Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

miércoles, 30 de junio de 2021

Un mundo para admirar

Ojos negros de mi humano

compañeros amigos, la ausencia nos une

ojos tristes, me conmueven

tierna curiosidad inocente ¿qué mirás?

sorprendida complicidad

admirando aquella libertad que no disfrutaba

sueño compartido de destellos y aventuras.





(Adela, Alcira Elena, Analía, Alicia M., Fabiana, Julieta, Alicia G.)








domingo, 27 de junio de 2021

¡No lo puedo creer!

 


Tarde caliente

No tengo balcón, pero sí una amplia ventana que permite entrar la tibieza primaveral del sol. Vivo en un piso quince con una vista inmejorable de la ciudad. Me gusta sentarme a su lado cuando trabajo, leo un libro o simplemente me dedico a disfrutar el paisaje.
Hay un edificio vecino del que puedo ver la terraza. Tiene un jardín hermoso, los ocupantes han tenido una idea excelente y todos lo cuidan. Seguramente, se han asesorado con algún paisajista por el tipo de plantas y las coloridas flores que prosperan en el lugar. También han colocado algunas reposeras y sombrillas, como las de la playa. Es usual ver gente disfrutando una bebida o simplemente tomando sol.
Una tarde había dos mujeres adelantando el verano. Eran frecuentes adoradoras de Febo. Creo, por la diferencia de edad, que se trataba de madre e hija. Ambas lucían unos espectaculares bikinis en unos cuerpos acordes. Y sí, yo, con unos kilitos de más, un poco de envidia sentí.
En eso llegó un muchacho, o mejor dicho, un bombonazo. Alto, castaño, lucía una bata que apenas cubría su amplio pecho y le llegaba a los muslos, mostrando unas piernas largas y musculosas.
Las mujeres lo saludaron y se pusieron a conversar, imaginé que se trataría del novio de la más joven porque comenzó a frotarle la espalda con lo que supuse que era bronceador y delante de la que parecía la madre. Los tres se veían distendidos y alegres.
En un momento deben de haber puesto música, el joven se sacó la bata y se puso a bailar. ¡Lamenté no tener un largavista! Vestía una sunga roja y movía su cuerpo perfecto como un profesional, tal vez fuera bailarín o stripper. Realmente era un regalo (y de los gordos) para los ojos. Las mujeres reían y aplaudían, pero no aceptaban su invitación a unírsele.
De repente, llegó otro muchacho con vaqueros y remera y empezó a gesticular como si estuviera furioso. Inferí que sería la verdadera pareja de la más joven y le estaba haciendo una tremenda escena de celos. Por los semblantes, deduje que la cosa estaba pasando de castaño a oscuro y esperé sinceramente que nadie volara por sobre la baranda.
El furibundo se acercó al bombonazo, pero en lugar de darle una trompada lo tomó del brazo y se lo llevó a los tirones; el otro apenas pudo recuperar su bata antes de seguirlo mansamente. Las mujeres se veían atónitas y al poco rato también se retiraron.
Por lo visto, había malinterpretado la escena y no era a la joven a la que le reprochaban su conducta. De todos modos, durante mucho tiempo, ni las mujeres ni el bailarín disfrutaron de las bondades de la terraza. (Alicia M.)


Y de pronto, el viento

Domingo, once de la mañana. Hace calor. Desde la ventana de la habitación de mi departamento en el piso 13, veo a mis vecinos que están tomando sol en su terraza. Padre, madre, hija. Distendidos, con jugo y mate, con la piel protegida, con los lentes recién comprados.
Los envidio, yo estoy sola y ni loca tomo sol, le temo desde aquella vez que me tosté demasiado y me quedó una mancha tatuada en la espalda.
La cortina de mi ventana comienza a flamear; primero suave, luego con mayor intensidad.
Miro hacia la terraza vecina y una lluvia de bombachas, corpiños y ligas con y sin lentejuelas cae como efectos especiales.
El trío que antes descansaba, salta de sus reposeras. No entiende lo que ocurre. Yo me río. Parece que las chicas pulposas y las no pulposas del club nocturno de la esquina colgaron sus pertenencias en el larguero, pero no colocaron broches.
Suele ocurrir que luego de una intensa noche, uno olvide algunos detalles y el viento travieso haga volar lo que, con prolijidad, colgamos. (Adela)


Luces y secretos

Desde mi ventana del segundo piso, miro a tres personas que están tomando sol en una terraza vecina. Hace varias horas que los observo. Tienen auriculares puestos. Los veo muy quietos, creo que están muertos. Una reposera vacía me hace pensar que la ocupaba el asesino que huyó y, seguramente, ya está muy lejos.
Están rodeados de termos, mates, botellas, vasos, tortas y galletitas.
Sobre ellos, desde el cielo, aparece una nave con aspecto de transporte escolar. Plateado y dorado, muy brillante, rodeado de luces rojas. Me siento encandilada con tanta iluminación y colores. De él se desprende otra nave más chica, con forma de auto, tan resplandeciente como la más grande.
Apoyo la cara en los gruesos vidrios para ver mejor; aplasto la nariz hasta casi sofocarme.
De la navecita se desprende un haz de luz multicolor que eleva hacia sí los mates, las tortas; todo sube con lentitud.
Me conviene olvidar lo que vi, esto lo llevo a la tumba.
Suena un timbre en mi edificio. Marca la hora en la que comienza la ronda de visitas. Seguro viene el bonito de ojos malos y centelleantes; le gusta poner inyecciones y atarme a la cama. “No le cuentes…” Se escuchan pasos en el pasillo. “Estás obligada a guardar el secreto de lo sucedido…” Entra, me mira de manera encantadora. “No hables…” Clava su mirada pálida en mí. “Boca cerrada, boca cerrada…” Su insistencia examinadora hurga una y otra vez en mi mente. “No pienses ni recuerdes”. Mis ideas se nublan. Me siento confundida. “Seguí con los labios sellados…”
—¡Hola doctor! ¡Acabo de ver cómo un fitito tomó mates y... comió tortas y...! (Alcira Elena)


