo?, piensa. En un instante pasa por su cabeza el anuario, las estaciones del año y su próximo cumpleaños. Treinta y dos no son tantos, ni tan pocos. 
El camino al trabajo es casi como una terapia psicológica: Autoanálisis, reflexiones, autoevaluaciones, proyectos cumplidos y por cumplir. ¡Qué curioso es el arte de vivir! (había escuchado en algún lugar eso del arte y se siente un artista: un actor). Piensa que cada uno tiene que representar su libreto como puede, pero que no le está permitido modificarlo. 
Algunos de sus amigos de la escuela aún están estudiando o simulan hacerlo; otros van por el tercer hijo, o la quinta pareja. Unos son felices (o dicen serlo), otros no lo son, y los peores, los que están como él… no lo saben. 
Treinta y dos…. Tal vez cumpla sesenta y cuatro… duda llegar a cumplir noventa y seis… ¿Dónde va a parar el tiempo que pasa? ¿Dónde van las estrellas cuando amanece? ¿De dónde provienen los deseos y los pensamientos? 
Sin darse cuenta llega al trabajo, vuelve a sorprenderse y a sonreír. Es así como se le pasa el tiempo sin notarlo: pensando, proyectando, actuando y nunca preguntándose si es feliz. (Fabiana)


El paciente 

¿Dónde quedaron escondidos 
los sentimientos sin expresar? 
Liliana Peters 

Pocos años para tanta experiencia. Eso pensó la psicóloga cuando miró la ficha que había hecho de su paciente. Hacía tiempo que trataba a adolescentes, pero este era distinto. Los otros habían vivido vidas tristes, con muchas falencias, sin familia, sin escuela, sin medios. En este caso esas carencias no se daban. 
El paciente tenía familia, iba a la escuela, el hambre no era un problema. En cada encuentro descubría algo; los relatos que al principio fueron entrecortados, luego se convirtieron en charlas fluidas, pero siempre aparecían los puntos suspensivos. 
En la terapia grupal lo notaba huraño, parecía que deseaba hablar y cuando le daba la palabra enmudecía. 
La licenciada releyó la ficha una y otra vez, quiso leer entrelineas lo que ella mismo había escrito. No encontró nada, aunque también tenía la sensación de que había espacios sin rellenar. 
Buscó en las redes las publicaciones del adolescente. En ellas encontró los mismos vacíos. Las fotos no eran nítidas, los posteos quedaban sin cierre. Tenía pocos contactos y eso era otra preocupación. Pocas fotos familiares, nunca una felicitación por un cumpleaños o por otro evento. En la foto de perfil había una bicicleta y nunca la había cambiado. 
Pensó en preguntarle por sus hobbies en la próxima sesión. Lo anotó en la agenda para no olvidarse. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? 
El fin de semana hizo que se relajara y olvidara a sus pacientes. Caminar la despejaba. 
El lunes a las 16, la secretaria empezó a hacer pasar a los que tenían turno. A la primera ya podía darle el alta. No era un caso complicado y había evolucionado muy bien. El segundo estaba en proceso de recuperación y colaboraba con el tratamiento, y el tercero: él. 
Entró arrastrando la mochila, con los brazos cansados, caminando sin ganas. Se tiró en el sillón y el “buenas tardes” fue un susurro. 
Las preguntas de rutina, las respuestas de rutina y el: “¿cuáles son tus hobbies?”. 
Por primera vez lo vio sonreír. Le quedaba linda la sonrisa, mas la belleza duro poco. La rigidez en el rostro volvió. 
—Contáme. ¿Qué te gusta hacer cuando tenés tiempo libre? 
El silencio inundó el consultorio, pero una voz lo rompió: “rueda la rueda que rueda, rueda y ronca al pasar”. 
—Eso me gusta. Oír el ruido de las ruedas de mi bici. Ahora no la tengo. En casa no me dejan, mis padres temen que me pase algo… ¿Sabe doctora?, tengo pocos amigos. La bici es uno de ellos, ahora la perdí y me falta algo. Esto no se lo conté a nadie. No me entenderían. 
En la ficha del paciente, luego de esa sesión, dos ruedas de bicicleta esperaron el alta. (Adela)


