Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

martes, 30 de noviembre de 2021

Poema colaborativo


Pedacito de ilusión


Añora el pajarito ese cielo celeste

contemplando las nubes a través de una ventana.

La melancolía le ha arrebatado

la atención debida a su vigilancia.

Se apoya en un canasto

y piensa cuánto ha soñado mirarlo desde abajo.

La libertad con condiciones ¿es libertad?



Colaboraron: Alicia G., Alcira Elena, Amparo, Alicia M., Adela, Analía, Fabiana.
Foto de internet: créditos a quien corresponda.





domingo, 28 de noviembre de 2021

¿Qué será?

 

¿Lo perdiste?

Termino de lavar los platos y barro el patio. Ahora tengo una escoba nuevita, la traje del almacén, tiene el cabo livianito y da gusto usarla.
El patio no tiene baldosas, pero el empedrado está muy bueno y no me da mucho trabajo. Mientras barro escucho en LU2 un programa de tango y pasodobles y bailo con la escoba. Me encanta bailar, nos encanta bailar. A mi esposo y a mí. Cuando éramos jóvenes, los fines de semana, íbamos a la Sociedad Argentina donde tocaban orquestas típicas. Ahora bailamos en las fiestas. Salimos mucho y si no hay salida, organizamos algo en casa. Siempre hay un motivo para festejar.
Los dos vinimos de la España de la pandereta y la sangre tira.
Hay muchas hojas, porque tenemos varios árboles, y un poco de tierra; el viento siempre nos da tarea a las barredoras.
¿Qué pasa? Algo se enganchó en una de las pajitas de la escoba. ¡Un alambrecito como de cobre! ¿Será el que le puso la doctora a la nena el otro día?
La nena se está cuidando, dice que por ahora están bien, que más adelante…
Cuando venga del trabajo le pregunto.
Suena el teléfono. ¡Esperáme, escoba mía, después seguimos con el baile!
—Mamá, llego más tarde, me quedo un ratito más en el trabajo.
—Nena, ¿vos no perdiste eso que te puso la doctora el otro día?
—¿Qué? Ja, ja, ja. No, mamá, no perdí nada. Quedáte tranquila.
Por las dudas lo guardo, tiene todas las características que me dijo la nena: forma de mariposa,
chiquito, un alambrecito como de cobre.
¡Ya volví! Sigamos con el pasodoble.
Yo creo que es de la nena, en mi época no existían estas cosas, si no querías le pedías a tu marido que se pusiera algo o vos tomabas una pastilla. Yo pastillas nunca tomé porque tengo el estómago flojo. Si huelo nafta me hace mal. El olor a cera me hace mal. Un tarado mi estómago.
Mejor lo guardo y cuando viene la nena le pregunto. Si no es de la nena, ¿qué es? (Adela)


Condenado al olvido


Lo encontré de casualidad, en el fondo de un cajón. Se trataba de un objeto circular de unos tres centímetros de diámetro que tenía adosada una cadena con eslabones medianos. Una extraña cajita de un material labrado metalizado, probablemente de plata o acero, que por su aspecto parecía muy antiguo.
Lo apoyé en la palma de mi mano para observarlo detenidamente y noté que entraba justo en el huequito carnoso. En ese momento descubrí la pequeña perilla. Una especie de botón. No pude contenerme y lo presioné suavemente. ¡Y entonces sucedió! El objeto circular se abrió y se dividió en dos partes iguales. Una de ellas cóncava y la otra plana. Esta última con una fina cubierta transparente y protegida por un aro o borde también metalizado. Debajo, tres pequeñas agujas de metal de tamaños distintos que apuntaban hacia los bordes. Dos de ellas fijas mientras que la más fina giraba en sentido circular y recorría los números del uno al doce dispuestos alrededor.
El objeto emitía un sonido casi imperceptible. Lo acerqué al oído para reconocerlo y pude identificar un tic-toc intermitente. Un sonido familiar. Alguna vez lo había escuchado, pero no recordaba cuándo ni dónde. Me incomodó como si estuviera haciendo algo incorrecto, como si estuviese a punto de invadir un territorio privado. Dejé el objeto donde lo había encontrado. Cerré el cajón y salí corriendo de la habitación. (Analía)



Lagos y lagunas

No sé qué relación tienen las caminatas con las lagunas mentales que padezco. Lo cierto es que el especialista me recomendó caminar “con la fresca”, para relajarme de las tensiones diarias.
Y aquí estoy, en el parque más arbolado de la ciudad. Es hermoso, limpio, pero nunca falta el desaprensivo que tira residuos.
Veo colchones, prendas de vestir y algo más que me llama la atención y no logro denominar.
Son dos objetos parecidos, de distintos tamaños. Uno rojo, otro azul. El de aquí tiene algo que alguna vez fue cilíndrico, el de allá no tiene nada. Este es con cables, aquel con un asiento bastante deteriorado.
Me detengo a observarlos y trato de recordar sus nombres. Estoy seguro de que en mi niñez tuve algo similar.
No hay manera, parece que caminar hace que la laguna se convierta en lago.
Continúo mi recorrido, seguiré pensando. (Alcira Elena)



Distracción

¿Qué es esto? No estaba ahí cuando me dormí. En este mundo nuevo uno no gana para sustos. Pensar que yo estaba lo más calentito, flotando alegre y seguro y de repente, algo me impulsó. Por más que intenté, una fuerza extraña me expulsó de mi refugio y me encontré en un lugar muy iluminado lleno de seres verdes. Uno de ellos gritó: “Es un varón”. Después supe que el tal varón era yo.
Me acercaron a uno de estos seres al que reconocí de inmediato, hacía el mismo sonido que yo escuchaba siempre cuando estaba en mi refugio. Su nombre era “mamá”, y venía con un “papá” adicionado. Ellos me llevaron a “casa”, lo que eso sea.
Allí empecé una nueva vida. Reconozco que es mucho más estimulante que mi etapa anterior. Al principio fue algo caótico, el lugar se llenó de seres que se llamaban “abuelo”, “abuela”, “tíos”, “primos”. Todos me tomaban en brazos y hacían unos sonidos muy raros, también realizaban unos movimientos extraños con los ojos y las bocas. Me llamaban de muchas maneras: “cosita linda”, “monadita”, “pechocho”. Y cuando estiraba mis labios hacían algo como “aaaah, mirá cómo entiende, me sonríe”.
Duermo mucho, siempre tengo sueño. Me ponen en algo que le dicen cuna y ahí descanso. Cuando deseo comida o me siento molesto viene “mamá”, me alimenta y me limpia. A veces me aburro y la llamo, ella acude presurosa y me alza. Eso me encanta.
Pero hoy me encuentro con esta novedad, eso que está sobre mi cabeza. No entiendo cómo flota en el aire. Veo a mamá que le toca un punto rojo y empieza a dar vueltas mientras emite un sonido muy agradable, y tiene muchos colores. Lo miro con atención, hay un palo que lo sostiene a mi cuna. Entonces no está en el aire. También hay unas varillas que salen de la parte central y tienen un objeto en cada punta.
Parece que estos objetos tienen nombre. “Mamá” dice: “Mirá el elefantito, el patito”, “qué lindo perrito”. Desde donde estoy todos son iguales. El movimiento y el sonido captan mi atención. Me concentro mirando la parte de debajo de los animalitos (los culitos, bah), pero no soy tonto. Me quiere distraer. Por eso preparo mis pulmones en un perentorio llamado. “Mamá” viene, me alza y yo, contento. (Alicia M.)



Redondo, redondo…

Lo ve arriba de una mesa, redondo y reluciente. Sofía apoya su dedito en esa cosa redonda y mira a su abuela.
—¿Me lo regalás? —le dice.
—Te lo presto, pero luego tiene que volver a ser colocado en su lugar.
—Abu, es muy lindo. Lo quiero pegar en mi cochecito de cotillón, que le falta una rueda.
—No, Sofi. El abuelo te fabricará esa ruedita. Este círculo de plástico amarillo lo necesito. Ya te expliqué que debe ser ubicado en su sitio.
Sofía se resiste a desprenderse de él.
—¡Es tan lindo, abuela, parece un sol! Un sol chiquitito que cayó a la tierra… ¿Me contás el cuento del sol?
—Nieta querida, es muy lindo lo que decís. Te narro el cuento, pero no podés llevarte ese objeto.
Sofi insiste con otra propuesta para convencer a su abuela.
—Abu, mirá, en estos dos agujeros le paso un cordón y me queda un lindo collar.
La abuela explica nuevamente que no es posible.
El abuelo fabrica la ruedita faltante al diminuto cochecito de juguete.
Sofía escucha feliz el cuento del sol y pronto olvida ese otro sol amarillo, chiquito con dos agujeros que vuelve a ser ubicado en el lugar correspondiente. (Alicia G.)



miércoles, 24 de noviembre de 2021

Haikus













Adela

Tarde soleada
viento primaveral
sobre la plaza.

La luz titila
hace dibujos tristes
en las paredes.



Alicia G

En el arroyo
descanso matutino
cantan las aguas.

Tarde rojiza
en paisaje sombrío
hojas que caen.



Fabiana

Mil gotas de agua
nubarrones y truenos
campos felices.

Azul de cielo
flores multicolores
naturaleza.


Analía

Caricias suaves
envolviendo mi cuerpo,
amanecer.

Ay si pudiera
no sentir tanto miedo
acurrucarme.



Alicia M

Color intenso
alrededor espinas
almohada verde.