Fue allí

Carlitos: hombre simpático, aventurero, carismático, atractivo y muy admirador del sexo femenino.
Vive en un edificio con una buena vista hacia la calle y también hacia la terraza del edificio de enfrente al que le gusta husmear en las tardes veraniegas.
Hoy, camina cabizbajo, desalentado. Acaba de ser despedido del trabajo. Su buen humor se ve interrumpido por una nube de tristeza y desolación. Si bien es joven, treinta y cinco años, son tiempos difíciles para conseguir una nueva ocupación.
Camina y piensa en las deudas adquiridas que no va a poder afrontar.
Ahorros no le quedan. Gastó los últimos en las vacaciones.
Piensa, suspira y resuelve que, hasta obtener un nuevo trabajo, empeñará o venderá el reloj (herencia de su abuelo) que guarda con tanto amor: un Omega Speedmaster Pro, líder entre las marcas de relojes suizos. Su abuelo Paco se había sentido orgulloso de poseerlo; era igual al que había lucido Buz Aldrin mientras daba sus primeros pasos por la superficie lunar. Paco se lo había obsequiado a Carlitos, único nieto varón, sabiendo que lo conservaría con todo el cariño que significaba ese objeto para él.
Con dolor y congoja, decide que no tiene otra posibilidad. Servirá para pagar los créditos adquiridos y su sustento por un tiempo.
Llega a su departamento y con sorpresa verifica que la puerta está abierta. Le han robado varias pertenencias, entre ellas el recuerdo de su abuelo.
Después de un mes, aun no hay novedades sobre el robo. Gracias a la generosidad de amigos, puede sobrevivir. Además, consiguió una prórroga en sus créditos.
Ha enviado cantidad de currículums. Espera en su departamento la respuesta a los pedidos. Ya no sale ni tiene ánimo para encontrarse con amigos.
Su única distracción es ver pasar desde la ventana, gente apurada, preocupada. Él siente que nada lo moviliza, ni siquiera dirigir su mirada hacia esa terraza del edificio de enfrente, que tanto placer le daba.
Su amigo Frank lo visita preocupado por la situación y la falta de respuesta a sus llamadas.
—¡Vamos, amigo! Miremos esas morochas descomunales que disfrutan del sol como girasoles en el campo. ¿Para qué gastaste tanto dinero en esos binoculares profesionales? Dale, me quedo y observamos un rato. Con este día de calor y la temperatura alta, seguro hacen topless en la terraza.
Carlitos sabe que no está bien, pero siempre fue un trasgresor. Tampoco hace mal a nadie mirando bellas y esculturales mujeres.
Cuando ellas visitan a una amiga que vive en su edificio, las cruza en el ascensor o en el pasillo de entrada. Sus cuerpos torneados y el perfume exquisito lo dejan flotando en una nube.
“¡Bombas totales!”, les decía a sus amigos. “¡Si tuviera que elegir, me quedó con las dos!” y sus amigos reían y guiñaban un ojo, cómplices de sus dichos.
Mientras recuerdan anécdotas compartidas, se ubican en la ventana y, enfocando los prismáticos, esperan la llegada de “las morochas”.
Cuatro de la tarde. La temperatura indica 33° en el exterior.
—Es la hora —dice Carlos—, ya están por llegar.
Quedan sorprendidos cuando, en lugar de ver dos mujeres (como era costumbre), son tres personas: dos chicas y un hombre.
—Sonamos —exclama Frank —, vienen acompañadas. Quizá no se saquen el corpiño.
—Conformate —contesta su amigo. —Hace tanto que no las veo que me alcanza con observarlas en bikini.
Los tres se sacan sus ropas; ellas quedan en bikini y él, en short.
—Che —pregunta Frank —¿Ese no es el flaco que vive en el departamento de abajo? Mirá como le pasa el bronceador en la espalda y lo va intercalando con besitos. ¡Se ha formado una pareja! —bromea.
—A ver, a ver. Pasame los binoculares —responde Carlitos.
Cuando mira, comienza a gritar y lanzar insultos: —¡Desgraciado! Hijo de…. Te voy a matar…
Sale hacia la puerta. Frank trata de tomarlo de un brazo y calmarlo.
—No seas loco. ¿Te vas a calentar porque la mina está acompañada? ¡Tranquilizate! Es dueña de salir con quien se le antoje… Estás muy alterado….
—¡Qué tranquilizate, ni tranquilízate! ¡Lo matooooo! Fijate lo que tiene en la muñeca del brazo. Sí, ese que viste, el que acaricia la espalda de la morocha y le pone bronceador, TIENE MI RELOJ, EL QUE ME ROBARON. ¡Lo voy a destrozar a piñas!
Logra zafarse de las manos de su amigo y sale corriendo escaleras abajo, sin esperar el ascensor. (Alicia G.)


Los vecinos

Siesta de primavera. Primer día con treinta grados de calor. Mis hermanas y yo disfrutábamos del hermoso sol a través de la ventana del comedor. Habíamos improvisado unas reposeras con toallas y almohadas y por primera vez en la temporada, nos pusimos las bikinis y preparamos jugos de frutas. Reíamos bromeando que estábamos en “el ensayo de enero en Pinamar”.
De pronto, escuchamos ruidos en la terraza de enfrente. Allí también había un preludio de verano, pero mientras tomaban sol y escuchaban buena música limpiaban una pileta enorme. Eran dos varones y una mujer; hermanos, y como tales, discutían, se peleaban, se mojaban y avanzaban poco con el trabajo. La joven hizo un mal movimiento y derramó una lata de pintura, salpicando pileta, piso y césped. Nosotras nos reíamos tanto y tan fuerte que notaron nuestra presencia y, mediante señas y risas, nos llamaron para que nos sumemos a la tarea de limpieza. Estábamos muy avergonzadas, pero parecían ser muy amables y divertidos.
Fuimos. No sólo por solidarias, también con la esperanza de hacernos amigos y recibir invitaciones a disfrutar del agua. Fue un día de muchísimo trabajo. Al regresar teníamos las manos llenas de aguarrás y ampollas, dolores de espalda y quemaduras de sol sin bronceador sobre la piel. Todo quedó hermosísimo y preparado para un chapuzón.
Esperamos un día, dos; una semana, dos; un mes, dos; nunca llegó la deseada invitación. Desde nuestra ventana veíamos cómo disfrutaban de la pileta con otros amigos, y nosotras no recibíamos ni un mensaje, ni un saludo a través de la ventana.
Ya pasaron varios meses. Ayer hizo muchísimo frío, hoy también. Me crucé a uno de los chicos en el kiosco de la esquina y me preguntó qué tenía que hacer el sábado.
—Espiar por la ventana —respondí—, pero por la que da a la avenida, no a los patios. (Fabiana)


El infierno

Juan Manuel vivía en la torre tres desde hacía un par de meses. Se había instalado en la ciudad de Buenos Aires para comenzar sus estudios universitarios. Esa tarde, al regresar al departamento, encontró la tarjeta de invitación que habían deslizado por debajo de la puerta. Lo esperaban a las quince horas en la terraza para disfrutar de una fiesta.
Pocos jóvenes estudiantes permanecían en la ciudad los fines de semana, soportando las temperaturas elevadas. Para un joven del interior, aceptar la invitación significaba dar un paso importante. Juan Manuel, sin dudarlo, confirmó su asistencia enviando un mensaje al número de celular que figuraba en la tarjeta.
La terraza ambientada como local bailable, reunía todos los ingredientes: buena música, bebidas y una pista en las alturas. Juan Manuel se había ubicado en una de las reposeras junto a otras dos jóvenes y conversaban entretenidos. No eran los únicos que estaban en el lugar. De manera sorpresiva, a las tres y cuarto, se cortó la música. Un desperfecto técnico provocó el cortocircuito cerca del parlante. Las chispas encendieron las telas sintéticas de los sillones y los tejidos que cubrían las pérgolas. El fuego avanzó rápidamente sobre los materiales inflamables, devorando todo combustible que encontraba en el camino. En pocos segundos, la azotea se transformó en una trampa mortal y en un verdadero infierno.
El desconcierto de los presentes por el impetuoso avance de las llamas sobre sí mismos, les jugó en contra en el momento de resolver de otra manera la salida. Juan Manuel no podía ver nada por el humo. Aterrorizado, se preguntaba si lo que estaba viviendo era una pesadilla.
La desesperación por escapar de ahí y el amontonamiento de los cuerpos envueltos en llamas, llevaron a unos a lanzarse desde el piso treinta, y a otros (con empujones y manotazos inútiles) a comprimirse salvajemente cerca de la puerta de acceso.
Los gritos descarnados de los dueños de esos cuerpos consumidos por el dolor, atravesaron la tarde porteña y resonaron por unos minutos hasta que sobrevino el silencio absoluto.
Unas horas después, entre la veintena de víctimas identificadas, encontraron el cuerpo de un joven de diecisiete años. Era Juan Manuel. (Analía)


Corazón hechizado

El tintineo de los cubos helados contra el vidrio y el silbido del motor del aire acondicionado, son los sonidos que se escuchan en el departamento. Afuera: gritos, risas y música animan la tarde.
Son las dos y un descanso corto de los libros y apuntes la lleva a la cocina. Pronto rendirá un examen que la mantiene muy ansiosa. “¡Uno más y me recibo!”, exclama mirando por la ventana.
“El del 5° B con sus amigos ¡coparon la terraza!”, suspira. Tres machos alfa, musculosos, atléticos de un tostado caribeño, posan para las selfis que de inmediato suben a las redes sociales, mientras toman sol. A un costado la infaltable conservadora repleta de cervezas y en un rincón, un tanto olvidado, el mate. Sus cuerpos se mueven al compás de la música y cantan como los dioses.
Con la frente en el vidrio, Paula los observa atenta, con la ilusión de formar parte de aquella fiesta. Le gusta mucho ese muchacho, tiene su corazón hechizado. Lo mira con embeleso, como cuando por accidente se encuentran en la vereda y él ni la registra.
El calor insoportable del verano y la humedad, típica de los conglomerados, la ponen de mal humor; pero recrear la vista con ese paisaje, le hace perder la noción del tiempo. En su mente disfruta de la playa mientras camina descalza por la orilla, el agua fresca moja sus pies y algún caracol le golpea los tobillos.
Una gota de sudor rueda por sus mejillas y la despierta de ese encantador sueño. La tentación de espiar la lleva a otro nivel, se asoma en puntitas de pie por el ventiluz del baño y mira cómo menean las caderas los vecinos.
El sol aparece y desaparece. A lo lejos, unos nubarrones oscuros se aproximan. De pronto una ráfaga de viento cálido se presenta y todos salen disparados, a su paso levantan toallones y tropiezan con las sillas.
En su casa, las puertas se golpean con fuerza y tiemblan los cristales. Una tormenta de verano se formó en un instante. Sorpresivamente, un grito aterrador ensombrece la tarde: Joaco suspendido en el abismo entre el piso y la terraza sujeto apenas de un caño corroído de luz. Su instinto le dicta llamar a los bomberos. Como puede, en medio del viento y objetos volando por doquier, se acerca a la cornisa. En cuclillas le pasa una soga por debajo de los brazos, lo sujeta con fuerza y juntos tiran hacia arriba. Sus amigos se suman y pronto Joaco está tirado boca arriba temblando en el techo. Sus miradas se cruzan por primera vez… y conectan. Sentimientos de agradecimiento afloran y se le eriza la piel; sus manos entrelazadas aún, mantienen el calor del momento.
Algunas gotas comienzan a caer y la magia desaparece. La sirena de los bomberos se escucha cerca, y el móvil policial llega.
Paula mira con sorpresa la cuerda. “¿De dónde salió esto?”, se pregunta. Y recuerda que, en la corrida y desesperación, arrancó el cordel del lavadero. (Silvia)