Sueños vanos

¿Te espero en mis sueños? 
Fabiana González 

Pasaron ya tres meses, noventa días cuyas horas y minutos pesan en mi cuerpo como una eternidad. Me dijiste: "No me esperes". Y, sin embargo, te espero. Todavía vibra en mi cuerpo el calor de tus brazos. Arden mis labios al recordar tus labios. 
Te conocí un día de verano, el sol tramposo se ocultó tras una caverna de nubes negras y la lluvia artera sorprendió a quienes estábamos en la calle. Nos refugiamos en un pequeño alero, apenas cabíamos los dos, mientras veíamos a los apurados caminantes dispersarse como bandadas de pájaros, ahuyentados por la piedra de un niño travieso. 
La atracción fue mutua, era como si nos hubiésemos conocido en otra vida. A partir de ese día fuimos inseparables. Estudiabas Arquitectura, muchas veces recorrimos la ciudad buscando los tesoros del paisaje urbano. Yo tenía una beca de Arte, visitábamos juntos los museos maravillándonos ante esas obras geniales. 
Vivíamos el momento, demasiado dichosos para pensar en un mañana que se nos presentaba como algo difuso. Al menos era así para mí. 
Esa tarde te esperaba como siempre, en la plaza cercana a la facultad. La primavera se deshacía en perfumes de frescura. En alguna parte un pájaro me recordó los versos de Lugones: "Trigo nuevo de la trilla/tritura el vidrio del trino". Llegaste corriendo, exultante. Tu proyecto había sido aprobado, no solo eso, te habían propuesto llevarlo a cabo en Alemania. 
Me sentí feliz y orgullosa por vos. No tuve, en ese momento, conciencia de lo que eso significaba. Pero ya tenías todo proyectado, partirías dentro de un mes y yo iría con vos, por supuesto. En tus planes no figuraban mis estudios, la beca que tanto sacrificio me había costado, mi familia. 
Tomaste mis objeciones como ofensas, ni siquiera habías calculado que podría no acompañarte. Discutimos. Te propuse seguirte cuando terminara mis estudios o aguardarte cuando terminaras tu proyecto. Ahí supe que no pensabas volver y me diste un ultimátum. Mi respuesta fue un no. 
Desde que partiste vivo a medias. Mis sentimientos quedaron congelados en tu adiós. Noche tras noche sueño que volvés y nuevamente juntos recuperamos nuestro amor; pero cada mañana despierto con el sabor amargo de la decepción. 
Sé que algún día el dolor disminuirá, poco a poco sanaré y pasarás a ser una etapa superada de mi vida. Hasta entonces, subrepticiamente, invadirás mis sueños en una espera vana. 
(Alicia M.) 


Tu partida

¿Tu alma está desgarrada?
Alcira Dondo 

Subyacen en mi memoria
historias de días,
horas,
minutos.
Otros tiempos:
tiempos sustraídos
de aquellas alegrías compartidas,
ocultas,
escondidas entre palabras.
Imágenes
suben de súbito.
Sudor frío…
Escucho susurros
en los suburbios urbanos.
Subo, suspiro
y sustraigo
tu rostro sombrío
entre los recuerdos
que escapan silenciosamente
de mi alma
desgarrada.


               (Alicia G.)


Latir

¿Mi corazón late al compás del tuyo? 
Alcira Dondo 

Apoyo mi oído en tu pecho
el ronroneo de tus latidos
y el cotorreo de las burbujas
que caen por tu tubo digestivo
buscan las corrientes dormidas.
El despertar de ruidos inconclusos
sin deseos de nuevas expresiones
me llevan a pensar...
¿Palpitamos al mismo compás?
o... ¿esperamos el estallar de otras aventuras?
Sonrojados, atascados en el deseo de zozobrar
en el mar acorazados.
                                   (Josefina)



