Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Vigesimoctava consigna en cuarentena


Deshumanización 

Esa mañana, Aurora T. Garden tenía que llegar temprano a trabajar. Debía tomar examen para el cierre del último trimestre. Los alumnos tenían que aprobar. En la sala de profesores solo se escuchaba: “Tenemos el plan 70/30. Un 70% aprobados y el 30% desaprobados; pero, ojo, con un plan de recuperación de saberes y miles de oportunidades” 
Llegaba fin de año y el estrés se apoderaba de su cabeza y cuerpo. Y el compromiso de principio de año de llevar una vida saludable con más actividad física se desvanecía por completo. “El día tendría que traer treinta horas para poder cumplir con todos los compromisos: corregir, preparar clases, reuniones de docentes, planificaciones…”, solía pensar. 
Aurora escuchó el despertador. Sin moverse de la cama aun, percibió un aroma fétido. 
—¡Qué olor a pata! —murmuró. 
Su cuerpo se sintió extraño, quiso mover los brazos y fue imposible. Un cosquilleo la sacó de su sopor. Su gato la olfateaba. Ahora era un par de zapatillas rojas, parecidas a las que había anhelado tanto en el cyber Monday de la semana anterior. Al principio sintió que se asfixiaba, no tenía cordones para desajustar. Intentó moverse y se dio cuenta de que avanzaba muy liviana. Logró llegar al comedor y encontró a su hermana preparando el desayuno doble como todas las mañanas. Descubrió que el pan tostado ya no le hacía crujir el estómago. Y se sentía inapetente. Dio un súper salto y subió a la banqueta de la barra. Su hermana se quedó mirándola asustada por un largo rato, mientras ella se acomodaba. 
Observó atenta. Cada cosa estaba en su lugar, nada había cambiado excepto ella. Podía sentir la suavidad de la tela de la silla, pero no podía comunicarse… Clara, su hermana, salió disparada a esconderse en el baño. Y la llamó a los gritos desde allí. 
—¡Aurora! ¡Aurora! ¡Un par de zapatillas me persigue! 
Al rato, como nadie respondía, salió y se encerró en su habitación. Clara estaba muy impresionada. 
Aurora solo podía seguirla como un perrito faldero. Dio unas vueltas por la casa y decidió salir a caminar, a explorar su nueva condición. Hacía más de un año que no se tomaba un día libre. Freddo, el gato, la acompañó. Era el único que la reconocía. Salió por la puerta de atrás y llegó a la vereda. Varios grupitos de runner pasaban por allí, todos vestidos de colores brillantes. Al trote se incorporó a la carrera. Nunca tenía tiempo para ella. El aire fresco golpeaba la tela de las zapatillas y se filtraba por los diminutos agujeros. Placer, plenitud, sentimientos ahogados en la rutina afloraron. Freddo la seguía. La mañana iba mejorando, el solcito calentaba la superficie del asfalto. 
Un chirrido fuerte la asustó. Dos ruedas goodyear rodado quince aparecieron por la esquina. Una camioneta a toda velocidad las pasó por encima sin contemplación. Aurora no reaccionó. Solo llegó a pensar en los últimos momentos de felicidad: su caminata trunca, quince minutos atrás. (Silvia)


Camuflaje 

¡Ay! Volvieron los calambres. Cuando era chica me volvían loca. Mamá me masajeaba las piernas y se me pasaban. A mamá le dijeron que me diera bananas para curarlos. O sea que los monos no sufren de calambres. 
¡Qué raro, estoy con las piernas encogidas! las rodillas cerca del ombligo. Yo no duermo así. Me estiro, pongo las manos sobre la cabeza, inhalo, exhalo y cuando estoy por cerrar los ojos me acomodo de costado y coloco la mano debajo de la almohada. 
¿Qué hacen mis manos apretando las orejas como si temieran perderlas? Y los codos pegados al torso. Y mi barba tocando el ombligo mientras que de él sale algo, parece una capa que tapa toda mi parte delantera como si fuera una funda de una pelota de esas que no son de fútbol, las ovaladas. Sin duda, estoy soñando. 
¡Ay! Mi espalda, se está arqueando, siento que la columna cruje y las vértebras se desacomodan. Mi cintura se rompe, siento que otra capa se despliega sobre mi parte trasera y se une con la de adelante. Me duele cuando se estiran las capas. ¡Ay! ¿Y eso? 
Me envuelven franjas de colores, a ver: uno, dos, tres, cuatro… siete colores, como el cerro. ¡Ja, ja! ¡Está flasheando la doña! 
—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Dónde estás? 
—¿Qué hace un huevo de piedra sobre tu cama? (Adela)