¡Una pelea horrible!

Estaba de vacaciones con mi familia en Bariloche, celebrando las Pascuas. Habíamos ido a un hotel hermoso y lujoso. Nuestra habitación estaba en el cuarto piso. Esta tenía una cama matrimonial, dos individuales, dos baños y todo con una preciosa decoración. Lo que más me llamó la atención fue esa terraza gigante, ¡me encantó! Lo primero que hice fue dirigirme a ella y contemplar el divino paisaje: un bello lago de aguas relucientes rodeado de árboles y flores de todos los colores que pudiera imaginar.
Miré hacia ambos lados y vi muchas terrazas más. En una de ellas, muy cerca de la mía, se encontraban tres personas tomando sol; supuse que eran padre, madre e hija. De repente pasó algo que no pude creer. Los padres comenzaron a pelearse y a gritarse cosas horribles, la pequeña lloraba (parecía de unos 4 o 5 años). Estaban gritando muy fuerte porque absolutamente todos los vecinos salieron a sus terrazas a ver lo que sucedía. No les importó que los estuvieran mirando y continuaron con su riña por unos minutos más. Por lo visto no tuvo consecuencias graves, terminó “bien” y pudieron consolar a la niña.
Luego, nos informaron que la pareja estaba inmensamente arrepentida y pedía disculpas a todos los vecinos por el escándalo causado.
De estas vacaciones me llevo recuerdos y experiencias muy lindas que no podré olvidar, pero también una experiencia mala que tampoco podré olvidar, pues esa pelea realmente me conmovió mucho y me dejó sorprendida. (Julieta)

 

domingo, 20 de junio de 2021

Canciones fragmentadas

 


Aprendizaje

Nació en pleno verano. Juani, hija de unos padres trabajadores y sufridos, se crio entre hortalizas y animales.
La casa era humilde, pero en ella sobraba el amor y a Juani la acunaron en ese ambiente.
Esos recuerdos sellaron su vida, corrieron como ríos y le dieron la fuerza que necesitó para ignorar las voces que murmuran cuando llega una desconocida al lugar.
Pasar por la vereda y sentir los ojos de las chusmas en la espalda y el murmullo del viento con las risas de las criticonas.
Los días en la ciudad y los inviernos, a veces, le hacían extrañar a sus padres, pero su tesón le dio la fuerza necesaria para vencer la tristeza.
Nuevos amigos, una carrera que le da de comer, la ciudad que la va acogiendo y hace que llorar sea algo del pasado. (Adela)


A fuego lento

A ella le encantaba celebrar. "¿A quién no?", se preguntaba.
Había terminado de hornear los clásicos budines de vainilla y, sobre el fuego, había colocado una ollita de cobre con el chocolate negro. Lo derretía a fuego lento, bien despacito mientras las nietas jugaban envueltas en el aroma exquisito. Revoltosas afuera, se acercaban de puntas de pie a la cocina con alguna excusa, buscando las caricias de la abuela. Ella sí que sabía mimarlas.
¿Cómo olvidar esos momentos de la vida, que a la distancia le parecen llenos de magia?
Atrapar mariposas era uno de sus planes preferidos. “¡Se escapan, se cuelan por la red, no van a poder!”, les decía ella, mirándolas por la ventana de la cocina. Y sí, tenía razón, se escapaban. Por alguna razón, las chispitas de colores se escapaban.
Cuando se cansaban de correr, las pequeñas se sentaban en ronda, debajo de la inmensa parra cargada de hojas de un intenso verde: refugio privado y fresco en la calurosa tarde de diciembre; territorio secreto donde podían circular sus historias inventadas.
Dejaban de jugar justo a la hora del baño y luego se vestían con ropa nueva, preparada para la ocasión: soleros confeccionados por sus mamás con telas frescas y puntillas de algodón.
“¡Apúrense niñas! ¡Van a venir todos y ustedes todavía no están listas!”, les decía entonces la abuela, dejando traslucir la emoción y, al mismo tiempo, un sentimiento de melancolía por las inevitables ausencias.
Con pequeños gestos y mucho amor, la abuela había convertido cada encuentro en una celebración. Había forjado la unión en ellos, y a cada uno, de una u otra forma, los había marcado a fuego. Como a ella le gustaba, con ternura y delicadeza. Así, a fuego lento. (Analía)


Curiosidad sin límites

Esa grieta en la medianera me tenía muy intrigada, inquieta. Una y otra vez me preguntaba lo mismo: ¿Qué habría más allá de esto tan conocido para mí? ¿Qué habría después de mi pequeño espacio, tan aburrido y solitario? ¿A qué se deberían esos ruidos que se escuchaban, palabras que llegaban?
Una mañana, la curiosidad me derrotó. Con timidez me asomé por la hendija hacia el patio de la vecina. Crecí con sigilo, me deslicé poco a poco y pude mirar sin que nadie lo notara. Me gustó, comencé a derrochar vida y logré que la señora me diera de beber. El agua fresca me permitió abrazar el tronco cercano.
Mis brazos crecieron, conocieron y exploraron otro mundo ¡tan distinto al anterior! Todo el terreno a mi disposición y, más que nada, respondí al cariño que me brindaron. Mil veces me regó. Mi sueño de andar sin más límites que los que me marcaba el terreno se hizo realidad. Debo reconocer que muy a menudo pequé de confianzuda, me dejé llevar por los bríos primaverales. El castigo fue una recia podada que me marcó el camino a recorrer.
Viví donde quise, a pesar de que mi antigua dueña siempre estuvo celosa. Su modo de demostrarlo fue arrancando mis raíces antiguas. No me importó demasiado; mi nueva amiga ya se había encargado de enraizarme con esmero y dedicación.
Cada amanecer trae el desafío de extenderme para cobijar a diez mil luciérnagas que, por las noches, alumbran el sendero de los solitarios que caminan en la oscuridad. (Alcira Elena)


Bajamar

El reloj marca las 20, o las 21. No se distingue bien; el atardecer está tal cual lo soñó una vez. Sólo que en esa oportunidad la sombra viene del norte.
Paloma piensa en lo sabia que es la mente, que algunas veces se adelanta inconscientemente a los acontecimientos. Ahora se tumba a la izquierda de Erick preguntándole: —¿puedo sentarme a tu lado?
Él la mira y niega con un gesto. Ella se pone de pie y permanece en la vereda de la plaza, mientras el adolescente continúa llorando sobre la alfombra de hojas secas.
“A veces la vida es injusta”, susurra Paloma sin estar segura si se lo dice a él o a ella misma. Es su frase preferida, y puede leerse en la orilla de varias hojas de sus cuadernos escolares.
Hace ya varias horas que volvieron del puerto. La tarde de hoy quedará eternizada en la memoria de los dos. El humo de la chimenea del buque que lleva a Cristal para siempre a otro país ayudó a disimular las primeras lágrimas; las siguientes no necesitaron disimulo.
Queda esperar que la vida haga su trabajo y que el dólar suba o no, para que el destino decida una visita.
Como la marea que parece que sube mientras baja, Paloma siente su corazón contrariado. No sabe si está triste por la partida de su amiga o feliz porque, ahora, Erick está libre. (Fabiana)