Suave el ocaso
cruzado por graznidos,
buscan 
hogar.



domingo, 21 de noviembre de 2021

Ciudades imaginarias


Ciudad montaña Adela

Estábamos por llegar a nuestro destino cuando el GPS se descalibró. En vez de orientarnos, nos daba mensajes como: "ojo montaña", "cuidado árboles", "atención mayores caminando".
Recurrimos al mapa turístico heredado de papá, el soporte papel había sido muy útil antaño, y no indicaba nada de lo chusmeado por el moderno dispositivo.
En la segunda curva, un camino casi invisible nos llamó la atención. Lo seguimos y al final, cinco montañas en forma de círculo y con abundante vegetación nos recibieron.
Una pequeña abertura entre dos de ellas nos dejó pasar. Asombrados nos hallamos con una ciudad diminuta pero bella. Las casas construidas en los árboles, una cascada multicolor que desembocaba en un lago celeste y millones de gorjeos.
La cara amigable de un hombre se acercó a nosotros y nos “educó”. Un grupo de matrimonios amigos había descubierto el lugar. Ni los geólogos lo conocían.
Decidieron pasar allí sus últimos años en contacto con la naturaleza y lejos del estrés de las ciudades.
Los árboles les daban calor o fresco según la temporada. El agua de la cascada saciaba la sed, permitía el aseo y el disfrute y no necesitaban ir a recitales porque los pájaros albergados en los frondosos árboles les brindaban los mejores conciertos.
Cuando nos despedimos, nos pidió que no divulgáramos lo que habíamos visto. Cumplí en parte con la promesa que le hicimos. Ahora ustedes saben que existe un lugar maravilloso, pero ni muerto les digo dónde queda.


Ciudad Analía

Después de caminar durante horas por el interior de la selva pudimos divisar lo que habíamos buscado tanto tiempo. Avanzamos por el sendero guiados por aquellas luces brillantes. La urbe parecía aún más bella de lo imaginado.
El camino sinuoso nos llevó hasta el borde de la montaña donde terminaba la selva abruptamente, con un corte casi perfecto, como si lo hubiesen cortado a cuchillo. Allí mismo, en la ladera, descubrimos el inmenso semicírculo transparente incrustado como una perla en la roca, una cúpula gigante que envolvía por completo a la ciudad.
Seguimos caminando unos kilómetros hasta llegar al borde de la bóveda que parecía de vidrio, pero en realidad era de un material flexible, suave y permeable. Casi sin esfuerzo la atravesamos y entramos. Y en ese preciso instante, nuestra vestimenta y los pertrechos que cargábamos perdieron el color.
La primera reacción fue mirarnos y observar a nuestro alrededor. Todo era muy singular. Predominaba el blanco. El resto de los objetos eran transparentes.
Las calles de Analía eran curvas e irregulares. La avenida principal, un semicírculo. A ambos lados, cientos de edificaciones compuestas por dos, tres o hasta cuatro burbujas, una encima de la otra, funcionaban como unidades habitacionales y espacios de trabajo. Los lugares cerrados dejaban ver lo que había en el interior. Nada llamaba la atención. Lo existente respetaba una monocromía absoluta. Tanto en el exterior como en el interior prevalecían las líneas curvas. Varios tubos angostos conectaban a las burbujas entre sí y aportaban los recursos que los habitantes necesitaban para vivir.
Quienes en el pasado habían recorrido Analía aseguraban que quienes vivían allí no conocían la maldad. Se relacionaban entre sí con amabilidad y sinceridad. Los testimonios de viajeros coincidían en describirla como la ciudad más verdadera de todas, porque indefectiblemente todo quedaba expuesto. Y esto sin dudas repercutía en el modo de relacionarse. No había lugar para la hipocresía ni para la mentira.
Para los analienses la mirada ajena no tenía importancia. No conocían las críticas ni los malos pensamientos. Cada uno se ocupaba de sí mismo y en las conductas primaba la libertad. Tomaban decisiones haciendo lo que consideraban apropiado sin molestar a los demás. La compasión, la tolerancia y el respeto por el otro era la norma más importante de todas.
Nuestro desconcierto fue tal que sirvió para comprobar, una vez más, que los humanos somos seres inferiores.


Alicia G, ciudad de los quesos

Qué alegría cuando anuncian que soy la ganadora del sorteo especial “día del niño”. El premio: Un viaje a la ciudad Quesolandia, también llamada Alicia, ciudad de los quesos. Estadía de un día para una abuela y nietos.
Quienes festejan aún más son Francisco y Agustín, mis queridos retoños.
—Buenísimo, abuela. Vamos a comer ese blandito que se pone arriba de la pizza —comenta Francisco.
—Y también el que tiene muchos agujeros —completa Agustín.
Al llegar a Quesolandia, una gigante casa con forma de gruyere nos da la bienvenida.
Miramos hacia todos lados y nos preguntamos cómo ingresar. Entonces el queso comienza a moverse y una voz sale de su interior y nos anuncia:
—Asomen sus rostros en uno de los agujeros y… —no termina de hablar cuando apenas apoyamos nuestras caras en los orificios y somos succionados y transportados por un túnel de exquisitos olores de quesería.
Mis nietos y yo pegamos gritos de euforia al caer en medio de un parque de parmesano, chédar, gouda, roquefort y una variedad descomunal de quesos, quesitos y quesotes.
No nos alcanzan los ojos para mirar los juegos. Embriagados por las tentadoras fragancias, elegimos (como primera opción) la calesita con asientos de redondas mozzarellas, caballitos de brie y camiones fabricados en queso azul. La sortija: un gran queso fontina. Agustín es el feliz poseedor de ella.
Allí, sentados en el pasto, los dos tironean trozos y comienzan a comer. Por supuesto, yo también colaboro. ¡Con lo que me gusta!
Nos incorporamos y vemos en el centro del parque un cohete gigante.
—Vamos para allá —gritan ambos.
¡Impresionante! Tres metros de altura, con variados niveles de texturas y sabores. La puerta, un gran roquefort. Cinco ventanas de sardo y quesitos de postre saborizados. Presionando una palanca, el cohete dispara bolas de… QUESOS, por supuesto. Quien logra obtener diez bolas, gana un kilo de mascarpone.
Aferrados a la palanca, hacemos fuerza los tres. Logramos el objetivo. Me abrazo al tarro emocionada y les digo a Fran y a Agu que el trofeo lo llevamos para preparar el postre tiramisú.
—No, abu, vamos a comerlo acá —exclama uno.
—Sí, sí, vinimos para comer todo —repica el otro.
Una abuela no puede negarse al pedido de sus amores pequeños. Pido tres cucharas y saboreamos el manjar.
A esta altura empiezo a sentirme algo satisfecha y con el estómago revolucionado; pero, como buena fanática de los quesos, no puedo aflojar ahora y decepcionar a los nietos que insisten en continuar jugando.
—¡Al tobogán! ¡Al tobogán! —anuncian y van corriendo.
¡Asombroso! Se ingresa por una escalera de barras de chédar. La tabla para deslizarse es de cuartirolo.
Nos explican que debemos hacerlo descalzos y rápido porque el queso, con el calor del cuerpo y la alta temperatura, se derrite fácilmente.
Mis nietos lo logran sin inconveniente alguno.
Cuando llega mi turno, se complica: una pierna queda trabada entre el espesor de la materia grasa y la baranda, que también es de queso. En este caso, el de barra, que usamos generalmente para sándwiches. Me sujeto a esa barra y siento que mis dedos se hunden y desgarran un pedazo que se adhiere a mi mano. Trato de sacarlo, pero al soltarme, empiezo a deslizarme por el queso que ya comenzó a derretirse.
“Soy toda tuya”, le digo y me entrego totalmente, sin resistencia alguna. Hundo manos, piernas, espalda, cabeza, en el pegajoso requesón, mezclado a esta altura con las rodajas de tomates que ruedan por mi cuerpo, mientras las aceitunas se incrustan en los dedos de los pies y el rojo del morrón se mezcla con mis cabellos castaños.
Cuando aterrizo, Fran y Agu, con risas de oreja a oreja, aplauden enloquecidos.
Ya en casa, mi hija (o sea, la madre de mis nietos) se enoja bastante porque dice que “soy una abuela con poco juicio” y que los niños están “empachados y no quieren ni sentir el olor a queso”.
Yo todavía sigo sentada en el inodoro sin éxito. Si continúo así esta tarde me compro una purga.


Alcira, ciudad de Yosif

En Ganimedes, Yosif fundó una ciudad encantada. Cuenta que los edificios de Alcira son cilíndricos, de material brillante. De aspecto metálico, sirven como fuentes de energía cuando el sol refleja sobre ellos. Las viviendas tienen terrazas despejadas donde aterrizan vehículos voladores. Las calles peatonales, de césped bordeadas de flores multicolores lucen un perfecto estado y pulcritud. Los árboles de hojas con forma de guirnaldas y frutos de gustos exquisitos brindan sombra relajante y sanadora.
En la noche, una luna de farolitos esparce su sombra misteriosa. Las luciérnagas colaboran iluminando las veredas alfombradas de grama. Campos de cereales y tubérculos regalan sus riquezas.
Está enclavada en un valle rodeado de suaves montañas que protegen y favorecen con temperaturas agradables.
Construida sobre nubes y protegida por una cúpula de cristal junto a su propio universo, Alcira viaja por el espacio.
Cada día amanece en una galaxia distinta y maravillosa.


Camino a Alicia M.