Gimnasia sorpresiva 

¡Hacer gimnasia está buenísimo! Mancuernas, sobre carga, aeróbicos; pero no entiendo el concepto de la bicicleta fija. Pedalear sin llegar a ningún lado me aburre mucho. 
Subo a la bici, trato de leer mientras pedaleo; no puedo. Prendo el televisor, encuentro series antiguas que ya vi muchas veces o canales de noticias que parecen películas de terror. Entre tanto movimiento y rezongos me doy cuenta de que ya transcurrieron mis obligatorios cuarenta y cinco minutos. 
Ducha relajante, cena liviana y a dormir. Necesito descansar, mañana será un día de intenso trabajo. 
Antes de levantarme me gusta desperezarme como para terminar de despertar y estirar mis músculos. Intento hacerlo, no puedo. Siento que mis extremidades se convierten poco a poco: en pedales las piernas, los brazos se curvan hasta convertirse en manubrios. ¡Me estoy transformando en bicicleta fija! No estoy acostado. Me están empujando para sacarme de una habitación que desconozco. Una señora trata de hacerme pasar por una puerta por la que no cabemos las dos; se da cuenta después de varios golpes, que me da contra el marco. Suerte que no me duele. A rastras me ubica bajo un árbol coposo. Se sienta sobre mí y comienza a pedalear con determinación. 
Empieza a hablar; no presto atención, no me interesa. Me preocupa mucho mi situación. ¿Qué debo hacer para recuperar mi cuerpo? Como si su voz viniera de lejos, escucho algo como: ─Estoy gorda, no consigo ropa, sos mi salvación. 
¿Yo, su salvación? ¡Increíble que una bici sea tan importante! 
─Quiero comprar una maya sexi para el verano. 
¡Parece que esta mujer me quiere! 
─Las tiendas y diseñadores no piensan en los obesos. 
Me enternece, pongo todo mi empeño y energía para que mis engranajes funcionen al máximo. Supongo que adelgazar es prioritario para ella. 
Me despierto agitado, moviendo las piernas en un pedaleo descoordinado. Mi cama revuelta, las sábanas en el suelo ¿Fue un sueño?... ¿O no? Por las dudas esta noche conversaré animadamente con mi bicicleta fija. Quizás la sesión de gimnasia no sea tan aburrida. (Alcira)


El florero de cristal

Me acosté como siempre, buscando reparar el cansancio acumulado en la jornada. Después de un día complicado llevé todas las preocupaciones a la almohada. Me era imposible conciliar el sueño. 
A pesar de mis años, mi madre venía a darme un beso en la frente y desearme un sueño feliz. 
Esta vez no dio resultado. Pasé toda la noche revolviéndome en la cama. Un calor abrumador me envolvía, cada vez con más intensidad. Sofocado, casi no lograba respirar. 
De pronto me desperté. No podía moverme. Me invadió una sensación espantosa. Me sentía rígido, helado. Quise mover mis manos y tocarme, no pude. Tampoco estirar mis piernas y levantarme. Imposible llegar al espejo. ¿Qué pasó? 
Con alivio, la puerta se abrió y apareció mamá que, al verme, comprendió la situación. Lloraba, se tomaba la cabeza y vociferaba que era un embrujo, un castigo divino por una mala acción. 
Se sentó al borde de mi cama. Lo extraño era que ambos podíamos comunicarnos, e hicimos un pacto. Este sería un secreto entre los dos. Me dijo que era el florero de cristal más espléndido que conoció en su vida. 
Amorosamente me tomó en sus manos, me llevó a la sala y eligió para mí su lugar preferido: el piano con que siempre nos deleitaba. Colocó una delicada carpeta tejida en macramé. Me llenó de agua fresca. ¡Qué alivio sentí! Fue hasta su jardín y volvió con sus brazos apretando rosas color té, sus preferidas, con largos tallos. 
El resto de la familia ni se enteró de mi metamorfosis. Mi ausencia se justificó con un repentino viaje de trabajo. 
Todas las mañanas, el agua fresca, el cambio de flores, la caricia del paño con el que hacía que brille. 
Hasta que un día, esperé en vano. Vi extraños movimientos en la sala, desde mi sitio estático. Llegó el doctor, amigo de la familia. Entró a la habitación matrimonial para salir consternado. Su cara de preocupación y sus gestos cuando hablaba con mi hermana me preocuparon. 
No transcurrió mucho tiempo cuando vi pasar camilleros con un cuerpo cubierto, hacia la calle. 
Nunca más vi a mi madre. 
Mis flores se secaron, el agua se hizo turbia y un espantoso aroma comenzó a rodearme. 
Uno de esos días entró Julieta, mi prima. Obvio que no me reconoció. La noté triste. Me alzó y en la pileta con agua y detergente devolvió mi brillo. A partir de ese momento mi aspecto cambió. Ella amaba las flores, por eso las respetaba y decía que debían permanecer en las plantas, recibiendo la savia de la vida, que era un sacrilegio cortarlas. Otra filosofía. Así, me rellenaron con flores de tela, inertes pero coherentes con una posición ecológica. 
Llegó el verano y Julieta preparó sus vacaciones con un grupo de amigas. Encomendó mi cuidado a la empleada que se encargaba de la limpieza, Ramona. 
Era buena, pero bruta, torpe. En esos movimientos de la gamuza y el plumero fui a parar al suelo. 
Sentí un dolor agudo. Luego escuché el sonido de la escoba, la frialdad de la pala y los golpes y tintineos al caer en el tacho de la basura, hecho añicos. Me envolvieron en papel de diarios viejos. Decían que era para que los recolectores no se lastimaran. 
Así terminó mi existencia. 
Cambié la fortaleza de mi cuerpo por la fragilidad del cristal. Y de allí, al final, hecho trizas. (Susana)