Amelie

Un llamado anónimo alerta que, en el 211 de la Avenida Suipacha, se escuchan ruidos y un gran alboroto.
El forense, con mucha cautela, destapa el cuerpo. Dubitativo, observa la habitación; los colores estridentes y el fuerte olor a legía le estremecen los sentidos.
El champán sobre la mesa con dos copas a medio servir, suponen que en la casa hubo más personas. Camina muy lento alrededor del fallecido. Apaga el radio para no distraerse. De su bolso azul, saca el luminol y rocía de manera uniforme sobre las paredes. Con cuidado presiona el interruptor y automáticamente las luces desaparecen.
Como estrellas en la noche, rastros de sangre se detectan por todo el lugar. “Pero ¿qué es lo que sucedió?”, se pregunta Pedro totalmente desorientado.
–Dejemos el cuerpo aquí, hasta que llegue el sargento –le sugiere a su compañera que mira hacia un punto fijo. En la mesita ratona, las velas aún están encendidas.
–Parece una sesión de macumba –comenta ella horrorizada.
Con la llegada del sargento y el comandante al edificio, el caso se vuelve más intenso. Traen órdenes estrictas de resolverlo de inmediato.
Afuera, los medios se agolpan sobre la acera sin respetar el cordón policial; el gentío curioso murmura acaloradamente. Es la hija del intendente, una joven artista plástica de renombre en la ciudad. 
Las horas pasan. Sus heridas y el desorden en la escena, manifiestan que hubo una loca noche de alcohol y descontrol. (Silvia)


Salió el sol


Soñaba dormida y despierta. Te pensaba y te sentía en la panza de mi hija Carolina.
Esperé que asomaras al mundo.
Día de invierno, 27 de junio. Espléndido sol… frío afuera y tibieza de espera en ese vientre voluminoso.
Tejiste un hilo de sueños con la dulce promesa de tu venida.
Cuando llegaste, la emoción desbordó todo límite: luz de primavera, calor de verano en ese día destemplado de invierno.
Fuiste sol tibio de otoño, pimpollo fragante meciéndose en el aire de tu cuna.
Tu diminuta persona hizo vibrar las fibras de mi vida, música que acompañó mis sueños.
Y como dice la canción que “cada vez que nace un niño sale el sol”, el astro brotó como pimpollo naciente, perfumado, meciéndose en brazos de tu mamá.
Mediodía, el brillo de esa luz se opacaba ante el resplandor de tu existencia en aquella habitación otoñal.
“Después de todas las tormentas sale el sol”, continúa el autor. Tormentas de nervios, espera, ansiedad, expectativa. Ellas pasaron para verlo asomar representado en la personita radiante que se abría camino a una nueva vida.
Francisco, primer nieto, me diste el título más honorable que se puede poseer: “ABUELA”. (Alicia G.)


Herencia inesperada

El lugar era imponente, la casona aún conservaba restos de un antiguo esplendor a pesar de su estado ruinoso; pero esos vestigios de un lujo casi obsceno no estaban exentos de un aire tenebroso, como si la vieja mansión albergara espíritus siniestros que se negaran a abandonarla.
Me acerqué a la puerta, un poco intimidado. Cuando la toqué se abrió lentamente. Quienes la dejaron abierta sabían de mi llegada pero me molestó que no me esperaran. "Un poco de consideración no hubiese estado mal", pensé. Aunque me habían advertido que se irían al pueblo al atardecer; la casa tenía mala fama y no querían que la noche los alcanzara en el lugar.
Me había llegado una herencia con reputación de embrujada y, si bien mis abogados me habían aconsejado ponerla a la venta cuanto antes, no pude resistir la curiosidad acerca de esos antepasados desconocidos que me la habían legado.
No conocí a mis padres, murieron en un accidente cuando yo era un bebé. Nunca supe por qué yo no estaba con ellos en ese momento. Me habían dejado con la hermana de mi padre quien se hizo cargo de mí hasta su muerte. Me trató con cariño, pero siempre tuve la impresión de que me retaceaba información cuando me hablaba de mi familia. Además, nunca vivimos mucho tiempo en el mismo sitio. Si bien el trabajo era la excusa, parecía que estuviéramos huyendo de algo.
La sala era enorme, una polvorienta araña de cristal colgaba del techo, sus caireles tenían forma de media luna y pendía de un rosetón que simulaba el sol. Una escalera de película llevaba al primer piso donde había quince habitaciones y siete baños. En otra época las habían ocupado importantes visitantes, ahora estaban cerradas; excepto una, la que habían preparado para mí.
Después de una reconfortante ducha, salí en bata hasta la cocina donde los caseros me habían dejado una cena fría. Recorrí la enorme mansión comiendo unos sándwiches. Ya estaba oscuro, pero por suerte la electricidad todavía funcionaba. Probé varias puertas, la única que se abrió era la de una biblioteca, cuajada de libros. Las paredes estaban cubiertas de ellos del piso al techo, excepto una en la que había un gran cuadro. Me acerqué para observarlo. Era una colorida pintura de lunares de varios tamaños. En ese lugar desentonaba como una mosca en la leche.
Busqué un libro para entretenerme. Había uno sobre una mesa que me llamó la atención, parecía muy antiguo; las tapas de cuero tenían letras doradas que se veían deslucidas por el tiempo, resultó ser una genealogía familiar. Lo llevé conmigo a la habitación.
El libro registraba rigurosamente la familia desde sus orígenes. Comenzaba en el siglo XVII, con un tal Vasili Radu, un noble de origen rumano. El árbol genealógico era muy frondoso con una larga lista de descendientes. Busqué las últimas páginas y encontré el nombre de mi madre y -oh, sorpresa- el mío también. Sentí al mundo moverse en ese momento. Mi dedo recorrió esos nombres que me revelaban mi pasado, mis raíces.
También había unas notas; al parecer, hubo algunos antepasados que creían en el ocultismo y esas cosas, pero lo más tenebroso era que mi bisabuelo había creado un grupo secreto que adoraba a Satán y eran extremistas, lo que eso significara. Su hijo, mi abuelo, heredó su locura y pretendía casar a su propia hija con Satán. Mi madre huyó con mi padre y siempre vivieron ocultándose. Después del accidente en el que murieron, mi tía me cuidó para que mi abuelo no me encontrara.
El viejo murió en un manicomio y sus abogados se encargaron de buscar al heredero perdido, o sea yo.
Pensándolo bien, hubiese preferido seguir en mi bendita ignorancia acerca de mi parentela. Con razón la casa parecía emanar un aire lúgubre. ¡Quién sabe las cosas que ocurrieron en ella! Antes de que mi imaginación empezara a jugarme malas pasadas, decidí pasar el resto de la noche en un hotel.
Más adelante vendí la mansión. Creo que la demolieron para construir un spa de lujo. Jamás volví al lugar y con el dinero de la venta, puse una cadena de heladerías. (Alicia M.)


Mi pasión

Eras mi sueño y todos lo sabían. Sí, mi pasión. Te extrañaré.
No es una persona de lo que estoy hablando, sino mi pasatiempo favorito, lo que más amo… Bueno, lo cuento: la danza. Los motivos por los que la amo tanto no los sé, pero lo disfruto. Me hace sentir bien, olvidar mis problemas, escapar de la realidad.
“Tengo que seguir, llegaré muy lejos”, repetía en mi mente y lo creía. Aunque, al día de hoy ya no lo creo; lo que pasó me destruyó. 
Para poder continuar debo aprender a vivir sin lo que más quiero. Como sea, pero debo hacerlo.
Pasó a mis 16, hace tan solo un año atroz. Había llegado a una competencia muy importante de danza y tenía que hacer un movimiento muy difícil junto a mi compañero. “Todo irá bien”, me dijo, “Te confío esta competencia, te deseo suerte”.
Como lo explico… todavía me duele contarlo. Hacer ese truco tuvo un precio muy caro para mí: no poder hacer danza nunca más. Bailar era lo único que anhelaba en la vida, lo más esencial de todo, no importaba lo demás.
Después de mi accidente, solo pensaba: “no sos nada sin la danza, tu existencia no vale nada”. Igualmente, mi familia y amigos intentaron levantarme el ánimo, me hicieron creer que no todo estaba perdido para siempre.
Ahora me siento mejor, sé que las cosas mejorarán y me encontraré a mí misma en el camino ya que decidí que esto no me definirá. (Julieta)

miércoles, 16 de junio de 2021

¿Qué queda de vos en mí, cuando me alejo?