Me detuve en la estación de servicio con alivio. Ya tenía unas cuantas horas de viaje en mi cuerpo y me faltaban algunas más. Después de cargar combustible entré a la cafetería. Con un sándwich y un café me dirigí a una mesa. La empleada me acercó servilletas y la azucarera; por amabilidad o, tal vez, curiosidad me preguntó si buscaba dónde pasar la noche, ella podía indicarme un par de lugares. Le respondí que después de comer me refrescaría un poco y seguiría viaje. Quería llegar a mi destino antes de que amaneciera.
Me dispuse a disfrutar mi tentempié cuando una voz detrás de mí me sobresaltó:
—No lo haga.
—¿Qué?
—Seguir viaje. No lo haga. Quédese aquí hasta que amanezca, de lo contrario correrá un gran peligro.
—¿A qué se refiere? ¿Hay delincuentes, piratas del asfalto? No estoy enterada de que haya inseguridad en esta ruta.
—No, no es nada de eso. Pero igual existe un gran peligro en ese camino. Nadie lo cree y los pocos que lo saben, no hablan de ello. Temen que los tilden de locos.
No supe qué contestarle. Miré de reojo y vi que los empleados estaban conversando en la caja. Otros dos clientes ocupaban sendas mesas, cada uno en lo suyo. Por lo menos no estaba sola con este individuo.
Él corrió su silla y se sentó frente a mí. Su rostro era de edad indefinible, con profundas arrugas. Las ojeras daban un marco sombrío a sus ojos atormentados.
—Le contaré algo. Juro que es la pura verdad, está en usted el creerme o no. Si decide seguir viaje, al menos sabré que hice lo posible para advertirla.
Y continuó: —Yo viajo constantemente, sobre todo por esta ruta. Una noche decidí no detenerme en ningún hotel. Debía llegar a determinado horario y no quise retrasarme. Usted conoce el camino, atraviesa muchos kilómetros de campos, lejos de cualquier población.
No sé si fue el cansancio, pero me pareció que el camino era interminable. Elegí buscar una estación de servicio, aunque la oscuridad era completa. De repente, avisté un cartel que decía: Usted está llegando a Alicia. Me llamó la atención porque no recordaba que hubiese nada por ese lugar. Hasta que al doblar una curva vi un resplandor. No solo eso, las luces eran muy extrañas. Parecían pintadas en la oscuridad. La ruta iba derecho hacia ella.
Cuando llegué, creí que alucinaba. Toda la ciudad era un dibujo animado, ¡se lo juro! Los edificios tenían paredes curvas; los autos eran variados y estrafalarios, algunos parecían toser como personas mientras echaban humo. Las calles no eran paralelas, se cruzaban y entrecruzaban de manera que uno iba y volvía por el mismo camino sin darse cuenta. Me sentí mareado, sin querer rocé uno de esos autos dibujados. Pese a que era tan pequeño como un viejo Fiat 600, de él salió un individuo enorme (me recordó a Bruto, el enemigo de Popeye). Ni entendí qué me dijo mientras revoleaba su puño, después volvió a su auto y se fue. El golpe me hizo reaccionar y tomar conciencia de que todo era real.
Estacioné frente a una especie de bar con puertas batientes y entré. El lugar estaba repleto de personas, pero eran más garabatos que humanos. Si bien bebían, reían y conversaban, no podía entender lo que decían. Además, para ser alguien extraño, no les llamaba la atención. Me acerqué a la barra y el mozo, un individuo con una nariz enorme, con un puro en la boca, puso una bebida delante de mí y dijo: “Parece que la necesitas, amigo”.
Antes de que pudiera reaccionar, otro individuo con cabeza de perro tomó la copa y la bebió de un trago. Los ojos le saltaron de las órbitas y le salió humo por las orejas.
“Acá tiene otra, después de todo es un recién llegado. A veces llegan personas de afuera, de su mundo. No duran mucho. Si no se van a tiempo se convierte en pobladores de Alicia”.
Miré a mi alrededor, había caído en un mundo chiflado poblado de dibujos animados. Creí que me volvería loco si no lo estaba ya. Volví a mi auto y salí lo más rápido que pude. Me dirigí hacia la salida y pronto llegué a la ruta.
El sol estaba en su plenitud y, sin embargo, según mi reloj solo había estado en Alicia, ese mundo bizarro, unas pocas horas.
Nunca mencioné mi experiencia, de todos modos investigué. En esta ruta ha habido desapariciones, casi nadie viaja de noche. Por eso le advierto otra vez. Quédese, no siga.
El hombre volvió a su lugar y no me miró más. Estupefacta, sin saber qué pensar me acerqué a la empleada para preguntar por el baño. Una vez ahí me refresqué, pues claro que todo era una fantasía de ese pobre loco o tal vez se trataba de un extraño bromista. Decidí seguir.
La noche era hermosa, una gran luna llena la iluminaba. A los pocos kilómetros algo me llamó la atención. Un cartel. Disminuí la velocidad. Usted está llegando a Alicia se leía con toda claridad. Frené. De repente todo era oscuridad, excepto un reflejo que se veía al final de la ruta. Sin pensarlo dos veces di media vuelta y volví a la estación de servicio. En ningún momento miré para atrás.

 


domingo, 14 de noviembre de 2021

Preposiciones y proposiciones

 

Pucha que me gustás  (Alicia G.)

A veces la vida sorprende.
Ante circunstancias complicadas, bajo la copa de un árbol, cabe la avecilla cantora, está el Gumersindo con la gurisa que tanto le gusta.
Contra su voluntad, Eulogia llegó de otro pueblo. Desde el día que pisó ese campo de trigales y grandes girasoles se sintió atraída por ese gaucho pintón, que durante el día contempla sus ojos brillantes como fuego encendido. Y en algunas ocasiones, el astuto jinete posa su mirada profunda e inquieta entre los volados de la blusa que dejan asomar los encantos de la paisana.
Hoy, tarde luminosa donde el sol acaricia el suelo con su tibieza, ambos van hacia ese lugar que el Gumersindo propone.
Hasta dónde me llevás —pregunta ella.
—Aquí nomás —responde él, señalando el frondoso ombú.
Mediante halagos y adulaciones, Gumersindo invita a la Eulogia a sentarse sobre el espacio verde y cálido, para declararle su amor.
Ella pregunta por qué en aquel paraje solitario y alejado del rancho.
Él responde que, según le contaron sus antepasados, los amores que florecen bajo el cobijo de un árbol y en medio de un campo florecido de girasoles, son para toda la vida.
—Y yo —continúa diciéndole— te quiero, mi china, sin tapujos por sobre todas las cosas. Y deseo que lo nuestro empiece hoy y que vivamos juntos en esta tierra pa' siempre.
Eulogia se ruboriza, pero siente que también es su deseo. El corazón le salta de alegría y las mariposas cosquillean su pecho.
So pretexto de que no pase el verano, la mejor estación para el amor, la boda se realiza con algarabía, empanadas, vino y asado.
Sobre la improvisada pista de tierra no falta el malambo, las payadas y, como broche de oro, el Pericón Nacional.
Finalizada la fiesta, los novios parten hacia su viaje de bodas. Tras dudar entre Cataratas del Iguazú versus los lagos de la Patagonia, deciden rumbear hacia el sur.
Vuelan hacia Bariloche, vía Buenos Aires, felices y enamorados. 



Declaración  (Analía)

A viva voz y ante el mundo te declaro mi amor, bajo este cielo colmado de estrellas. Con tus encantos y contra todos los pronósticos, has conquistado mi corazón. Y de más está decirlo, desde el primer momento supe que eras el hombre de mi vida.
Durante años esperé conocerte y en mis sueños imaginé tenerte entre mis brazos. Hoy debo confesar un único deseo: compartir la vida contigo hasta el final de los tiempos.
Miro hacia el cielo, agradezco y te entrego mi corazón mediante esta declaración de amor para vos. Te amo y quiero gritarlo a los cuatro vientos y por si quedan dudas repetirlo tantas veces como sea necesario, según lo que siento, sin vergüenza e ignorando lo que el resto opine sobre mí.
Ahora, tras abrir mi corazón, sólo espero con ansias tu consentimiento. 


Preposicionando  (Adela)

¡A ustedes, Señores míos, me dirijo! Ante ustedes voy a confesarme, bajo pena de ser castigado, con motivo de expresarme en contra de los que maltratan a la naturaleza desde hace mucho tiempo y durante todos estos años.
En los viajes realizados lo comprobé. Entre tramo y tramo hacia los nuevos destinos y hasta llegar a las ciudades mediante distintos vehículos para arribar más rápido.
Por lo expuesto, y según lo expresado anteriormente, me declaro enemigo de los maltratadores de la naturaleza sin una razón valedera.
Tras mucha investigación en las redes y versus los detractores de mi idea utilizo esta vía para declarar mi amor por los bosques nativos y los animales exóticos que los pueblan.


Zirkus  (Alcira Elena)

Mimik reunió al grupo para leer una nota.
Inspira profundo, expira… y comienza:

A la señorita Kontur, y ante nuestros compañeros, bajo este cielo de luna llena donde ya no cabe una estrella más. Con toda mi alma, teniendo en contra mi condición de persona bajita. Con mi enorme corazón que suspira desde el amanecer y durante todo el día. En tiempos de traqueteo ambulante. Entre la música y el relato de poetas errantes. Hacia el futuro y hasta la muerte, le juro mi amor mediante este discurso para que sea conocido por las generaciones futuras. Según la ley que nos rige y sin otro fin más que su querer. Sobre todo, decirle que tras mucho meditar le pido seamos “payaso versus contorsionista”. Viajemos hacia nuestro destino en el Circo de Moscú vía Alemania.

Mimik mira a la dueña de sus ensueños.
Silencio expectante entre los presentes. Miradas curiosas van de uno a otro.
Kontur, roja como las brasas de los fogones comunitarios, con sus enormes ojos centellantes de asombro corre a encerrarse en su carromato. 


Proposición  (Alicia M.)

A la señorita Carolina Fernández:

Ante el desdichado malentendido ocurrido anoche, bajo las circunstancias ya conocidas, quiero aclarar los hechos que motivaron dicho equívoco. Debo decir, con toda sinceridad, que no esperaba enamorarme; pero ocurrió. Eso motivó que mi conducta fuera algo excéntrica, aunque nunca pensé que los chismes malintencionados la pondrían contra mí.
Recuerdo la tarde cuando la conocí, usted venía de la heladería “El cucurucho caliente”. Desde ese momento, mi corazón fue suyo. Durante semanas pensé cómo abordarla. Verla en la plaza era para mí un dulce suplicio. Entre los muchachos del bar se apostaba para ver si me animaba.
¿Recuerda el día cuando caminé derecho hacia usted y me quedé mudo? Hasta sus señoras tías, que la acompañaban, se rieron a carcajadas. Roberto, un gran amigo, decidió ayudarme; mediante sus buenos oficios para que me conociera logré acercarme y nació nuestra relación.
Comprendo que al principio usted desconfiara por todas mis conductas extrañas; pero le repito, las motivaba mi enamoramiento.
Sé que circulaban algunas habladurías acerca de mi salud mental. Según yo lo veo, provenían de ese ex novio suyo, un tipo sin escrúpulos (si me permite el comentario); sobre todo cuando se supo que yo pediría su mano anoche mismo.
Tras la escaramuza protagonizada por un servidor versus su ex, comprendo que no quiera ni verme. Yo le reitero mi devoción y estoy dispuesto a someterme a su voluntad, le ruego me dé otra oportunidad.
Ese y no otro es el motivo que me empuja. Por eso le acerco esta misiva vía su hermana quien se ha apiadado de mi dolor.

Su seguro y devoto servidor.