Intercambio 

Un trueno estremece la casa, la tormenta promete ser brava. Estoy sola y reconozco que soy un poco miedosita. Mi familia tardará en volver, por eso decido trabajar un rato con las botellas que he apartado durante la semana. 
Hay una en especial que me resulta particularmente atractiva. Tal vez sea su forma abombada o su color apenas verdoso, lo cierto es que desde hace varios días no puedo pensar en otra cosa que no sea cómo decorarla. Mi familia siempre bromea con que cada vez que me pongo en modo trabajo, me pierdo para el mundo. 
Ya he quitado las etiquetas y me he asegurado que esté completamente limpia. La miro largamente tratando de imaginar qué apariencia le daré. Me concentro para verla de distintos colores: azul, rosa, verde metalizado, pero ninguno me conforma. Por un momento pienso si no se estará resistiendo a mis intentos de transformarla. Otro trueno. Esta vez, me sobresalta. 
He seleccionado una serie de láminas para decoupage: flores, animales, paisajes. Todas hermosas pero no hay caso, no puedo decidirme. Pruebo una y otra vez, todas me gustan aunque ninguna me conforma. Nunca me había pasado esto de vacilar tanto para decorar una botella. 
La lluvia arrecia, el sonido de diluvio se derrama por toda la casa. Unos truenos esporádicos resuenan lejanos. Me decido a probar con porcelana fría. Casi de inmediato, una imagen completa aparece en mi mente. Ni que la botella me enviara un mensaje. ¡Qué tontería! 
Siempre me gustó modelar porcelana, siento un placer casi sensual al sentirla entre mis dedos. Casi sin pensar voy eligiendo los colores con los que voy a teñirla. De vez en cuando miro la botella, y curiosamente siento su aprobación. O estoy empezando a delirar. 
Con un molde corto unas flores de cinco pétalos en color rosa; con otro, unas blancas, pequeñas, como margaritas en miniatura. También unas hojas en verde intenso. Mis manos no vacilan, cada vez más rápido van completando los espacios de vidrio. Poco a poco este objeto se asemeja a la imagen de mi mente. Lo siento palpitar como si me transmitiera su entusiasmo. Una vez leí que cada artista deja en su obra una parte de sí mismo y, a la vez, es transformado por esta. Bueno, no soy artista, apenas una entusiasta de las manualidades; pero no niego que me produce un gran placer esta electricidad que recorre mi cuerpo, mientras trabajo. 
Con una esteca doy los últimos toques que aportarán realismo a mis flores; casi ha terminado. Su sonrisa satisfecha me sobresalta, es mi sonrisa pero ya no soy yo. Ella me coloca en un estante, me mira brevemente como buscando algún detalle que corregir y se vuelve. Quiero llamarla, avisarle que parte de ella ha quedado adherida a mí. Pero no me escucha, nuestra conexión se ha desvanecido y la veo comprobar que ya no hay lluvia. Se ha olvidado de mí. La veo desaparecer en la cocina para preparar la cena; su familia ya está al llegar. (Alicia M.)


