Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 7 de noviembre de 2021

Final establecido


Travesuras, de Alcira Elena

A la vera de la ruta que conecta nuestros pueblos había una casa antigua, rodeada por una espesa arboleda. Nuestros padres decían que allí vivía un viejo soldado que luchó en la segunda guerra mundial, que tenía recuerdos de la época. Con mis amigos, Fede y Nino, decidimos ir a investigar. Acordamos que entraríamos Nino y yo, Federico se quedaría de centinela.
Para ingresar a la propiedad, primero subimos a un árbol añoso y desde allí saltamos el muro. Caminamos con prudencia para evitar ser descubiertos. El terreno estaba enlodado por las recientes lluvias. Nos asomamos por un ventanal, todo estaba cargadísimo de fotos enmarcadas que mostraban cadáveres, gente macilenta que apenas parecía sobrevivir. Personas con guardapolvos blancos rodeados de cuerpos mutilados y otros horrores que, a los ojos de aquellos niños que éramos, asustaban muchísimo. Corrimos, pasamos cerca de un auto desmantelado que comenzó a andar hasta que encontró un peñasco. Saltamos la tapia a los gritos, trepamos al árbol. Mientras descendía por la rama me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.


Osadía, de Adela

El fin de año se aproximaba y con él las tan ansiadas vacaciones. Esta vez íbamos a ser cuatro los que viajaríamos.
La situación económica no era la mejor, pero la juventud y la imaginación nos salvaban. Unas carpas, unas mochilas, cantimploras y mucho amor a la naturaleza serían suficientes.
Coincidíamos en el afecto por lugares con vegetación y agua cerca. Si había poca gente, mejor. Por unos días, nos sentíamos dueños del lugar. Éramos cuatro reyes a cargo de un reinado sin súbditos.
Federico nos sugirió un lugar que había visto en Internet. Quedaba en el límite entre La Pampa y Río Negro y nos pareció el más adecuado. Le pregunté si tenía referencias y me respondió que había algunos comentarios y todos muy buenos. Otro de los acampantes lo interrogó sobre los negocios cercanos para comprar víveres o algo que necesitáramos y Fede lo tranquilizó diciendo que había agendado varios comercios de esos que nosotros frecuentábamos.
¡Nos conocíamos tanto!
El dos de enero partimos. Federico no había mentido. El paraje era un paraíso. Unos árboles altos y frondosos daban el oxígeno que tanto nos faltaba en la ciudad. Muy cerca, un río cantaba mientras algunos peces hacían piruetas en el agua.
Armamos las carpas, un pequeño fogón y mientras dos de los chicos decidían pescar, yo quise volver a mi niñez. Adoraba trepar a las ramas más altas de los árboles de la casa de mis abuelos. Era el más valiente de todos los nietos y por eso me admiraban. También me gané algunos odios por eso. Creí que los años no habían pasado, que era un adolescente, que mis músculos eran elásticos y mis huesos flexibles, que mi corazón iba a latir emocionado y subí. Federico, con el celular, inmortalizaba mi hazaña mientras mi cuerpo exhalaba sudor, no el de la adrenalina sino el del miedo. Mi conciencia reaccionó. Recordé que tenía varios años más y mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.


Fue solo un susto, de Alicia G.

Federico y Leonardo son mellizos. Cabellos rojizos, rostros vivaces con multitud de pecas y las piernas dispuestas a correr. Siempre sonrientes y planeando una nueva travesura.
Fede y Leo, como los llaman sus amigos, estudiaron la semana pasada los medios de transporte. Y entre ellos investigaron sobre el primer globo aerostático, sus creadores, los franceses Montgolfier, las construcción y características del viaje en ese transporte. Se entusiasmaron con la idea de volar alto llevados por el viento, “el gran comandante” de la travesía. Poder observar la ciudad, ríos y todo el paisaje desde allí.
Su tío Gerardo trata de complacerlos y les promete ese viaje espectacular en globo aerostático para el treinta de octubre, cuando cumplirán once años.
—Yo me animo a conducirlo solo, con todo lo que aprendimos —dice Leonardo que siempre es el más intrépido.
—No seas fanfarrón —le contesta Federico.
Y llega el esperado día. —¡Vamos a viajar en globo! —gritan al unísono apenas se levantan.
Desde la mañana y hasta el mediodía, aturden los oídos de su madre con el repetitivo estribillo: “¿A qué hora vamos a realizar el paseo?, ¿cuándo viene el tío?, ¿falta mucho?”
La mamá les dice que no sean impacientes, que falta poco y que esperen sin hacer más preguntas.
Cuando el reloj marca las cinco de la tarde, tío y sobrinos parten rumbo a esa aventura tan esperada.
Ya subidos al globo y listos para partir, Fede baja corriendo a pedir prestado un barrilete que ve en la mano de un nene, para remontarlo desde el globo.
Su tío sale tras él para impedírselo.
Federico se esconde detrás de un árbol y vuelve al lado del globo para soltar la soga que lo amarra y jugarle una broma a su hermano. El globo aerostático comienza a subir.
Fede, desde abajo, incita a Leo para que trate de manejarlo solo: —Vos dijiste que podías, dale, demostralo.
Leonardo se envalentona e intenta maniobrar lo que puede. Solo logra embarrarse con las bolsas de arena para el lastre, agua, aceite… Grita, se desespera. Implora, pide auxilio.
Federico también llora, junto a su tío. Comprende que no está bien lo que hizo.
El globo aerostático comienza a perder el gas y emprende su descenso sin control alguno.
Mucha gente se aproxima para observar el desastre.
Un gran ombú es protagonista en ese momento y cobija con sus verdes ramas al globo que termina posándose en lo más alto de la cúpula.
Leo, temblando y demacrado por el susto, intenta ir bajando lentamente.
Luego, seguro, pisando el suelo y entre suspiros y lloriqueos, comenta a todos los presentes que se atropellan para ver y oír: "Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír".


