Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 21 de noviembre de 2021

Ciudades imaginarias


Ciudad montaña Adela

Estábamos por llegar a nuestro destino cuando el GPS se descalibró. En vez de orientarnos, nos daba mensajes como: "ojo montaña", "cuidado árboles", "atención mayores caminando".
Recurrimos al mapa turístico heredado de papá, el soporte papel había sido muy útil antaño, y no indicaba nada de lo chusmeado por el moderno dispositivo.
En la segunda curva, un camino casi invisible nos llamó la atención. Lo seguimos y al final, cinco montañas en forma de círculo y con abundante vegetación nos recibieron.
Una pequeña abertura entre dos de ellas nos dejó pasar. Asombrados nos hallamos con una ciudad diminuta pero bella. Las casas construidas en los árboles, una cascada multicolor que desembocaba en un lago celeste y millones de gorjeos.
La cara amigable de un hombre se acercó a nosotros y nos “educó”. Un grupo de matrimonios amigos había descubierto el lugar. Ni los geólogos lo conocían.
Decidieron pasar allí sus últimos años en contacto con la naturaleza y lejos del estrés de las ciudades.
Los árboles les daban calor o fresco según la temporada. El agua de la cascada saciaba la sed, permitía el aseo y el disfrute y no necesitaban ir a recitales porque los pájaros albergados en los frondosos árboles les brindaban los mejores conciertos.
Cuando nos despedimos, nos pidió que no divulgáramos lo que habíamos visto. Cumplí en parte con la promesa que le hicimos. Ahora ustedes saben que existe un lugar maravilloso, pero ni muerto les digo dónde queda.


Ciudad Analía

Después de caminar durante horas por el interior de la selva pudimos divisar lo que habíamos buscado tanto tiempo. Avanzamos por el sendero guiados por aquellas luces brillantes. La urbe parecía aún más bella de lo imaginado.
El camino sinuoso nos llevó hasta el borde de la montaña donde terminaba la selva abruptamente, con un corte casi perfecto, como si lo hubiesen cortado a cuchillo. Allí mismo, en la ladera, descubrimos el inmenso semicírculo transparente incrustado como una perla en la roca, una cúpula gigante que envolvía por completo a la ciudad.
Seguimos caminando unos kilómetros hasta llegar al borde de la bóveda que parecía de vidrio, pero en realidad era de un material flexible, suave y permeable. Casi sin esfuerzo la atravesamos y entramos. Y en ese preciso instante, nuestra vestimenta y los pertrechos que cargábamos perdieron el color.
La primera reacción fue mirarnos y observar a nuestro alrededor. Todo era muy singular. Predominaba el blanco. El resto de los objetos eran transparentes.
Las calles de Analía eran curvas e irregulares. La avenida principal, un semicírculo. A ambos lados, cientos de edificaciones compuestas por dos, tres o hasta cuatro burbujas, una encima de la otra, funcionaban como unidades habitacionales y espacios de trabajo. Los lugares cerrados dejaban ver lo que había en el interior. Nada llamaba la atención. Lo existente respetaba una monocromía absoluta. Tanto en el exterior como en el interior prevalecían las líneas curvas. Varios tubos angostos conectaban a las burbujas entre sí y aportaban los recursos que los habitantes necesitaban para vivir.
Quienes en el pasado habían recorrido Analía aseguraban que quienes vivían allí no conocían la maldad. Se relacionaban entre sí con amabilidad y sinceridad. Los testimonios de viajeros coincidían en describirla como la ciudad más verdadera de todas, porque indefectiblemente todo quedaba expuesto. Y esto sin dudas repercutía en el modo de relacionarse. No había lugar para la hipocresía ni para la mentira.
Para los analienses la mirada ajena no tenía importancia. No conocían las críticas ni los malos pensamientos. Cada uno se ocupaba de sí mismo y en las conductas primaba la libertad. Tomaban decisiones haciendo lo que consideraban apropiado sin molestar a los demás. La compasión, la tolerancia y el respeto por el otro era la norma más importante de todas.
Nuestro desconcierto fue tal que sirvió para comprobar, una vez más, que los humanos somos seres inferiores.