Nicanor González



Carta de amor  (Amparo)

Hola. Me veo en la obligación de ser cortante. ¿Por qué te fuiste? Sé que no fue el mejor momento para conocernos. Tú tan lleno de problemas, casado, con un proyecto por delante... tan indefenso para encontrarme. El día que te crucé en el crucero supe desde el primer minuto que inexorablemente me iba a rendir ante tus encantos. Esas bocas que han hablado y han juzgado la imposibilidad de que conectemos, en contra de nuestra unión. Pero qué equivocadas estaban, si era tan innegable la química en nuestra comunicación y en nuestras miradas. Mentiría si dijera que no te extraño y que en cierto modo estoy arrepentida de mis actos. En las noches tengo insomnio recordando tan flamantes situaciones, al igual que hirientes. No tuve opción. Tuve que interponerme entre ella y tú porque todo ya lastimaba demasiado, y sé todas las consecuencias que trajo. No espero que aceptes mis disculpas porque ya caí en cuenta de lo importante que es que sigas en pie con tu vida y lo poco importante que es la mía en comparación. Así que por el bien de los dos voy a tomar mi distancia y a no intervenir nunca más, a menos que tu deseo se oponga.
Aun así, espero cualquier mensaje tuyo. Hasta siempre.
Estoy enamorada, muy enamorada. Y duele.

 




domingo, 7 de noviembre de 2021

Final establecido


Travesuras, de Alcira Elena

A la vera de la ruta que conecta nuestros pueblos había una casa antigua, rodeada por una espesa arboleda. Nuestros padres decían que allí vivía un viejo soldado que luchó en la segunda guerra mundial, que tenía recuerdos de la época. Con mis amigos, Fede y Nino, decidimos ir a investigar. Acordamos que entraríamos Nino y yo, Federico se quedaría de centinela.
Para ingresar a la propiedad, primero subimos a un árbol añoso y desde allí saltamos el muro. Caminamos con prudencia para evitar ser descubiertos. El terreno estaba enlodado por las recientes lluvias. Nos asomamos por un ventanal, todo estaba cargadísimo de fotos enmarcadas que mostraban cadáveres, gente macilenta que apenas parecía sobrevivir. Personas con guardapolvos blancos rodeados de cuerpos mutilados y otros horrores que, a los ojos de aquellos niños que éramos, asustaban muchísimo. Corrimos, pasamos cerca de un auto desmantelado que comenzó a andar hasta que encontró un peñasco. Saltamos la tapia a los gritos, trepamos al árbol. Mientras descendía por la rama me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.


Osadía, de Adela

El fin de año se aproximaba y con él las tan ansiadas vacaciones. Esta vez íbamos a ser cuatro los que viajaríamos.
La situación económica no era la mejor, pero la juventud y la imaginación nos salvaban. Unas carpas, unas mochilas, cantimploras y mucho amor a la naturaleza serían suficientes.
Coincidíamos en el afecto por lugares con vegetación y agua cerca. Si había poca gente, mejor. Por unos días, nos sentíamos dueños del lugar. Éramos cuatro reyes a cargo de un reinado sin súbditos.
Federico nos sugirió un lugar que había visto en Internet. Quedaba en el límite entre La Pampa y Río Negro y nos pareció el más adecuado. Le pregunté si tenía referencias y me respondió que había algunos comentarios y todos muy buenos. Otro de los acampantes lo interrogó sobre los negocios cercanos para comprar víveres o algo que necesitáramos y Fede lo tranquilizó diciendo que había agendado varios comercios de esos que nosotros frecuentábamos.
¡Nos conocíamos tanto!
El dos de enero partimos. Federico no había mentido. El paraje era un paraíso. Unos árboles altos y frondosos daban el oxígeno que tanto nos faltaba en la ciudad. Muy cerca, un río cantaba mientras algunos peces hacían piruetas en el agua.
Armamos las carpas, un pequeño fogón y mientras dos de los chicos decidían pescar, yo quise volver a mi niñez. Adoraba trepar a las ramas más altas de los árboles de la casa de mis abuelos. Era el más valiente de todos los nietos y por eso me admiraban. También me gané algunos odios por eso. Creí que los años no habían pasado, que era un adolescente, que mis músculos eran elásticos y mis huesos flexibles, que mi corazón iba a latir emocionado y subí. Federico, con el celular, inmortalizaba mi hazaña mientras mi cuerpo exhalaba sudor, no el de la adrenalina sino el del miedo. Mi conciencia reaccionó. Recordé que tenía varios años más y mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.


Fue solo un susto, de Alicia G.

Federico y Leonardo son mellizos. Cabellos rojizos, rostros vivaces con multitud de pecas y las piernas dispuestas a correr. Siempre sonrientes y planeando una nueva travesura.
Fede y Leo, como los llaman sus amigos, estudiaron la semana pasada los medios de transporte. Y entre ellos investigaron sobre el primer globo aerostático, sus creadores, los franceses Montgolfier, las construcción y características del viaje en ese transporte. Se entusiasmaron con la idea de volar alto llevados por el viento, “el gran comandante” de la travesía. Poder observar la ciudad, ríos y todo el paisaje desde allí.
Su tío Gerardo trata de complacerlos y les promete ese viaje espectacular en globo aerostático para el treinta de octubre, cuando cumplirán once años.
—Yo me animo a conducirlo solo, con todo lo que aprendimos —dice Leonardo que siempre es el más intrépido.
—No seas fanfarrón —le contesta Federico.
Y llega el esperado día. —¡Vamos a viajar en globo! —gritan al unísono apenas se levantan.
Desde la mañana y hasta el mediodía, aturden los oídos de su madre con el repetitivo estribillo: “¿A qué hora vamos a realizar el paseo?, ¿cuándo viene el tío?, ¿falta mucho?”
La mamá les dice que no sean impacientes, que falta poco y que esperen sin hacer más preguntas.
Cuando el reloj marca las cinco de la tarde, tío y sobrinos parten rumbo a esa aventura tan esperada.
Ya subidos al globo y listos para partir, Fede baja corriendo a pedir prestado un barrilete que ve en la mano de un nene, para remontarlo desde el globo.
Su tío sale tras él para impedírselo.
Federico se esconde detrás de un árbol y vuelve al lado del globo para soltar la soga que lo amarra y jugarle una broma a su hermano. El globo aerostático comienza a subir.
Fede, desde abajo, incita a Leo para que trate de manejarlo solo: —Vos dijiste que podías, dale, demostralo.
Leonardo se envalentona e intenta maniobrar lo que puede. Solo logra embarrarse con las bolsas de arena para el lastre, agua, aceite… Grita, se desespera. Implora, pide auxilio.
Federico también llora, junto a su tío. Comprende que no está bien lo que hizo.
El globo aerostático comienza a perder el gas y emprende su descenso sin control alguno.
Mucha gente se aproxima para observar el desastre.
Un gran ombú es protagonista en ese momento y cobija con sus verdes ramas al globo que termina posándose en lo más alto de la cúpula.
Leo, temblando y demacrado por el susto, intenta ir bajando lentamente.
Luego, seguro, pisando el suelo y entre suspiros y lloriqueos, comenta a todos los presentes que se atropellan para ver y oír: "Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír".


Decepción, de Alicia M.

Cuando Julia llegó a la escuela quedé deslumbrado, sus ojos de cielo se volvían pícaros cuando sonreía con los hoyuelos más lindos del planeta. El pelo, una trenza dorada, le llegaba a la mitad de la espalda, adornado con una cinta.
La seño le indicó que se sentara y lo hizo a mi lado. Una gran timidez se apoderó de mí. Yo, que siempre fui uno de los más charlatanes, quedé mudo. No me atrevía a mirarla. El timbre indicando la hora del recreo fue un refugio oportuno. Ese día descubrí el amor.
Siempre fui remolón para levantarme, a veces llegaba tarde a la escuela porque me distraía en el camino. Mi pobre madre, para evitar las citaciones de la maestra, obligaba a mi hermano Federico a que me vigilara, que llegara a tiempo, que no hiciera travesuras durante el recreo, que no me ensuciara. Por supuesto, él protestaba que por qué tenía que hacerse cargo de mí. Ella le recordaba su responsabilidad por ser el hermano mayor. Y, durante todo el camino, yo debía escuchar su perorata de que estaba cansado de que lo culparan cada vez que yo me mandaba una, porque no me cuidaba.
Pero todo eso cambió con la aparición de Julia. En clase me portaba como el mejor, incluso prestaba más atención a las explicaciones de la maestra, porque ella, cuando no entendía algo, me preguntaba a mí. Le prestaba mis cosas, limpiaba el borrador cuando le tocaba borrar el pizarrón, la convidaba con caramelos. Me volví experto en pasarle machetes durante los exámenes. Durante los recreos ya no corría jugando a la pelota, me dedicaba a contemplarla de lejos.
Mi cambio llamó la atención de mi hermano. Pronto se dio cuenta de mi enamoramiento y me hizo la vida imposible. Me amenazaba con contárselo a todos si yo no hacía todo lo que él quisiera. Así que me tuvo de esclavo; yo debía realizar sus quehaceres: tender su cama, secar los platos, hacer mandados.
Lo peor eran sus burlas. Él era mi hermano mayor ¿por qué no me entendía? Yo sabía que a él le gustaba una chica del barrio y hacía de todo por llamar su atención y yo… me burlaba de él. Entendí que se estaba desquitando y no pude evitar sentir enojo. No le hablé por días.
El veintiuno de septiembre hubo una feria en la plaza del barrio. Había juegos, artesanos, música. Todos mis compañeros de la escuela estaban ahí, incluso Julia. Un payaso hacía figuras de globos y las regalaba a los chicos. Todos teníamos nuestros globos, el de ella era un perrito que llevaba en un hilo largo haciendo que volara con el viento.
Una fuerte ráfaga que sopló intempestivamente le arrebató el globo y lo llevó hasta un grupo de árboles. El hilo se enganchó en el más alto. Vi a Julia mirar con pena su globo y, sin pensarlo, le dije que yo se lo traería. Comencé a trepar con rapidez, las ramas eran gruesas y firmes y pronto llegué a la mitad. Alcancé el hilo y miré hacia abajo. Había trepado mucho más alto de lo que pensaba, pero eso no fue lo peor. Julia, mi Julia, estaba recibiendo un helado de un chico y se alejaba con él sin mirar atrás. Federico, en cambio, me gritaba asustado que tuviera cuidado.
Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.