Decepción, de Alicia M.

Cuando Julia llegó a la escuela quedé deslumbrado, sus ojos de cielo se volvían pícaros cuando sonreía con los hoyuelos más lindos del planeta. El pelo, una trenza dorada, le llegaba a la mitad de la espalda, adornado con una cinta.
La seño le indicó que se sentara y lo hizo a mi lado. Una gran timidez se apoderó de mí. Yo, que siempre fui uno de los más charlatanes, quedé mudo. No me atrevía a mirarla. El timbre indicando la hora del recreo fue un refugio oportuno. Ese día descubrí el amor.
Siempre fui remolón para levantarme, a veces llegaba tarde a la escuela porque me distraía en el camino. Mi pobre madre, para evitar las citaciones de la maestra, obligaba a mi hermano Federico a que me vigilara, que llegara a tiempo, que no hiciera travesuras durante el recreo, que no me ensuciara. Por supuesto, él protestaba que por qué tenía que hacerse cargo de mí. Ella le recordaba su responsabilidad por ser el hermano mayor. Y, durante todo el camino, yo debía escuchar su perorata de que estaba cansado de que lo culparan cada vez que yo me mandaba una, porque no me cuidaba.
Pero todo eso cambió con la aparición de Julia. En clase me portaba como el mejor, incluso prestaba más atención a las explicaciones de la maestra, porque ella, cuando no entendía algo, me preguntaba a mí. Le prestaba mis cosas, limpiaba el borrador cuando le tocaba borrar el pizarrón, la convidaba con caramelos. Me volví experto en pasarle machetes durante los exámenes. Durante los recreos ya no corría jugando a la pelota, me dedicaba a contemplarla de lejos.
Mi cambio llamó la atención de mi hermano. Pronto se dio cuenta de mi enamoramiento y me hizo la vida imposible. Me amenazaba con contárselo a todos si yo no hacía todo lo que él quisiera. Así que me tuvo de esclavo; yo debía realizar sus quehaceres: tender su cama, secar los platos, hacer mandados.
Lo peor eran sus burlas. Él era mi hermano mayor ¿por qué no me entendía? Yo sabía que a él le gustaba una chica del barrio y hacía de todo por llamar su atención y yo… me burlaba de él. Entendí que se estaba desquitando y no pude evitar sentir enojo. No le hablé por días.
El veintiuno de septiembre hubo una feria en la plaza del barrio. Había juegos, artesanos, música. Todos mis compañeros de la escuela estaban ahí, incluso Julia. Un payaso hacía figuras de globos y las regalaba a los chicos. Todos teníamos nuestros globos, el de ella era un perrito que llevaba en un hilo largo haciendo que volara con el viento.
Una fuerte ráfaga que sopló intempestivamente le arrebató el globo y lo llevó hasta un grupo de árboles. El hilo se enganchó en el más alto. Vi a Julia mirar con pena su globo y, sin pensarlo, le dije que yo se lo traería. Comencé a trepar con rapidez, las ramas eran gruesas y firmes y pronto llegué a la mitad. Alcancé el hilo y miré hacia abajo. Había trepado mucho más alto de lo que pensaba, pero eso no fue lo peor. Julia, mi Julia, estaba recibiendo un helado de un chico y se alejaba con él sin mirar atrás. Federico, en cambio, me gritaba asustado que tuviera cuidado.
Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.