Alicia G, ciudad de los quesos

Qué alegría cuando anuncian que soy la ganadora del sorteo especial “día del niño”. El premio: Un viaje a la ciudad Quesolandia, también llamada Alicia, ciudad de los quesos. Estadía de un día para una abuela y nietos.
Quienes festejan aún más son Francisco y Agustín, mis queridos retoños.
—Buenísimo, abuela. Vamos a comer ese blandito que se pone arriba de la pizza —comenta Francisco.
—Y también el que tiene muchos agujeros —completa Agustín.
Al llegar a Quesolandia, una gigante casa con forma de gruyere nos da la bienvenida.
Miramos hacia todos lados y nos preguntamos cómo ingresar. Entonces el queso comienza a moverse y una voz sale de su interior y nos anuncia:
—Asomen sus rostros en uno de los agujeros y… —no termina de hablar cuando apenas apoyamos nuestras caras en los orificios y somos succionados y transportados por un túnel de exquisitos olores de quesería.
Mis nietos y yo pegamos gritos de euforia al caer en medio de un parque de parmesano, chédar, gouda, roquefort y una variedad descomunal de quesos, quesitos y quesotes.
No nos alcanzan los ojos para mirar los juegos. Embriagados por las tentadoras fragancias, elegimos (como primera opción) la calesita con asientos de redondas mozzarellas, caballitos de brie y camiones fabricados en queso azul. La sortija: un gran queso fontina. Agustín es el feliz poseedor de ella.
Allí, sentados en el pasto, los dos tironean trozos y comienzan a comer. Por supuesto, yo también colaboro. ¡Con lo que me gusta!
Nos incorporamos y vemos en el centro del parque un cohete gigante.
—Vamos para allá —gritan ambos.
¡Impresionante! Tres metros de altura, con variados niveles de texturas y sabores. La puerta, un gran roquefort. Cinco ventanas de sardo y quesitos de postre saborizados. Presionando una palanca, el cohete dispara bolas de… QUESOS, por supuesto. Quien logra obtener diez bolas, gana un kilo de mascarpone.
Aferrados a la palanca, hacemos fuerza los tres. Logramos el objetivo. Me abrazo al tarro emocionada y les digo a Fran y a Agu que el trofeo lo llevamos para preparar el postre tiramisú.
—No, abu, vamos a comerlo acá —exclama uno.
—Sí, sí, vinimos para comer todo —repica el otro.
Una abuela no puede negarse al pedido de sus amores pequeños. Pido tres cucharas y saboreamos el manjar.
A esta altura empiezo a sentirme algo satisfecha y con el estómago revolucionado; pero, como buena fanática de los quesos, no puedo aflojar ahora y decepcionar a los nietos que insisten en continuar jugando.
—¡Al tobogán! ¡Al tobogán! —anuncian y van corriendo.
¡Asombroso! Se ingresa por una escalera de barras de chédar. La tabla para deslizarse es de cuartirolo.
Nos explican que debemos hacerlo descalzos y rápido porque el queso, con el calor del cuerpo y la alta temperatura, se derrite fácilmente.
Mis nietos lo logran sin inconveniente alguno.
Cuando llega mi turno, se complica: una pierna queda trabada entre el espesor de la materia grasa y la baranda, que también es de queso. En este caso, el de barra, que usamos generalmente para sándwiches. Me sujeto a esa barra y siento que mis dedos se hunden y desgarran un pedazo que se adhiere a mi mano. Trato de sacarlo, pero al soltarme, empiezo a deslizarme por el queso que ya comenzó a derretirse.
“Soy toda tuya”, le digo y me entrego totalmente, sin resistencia alguna. Hundo manos, piernas, espalda, cabeza, en el pegajoso requesón, mezclado a esta altura con las rodajas de tomates que ruedan por mi cuerpo, mientras las aceitunas se incrustan en los dedos de los pies y el rojo del morrón se mezcla con mis cabellos castaños.
Cuando aterrizo, Fran y Agu, con risas de oreja a oreja, aplauden enloquecidos.
Ya en casa, mi hija (o sea, la madre de mis nietos) se enoja bastante porque dice que “soy una abuela con poco juicio” y que los niños están “empachados y no quieren ni sentir el olor a queso”.
Yo todavía sigo sentada en el inodoro sin éxito. Si continúo así esta tarde me compro una purga.


Alcira, ciudad de Yosif

En Ganimedes, Yosif fundó una ciudad encantada. Cuenta que los edificios de Alcira son cilíndricos, de material brillante. De aspecto metálico, sirven como fuentes de energía cuando el sol refleja sobre ellos. Las viviendas tienen terrazas despejadas donde aterrizan vehículos voladores. Las calles peatonales, de césped bordeadas de flores multicolores lucen un perfecto estado y pulcritud. Los árboles de hojas con forma de guirnaldas y frutos de gustos exquisitos brindan sombra relajante y sanadora.
En la noche, una luna de farolitos esparce su sombra misteriosa. Las luciérnagas colaboran iluminando las veredas alfombradas de grama. Campos de cereales y tubérculos regalan sus riquezas.
Está enclavada en un valle rodeado de suaves montañas que protegen y favorecen con temperaturas agradables.
Construida sobre nubes y protegida por una cúpula de cristal junto a su propio universo, Alcira viaja por el espacio.
Cada día amanece en una galaxia distinta y maravillosa.


Camino a Alicia M.