Rutina 

Suena la alarma del reloj. 
Me froto los ojos con energía. Los nudillos de los dedos me duelen. Un chorro de sangre corre por mis manos. 
Me encuentro sobre la mesa, en la carpeta de tela pintada con pájaros. Quiero trasladarme al baño a buscar un espejo. 
La gata, única compañía, me mira. Se sorprende. Intenta atacarme. 
Descubro que soy una caja de madera. Tengo cuatro compartimentos. Cada uno lleno de sobrecitos de té. Los de manzanilla, para mi relajación. Enfrente los de rosa mosqueta, me dan una sensación de bienestar. En el tercer lugar los de chocolate, té blanco y romero, suavizan mis noches de insomnio. 
Por último, mis preferidos. Los saquitos de blends de té; con mezclas de frutas, flores, hierbas, especias y esencias. Reservados solo para mis deseos de mimos excéntricos. 
Quiero pedir ayuda. Ni un hilo de voz sale de mis cuerdas vocales. 
Sólo penumbras de pensamientos invaden mi lugar. 
¡¿Qué siento?! Mi cuerpo atrapado en un cuadrado. Desvanecido. No es materia viva. Sin articulaciones. Sin temperatura. 
Busco un agujero. Encontrar la salida. 
¡Al fin! Mi compañera lo presiente. Con sus patitas me acerca al borde. ¡Caigo al vacío! Vuela por el aire el contenido. 
Como por arte de magia me desintegro. 
Pedacito a pedacito me armo. 
Respiro. Me toco. Me reconozco. 
Son las ocho horas. Un rayo de luz juega en la hendija de la ventana. 
¡La rutina me libera! (Josefina)


Infortunio 

La puerta se cierra con fuerza y me despierta. Intento desperezarme en un cuerpo que muestra una singular rigidez. Mis brazos están inmóviles, sólo puedo gobernar los hombros. No logro estirar las piernas, casi ni las siento. Miro mis pies, se estiran, aplanan y cambian de forma. Todo se achata, se estruja. 
Sigo en la cama por horas, con la vista fija en el techo. Es lo único que hago, sin pestañar una sola vez. Si fuese una pesadilla ya me hubiese despertado. 
Escucho la cerradura. Supongo que es el pintor que contraté ayer, un gordo con pocos dientes y pelos en la nariz. Hace mucho ruido, no puedo verlo, pero intuyo que debe ser un inepto. 
Insulta, maldice y golpea más cosas. Al parecer está enojado. "¡Me olvidé la escalera!", grita. Ahora abre y cierra todas las puertas, se acerca… ¡Está desnudo! Pensé que los profesionales de la pintura trabajaban vestidos o con algún mameluco. Tal vez este tipo aprovecha la soledad, cuando le di las llaves le advertí que llegaría pasadas las 18 horas. 
Me mira… “Qué suerte, acá hay una. ¿Por qué deja una escalera arriba de la cama este tipo? No solo tiene cara de idiota, lo es. En fin… Paga bien”. 
Qué hijo de puta, pienso. Está desnudo, golpea todo y me trata de imbécil. No sólo eso, también estoy a su merced. 
Bruscamente, me abre en dos y acerca a la pared. Su panza llena de pelos y partes íntimas escondidas en una tundra de vellos púbicos me dan arcadas. Se rasca y huele los dedos. Nunca imaginamos lo desagradable que pueden ser las personas desnudas. ¿Me veré así? 
Sus pies con callosidades son lo más asqueroso que vi en mi vida. Las uñas amarillentas y largas dan vuelta y penetran sus dedos. Cada pisada deja un olor insoportable en mi cuerpo de madera reforzada, que todo lo absorbe. Mis peldaños apestan. 
Y ahí veo sus testículos, pendulares. Van y vienen con el movimiento del rodillo. Sus flatulencias llegan hasta el fondo de mis nudos. No le teme a la altura, se mueve natural. Lo único que puedo hacer es soportar su cuerpo. 
Después de no sé cuántas horas de pintura parece que la tortura termina. Pasan los días. Mi teléfono dejó de sonar. 
La puerta cae. Entran policías, mi madre y el pintor. Investigan, buscan, hablan. Nadie entiende qué pasó conmigo, pero yo estoy ahí. El gordo pregunta si puede irse, le dicen que sí.
—¿Me puedo llevar mi escalera? —pregunta a un oficial. 
Mi madre dice: —Sí, que se la lleve, Pedrito nunca tuvo escalera. (Martín)




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