Mar rojo, de Analía

Con Federico nos debíamos la aventura.
El mapa topográfico nos mostraba el recorrido irregular del curso de agua y la vegetación tupida, continua y enmarañada. Coincidimos en que esa franja de tierra roja pareja era el lugar apropiado para acampar, así que con Fede decidimos ubicar la carpa allí, a unos metros del arroyo que bordeaba la selva.
La temperatura de los últimos días había sido más alta de lo esperado para la época del año, con un promedio de veinte grados por las noches. Una locura. Menos mal que la carpa tenía aberturas con tela red en ambos lados porque las pensábamos dejar abiertas toda la noche. Dormir a la intemperie no se presentaba como una opción. La fauna del lugar era precisamente de la más peligrosa del reino animal. Y aunque en nuestras vidas abundaban este tipo de experiencias, no estábamos dispuestos a correr el riesgo. Por la noche, conversamos largamente cerca del fuego, recordamos miles de anécdotas de nuestra niñez y después de picar algo decidimos descansar.
Habíamos elegido Misiones porque nos parecía el escenario perfecto. El paisaje con una paleta de colores fuertes y complementarios en la que un ser superior había realizado una verdadera obra de arte. Una maravilla.
A la madrugada, a las cinco o seis de la mañana, me desperté con los aleteos desesperados de pájaros. La tormenta había estallado. Abrí el cierre y me asomé. El viento tironeaba de la carpa desesperado y mis ojos se llenaron de tierra. Desperté a Federico para salir rápidamente de allí y lo alerté del peligro que corríamos. Nos encontrábamos en medio del desastre. Él me miró aterrorizado y me preguntó por qué le estaba diciendo eso. No sé qué más le comenté. Recuerdo que me tomó la mano y me dijo que me quedara tranquilo, que íbamos a encontrar la manera de resguardarnos. Lo miré y le dije que tenía razón. Me recordó las veces que habíamos superado obstáculos y me dijo que esta era una prueba más. No sé a qué se refería, pero yo asentí.
Nos calzamos como pudimos y salimos de la carpa cuando comenzó a llover torrencialmente. Estábamos en el medio de un verdadero desastre. Los árboles mojados y pincelados en diferentes tonos de verde se balanceaban como si fueran de papel y parte de una escenografía.
En una milésima de segundo, a nuestras espaldas, el río desbordado envolvió y arrastró nuestra carpa hasta devorarla. Completamente mojados y cubiertos de barro rojo corrimos desesperados con nuestras piernas hundidas hasta la pantorrilla y buscamos refugio en el interior de la selva. Atiné a subir a un árbol que parecía interminable por su altura. No sé cómo, pero lo logré. Y Federico hizo lo mismo.
Abrazado al tronco observé cómo, en una cuestión de minutos, el contorno del río había cambiado. Ya no se divisaban los límites. Se había transformado en un mar rojo. El lodo cubría toda la superficie y la intensidad del viento y la inestabilidad de mi posición me recordaron mi insignificancia. Comencé a temblar de miedo.
No sé cuantos minutos pasaron. ¿Quince? ¿veinte? Lo cierto es que al cabo de un tiempo volvió la calma. Dejó de llover y las ráfagas de viento se detuvieron. Federico bajó del árbol enseguida. Con lágrimas en los ojos comencé a bajar. No lo podía creer. ¡Nos habíamos salvado!
Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.


Medianoche lluviosa, de Amparo

El timbre no funcionaba y los gemelos esperaban afuera, empapándose. Se preguntaban cuándo iban a abrirles la puerta; mientras tanto, uno de ellos prendió un cigarrillo. Al rato, una chica llamada Carla les abrió la puerta y los hizo pasar. El departamento quedaba en el segundo piso, por lo que subieron las escaleras con ella, quien los interrogó acerca de sus pasados y vidas privadas. Ellos no respondieron casi nada, la habían seguido en silencio. Había demasiado misterio en sus conductas pese a sus trabajos, y Carla sospechaba. Las invitadas estaban muy entusiasmadas con esta llegada e invadían sus espacios personales desvergonzadamente. Ellos seguían con total calma hasta que bailaron; ahí fue cuando sacaron su lado extrovertido a la luz.
Ninguna hubiera previsto la tragedia que se aproximaba.
Carla encontró un hueco para llamar a la policía, pero fue acorralada por uno de los gemelos que le exigió que no dijera ni una palabra de lo visto. Ella casi vomitó del miedo y el asco.
Los hermanos huyeron poco después, tratando de ocultar su urgencia hasta que vieron las luces de la policía y corrieron desesperados. A pesar del esfuerzo por cruzar una arboleda, fueron alcanzados y posteriormente interrogados sin piedad en una fría habitación. Uno se quebró y terminó contando su lado de la historia, muy sentida y escalofriante: “Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente, que entonces pude sonreír.”




El texto en letra cursiva que se repite en todos los relatos pertenece al cuento Hombrecitos, de Enrique Wernicke.


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