sábado, 7 de noviembre de 2020

Vigesimoctava consigna en cuarentena


Deshumanización 

Esa mañana, Aurora T. Garden tenía que llegar temprano a trabajar. Debía tomar examen para el cierre del último trimestre. Los alumnos tenían que aprobar. En la sala de profesores solo se escuchaba: “Tenemos el plan 70/30. Un 70% aprobados y el 30% desaprobados; pero, ojo, con un plan de recuperación de saberes y miles de oportunidades” 
Llegaba fin de año y el estrés se apoderaba de su cabeza y cuerpo. Y el compromiso de principio de año de llevar una vida saludable con más actividad física se desvanecía por completo. “El día tendría que traer treinta horas para poder cumplir con todos los compromisos: corregir, preparar clases, reuniones de docentes, planificaciones…”, solía pensar. 
Aurora escuchó el despertador. Sin moverse de la cama aun, percibió un aroma fétido. 
—¡Qué olor a pata! —murmuró. 
Su cuerpo se sintió extraño, quiso mover los brazos y fue imposible. Un cosquilleo la sacó de su sopor. Su gato la olfateaba. Ahora era un par de zapatillas rojas, parecidas a las que había anhelado tanto en el cyber Monday de la semana anterior. Al principio sintió que se asfixiaba, no tenía cordones para desajustar. Intentó moverse y se dio cuenta de que avanzaba muy liviana. Logró llegar al comedor y encontró a su hermana preparando el desayuno doble como todas las mañanas. Descubrió que el pan tostado ya no le hacía crujir el estómago. Y se sentía inapetente. Dio un súper salto y subió a la banqueta de la barra. Su hermana se quedó mirándola asustada por un largo rato, mientras ella se acomodaba. 
Observó atenta. Cada cosa estaba en su lugar, nada había cambiado excepto ella. Podía sentir la suavidad de la tela de la silla, pero no podía comunicarse… Clara, su hermana, salió disparada a esconderse en el baño. Y la llamó a los gritos desde allí. 
—¡Aurora! ¡Aurora! ¡Un par de zapatillas me persigue! 
Al rato, como nadie respondía, salió y se encerró en su habitación. Clara estaba muy impresionada. 
Aurora solo podía seguirla como un perrito faldero. Dio unas vueltas por la casa y decidió salir a caminar, a explorar su nueva condición. Hacía más de un año que no se tomaba un día libre. Freddo, el gato, la acompañó. Era el único que la reconocía. Salió por la puerta de atrás y llegó a la vereda. Varios grupitos de runner pasaban por allí, todos vestidos de colores brillantes. Al trote se incorporó a la carrera. Nunca tenía tiempo para ella. El aire fresco golpeaba la tela de las zapatillas y se filtraba por los diminutos agujeros. Placer, plenitud, sentimientos ahogados en la rutina afloraron. Freddo la seguía. La mañana iba mejorando, el solcito calentaba la superficie del asfalto. 
Un chirrido fuerte la asustó. Dos ruedas goodyear rodado quince aparecieron por la esquina. Una camioneta a toda velocidad las pasó por encima sin contemplación. Aurora no reaccionó. Solo llegó a pensar en los últimos momentos de felicidad: su caminata trunca, quince minutos atrás. (Silvia)


Camuflaje 

¡Ay! Volvieron los calambres. Cuando era chica me volvían loca. Mamá me masajeaba las piernas y se me pasaban. A mamá le dijeron que me diera bananas para curarlos. O sea que los monos no sufren de calambres. 
¡Qué raro, estoy con las piernas encogidas! las rodillas cerca del ombligo. Yo no duermo así. Me estiro, pongo las manos sobre la cabeza, inhalo, exhalo y cuando estoy por cerrar los ojos me acomodo de costado y coloco la mano debajo de la almohada. 
¿Qué hacen mis manos apretando las orejas como si temieran perderlas? Y los codos pegados al torso. Y mi barba tocando el ombligo mientras que de él sale algo, parece una capa que tapa toda mi parte delantera como si fuera una funda de una pelota de esas que no son de fútbol, las ovaladas. Sin duda, estoy soñando. 
¡Ay! Mi espalda, se está arqueando, siento que la columna cruje y las vértebras se desacomodan. Mi cintura se rompe, siento que otra capa se despliega sobre mi parte trasera y se une con la de adelante. Me duele cuando se estiran las capas. ¡Ay! ¿Y eso? 
Me envuelven franjas de colores, a ver: uno, dos, tres, cuatro… siete colores, como el cerro. ¡Ja, ja! ¡Está flasheando la doña! 
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás? 
—¿Qué hace un huevo de piedra sobre tu cama? (Adela)