Tarde de junio

...llevo conmigo tus huellas. No sólo las fotografías que tomé sino también mi cansancio, mi cara fría pero sonrojada, mi pelo enredado y revuelto y vestigios de arena en mis pies.
Algunos rastros se irán después de una ducha caliente; otros, como mis pecas marcadas, durarán unos días; y otros como los recuerdos, me acompañarán bastante tiempo más.
Querido mar: en esta tarde de invierno te prometo volver pronto. (Fabiana)



El paraíso

...me llevo miles de sensaciones e imágenes. El turquesa del mar y el sonido suave de las olas. El movimiento de los peces multicolores en la orilla y la comodidad de mis pies enterrados en la arena. El marco de vegetación exuberante y flores exóticas. Las caminatas nocturnas por las callecitas de piedra. Aromas intensos. Sabores nuevos. Y el placer de haber conocido una parte del paraíso. (Analía)


La vendedora

...admiro tu paciencia ante las dificultades que representa realizar las ventas de una inmobiliaria tan afamada. Me llevo el propósito de mejorar mis límites de tolerancia ante los necios que me rodean. (Alcira Elena)


Mala onda

...si tu vida no te satisface, los demás no tenemos la culpa. No me extraña que te vaya mal, pues no tenés la más mínima consideración por las personas. Empezá a tratar a los clientes con amabilidad y respeto y te serán recíprocos. Por mi parte, jamás volveré a este negocio. No quiero que tu mala onda me contamine. A partir de ahora te borro de mi mente y no volveré a pensar en este incidente. (Alicia M.)


Mafalda

...me hiciste recapacitar, me enseñaste que los chicos -a veces- son más sabios que los adultos. ¡Que te admiro! (Adela)



Mágico

...sos un mágico lugar, Villa la Angostura.
Quedan en mí, recuerdos de coihués, la fragancia de lupines y el intenso amarillo de la flor del amancay con su nostálgica leyenda. (Alicia G.)


Último día veraniego en la playa

...llevo en mi piel el calor del aire y el sabor salado. En mis oídos, el murmullo de la marea que se acerca voluptuosa y se retira sigilosa; en mis pupilas, el reflejo del sol en el horizonte que se desdobla en esa fina línea como si quisiera mirarse en un espejo. Y en mi interior, la plenitud y la paz vivida. (Susana)



Estación 71

...me llevo como recuerdo el calor de tu cuerpo en las plantas de los pies, y una gran sensación de claustrofobia, encierro por tu impertinente falta de aire respirable.
Aunque mis retinas guarden por siempre el matiz de tus colores verde azulados y las geoformas de relieve suspendidas, quién sabe si algún día volveré. Hasta siempre enigmático planeta Marte. (Silvia)



Solo nuestros momentos 

...en mi corazón, me acompañan lo momentos que disfrutamos juntos, aquel verano en la playa, el calor y las noches contemplando el amanecer. (Julieta)


domingo, 13 de junio de 2021

A través de mi ventana


Despedida, de Alcira Elena

Triste.
Sola.
Desamparada
ante la ventana vestida de antaño.
A mi espalda
sobre la mesa
fotos esparcidas.
Nuestra vida en un collage
de amor y risas:
la vida que ya no es.
Por mi rectángulo al sol
te veo con un amor tierno
de risa joven.
¿Cómo pudiste?
¿Qué nos pasó?
El horizonte se dibuja perezoso
la noche perturba mi corazón
el umbral oscuro me llama.
Te dejo una nota.
Me llevo el dolor.



Mucho más que vidrio enmarcado, de Fabiana

Mi lugar en el cosmos
tiene un agujerito de cristal,
por él pasa todo el mundo…
un mundo no tan real.

Imagino otras vidas
otros seres, otras historias.
Oigo voces desconocidas
de personas ambulatorias.

Mi pedacito de cielo
mi conexión con el clima
el rincón de mi consuelo
que me vincula a la vida.



Invisibles, de Analía

Envuelta en el castillo improvisado con cartones
apenas puedo ver a la pequeña.
Sus piernitas cuelgan
asoma una mano del abrigo arremangado
sonríe y me saluda
sus ojitos brillan.
Inocente.
No siente el frío
y todavía sonríe.
Encorvada y marchita, ella.
Desalentado y resentido, él.
Destartalado, el carro.
Avanzan, como pueden, entre autos impacientes.
Esquivan insultos, miradas asqueadas.
Juntan las sobras y sus propias piezas.
Cargan desechos y la propia historia.
Una historia que desborda
injusticias y dolor.
Con el hollín estampado y la vergüenza a cuestas
transitan la vida.
Invisibles.
Estropeados.



Desde mi ventana, de Alicia M.

Retumba el cielo oscuro,
por una daga de luz herido
sangra copiosa lluvia
sobre las calles vacías.
En mi ventana se estrellan
miríada de gotas
arando líquidos surcos
en los indefensos cristales.
El paisaje gris se asoma
entristeciendo la vista,
el invierno reina
en la plomiza tarde.



Extrañamiento, de Adela

La plaza de mi barrio
amaneció callada,
con árboles desnudos,
con hamacas sin alas.

Los perros de la esquina
no salen a la plaza,
no ladran, están tristes
presienten que algo pasa.

El jardín, sin infantes,
parece un fantasma,
no está la banderita
ni la seño que canta.

Cae tenue la lluvia,
y se anima la plaza,
ve árboles con hojas
y hamacas con alas.

Sonríe mi ventana.
Me hace sonreír,
y agradezco a la vida
el día por vivir.



Ocaso, de Silvia

Era un día cualquiera
lo observé
arrastraba inseguro sus piernas flacas.
El peso de la vida
colgaba de su chaqueta gris,
tan gris como una tormenta de invierno.
Se notaba.
La banqueta desgastada por la edad, apenas se inmutó.
Un perro bizco lo seguía.
Desvergonzado destino, te colaste en sus raídos pensamientos.
¡Pobre!, pensé.
¡Pobre!, imaginé.
El vuelo rasante de un pájaro
atrajo su mirada cálida.
Tal vez,
algún día supo ser su mejor versión.
En la espera silenciosa del crepúsculo
una gota de rocío lo impregnó
y lo encontró recordando la quimera
de su remota y exquisita juventud.
Pobre viejo, imaginé.
Pobre viejo, pensé.



Mi amiga, la ventana, de Susana

Desde la enorme cocina, hacia el patio un ventanal,
testigo de tantos tiempos, toda una vida vivida,
recuerdos que sobrevienen esta mañana otoñal;
mis plantas allí me esperan, como dulce compañía.

Por las paredes trepando, airosa la santa rita.
entre sus ramas se asoman un geranio y un malvón,
a un costado el gran jazmín y al otro la monedita,
aromas que se entremezclan y alegran mi corazón.

Otras cuelgan de las rejas en macetas coloreadas,
colibríes, mariposas, son asiduos visitantes,
los miro sin hacer ruido, en las mañanas soleadas
un encanto pasajero que dura solo un instante.

Si volteo mi cabeza, de la ventana hacia adentro
cuando cierro bien los ojos, cuando enciendo mis oídos,
otros olores, perfumes, colores, lo que recuerdo,
el alma se regocija con la vida que he vivido.

Fueron muchos almanaques que el tiempo fue devorando,
y ahora, en el escenario, la soledad va ganando.
Así, las cosas vividas vuelven a nuestro presente.
Pues nada parte del todo, nada dura para siemp
re.




Desde mi ventana, de Alicia G.

Mañana gris y solitaria
como mi alma.
Temprano.
El sol permanece
preso entre las nubes.
Yo, presa en recuerdos,
vacía de presente.
La paloma que habita en el alero,
debajo de la glicina,
prepara un hogar para sus pichones.
Sale
en busca de pequeñas ternuras:
amor en ramitas,
pelusas, trozos de hilos.
Entrelaza su nido…
¿entrelaza? ¿nido?
Entrelazo el mío
con recuerdos, promesas no cumplidas.
Está asomando el sol.
Su calor
entibia remembranzas pasadas.
Al igual que el rocío
va dejando pequeñas gotas
y riega el césped,
permito que lo bueno brote
y bañe mi corazón
con mañana de helada temprana.