Me detuve en la estación de servicio con alivio. Ya tenía unas cuantas horas de viaje en mi cuerpo y me faltaban algunas más. Después de cargar combustible entré a la cafetería. Con un sándwich y un café me dirigí a una mesa. La empleada me acercó servilletas y la azucarera; por amabilidad o, tal vez, curiosidad me preguntó si buscaba dónde pasar la noche, ella podía indicarme un par de lugares. Le respondí que después de comer me refrescaría un poco y seguiría viaje. Quería llegar a mi destino antes de que amaneciera.
Me dispuse a disfrutar mi tentempié cuando una voz detrás de mí me sobresaltó:
—No lo haga.
—¿Qué?
—Seguir viaje. No lo haga. Quédese aquí hasta que amanezca, de lo contrario correrá un gran peligro.
—¿A qué se refiere? ¿Hay delincuentes, piratas del asfalto? No estoy enterada de que haya inseguridad en esta ruta.
—No, no es nada de eso. Pero igual existe un gran peligro en ese camino. Nadie lo cree y los pocos que lo saben, no hablan de ello. Temen que los tilden de locos.
No supe qué contestarle. Miré de reojo y vi que los empleados estaban conversando en la caja. Otros dos clientes ocupaban sendas mesas, cada uno en lo suyo. Por lo menos no estaba sola con este individuo.
Él corrió su silla y se sentó frente a mí. Su rostro era de edad indefinible, con profundas arrugas. Las ojeras daban un marco sombrío a sus ojos atormentados.
—Le contaré algo. Juro que es la pura verdad, está en usted el creerme o no. Si decide seguir viaje, al menos sabré que hice lo posible para advertirla.
Y continuó: —Yo viajo constantemente, sobre todo por esta ruta. Una noche decidí no detenerme en ningún hotel. Debía llegar a determinado horario y no quise retrasarme. Usted conoce el camino, atraviesa muchos kilómetros de campos, lejos de cualquier población.
No sé si fue el cansancio, pero me pareció que el camino era interminable. Elegí buscar una estación de servicio, aunque la oscuridad era completa. De repente, avisté un cartel que decía: Usted está llegando a Alicia. Me llamó la atención porque no recordaba que hubiese nada por ese lugar. Hasta que al doblar una curva vi un resplandor. No solo eso, las luces eran muy extrañas. Parecían pintadas en la oscuridad. La ruta iba derecho hacia ella.
Cuando llegué, creí que alucinaba. Toda la ciudad era un dibujo animado, ¡se lo juro! Los edificios tenían paredes curvas; los autos eran variados y estrafalarios, algunos parecían toser como personas mientras echaban humo. Las calles no eran paralelas, se cruzaban y entrecruzaban de manera que uno iba y volvía por el mismo camino sin darse cuenta. Me sentí mareado, sin querer rocé uno de esos autos dibujados. Pese a que era tan pequeño como un viejo Fiat 600, de él salió un individuo enorme (me recordó a Bruto, el enemigo de Popeye). Ni entendí qué me dijo mientras revoleaba su puño, después volvió a su auto y se fue. El golpe me hizo reaccionar y tomar conciencia de que todo era real.
Estacioné frente a una especie de bar con puertas batientes y entré. El lugar estaba repleto de personas, pero eran más garabatos que humanos. Si bien bebían, reían y conversaban, no podía entender lo que decían. Además, para ser alguien extraño, no les llamaba la atención. Me acerqué a la barra y el mozo, un individuo con una nariz enorme, con un puro en la boca, puso una bebida delante de mí y dijo: “Parece que la necesitas, amigo”.
Antes de que pudiera reaccionar, otro individuo con cabeza de perro tomó la copa y la bebió de un trago. Los ojos le saltaron de las órbitas y le salió humo por las orejas.
“Acá tiene otra, después de todo es un recién llegado. A veces llegan personas de afuera, de su mundo. No duran mucho. Si no se van a tiempo se convierte en pobladores de Alicia”.
Miré a mi alrededor, había caído en un mundo chiflado poblado de dibujos animados. Creí que me volvería loco si no lo estaba ya. Volví a mi auto y salí lo más rápido que pude. Me dirigí hacia la salida y pronto llegué a la ruta.
El sol estaba en su plenitud y, sin embargo, según mi reloj solo había estado en Alicia, ese mundo bizarro, unas pocas horas.
Nunca mencioné mi experiencia, de todos modos investigué. En esta ruta ha habido desapariciones, casi nadie viaja de noche. Por eso le advierto otra vez. Quédese, no siga.
El hombre volvió a su lugar y no me miró más. Estupefacta, sin saber qué pensar me acerqué a la empleada para preguntar por el baño. Una vez ahí me refresqué, pues claro que todo era una fantasía de ese pobre loco o tal vez se trataba de un extraño bromista. Decidí seguir.
La noche era hermosa, una gran luna llena la iluminaba. A los pocos kilómetros algo me llamó la atención. Un cartel. Disminuí la velocidad. Usted está llegando a Alicia se leía con toda claridad. Frené. De repente todo era oscuridad, excepto un reflejo que se veía al final de la ruta. Sin pensarlo dos veces di media vuelta y volví a la estación de servicio. En ningún momento miré para atrás.

 


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