Mar rojo, de Analía

Con Federico nos debíamos la aventura.
El mapa topográfico nos mostraba el recorrido irregular del curso de agua y la vegetación tupida, continua y enmarañada. Coincidimos en que esa franja de tierra roja pareja era el lugar apropiado para acampar, así que con Fede decidimos ubicar la carpa allí, a unos metros del arroyo que bordeaba la selva.
La temperatura de los últimos días había sido más alta de lo esperado para la época del año, con un promedio de veinte grados por las noches. Una locura. Menos mal que la carpa tenía aberturas con tela red en ambos lados porque las pensábamos dejar abiertas toda la noche. Dormir a la intemperie no se presentaba como una opción. La fauna del lugar era precisamente de la más peligrosa del reino animal. Y aunque en nuestras vidas abundaban este tipo de experiencias, no estábamos dispuestos a correr el riesgo. Por la noche, conversamos largamente cerca del fuego, recordamos miles de anécdotas de nuestra niñez y después de picar algo decidimos descansar.
Habíamos elegido Misiones porque nos parecía el escenario perfecto. El paisaje con una paleta de colores fuertes y complementarios en la que un ser superior había realizado una verdadera obra de arte. Una maravilla.
A la madrugada, a las cinco o seis de la mañana, me desperté con los aleteos desesperados de pájaros. La tormenta había estallado. Abrí el cierre y me asomé. El viento tironeaba de la carpa desesperado y mis ojos se llenaron de tierra. Desperté a Federico para salir rápidamente de allí y lo alerté del peligro que corríamos. Nos encontrábamos en medio del desastre. Él me miró aterrorizado y me preguntó por qué le estaba diciendo eso. No sé qué más le comenté. Recuerdo que me tomó la mano y me dijo que me quedara tranquilo, que íbamos a encontrar la manera de resguardarnos. Lo miré y le dije que tenía razón. Me recordó las veces que habíamos superado obstáculos y me dijo que esta era una prueba más. No sé a qué se refería, pero yo asentí.
Nos calzamos como pudimos y salimos de la carpa cuando comenzó a llover torrencialmente. Estábamos en el medio de un verdadero desastre. Los árboles mojados y pincelados en diferentes tonos de verde se balanceaban como si fueran de papel y parte de una escenografía.
En una milésima de segundo, a nuestras espaldas, el río desbordado envolvió y arrastró nuestra carpa hasta devorarla. Completamente mojados y cubiertos de barro rojo corrimos desesperados con nuestras piernas hundidas hasta la pantorrilla y buscamos refugio en el interior de la selva. Atiné a subir a un árbol que parecía interminable por su altura. No sé cómo, pero lo logré. Y Federico hizo lo mismo.
Abrazado al tronco observé cómo, en una cuestión de minutos, el contorno del río había cambiado. Ya no se divisaban los límites. Se había transformado en un mar rojo. El lodo cubría toda la superficie y la intensidad del viento y la inestabilidad de mi posición me recordaron mi insignificancia. Comencé a temblar de miedo.
No sé cuantos minutos pasaron. ¿Quince? ¿veinte? Lo cierto es que al cabo de un tiempo volvió la calma. Dejó de llover y las ráfagas de viento se detuvieron. Federico bajó del árbol enseguida. Con lágrimas en los ojos comencé a bajar. No lo podía creer. ¡Nos habíamos salvado!
Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.


Medianoche lluviosa, de Amparo

El timbre no funcionaba y los gemelos esperaban afuera, empapándose. Se preguntaban cuándo iban a abrirles la puerta; mientras tanto, uno de ellos prendió un cigarrillo. Al rato, una chica llamada Carla les abrió la puerta y los hizo pasar. El departamento quedaba en el segundo piso, por lo que subieron las escaleras con ella, quien los interrogó acerca de sus pasados y vidas privadas. Ellos no respondieron casi nada, la habían seguido en silencio. Había demasiado misterio en sus conductas pese a sus trabajos, y Carla sospechaba. Las invitadas estaban muy entusiasmadas con esta llegada e invadían sus espacios personales desvergonzadamente. Ellos seguían con total calma hasta que bailaron; ahí fue cuando sacaron su lado extrovertido a la luz.
Ninguna hubiera previsto la tragedia que se aproximaba.
Carla encontró un hueco para llamar a la policía, pero fue acorralada por uno de los gemelos que le exigió que no dijera ni una palabra de lo visto. Ella casi vomitó del miedo y el asco.
Los hermanos huyeron poco después, tratando de ocultar su urgencia hasta que vieron las luces de la policía y corrieron desesperados. A pesar del esfuerzo por cruzar una arboleda, fueron alcanzados y posteriormente interrogados sin piedad en una fría habitación. Uno se quebró y terminó contando su lado de la historia, muy sentida y escalofriante: “Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.”




El texto en letra cursiva que se repite en todos los relatos pertenece al cuento Hombrecitos, de Enrique Wernicke.


domingo, 31 de octubre de 2021

Los temerosos Funes


Un incidente nocturno

Cada pueblo del interior de nuestro país tiene sus características. Y Pichicho Tuerto no es diferente. Es una localidad rural pequeña donde todos se conocen; su economía depende de la agricultura y las tareas del campo son su fuente laboral.
Además, como todo pueblo, tiene sus personajes característicos: Doña Sabina, la curandera, quien antes de la llegada del médico era quien cuidaba la salud de sus vecinos (después de un período de rivalidad y desconfianza, llegaron a un acuerdo: ella se ocuparía de empachos y contusiones leves y él de lo demás); el viejo Nicanor, el borrachín del pueblo, simpático y querible, aunque casi nunca se lo ve sobrio.
Pero el más peculiar es Cirilo Funes, más conocido como Funes el Temeroso. Cirilo es el mecánico del pueblo, un joven honesto y muy trabajador, aunque con pocas luces. También es muy supersticioso y crédulo.
Hace varias noches, Cirilo cenó con amigos. Medio achispados comenzaron a contar historias de aparecidos, una más espeluznante que otra. Más tarde, de regreso a su casa, decidió pasar por el boliche; para eso empezó a cruzar un terreno recién arado. Una hermosa luna llena iluminaba la noche. A medida que caminaba sentía piedritas que golpeaban sus piernas por detrás. Asustado, se volvió pero no vio nada. Todos los relatos volvieron a su mente y se estremeció. Para colmo, la luz nocturna empezó a menguar, como si una gran nube la devorara. Cirilo sintió que algo lo rozaba. Miró a todos lados y nada. Apretó el paso y nuevamente las piedritas lo golpearon, esta vez con mayor intensidad. La oscuridad ya era total y otra vez algo lo rozó, incluso sintió como un pinchazo. Más asustado, echó a correr hasta llegar al boliche.
Sin aliento contó lo que había pasado a los parroquianos que escucharon con suspicacia. Todos sabían lo asustadizo que era.
—Decime, ¿vos siempre usás las alpargatas como chancletas? —preguntó la dueña del local.
—¿Por qué?
—Porque si viniste por el campo arado, vos mismo levantabas piedritas al caminar, sonso.
El lugar estalló por las carcajadas de los presentes. Otra más de Funes el Temeroso que tiene miedo hasta de su sombra. La dueña le acercó una caña para que se le pasara el susto. Alguien se ofreció a acompañarlo a su casa. La luna volvía con todo su esplendor nocturno.
Cirilo no habló del pinchazo que había sentido en el cuello, ya se habían reído demasiado de él. Seguro había sido algún insecto nocturno.
En un pueblo siempre hay motivos para las habladurías. De un tiempo a esta parte han desaparecido mascotas. Varios gatos y perros no son hallados por sus dueños. Y en el campo aparecieron algunas vacas muertas, curiosamente desangradas.
Pero el chisme más jugoso es sobre Funes el Temeroso, más temeroso que nunca. Desde el incidente en el campo arado se lo vio cada vez menos. Trabaja en su casa con las ventanas cerradas a pesar del calor reinante. Los que lo han visto de noche lo han notado pálido, casi translúcido y unos pocos juran que sus ojos eran rojos como fosforescentes.
(Alicia M.)


Materia pendiente

El día en que recibió la llamada citándolo para presentarse en el estudio del abogado que iba a leer el testamento de su abuelo, la cara de Tomás Funes recordó por qué, desde hacía años, vivía en el exterior.
Evocó su infancia y adolescencia en la quinta de su abuelo Aníbal Ragsaf. Su familia era pequeña pero sus posesiones eran numerosas.
Cuando se autoexilió, cambió su apellido difícil de pronunciar por el de Funes.
Las vacaciones en la quinta y el temor que le producían las historias contadas por Armando, su primo, lo habían vuelto temeroso, desconfiado. En Europa, lo habían bautizado Funes el Temeroso y al principio había sufrido por ello.
Sospechaba que en la familia habían ocurrido cosas funestas y los refugios que su primo nombraba tenían algo que ver con eso.
Viajó en un vuelo de línea con el tiempo justo para llegar a la cita. Volver al país no le atraía. Cuando el abogado leyó que la quinta del arroyo Leones sería heredada por él, un sudor frío le recorrió la espalda. Decidió venderla antes de volver a Europa, pero primero debía aprobar su asignatura pendiente: investigar si realmente existían los refugios.
Tomó un taxi. Le pidió al chofer que lo llevara. Cuando llegaron, recorrió la casona y buscó la “entrada secreta”. Una alfombra mal acomodada le dio la pista. Una compuerta en el piso y, debajo, una escalera. Su curiosidad pudo más que su temor. Bajó. Un pasillo oscuro lo condujo a una sala decorada con cuadros que mostraban cadenas, seres decapitados, evidencias de la perversidad de un pintor.
Una claridad en la siguiente sala lo llevó a investigar, y allí se materializó lo que estaba expresado en los cuadros. Restos de un humano engrillado a la pared, una calavera en el rincón y salpicaduras de sangre seca fileteando los muros.
Cuando despertó, el chofer lo estaba conduciendo al aeropuerto.
Ya en el avión, una azafata le preguntó si iba a tomar algo y su respuesta fue: “No aprobé”. (Adela)