Vuele paloma
trayendo tesoros.
Busco los míos,
permanecen intactos.
Me retiro feliz,
abrazo el presente
sintiendo ahora
que no está vacío.



Las ventajas de ser invisible, de Julieta

Al igual que todas las mañanas, me levanté
lo primero que hice fue mirar por esa ventana
con el puro anhelo de que me pudieran notar
no esperé nada más que estar allí y ver pasar la gente
sin ningún propósito que me beneficiara, sin ninguna obligación
lo único que hacía era imaginar la vida de aquellas personas
que, probablemente, jamás volvería a ver,
ni ellos a mí,
aunque yo sí los había visto
y los iba a poder recordar cada vez que quisiera
porque aquí dentro siempre llueve
y ver la luz y el cielo despejado
llenaba el vacío que yo no ocupaba
me hacía “feliz”.
O eso creía…






martes, 8 de junio de 2021

¿Qué historia habita en tus manos?


Mis manos, por Silvia

Las miro y me descubro
recordándote.
Tengo tus manos,
de un blanco lechoso y dedos delgados.
Tal como las tuyas
comenzaron a mostrar el paso del tiempo.
Pequeñas manchitas color oscuro
descubren la herencia familiar.
Son manos amorosas,
manos dedicadas, laboriosas.
Capaces de enseñar,
de crear con muy poco
y de amar.
Ellas te cuidaron y sostuvieron
en el ocaso de tu vida.
Y aunque no llegaron a despedirse
guardan el calor de tu esencia.
Hace un tiempo que sienten tu ausencia.
Hace un tiempo que te extrañan, papá. 


Mis manos, por Analía

Fuertes, compactas y medianas. Así son mis manos. Cuando las esquivan, acarician menos. Incondicionales, pacientes y dispuestas a esperar. Son inquietas y creativas. Juegan con hilos y disfrutan con libros y papeles cerca. Ante el dolor y la incomodidad se contraen. Se humedecen por la impaciencia y el miedo. Con las injusticias se cierran y, a veces, tiemblan. Mis manos sienten, contienen expresan y calman. Cuando aman se entregan y unidas cerca del pecho, agradecen. 


Las manos cuentan su historia, por Adela

Nos descuida. Ahora sale poco y extrañamos ese olor a crema de limón. Estamos ásperas. Cuando teje los hilitos nos lastiman.
Nos sentimos feas, viejas. Ya no nos adorna como lo hacía antes. Nos ponía un anillo en cada dedo y se pintaba las uñas de unos colores bellísimos.
¡Hum! ¡Parece que nos escucharon! Sí, así… ¡suavecito! Nos acaricia, nos masajea.
A veces, hay que protestar para que a uno le lleven el apunte. 


Qué útiles mis manos, por Susana

¡Hola! Miranos, acá estamos: tus manos. Somos muy inquietas y nos movemos en ademanes al compás de tus palabras.
¡Cuántas cosas hicimos juntas! Acariciamos, secamos lágrimas, bañamos a tus hijos y luego a tus nietos. Curamos raspones, vendamos heridas. Cambiamos pañales, preparamos biberones; desayunos, meriendas, infinitas cantidades de comidas. Encendimos velas en las tortas de cumpleaños.
Fuimos expertas costureras de ropa de bebé y luego guardapolvos, vestidos, pantalones. Y ni hablar de tantos sueños tejidos en forma de pañoletas, saquitos, camperas.
También rodeamos en abrazos para consolar penas.
Enseñamos a escribir a nuestros alumnos, y escribimos en nuestros ratos de ocio.
Antes éramos coquetas, con uñas pintadas de rojo, y anillos y pulseras. Hoy ya no lucimos así. El paso del tiempo dejó sus huellas. No hay crema que disimule este deterioro. A veces veo que mirás preocupada mis arrugas, las venas que sobresalen. Pero bueno, estamos contentas, con la felicidad de una ardua labor cumplida. 


Manos manicuradas, por Alcira Elena

Las manos suaves y armoniosas de aquel señor que conocí hace tanto tiempo parecían lo que solemos llamar “de pianista”; sin embargo, era un oficinista jerárquico. Le daba mucha importancia a sus cutículas cuidadas, uñas manicuradas, esmaltadas y recortadas con el largo justo.
Lucía un coqueto anillo que le agregaba elegancia y distinción. “Manos de manicura” le decíamos, con la irreverencia propia de nuestros jóvenes años. 


Mis manos, por Alicia G.

Mis manos trabajan sin parar. A veces, entre harinas y condimentos, amasan, hornean y fríen delicias para saborear y compartir.
En otras oportunidades, crochet, punto jersey y variadas lanas o hilos se entrelazan para diseñar un abrigo o una manta.
También escriben, pintan, y algunas veces (aunque ahora no tanto), interpretan al piano melodías que traen remembranzas y alegrías de otros tiempos.
Cuando se ponen mimosas, se deslizan suavemente y acarician demostrando su ternura. 


Ellas, por Fabiana

Mi historia habla a través de las manos.
¡Tanto para agradecerles!
¡Ellas han hecho tanto por mí!
Hoy son las que, con su artrosis y el dolor, me recuerdan que ya pasamos el medio siglo de vida.
Hago el esfuerzo por mantenerlas jóvenes, pero no es suficiente: ¡no hay maquillaje que tape la tristeza del payaso! 


¿Qué historia cuentan mis manos?, por Alicia M.

Otra vez se me quebró una uña. Siempre me gustaron las uñas largas, estuviera o no de moda. El único problema es que, con los quehaceres domésticos suelen astillarse y se enganchan en la ropa y terminan quebrándose. Así que, al final, las tengo que cortar y ¡a tener paciencia hasta que vuelvan a crecer!


domingo, 6 de junio de 2021

Frase entrometida


Dulce proyecto

Julieta se tapa los ojos con la mano al bajar del auto. Se lo pide Pedro y ella le sigue el juego. La venda de tela liviana y suave le permite hacer trampa, pero no quiere engañarlo. Al dar unos pasos, nota que la escarcha afilada y crujiente todavía cubre la vereda.
Pedro abre la puerta de vidrio doble y enciende la luz. Retrocede un poco, abraza a su mujer y le afloja la venda. Julieta retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta el fondo. Fascinada ante la vista e impulsada por la propia respiración acelerada, avanza con tres pasos largos y cuando llega justo al centro, gira sobre sí misma para captar cada detalle. Quiere decir un montón de cosas, sin embargo sólo exclama dos palabras: —¡Es hermoso!
El mostrador de madera pintado de blanco tiza genera en ella una atracción inmediata. Lo había imaginado en sueños. Desliza los dedos sobre el frente del mueble hasta abrazarlo, y curva un poco su cuerpo para observar bien de cerca las cuatro bandejas de vidrio antiguo labrado. Son todas diferentes pero encantadoras. Sobre ellas, hay una variedad de bombones de chocolate y macarrones, la especialidad de Julieta. La transparencia de las bandejas y la neutralidad del mueble resaltan el color pastel de los dulces. Dos lámparas con caireles enmarcan los bordes de la mesa. Una vitrina y una estantería colgada sobre la pared del fondo completan el ambiente. Julieta ahora tenía su pastelería propia y está exquisitamente decorada.
Dominada por las emociones, Julieta tiene ganas de llorar y reír al mismo tiempo. Rodea con los brazos a Pedro y le susurra en el oído: —Yo también tengo una sorpresa para vos…
Y lo besa largamente, mientras suelta un brazo para apoyar la mano justo debajo de su ombligo. (Analía)