Gimnasia sorpresiva 

¡Hacer gimnasia está buenísimo! Mancuernas, sobre carga, aeróbicos; pero no entiendo el concepto de la bicicleta fija. Pedalear sin llegar a ningún lado me aburre mucho. 
Subo a la bici, trato de leer mientras pedaleo; no puedo. Prendo el televisor, encuentro series antiguas que ya vi muchas veces o canales de noticias que parecen películas de terror. Entre tanto movimiento y rezongos me doy cuenta de que ya transcurrieron mis obligatorios cuarenta y cinco minutos. 
Ducha relajante, cena liviana y a dormir. Necesito descansar, mañana será un día de intenso trabajo. 
Antes de levantarme me gusta desperezarme como para terminar de despertar y estirar mis músculos. Intento hacerlo, no puedo. Siento que mis extremidades se convierten poco a poco: en pedales las piernas, los brazos se curvan hasta convertirse en manubrios. ¡Me estoy transformando en bicicleta fija! No estoy acostado. Me están empujando para sacarme de una habitación que desconozco. Una señora trata de hacerme pasar por una puerta por la que no cabemos las dos; se da cuenta después de varios golpes, que me da contra el marco. Suerte que no me duele. A rastras me ubica bajo un árbol coposo. Se sienta sobre mí y comienza a pedalear con determinación. 
Empieza a hablar; no presto atención, no me interesa. Me preocupa mucho mi situación. ¿Qué debo hacer para recuperar mi cuerpo? Como si su voz viniera de lejos, escucho algo como: ─Estoy gorda, no consigo ropa, sos mi salvación. 
¿Yo, su salvación? ¡Increíble que una bici sea tan importante! 
─Quiero comprar una maya sexi para el verano. 
¡Parece que esta mujer me quiere! 
─Las tiendas y diseñadores no piensan en los obesos. 
Me enternece, pongo todo mi empeño y energía para que mis engranajes funcionen al máximo. Supongo que adelgazar es prioritario para ella. 
Me despierto agitado, moviendo las piernas en un pedaleo descoordinado. Mi cama revuelta, las sábanas en el suelo ¿Fue un sueño?... ¿O no? Por las dudas esta noche conversaré animadamente con mi bicicleta fija. Quizás la sesión de gimnasia no sea tan aburrida. (Alcira)


El florero de cristal

Me acosté como siempre, buscando reparar el cansancio acumulado en la jornada. Después de un día complicado llevé todas las preocupaciones a la almohada. Me era imposible conciliar el sueño. 
A pesar de mis años, mi madre venía a darme un beso en la frente y desearme un sueño feliz. 
Esta vez no dio resultado. Pasé toda la noche revolviéndome en la cama. Un calor abrumador me envolvía, cada vez con más intensidad. Sofocado, casi no lograba respirar. 
De pronto me desperté. No podía moverme. Me invadió una sensación espantosa. Me sentía rígido, helado. Quise mover mis manos y tocarme, no pude. Tampoco estirar mis piernas y levantarme. Imposible llegar al espejo. ¿Qué pasó? 
Con alivio, la puerta se abrió y apareció mamá que, al verme, comprendió la situación. Lloraba, se tomaba la cabeza y vociferaba que era un embrujo, un castigo divino por una mala acción. 
Se sentó al borde de mi cama. Lo extraño era que ambos podíamos comunicarnos, e hicimos un pacto. Este sería un secreto entre los dos. Me dijo que era el florero de cristal más espléndido que conoció en su vida. 
Amorosamente me tomó en sus manos, me llevó a la sala y eligió para mí su lugar preferido: el piano con que siempre nos deleitaba. Colocó una delicada carpeta tejida en macramé. Me llenó de agua fresca. ¡Qué alivio sentí! Fue hasta su jardín y volvió con sus brazos apretando rosas color té, sus preferidas, con largos tallos. 
El resto de la familia ni se enteró de mi metamorfosis. Mi ausencia se justificó con un repentino viaje de trabajo. 
Todas las mañanas, el agua fresca, el cambio de flores, la caricia del paño con el que hacía que brille. 
Hasta que un día, esperé en vano. Vi extraños movimientos en la sala, desde mi sitio estático. Llegó el doctor, amigo de la familia. Entró a la habitación matrimonial para salir consternado. Su cara de preocupación y sus gestos cuando hablaba con mi hermana me preocuparon. 
No transcurrió mucho tiempo cuando vi pasar camilleros con un cuerpo cubierto, hacia la calle. 
Nunca más vi a mi madre. 
Mis flores se secaron, el agua se hizo turbia y un espantoso aroma comenzó a rodearme. 
Uno de esos días entró Julieta, mi prima. Obvio que no me reconoció. La noté triste. Me alzó y en la pileta con agua y detergente devolvió mi brillo. A partir de ese momento mi aspecto cambió. Ella amaba las flores, por eso las respetaba y decía que debían permanecer en las plantas, recibiendo la savia de la vida, que era un sacrilegio cortarlas. Otra filosofía. Así, me rellenaron con flores de tela, inertes pero coherentes con una posición ecológica. 
Llegó el verano y Julieta preparó sus vacaciones con un grupo de amigas. Encomendó mi cuidado a la empleada que se encargaba de la limpieza, Ramona. 
Era buena, pero bruta, torpe. En esos movimientos de la gamuza y el plumero fui a parar al suelo. 
Sentí un dolor agudo. Luego escuché el sonido de la escoba, la frialdad de la pala y los golpes y tintineos al caer en el tacho de la basura, hecho añicos. Me envolvieron en papel de diarios viejos. Decían que era para que los recolectores no se lastimaran. 
Así terminó mi existencia. 
Cambié la fortaleza de mi cuerpo por la fragilidad del cristal. Y de allí, al final, hecho trizas. (Susana)