La funeraria de Funes

Cuando su mamá lo llevó por primera vez al jardín de infantes, pensó que lo abandonaba. El terror lo paralizó. Lo mismo le pasó en la primaria y secundaria. Así se ganó el mote de "Funes el temeroso”. Su nombre es Fortunato Feliciano en homenaje a sus abuelos.
Desde que recuerda, lo acompaña la misma pesadilla: noche oscura de lluvia torrencial, rayos, truenos, puertas y ventanas que se abren y cierran con golpes que hacen rechinar los oídos. Está en una morgue donde los cadáveres celebran un exorcismo. Luces que destellan, olor a formol y carne putrefacta. Los cuerpos hablan y chillan al son de música religiosa. Mujeres de ojos desorbitados y dientes colgando de sus encías lo violan. Justo antes del clímax despierta llorando a gritos, sudoroso y paralizado de horror.
Todo comenzó cuando su padre -dueño de la funeraria- abandonó a la familia para ir de amoríos con una joven y linda asistente.
La madre -junto con él de ayudante- logró sacar adelante la empresa familiar. Entre los dos disponen de los difuntos: cambio de ropa, maquillaje para que los deudos no noten los inquietantes rastros que deja la muerte a su paso. Por sus manos pasan mutilados, accidentados. Esos a los que hay que velar a cajón cerrado, en cuyo interior están sólo las pocas partes que los rescatistas logran encontrar y el resto son piedras para completar el peso que lucía en vida.
Lo peor son los niños con sus cuerpitos deteriorados, escuálidos que demuestran el sufrimiento que atravesaron.
Lo más aterrador sucede durante las guardias nocturnas. Él asegura que cuando llega media noche los cuerpos comienzan su aquelarre.
La madre, preocupada, instala cámaras de seguridad. Llegada la hora tan temida sólo se ve ruido blanco.
Funes, el temeroso, es ingresado en un psiquiátrico donde aterroriza a los residentes con relatos de zombis violadores, bailarines y ceremoniosos. (Alcira Elena)


Uno más, Funes

Mario Funes había quedado sin trabajo a los cincuenta y tres años. Como conseguir otro empleo se había transformado en un padecimiento, guardó el orgullo y el título en un cajón y comenzó a manejar un coche.
Mario trabajaba de cero a seis de la mañana. En general lo contrataban enfermeros y médicos de guardia, encargados de seguridad privada, policías y algunos empleados de clubes nocturnos de la ciudad. La mayor parte de sus clientes trabajaban o vivían en zona sur. Por eso conocía las calles de esos barrios de memoria.
Le costó un poco adaptarse al horario. —¿Quién hubiera pensado que Funes iba a trabajar de noche? —murmuraban sus amigos. A Mario lo llamaban desde chico “Funes el temeroso” por la infinidad de anécdotas de situaciones en las que había escapado de miedo. Casualmente, todas las noches manejaba el auto con la radio encendida para sentirse acompañado.
La madrugada del trece de marzo, regresaba hacia el centro después de dejar a un médico en un barrio privado de las afueras de la ciudad y estaba a punto de abordar la colectora de la autopista cuando recibió un llamado por el radio transmisor.
La neblina espesa envolvía la periferia a esa hora. Enfadado, colocó en el GPS la dirección indicada y giró para retomar la autopista, esta vez en sentido contrario. La poca visibilidad le generaba ansiedad. Aunque ya estaba acostumbrado a este tipo de llamados inesperados, le jodía bastante el cambio de planes. Para él, la noche había terminado con el último pasajero. “Uno más, Funes”, pensó.
Luego de manejar unos veinte minutos y cerca del destino indicado, divisó una figura humana a lo lejos. La mujer que lo estaba esperando a las cuatro y media de la mañana vestía una sotana. "¿Qué hace una monja a esa hora?", se preguntó. El contorno de la túnica negra se perdía en la oscuridad, pero el borde nacarado que rodeaba el rostro y el cuello resaltaba de una manera particular. Le sorprendió que no hubiera indicios de viviendas en las cercanías. Sólo descampado. Todo era muy extraño. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Mario y súbitamente comenzó a temblar. Con las manos húmedas aferradas al volante intentó mantener la calma. Por un instante pensó en pegar la vuelta.
Bajó la velocidad y se detuvo. La mujer abrió la puerta trasera y entró al auto muy lentamente. Como los porteños suelen ser reacios a entablar una conversación con extraños, Mario permaneció en absoluto silencio, pero clavó la vista en el espejo retrovisor. El aspecto adolescente y frágil de la mujer no condecía con el de una reverenda. Tampoco armonizaba su aspecto juvenil con el olor nauseabundo e intenso que emanaba de su cuerpo. Mario abrió la ventanilla para tomar aire y encendió la luz del interior del vehículo para activar el reloj de tarifa. Volvió a mirar por el espejo y esta vez observó algunas manchas de sangre en el cuello blanco y los ojos completamente vacíos de la mujer.
Aterrorizado, pensó en abandonar el auto o en manotear el radio transmisor para pedir ayuda, pero no tuvo tiempo. La joven se abalanzó desde el asiento de atrás con un movimiento rápido. Con sus colmillos, se prendió al cuello de Mario y succionó, en pocos segundos, la totalidad de la sangre de su cuerpo.
(Analía)


Despertar en el cementerio

Ciudad de México. El flaco Garrido y el petiso Funes, durante la niñez, disfrutaron de los juegos típicos de su edad. Siempre fue así: buenos momentos y despreocupación por todo lo que no fuera risas, diversión y alegría. Casi ni los llamaban por sus nombres. Ellos se sentían bien con “oye flaco, dale, patea la pelota”, “bien, petiso, así se hace”.
El flaco era ocurrente, decidido y aventurero. En cambio, su amigo era miedoso: esperaba más de la cuenta para cruzar la calle, no subía a techos. Tampoco atravesaba puentes por temor a marearse.
Cuando llegaba la celebración tradicional del Día de Muertos, Funes no participaba con amigos de las calaveras pintadas ni de los dulces típicos. Se escondía en su casa. El flaco se le aparecía por alguna ventana con máscaras fluorescentes y hacía alguna broma. Él se enojaba y amenazaba con retirarle la amistad.
Fueron creciendo, cada uno manifestando lo mejor y lo temido de su personalidad. Garrido siguió siendo “el flaco”, en cambio su amigo pasó a ser de “Funes el petiso” a “Funes el temeroso”.
En la juventud, compartieron momentos de sus vidas. Garrido se casó y formó una familia. En cambio, Funes no se decidía por ninguna mujer. Unas por ser muy lindas, “y me las van a mirar todos”, decía. Otras por ser divertidas, atrevidas. Tampoco faltaron las intrépidas, las que gustaban de aventuras en el mar y en la montaña.
El tiempo fue pasando y Funes, a sus cincuenta años, aún seguía solo.
El flaco siguió con sus bromas. Le decía: —si muero antes que vos, regresaré un Día de los Muertos y te llevaré conmigo.
Su amigo sonreía porque eso era lo único que no podía inquietarlo. Jamás pensó que fuera posible.
Después de pasar por recelos y vacilaciones mil, Funes decidió poner fin a su soltería. Agustina, su novia, ayudó a resolver alguno de sus temores. Se casarían el Día de Muertos, a pedido de ella. Era una manera de demostrar que había superado gran parte de sus aprensiones.
Un mes antes del casamiento su amigo “el flaco Garrido” fallece en un accidente. Mucho dolor y llanto ensombrecieron ese día y los siguientes.
La boda estaba programada y a pedido de amigos y familia se celebraría como estaba planeada. Sería una manera de tener presente a ese flaco querido que tanto disfrutaba de los festejos tradicionales de la fecha.
El día esperado llegó y Funes, al prepararse para el evento de su vida, recordó las palabras de su amigo: “si muero antes vendré a buscarte el Día de muertos”. Sonrió pensando en sus bromas. Qué bueno hubiera sido tenerlo ese día, y que comprobara la superación de sus miedos gracias a esa mujer exquisita, mucho más joven que él y tan “hecha a su medida”, como creía.
Mientras tanto, en las afueras de la ciudad, una sepultura comenzó a rasgarse y un esqueleto apareció entre las sombras de la noche. ¡El flaco!
Riendo y abriendo la mandíbula escuálida resolvió cumplir con su promesa: —Iré a visitarlo y me lo llevaré un rato para darle un susto y luego… luego veremos si sobrevive a la impresión de verme así.
Garrido, el flaco, se sintió un poco entumecido por la postura en que tuvo que estar. Crach, crunch, los huesos tintinearon. Se miró en el vidrio del sepulcro y se vio tan desmejorado y blancuzco que decidió ponerse a tono para visitar a Funes.
Estiró sus brazos y volvieron a crujir. Resolvió que tendría que aceitarlos para no causar tanto alboroto en la ceremonia de su amigo y pasar lo más desapercibido posible. Con rechinar de huesos se dirigió primero a una estación de servicio para pedir que se los aceitaran. El muchacho que atendía corrió despavorido al verlo llegar y gritaba: —¡Un muerto que volvió, un muerto que salió de su tumba! (Creencia generalizada donde se decía que los muertos ese día visitaban a sus seres queridos)
Comprendió que nadie acudiría a embellecer su esqueleto. Resignado, si dirigió rápido a la iglesia. No quería llegar tarde a la celebración.
La vio entrar, a ella, la novia… recordó la canción “blanca y radiante va la novia” cantada por Antonio Prieto, y no pudo evitar emocionarse. Crach, crunch, volvió a sentir el palpitar de su osamenta. Miró sus huesos y, aunque un poco deslucidos, sintió que también eran blancos como ese traje de novia.
Al verla resplandeciente, y tan parecida a él en el blanco de sus atuendos, decidió que formarían un espléndido dúo en una fecha como esa. Entonces cambió de parecer. No se llevaría a su amigo, sino a esa mujer que brillaba sobre la alfombra roja.
Al esconderse debajo de un banco, no logró evadir la agitación. Lagrimones gruesos de osamenta blancuzca se deslizaron por la huesuda calavera y el rechinar de huesos se hizo presente nuevamente. Suerte que la gente estaba entretenida y lagrimeando ante el paso ceremonial de Agustina y no repararon en su presencia.
Se incorporó. Entre el crepitar de huesos y los gritos aterrorizados de los presentes, la levantó entre sus brazos y disparó hacia la calle mientras le recitaba poemas con efluvio de bóveda.
La gente, perpleja, no podía creer lo que estaba sucediendo. Corrieron, se empujaron tratando de alcanzarlo. Ambulancias, bomberos y policía concurrieron al lugar. Todo esfuerzo fue inútil.
La noticia circuló en todos los ámbitos. Algunos incrédulos dijeron que no fue verdad. Otros, en cambio, afirmaron que el suceso ocurrió. Están también los que aún hoy sienten pánico y el Día de muertos tratan de viajar para no estar presentes en la ciudad de México.
Fueron intensas las búsquedas, pero ni rastros de ambos.
Pasaron cinco meses, y una mañana Funes el temeroso recibió un paquete. Adentro, el ramo de novia y una nota que decía: “No me busquen más. El flaco ha cumplido con mis más ambiciosos deseos”.
(Alicia G.)