Compras

La mañana se presenta tranquila. José se coloca el abrigo y sale en busca de su chata, una Dodge del año 78. “Las fiestas se acercan y los regalos navideños no se compran solos”, piensa. Su destino final: el centro comercial.
Al llegar, el playón está atestado de vehículos y niños que corren entre los autos. El mal humor sube por su cuerpo descargando adrenalina y siente los piquetes en las puntas de los pies. No está cómodo haciendo estos quehaceres; a pesar de que sus nietos lo atormentan con mensajes y recordatorios en ese aparato que le dejaron para el día del padre. Su Antonia era experta para ello, sabía qué comprarle a cada uno. ¡Y nunca se equivocaba! Ese fugaz recuerdo le dibuja una sonrisa, tan breve como el recorrido hasta el interior del local.
Un sonido a chicharra estridente lo sorprende y el guardia de seguridad se le acerca apresurado con el scanner en mano.
—Disculpe, señor, no avance más.
Lentamente, José levanta los brazos como en las películas sin entender por qué. La sirena del lugar comienza a sonar y más guardias se aproximan desde todos los ángulos. A su lado, un niño pequeño retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta su mamá. Se había bajado de sus brazos hacía apenas unos minutos.
De pronto el bullicio y las sirenas se apagan. Escucha por el altavoz que anuncian un desperfecto en el sistema de seguridad. Piden las disculpas pertinentes y por fin ¡José baja los brazos!
Contrariado aun, comienza con la búsqueda. En la perfumería resuelve los obsequios de los adultos, gracias a una empleada muy servicial. Aunque el mayor problema son los pequeños, las cartitas de Papa Noel son muy específicas. De camino a la juguetería, escucha:
—¡Arriba las manos! ¡Esto es un asalto!
Siente un escalofrío recorrer su cuerpo. Está parado justo en la puerta de la joyería. Nuevamente, su corazón se acelera; pero ahora son escopetas y pistolas lo que ve. Una balacera se desata y él, en medio de ella. Corridas, gritos, y niños llorando es lo último que recuerda.
El pitido constante de máquinas, el olor a sanitizante y el silencio tranquilizador le confirman que ya no está en el centro comercial.
Abre los ojos y se descubre en el sanatorio. Un dolor muy intenso en la cabeza y un corazón convaleciente son el resultado del paro cardíaco que sufrió por el gran susto, y el golpe que se dio al desplomarse.
—Navidad… Navidad… —murmulla —¡hoy no tendría que haberme levantado, siquiera! — y bufa. (Silvia)


Distancia

El tren llega a la estación con dos horas de retraso. En el andén, muchos ojos cansados de esperarlo pestañean cuando se detiene.
El primero en bajar es el guarda. Una señora con un abrigo haciendo juego con los guantes baja las escaleras con desconfianza. Mira hacia ambos lados, suspira y arrastra con desgano una maleta color rojo.
Una pareja desciende con tres niños pequeños. El padre no alcanza a contenerlos para que no corran entre los pasajeros.
El último en dejar el transporte es un joven alto, con una gorra y una bufanda escocesa. No trae equipaje, sólo un maletín. Camina hacia el lugar que hace las veces de confitería y se detiene ante una de las ventanas. Se saca la gorra, la guarda en el bolsillo y entra con tranquilidad.
Las mesas están ocupadas por los que van a partir y cuando una se desocupa, se sienta sin esperar que la limpien. Su mirada muestra cansancio, masajea su cara para relajarse y cuando el mozo viene para ver qué se va a servir, retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta la puerta que está detrás del mostrador. Pide un café con dos medialunas. Con la mirada perdida saca cuentas, mide, multiplica.
El mozo trae el café y eso lo distrae por un momento. Las medialunas están calentitas. La infusión despide un aroma embriagador. Abre el maletín, saca un papel y una birome.
Las mesas vuelven a poblarse; la de él es la única que espera el recambio. Parece que la inspiración está adormecida y, hasta que no despierte, nadie va a retirar la taza, el plato, la cuchara.
El ruido de la cafetera hace el milagro. La birome comienza a caminar sobre el papel y las letras empiezan a bailar dibujando prolijas líneas. Dobla el papel, escribe algo, lo deja sobre la mesa y se va.
Una mesera levanta el dinero y la propina. Ve el papel y lee: “El tren llegó tarde, calculé la distancia hasta tu corazón y me resulta imposible llegar hasta él. Lo siento”. (Adela)


El valor de la amistad

Se criaron juntos en el mismo barrio, cuando éste se levantó en el predio lindante al Club Rosario. En aquel tiempo lo llamábamos ATE. Sus casas eran cercanas. El primero que se levantaba iba corriendo a buscar a su amigo, y así pasaron su infancia. Nacho y Francisco, inseparables.
Por las mañanas armaban partidos con los demás chicos del barrio. A la tarde salían con sus bicicletas por esas calles internas, tan seguras.
La escuela 22 afianzó esa amistad. Era una dupla inseparable entre todo el grupo.
Llegó la adolescencia y los asaltos. Las primeras citas con chicas del colegio, ya secundario.
Francisco fue el primero en establecer una relación con Silvina, una compañera del curso. Rubia, pecosa, con ojos claros que se reían cuando hablaba.
Todas las tardes iba a buscarla y juntos paseaban por el centro. Mientras, Nacho se sentía relegado. Así se fue enfriando esa amistad que tanto tiempo los unió.
Francisco ingresó a la Marina. Al año le dieron pase al sur. Decidió postergar su noviazgo, situación que no gustó a Silvina.
Nacho terminó su profesorado y comenzó a dar clase en varios colegios. En uno de ellos se cruzó con Silvina, que también ejercía la docencia. Ese reencuentro fue como un flechazo. Pronto hicieron pareja y se mudaron a una casa que alquilaron en Ciudad Atlántida.
Cuando Francisco regresó y se enteró, su enojo fue tan grande como injusto. También lo fueron los insultos que profirió a la pareja. Así, nunca más se hablaron.
El tiempo pasa, la vida continúa. Las relaciones cambian, hoy nada es “para siempre”. Cada uno continúa su vida a su manera. El resto son recuerdos.
Es sábado, Nacho está haciendo sus compras en la Cooperativa de la cancha de Sporting. Hace rato que vive solo.
Con sorpresa ve pasar a su viejo amigo. No tiene intenciones de cruzarse con él.
Se acaricia la frente, retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta la caja.
Está en la cola para pagar, cuando siente una mano en su espalda. Al voltear la cabeza ve a Francisco. Sus miradas se cruzan. Inesperadamente, el abrazo cálido retenido durante tanto tiempo. Una caricia para el alma.
De pronto, los dos están sentados en la mesa de la cantina. Un café ayuda a entibiar el clima. Juntos conversan y se cuentan sus historias. ¡Tantas cosas han cambiado!
Tienen todo el futuro para ponerse al día y retomar algo que empezó allá lejos y hace tiempo. (Susana)


Alfombras engañosas

Una de mis mejores amigas compró su primera vivienda hace algunas semanas. Un amplio "loft" construido a partir de un espacio recuperado y restaurado, que fue una pequeña fábrica de plásticos.
Cuando lo visitó por primera vez se enamoró del lugar. A pesar de que el propietario actual lo había colmado de adornos y alfombras de mal gusto, sus amplios ventanales con vista al parque cercano la convencieron de adquirirlo.
Días después sufrió un accidente automovilístico que le dejó un brazo enyesado.
Hoy debe comenzar la mudanza. Sin dudarlo, le ofrezco mi ayuda.
Me dice que, según el vendedor, el edificio está impecable; listo para ser habitado. En un balde coloco envases de diversos elementos de higiene, con la intensión de asear los lugares más sensibles -cuarto de baño, cocina-.
Juntas abrimos la puerta de entrada con la expectativa de encontrar un sitio pulcro, digno de recibir a su nueva moradora. Nuestra sorpresa es mayúscula. Nos miramos desconcertadas. Sus ojos oscuros, centelleantes, cargados de lágrimas; su tez roja de furia; su cuerpo tembloroso ante la imposibilidad de hacerse cargo del trabajo que debía emprender. Agacha la cabeza tapándose la cara con su única mano útil. Desorientada, inquieta, piensa que los muebles pueden llegar en cualquier momento. Retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta el otro extremo.
Toda la superficie está cubierta con una gruesa capa de tierra que se asemeja más a un establo abandonado que a una vivienda preparada para ser ocupada; al instante comprendemos el porqué de tantas alfombras. La tranquilizo, calmo su angustia, le pido que se ocupe del camión de mudanzas que está al llegar que yo me ocupo de todo.
Con rapidez comienzo el operativo de limpieza; además de lo previsto, con sendos baldazos de abundante agua y desinfectantes logro concluir el improvisado aseo, apenas unos minutos antes de la llegada de la afligida moradora con el transporte de carga.
Su mirada luminosa y su sonrisa de alivio son mi mayor satisfacción. (Alcira Elena)