Intercambio 

Un trueno estremece la casa, la tormenta promete ser brava. Estoy sola y reconozco que soy un poco miedosita. Mi familia tardará en volver, por eso decido trabajar un rato con las botellas que he apartado durante la semana. 
Hay una en especial que me resulta particularmente atractiva. Tal vez sea su forma abombada o su color apenas verdoso, lo cierto es que desde hace varios días no puedo pensar en otra cosa que no sea cómo decorarla. Mi familia siempre bromea con que cada vez que me pongo en modo trabajo, me pierdo para el mundo. 
Ya he quitado las etiquetas y me he asegurado que esté completamente limpia. La miro largamente tratando de imaginar qué apariencia le daré. Me concentro para verla de distintos colores: azul, rosa, verde metalizado, pero ninguno me conforma. Por un momento pienso si no se estará resistiendo a mis intentos de transformarla. Otro trueno. Esta vez, me sobresalta. 
He seleccionado una serie de láminas para decoupage: flores, animales, paisajes. Todas hermosas pero no hay caso, no puedo decidirme. Pruebo una y otra vez, todas me gustan aunque ninguna me conforma. Nunca me había pasado esto de vacilar tanto para decorar una botella. 
La lluvia arrecia, el sonido de diluvio se derrama por toda la casa. Unos truenos esporádicos resuenan lejanos. Me decido a probar con porcelana fría. Casi de inmediato, una imagen completa aparece en mi mente. Ni que la botella me enviara un mensaje. ¡Qué tontería! 
Siempre me gustó modelar porcelana, siento un placer casi sensual al sentirla entre mis dedos. Casi sin pensar voy eligiendo los colores con los que voy a teñirla. De vez en cuando miro la botella, y curiosamente siento su aprobación. O estoy empezando a delirar. 
Con un molde corto unas flores de cinco pétalos en color rosa; con otro, unas blancas, pequeñas, como margaritas en miniatura. También unas hojas en verde intenso. Mis manos no vacilan, cada vez más rápido van completando los espacios de vidrio. Poco a poco este objeto se asemeja a la imagen de mi mente. Lo siento palpitar como si me transmitiera su entusiasmo. Una vez leí que cada artista deja en su obra una parte de sí mismo y, a la vez, es transformado por esta. Bueno, no soy artista, apenas una entusiasta de las manualidades; pero no niego que me produce un gran placer esta electricidad que recorre mi cuerpo, mientras trabajo. 
Con una esteca doy los últimos toques que aportarán realismo a mis flores; casi ha terminado. Su sonrisa satisfecha me sobresalta, es mi sonrisa pero ya no soy yo. Ella me coloca en un estante, me mira brevemente como buscando algún detalle que corregir y se vuelve. Quiero llamarla, avisarle que parte de ella ha quedado adherida a mí. Pero no me escucha, nuestra conexión se ha desvanecido y la veo comprobar que ya no hay lluvia. Se ha olvidado de mí. La veo desaparecer en la cocina para preparar la cena; su familia ya está al llegar. (Alicia M.)