Ahogada

El profesor nos comandó que vayamos a las prácticas extracurriculares para que compensemos las actividades semanales. Agus nada mucho mejor que yo, así que seguro no está muy contenta. Yo, por otro lado, tengo que practicar mil veces más para estar a su nivel y corregir mis fallas. Es fin de octubre, en estas fechas hay mucho viento y un clima oscuro no muy reconfortante.
Luego de armar mi bolso busco a Agus con mi bicicleta. Ella se sube en la parte trasera agarrándose de mi cintura; a veces tiene miedo a las alturas, por eso suele ir a todos lados en auto. Llegamos y le abro la puerta, como buena amiga, para que pase. Ella se ríe de mí con una mueca burlona como insinuando que soy apática habitualmente.
Entramos las dos. La escuela está completamente vacía en el área de deportes y el ambiente es tétrico. Cada tanto, nos miramos para alertarnos de la presencia de la otra y no sentir que estamos solas en ese lugar tan grande. Al aproximarnos a la zona de la pileta, me pregunta si la acompañaría al baño y digo que sí. Una vez adentro, saca de su mochila un cepillo, un colero y se peina frente al espejo. Sus ojos se posan en los míos por unos segundos y me dice:
—¿Sabés que, últimamente, el entrenador me está felicitando mucho por mi trabajo? Parece que voy mejorando día tras día.
La miro concentrada. Ella sonríe y cierra los ojos: —Disculpá, a veces hablo mucho sobre mí. Vos, ¿qué contas?
—Creo que estoy alcanzando a las demás… me mandó hoy acá por algo en especial. Creo que piensa que estamos parejas —comento con timidez.
Se le escapa una carcajada que quiso detener con una mano mientras sigue forcejeando con la colita de pelo.
—Mirá, yo sé que es doloroso que te lo digan, pero ¡te falta muchísimo! Yo sé que tu quebradura del año pasado afectó la situación, pero eso hizo que te distancies de las clases y no nos sigas el ritmo. Sé que querés ser la mejor en lo que hacés, pero vas a tener que trabajar por más tiempo.
—¿Más tiempo? ¿Cuánto es más tiempo?
—No sé... un tiempo más... lo que diga el entrenador. Sé que no te tenés que sobre esforzar porque no es bueno. Ya nos vas a alcanzar… pero te falta —contesta con una expresión de incertidumbre.
Mi cara se nubla y siento que todos mis esfuerzos son en vano. El año pasado tuve tantos logros, gané medallas importantes mientras me preparaba para el campeonato anual. Tantos placeres a los que renuncié para dedicarme completamente que esto. ¡Me va a pagar lo que está haciendo! Mi cara se ve cada vez más colérica a través del espejo y ella lo nota. Su cara también se tensa y ambas salimos del baño.
Cuando nos acercamos a la pileta, Agus se agacha para sacarse los zapatos y, por alguna razón, un deseo de venganza invade mi cuerpo y hace que la empuje. Cae. Me arrojo con la intención de ahogarla. Ella pega alaridos de auxilio. Sus ojos desorbitados me miran con horror mientras yo continúo con su sufrimiento. Mis manos empujan su cabeza debajo del agua, no tiene más remedio que someterse. Es como si me hubiera convertido en un monstruo indomable. Su cuerpo queda flotando en la pileta. Huyo sin pensar en nada, con escalofríos en mi piel.
Al día siguiente, el cuerpo de Agustina Funes aparece en las noticias; su papá, temeroso, reclama justicia.
Yo, aquí, como si nada, comiendo galletitas mirándolo todo.
(Amparo)

domingo, 24 de octubre de 2021

Predominio

 

Sueña

Duendes en el árbol de la plaza. Seres que hacen soñar. En junio, a la noche, todos velan.
Caras con magia hacen humor en la aldea. Un perro, dos gatos, una abeja, los teros y un reloj viejo que canta.
Vuela un lápiz sobre un papel y un manto surca la tarde. Risas. Besos. Ganas de vivir y de crear.
Corren los niños atrás de un globo que… ¿salta?
Un padre lleva en el brazo un bolso de sus hijos.
Luces, una blanca como oveja que da leche dulce para mojar panes ricos.
Jamás dejes aquel deseo de ser el héroe y creer en un mundo de paz. (Adela)


Goleada

Yolanda busca novio. Gusta de Ángel.
Ánimo Ángel. Antes cuidá campo, acabá cerco chico y barré salón.
Luego comé berros, arroz, carne; catá vinos y bebé cafés.
Feliz cantá, buceá, rompé balón, clavá arpón.
¿Saben? Ángel, ahora, apoya arzón araña. Chulo. Brama. Afina. Clava.
Yolanda, guapa, acepta. Ángel ganar. Héroe. Genio.
Gozan, gimen, besan. Fuego, furia feroz.
Coito hacen. Flaco, firme, golea hondo y crío nace.
Final feliz. El mejor gol. (Alicia G.)


Libre

Aburrida. Harta de vivir en el hogar. ¿Puedo?... ¡Sí!... Claro que puedo. Adiós. Ema. (Alcira Elena)


Para el buen vivir

Animarse.
Soñar.
El miedo dejar atrás
y poder decir.
Mirar al otro.
Elegir lo mejor
sin herir.
Sentir sin culpa.
Asumir el error.
Expiar la falta.
¿Tanto?
Pedir perdón,
perdonar y sanar.
Saber perder.
Cuidarse y cuidar.
Hacer una pausa,
ahora o luego.
Citar al poeta.
Echar a volar.
Amar fuerte
o poner
un punto final.
Vivir a pleno,
hasta morir
y más. 
      (Analía)


Noche ardua

Vicente buscó el cable verde sin éxito. La ayuda de Oscar era torpe. La luz seguía sin volver. Pero Irene trajo velas. Quien ayudó en forma eficaz fue Román, logró la vuelta de la luz.
Esa noche el sueño fue arduo, mucho ruido de truenos. Nadie durmió. Irene bebió cinco tazas de tilo. Oscar salió del lecho. Vicente ojeaba un libro.
—Oigan, vamos a volver a Tokio —habló Irene.
—¿Japón? —jadeó Oscar.
—Sí, hemos terminado aquí.
Decidieron partir esa mañana. El avión salía a la tarde. No querían perder tiempo. Ya la misión había llegado a su fin.
(Alicia M.)


domingo, 17 de octubre de 2021

Oxímoron y pleonasmo


Y luego ¿qué?

Dudosa certeza: la muerte llegará. Y luego ¿qué?
¿Someternos al Juicio Final y vivir para siempre en el cielo o en el infierno?
¿Pesar nuestro corazón y esperar que no nos delate y usar las palabras justas en el ritual hasta alcanzar la transformación y la eternidad?
¿Mutar en otro ser y cargar con el peso del karma hasta el final de los tiempos?
¿Pedir perdón e iniciar un largo viaje hasta unir el alma a la totalidad y permanecer un poco allá y otro poco acá?
¿Quedar sólo en el olvido? El no ser, el no nombrarse.
O pensar que las almas descansarán livianas, libres y eternas en la profundidad del húmedo mar. (Analía)


Volar hasta el cielo

Volar frenando.
Eso decía cuando era niña: —Quiero volar, volar y frenar.
—¿Cómo es eso? —preguntaba mi mamá.
—Volar alto, alto hasta el cielo. Y allí frenar en una nube y mirar el mundo —le respondía yo.
Entonces arremetía con la pregunta que martillaba la cabeza de mi madre una y otra vez: —¿Y cómo vuelo hasta el cielo?
En esa época era muy chiquita, me contaban el cuento del ratoncito que con ayuda de sus amigos alcanzó un pedacito de la luna. O la del niño que bajó una estrella para su amiga. Viajes de animales al espacio… hasta el de Peppa Pig, que siempre me pareció una chancha medio pavota.
A pesar de mi corta edad, no era tonta.
—Eso es puro cuento, mamá —le retrucaba yo.
Entonces, trataba de explicarme que cuando fuera grande podría pasear en avión y…
No, no había caso. No me entendía.
—QUIERO VOLAR HASTA EL CIELO, SIN AVIÓN, NI COHETE. SOLAAAA COMO LOS PÁJAROS.
—Pero los pájaros tienen alas —pretendía que razonara.
Me hubiera conformado con un globo aerostático, sin embargo tampoco me dieron el gusto.
La cuestión es que ni mamá, ni papá proporcionaron una solución.
Ya de grande, después de ochocientos treinta novios a los que fastidié con el mismo tema (y que renunciaron a mi amor por ser latosa, aburrida y no hablar de otra cosa), me resigné a suspirar y mirar en soledad el cielo; mañana, tarde y noche.
Mi ansiedad fue en aumento. Miraba el cielo y comía, buscaba la luna y comía, y comía, y comía.
¡Ah! Y lloraba por los ochocientos treinta novios abandónicos.
Tanto comí que engordé veintisiete kilos.
Pero no todo está perdido, como dijo algún filósofo por allí.
Cuando llegué al novio novecientos noventa y nueve, hallé -o mejor dicho él me dio- una receta, aunque no sirvió de mucho.
Ese novio fue único. Yo pensé que iba que tener que llegar al número mil. Pero no, no fue necesario.
Aladino, ese era su nombre. A veces, cariñosamente lo llamaba Ala, y otras Ladino, porque era un poco perspicaz y marrullero.
Hermoso y complaciente como el genio de la lámpara maravillosa
—Mirá, gordita —me dijo tiernamente. Eso creía yo, aunque la verdad es que estaba más que gordita, estaba re gorda, rechoncha.
Como les contaba, me dio la fórmula para volar; mas no resultó.
Me dijo que tenía peso en exceso, y sería difícil remontar.
Yo trataba de explicarle que estaba haciendo una alimentación más sana desde que lo conocí.
Se rió y volvió a repetir: —Gordita, vas a poder subir al cielo cuando dejes de hacer “esa dieta de engorde para pollos en criadero”.
Él era chistoso y ocurrente, aun así, esas palabras me ofendieron enormemente. Por eso, para contrariarlo y demostrarle que podía a pesar de los kilos, contraté un globo aerostático y me preparé.
Costó que me subieran, pero aquí estoy “rumbo al infinito y más allá”.
¡Qué emoción subiendo arriba! (Alicia G.)


Desesperanzado

Dulce hiel. Lo perseguía la mala racha. Cuando murió su perro labrador entendió que eso de que la vida es rosa sólo existía en las canciones.
Luego, por causas naturales, fallecieron sus padres. Se resignó porque eran añosos, y fue contenido por su novia, el amor de su vida. Amigos desde chicos; de la amistad al amor, un paso, y de ahí a proyectar un futuro juntos, unos centímetros.
Ilusiones, esperanzas, charlas hasta la madrugada en medio de arrumacos, sueño de una vida próspera. Los dos eran profesionales y tenían los trabajos ansiados y los ingresos abultados para dormir sin tranquilizantes.
El refrán “no hay mal que dure cien años…” esta vez fue “no hay bien que dure cien años…” Ella se enamoró de un compañero de trabajo y ahí quedaron las charlas, los sueños. Otra vez la mala racha lo cacheteaba.
Salir con amigos lo calmaba de a ratos, pero al volver al departamento silencioso y sin el olor a ella la realidad lo acosaba.
Sin esperanza, tomó los somníferos que habían quedado en un cajón como herencia de su madre. Estiró el cubrecama, perfumó la almohada y se acostó en su costado de la cama para esperar morirse muerto. (Adela)


El salón

Silencio atronador, de los que pesan sobre los hombros, es lo que sentí cuando entré a la casa deshabitada que estaba a la venta. Un antiguo arcón olvidado por la empresa de mudanzas se hallaba en la sala. Adentro tenía una jirafa de peluche algo manoseada, parecía esperar a sus pequeños dueños.
La propiedad había pertenecido a un matrimonio joven con hijos. Sufrieron un accidente fatal en la ruta de acceso a la ciudad. No me considero influenciable, pero podía sentir sus presencias. Al momento de recorrerla decidí que votaría por dejarla de lado y buscar otras opciones.
Componíamos un grupo muy heterogéneo de personas en busca del mismo objetivo: ampliar el jardín de infantes del barrio. La matrícula escolar crecía y las instalaciones quedaban chicas. Hacía falta un salón de actos que también oficiara de patio cubierto.
Esa casa es -sigue siendo- vecina del establecimiento. Ideal para la ampliación que soñábamos. Algunos de mis compañeros, con mucho entusiasmo querían comprarla. El precio era tentador, muy conveniente para una comisión cooperadora que juntaba fondos con todo método lícito a su alcance: rifas, reuniones sociales, donaciones, etc.
Comenté mis sensaciones, les hablé de los alumnos. Les dije que de ninguna manera podíamos permitir que concurrieran día tras día a ese lugar.
Fue tanta mi insistencia que la compra no se realizó. Adquirimos un terreno lindante y comenzamos a construir desde sus cimientos, con mucho esfuerzo, el gran salón.
Después de retirarme para concretar otros proyectos, llegué a verlo con mis propios ojos. (Alcira Elena)


La vida siempre da revancha

Fuego helado, eso corrió por mis vértebras cuando lo vi. Después de tantos años volvimos a encontrarnos. Por supuesto, las cosas habían cambiado. Ya no era una niña deslumbrada por el chico más apuesto de la escuela. Ya no era una niña y punto. Él conservaba esa gallardía que atraía los ojos femeninos de todas las edades. En su mirada brilló el reconocimiento.
La anfitriona nos presentó, ninguno reveló que no era necesario. Un saludo superficial y cada uno siguió su camino. La fiesta era bulliciosa. Una de las tantas previas al fin de año que se acostumbraban en nuestro círculo. Mis tíos, en cuya casa estaba parando, conversaban con un grupo de amigos.
Salí al balcón, asaltada por penosos recuerdos: era una recién llegada a la escuela. Como tal, objeto de curiosidad y comentarios; eso solo hacía que se acentuara mi timidez. Sin quererlo atraje la atención de "los más populares". Sus apellidos importantes los colocaban en el peldaño más alto de la jerarquía escolar o de la cadena alimenticia.
En esa época, aunque me esforzaba, me costaba mucho relacionarme con las personas, por eso me aislaba. Buscaba los lugares más solitarios o me escondía tras un libro. En mi deambular, había descubierto un sitio apartado, un rincón entre edificios donde refugiarme cuando no tenía clases. En un alero había un nido de golondrinas. Estaba abandonado, aunque yo sabía que las aves que lo habían construido volverían porque recuerdan los lugares donde construyen su hogar. A veces me preguntaba dónde estarían, en qué lugar se refugiarían hasta que el invierno las ahuyentara y las hiciera emprender su camino en busca del calor.
Fue ahí donde él me encontró y entabló amistad conmigo. Yo ignoraba que por mi retraimiento me habían catalogado de "rara". Él y su grupo me habían puesto en su mira y decidieron burlarse. Sortearon quién se acercaría y lograría sacarme de mi aislamiento para preparar una broma final. Él era uno de los chicos más lindos y yo me ilusioné. Me invitó a su casa -pues daría una fiesta- y, confiada, acepté. Fue una emboscada artera y vil. Me emborracharon sin que me diera cuenta e hice el ridículo. Todos mis compañeros se enteraron. De ahí en más, mi vida escolar fue un infierno.
Pasó el tiempo, fui superando mi timidez pero no la rabia. Tal vez esa experiencia fue la que me dio la dureza que me permitió superar los obstáculos para llegar a ser la mujer de negocios que soy en la actualidad. Casi, casi que debería estar agradecida con ellos. Casi...
Alguien se acercó al balcón. Era él.
—Sé que me reconociste. Yo lo hice al instante. Estás tan linda como en la escuela.
—A vos, en cambio, se te notan los años —dije volviéndome hacia él, fijando la vista en sus sienes canosas.
—Qué mala. Antes solo me decías cosas lindas.
—Antes fue hace mucho tiempo.
—No me digas que me guardás rencor. Aquello fue cosa de chiquilines, adolescentes tontos.
—Es verdad... y ya no somos adolescentes —le respondí sonriente.
Vi en su mirada que yo le atraía. Sus ojos se fijaron en mis labios. La mujer que era ahora desafiaba su masculinidad. Y él seguía siendo el mismo arrogante acostumbrado a que las féminas cayeran a sus pies. Bueno, si ese iba a ser el juego, jugaría. Pero esta vez se iba a dar de bruces con la más dura piedra. (Alicia M.)



La empleada del mes

Boluda inteligente. Yo siempre había sido vista por los demás como una boluda inteligente. Tenía rapidez en ciertas áreas, pero era torpe en otras. En lo que nunca fallaba era en mi intuición, en especial hacia mi jefe para conmigo. A él no le gustaba que fuera confianzuda con los clientes, me recalcaba que debía tomar distancia y ser profesional.
Pude llegar a concluir por qué pensaba de ese modo: tuvo muchas carencias afectivas. Cuando cumplió cinco años sus padres le regalaron un caniche toy. Apenas lo sacó del canil, este le mordió el dedo índice y, desde entonces, anduvo por la vida con una venda por el trauma asistiendo a una sociedad anónima de hipocondriacos. A veces, yo fantaseaba con meterle el dedo en la freidora cuando se pasaba de arrogante. Su dedo momia era lo que más me reventaba y en lugar de mirar su estúpida cara, miraba eso para seguir teniendo pensamientos homicidas.
Su mujer era la definición personificada de una histérica con voz de silbato que usaba calzas vistosas. Se creía la diosa del universo cada vez que entraba a cualquier lugar que, claramente, NO había sido invitada. Suerte que acá era conveniente que lo hiciera de ese modo, así se iba con olor a milanesa prendido de las calzas. Al ingresar al negocio me daba a entender, con sus comentarios pasivo-agresivos de mente infradesarrollada, que yo era inferior para mi puesto o que no me veía adecuadamente bien; mientras, el pelado de mi jefe, como era usual, idiotizado con el jueguito de alinear frutillas de granjas, o el Candy crush, o el Mahjong o cualquier bosta.
Cada día estaba más harta y mi nivel de tolerancia, por debajo de mis juanetes. Mi edad ya no era muy buscada para empleados de comercio y el destino maldito me había hecho aterrizar en este lugar.
Cerca del fin de semana, salí de mi casa luego de ducharme y vestirme con lo que más tenía a mano e, inesperadamente, una idea luminosa descendió a mis pensamientos: tendría que planear hacerlo caer accidentalmente al pelado y que la cotorra de su mujer le mandara una ambulancia. Yo, por supuesto, no podría hacerlo ya que estaría buscando su almuerzo como todos los mediodías.
Así que, luego de un rato de trabajo, fui con el cocinero que fritaba minutas y tuve que insinuarle que me atraía para lograr el trueque de aceite. Después de que el desesperado me toqueteó me prestó una botella y, cuando llegué a la caja registradora volqué un poco en el piso esperando que apareciera el jefe y se resbalara.
Cuando llegó y colgó su chaleco apolillado en el perchero, en vez de saludar me dio la orden de ir a hacer las compras. Yo obedecí con un dócil: "sí, señor" y fui rápidamente a comprarle canelones al gordo angurriento. A mitad de camino, vi a los vecinos abarrotados en la entrada. ¡Canté victoria!... antes de tiempo, porque cuando llegué ahí, noté que quien se había pegado el porrazo era una vieja clienta y que el cocinero me apuntaba con el dedo (este tenía dedos normales, por suerte).
Para mi desgracia, el pelado quería despedirme por la tragedia ocurrida y yo, lejos de irme, le tomaba el pelo diciéndole:
—No es aceite lo del piso… es que, como no aguanté porque estaba el baño ocupado, me hice pis encima.
(Amparo)