Rutina 

Suena la alarma del reloj. 
Me froto los ojos con energía. Los nudillos de los dedos me duelen. Un chorro de sangre corre por mis manos. 
Me encuentro sobre la mesa, en la carpeta de tela pintada con pájaros. Quiero trasladarme al baño a buscar un espejo. 
La gata, única compañía, me mira. Se sorprende. Intenta atacarme. 
Descubro que soy una caja de madera. Tengo cuatro compartimentos. Cada uno lleno de sobrecitos de té. Los de manzanilla, para mi relajación. Enfrente los de rosa mosqueta, me dan una sensación de bienestar. En el tercer lugar los de chocolate, té blanco y romero, suavizan mis noches de insomnio. 
Por último, mis preferidos. Los saquitos de blends de té; con mezclas de frutas, flores, hierbas, especias y esencias. Reservados solo para mis deseos de mimos excéntricos. 
Quiero pedir ayuda. Ni un hilo de voz sale de mis cuerdas vocales. 
Sólo penumbras de pensamientos invaden mi lugar. 
¡¿Qué siento?! Mi cuerpo atrapado en un cuadrado. Desvanecido. No es materia viva. Sin articulaciones. Sin temperatura. 
Busco un agujero. Encontrar la salida. 
¡Al fin! Mi compañera lo presiente. Con sus patitas me acerca al borde. ¡Caigo al vacío! Vuela por el aire el contenido. 
Como por arte de magia me desintegro. 
Pedacito a pedacito me armo. 
Respiro. Me toco. Me reconozco. 
Son las ocho horas. Un rayo de luz juega en la hendija de la ventana. 
¡La rutina me libera! (Josefina)


Infortunio 

La puerta se cierra con fuerza y me despierta. Intento desperezarme en un cuerpo que muestra una singular rigidez. Mis brazos están inmóviles, sólo puedo gobernar los hombros. No logro estirar las piernas, casi ni las siento. Miro mis pies, se estiran, aplanan y cambian de forma. Todo se achata, se estruja. 
Sigo en la cama por horas, con la vista fija en el techo. Es lo único que hago, sin pestañar una sola vez. Si fuese una pesadilla ya me hubiese despertado. 
Escucho la cerradura. Supongo que es el pintor que contraté ayer, un gordo con pocos dientes y pelos en la nariz. Hace mucho ruido, no puedo verlo, pero intuyo que debe ser un inepto. 
Insulta, maldice y golpea más cosas. Al parecer está enojado. "¡Me olvidé la escalera!", grita. Ahora abre y cierra todas las puertas, se acerca… ¡Está desnudo! Pensé que los profesionales de la pintura trabajaban vestidos o con algún mameluco. Tal vez este tipo aprovecha la soledad, cuando le di las llaves le advertí que llegaría pasadas las 18 horas. 
Me mira… “Qué suerte, acá hay una. ¿Por qué deja una escalera arriba de la cama este tipo? No solo tiene cara de idiota, lo es. En fin… Paga bien”. 
Qué hijo de puta, pienso. Está desnudo, golpea todo y me trata de imbécil. No sólo eso, también estoy a su merced. 
Bruscamente, me abre en dos y acerca a la pared. Su panza llena de pelos y partes íntimas escondidas en una tundra de vellos púbicos me dan arcadas. Se rasca y huele los dedos. Nunca imaginamos lo desagradable que pueden ser las personas desnudas. ¿Me veré así? 
Sus pies con callosidades son lo más asqueroso que vi en mi vida. Las uñas amarillentas y largas dan vuelta y penetran sus dedos. Cada pisada deja un olor insoportable en mi cuerpo de madera reforzada, que todo lo absorbe. Mis peldaños apestan. 
Y ahí veo sus testículos, pendulares. Van y vienen con el movimiento del rodillo. Sus flatulencias llegan hasta el fondo de mis nudos. No le teme a la altura, se mueve natural. Lo único que puedo hacer es soportar su cuerpo. 
Después de no sé cuántas horas de pintura parece que la tortura termina. Pasan los días. Mi teléfono dejó de sonar. 
La puerta cae. Entran policías, mi madre y el pintor. Investigan, buscan, hablan. Nadie entiende qué pasó conmigo, pero yo estoy ahí. El gordo pregunta si puede irse, le dicen que sí.
—¿Me puedo llevar mi escalera? —pregunta a un oficial. 
Mi madre dice: —Sí, que se la lleve, Pedrito nunca tuvo escalera. (Martín)