Fue sin querer

Gladys, once años; Rulo, doce. Se encuentran a mitad de camino entre la plaza y el quiosco de “Cholo”.
—Qué suerte que te encuentro, Rulo. Iba pa’tu casa. Te quiero invitá al supermercado.
—Pará, Glady. Yo vivo en la villa, pero no soy chorro —responde Rulo.
Las intenciones de ella son otras. Sin embargo, Rulo la conoce bastante y sabe que cada vez que lo empuja hasta el super es para “llevarse algún recuerdo”, y cómo él dispara rápido sin que lo atrapen…
—Pero, Rulo, yo no te digo que vayamo’a afaná. Te voy a proponé un juego.
—Sí, seguro que es un juego… y despué terminamo re mal. Vo y tu brillante idea.
Rulo desconfía, y tiene motivos. Una vez, con Gladys, entraron corriendo al mercadito de la esquina de Don Ramón y se llevaron algunos chocolates y otras golosinas.
Ella se justificó diciendo que tenía ganas de comer algo rico y “no había mosca” en su casa. Y Rulo completaba la historia, contando que su mamá está sola y “la guita” apenas alcanza para los fideos y el mate cocido.
Don Ramón les explicó, en esa ocasión, que no se debe robar y que si quieren algo rico se lo pidan y él tratará de dárselos.
A partir de allí, Rulo se hizo amigo del almacenero. Ahora escucha sus consejos y nunca más extrae aquello que no le pertenece. Es un poco como un papá, ese que le falta desde siempre.
En esta oportunidad, Gladys propone algo distinto. Había visto un juego en la tele de lo más divertido y está entusiasmada con jugarlo.
—Dale, Rulo, yo te explico. Es un juego relindo.
—¿Y pa’qué? —dice Rulo, que muchas ganas de jugar no tiene.
—Es pa’jugar nomá y ademá, demostrarte que la mujere somo má inteligente que lo hombre. Está de onda eso de la mujere ponderosa, o pondera, o portera, o… ¿cómo es?
—Mirá que so bruta, Glady. La mujere no son ponderosa, son hermosa.
—Eso ya lo sé. Pero bueno, vamo al juego. Entramo en el Super. Nos tapamo lo ojo con una mano y con la otra vamo adivinando qué es. ¿Te gusta?
Rulo acepta, pero antes le pide a su amiga que no haga trampa, porque ya la conoce.
Una vez adentro, caminan por los pasillos y comienzan a jugar. Una mano en los ojos y con la otra, mientras tantean, mencionan cada alimento, “aquí harina, allí azúcar, en el estante de abajo arroz, fideos…”
Van empatados y nadie percibe que están solos y toqueteando mercadería.
Ahora es el turno de las botellas. Con las de plástico todo bien: gaseosas, agua mineral, jugos… pero al comenzar a palpar las de vidrio, la cosa se complica.
—Esta la conozco —dice Gladys—, es de vino, como el que toma mi papá.
La diferencia es que su padre compra uno que cuesta cien pesos y esta, quinientos; pero es una botella de vino, para el caso es lo mismo.
—¡Uy, esta qué forma rara tiene! —continúa— ¿Es un licor?
—¡Sí! Bien, Glady. Otra má y despué me toca a mí —le responde Rulo.
Gladys toca, vuelve a tocar.
—Esta me cuesta, Ruli. A ver… esperá que la levanto.
—¡Nooo! ¡Se te puede caer!
—No seá pájaro’e mal agüero, ché.
Gladys vuelve a palpar. Llega hasta la punta. La recorre de arriba abajo y de abajo hacia arriba…
—Qué grandota, aquí hace una curva —continúa.
Cuando la levanta por la tapa, en un descuido se le resbala. Su pequeña mano no alcanza a abarajarla en el aire y cae estrepitosamente al suelo.
—¡Qué hiciste, Glady! Mirá, dice: güisqui yoni gualker… quince mil peso. ¡Dio mío!
Gladys tiembla. Retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hacia la puerta de salida.
Rulo intenta levantar del suelo la botella. Imposible. Está hecha añicos. Vidrios y líquido desparramados por estantes, piso y un fuerte olor se esparce en el lugar.
Ven acercarse al encargado.
Gladys vuelve a recorrer con su vista la distancia que hay hasta la salida, y grita:
—Dale, Rulo, corré, ¡corré que vo podé! (Alicia G.)


Sueño cumplido

Amelia y Carlota viven a solo una cuadra una de la otra. Son inseparables. Se quieren muchísimo y son súper amigas.
Carlota tiene un sueño: abrir su propia tienda de moda, ropa y diseño, pero nunca tuvo la oportunidad de llevarlo a cabo. Se han propuesto realizarlo juntas. Ambas trabajan en un supermercado cerca de sus casas. En sus tiempos libres, ven revistas sobre las nuevas tendencias e ideas innovadoras. A Amelia no se le da muy bien crear e imaginar nuevos modelos, pero a Carlota, sí; se la pasa comprando telas de colores para producir originales vestidos y conjuntos.
Se acerca el cumpleaños de Carlota. Amelia ha estado ahorrando por meses para darle un regalo a lo grande. Le va a regalar un local vacío para iniciar el lugar de ensueños de Carlota.
Ya está todo hecho, tiene el inmueble, es suyo. Solo que Carlota todavía no lo sabe.
Llega el día del cumpleaños. Ya le había comentado que la iba a llevar a un sitio especial, así que a la tarde pasa a buscarla. Se dirigen hasta el centro de la ciudad (que no queda muy lejos) y cuando se están acercando a la dirección, le tapa los ojos y caminan unos pasos más. En ese momento, retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta el cartel de la entrada. Carlota está confundida. “Está vacío”, piensa. Amelia le da a entender que ese es ¡su lugar!
¡No lo puede creer! Sorprendida, comienza a imaginarse cómo será y espera ansiosa la hora de estrenarlo. Se siente muy agradecida. Amelia se da cuenta al instante que le gusta mucho su regalo y se alegra también.
Lo que Amelia no sabe, es que Carlota también ha estado ahorrando desde hace tiempo para un salón, pero ahora ya lo tiene.
Así empiezan rápidamente con el proyecto; compran muebles, estanterías, percheros, colocan la iluminación, etc.
Poco a poco, el espacio va mejorando, creciendo, y en tan solo unos meses pueden abrir la tienda. Están muy felices. ¡Lo han logrado!
La tienda crece año tras año. Muchas experiencias y aprendizajes se cruzan en sus caminos y todo lo afrontan juntas. (Julieta)


¿Azar o destino?

Hace un alto en la ruta, estaciona en la banquina y baja del auto para estirar su largo cuerpo y desentumecer sus piernas. Ha estado manejando desde la mañana, con solo una breve parada para un almuerzo rápido, y su cuerpo le reclama atención.
Camina unos metros mientras siente las protestas de su cintura; prácticamente no hay tránsito y los escasos autos pasan como bólidos a su lado. Se toma un tiempo para admirar el paisaje cordobés; una multitud de tonos de verde, apenas salpicados por añosos árboles, que asemejan soldados vigilando la inmensidad. El sol, todavía alto, calienta su cuerpo y deslumbra sus ojos. Todavía le falta mucho para llegar a su destino pero él viaja sin apuro.
No lamenta en absoluto lo que dejó atrás. Actuó según sus convicciones, sin importarle las consecuencias. Y vaya que las tuvo. Perdió trabajo y prometida.
Se recibió de abogado con todos los honores, y no tardó en ser requerido por uno de los más importantes estudios de Buenos Aires. Sus clientes eran lo más granado de la sociedad, personajes de la farándula y grandes empresas. Se volvió un rostro conocido en los medios, sin embargo una sensación de hartazgo empezó a ganarlo. Era natural que pusieran todo su esfuerzo para defender a sus clientes, aunque no siempre se jugaba limpio. Usar los intersticios que ofrecían las leyes, muchas veces en desmedro de verdaderos damnificados, no era lo que pensaba cuando era un estudiante idealista que soñaba con hacer prevalecer la justicia.
El punto de inflexión fue el caso de un famoso sanatorio privado en el que se había administrado un medicamento compuesto por penicilina a un paciente, a pesar de que este había informado que era alérgico. Nadie lo había anotado en su historia clínica. El enfermo estuvo al borde de la muerte y quedó con serias secuelas. Las autoridades de la clínica negaban que se hubiera dado la información y todo apuntaba a que ganarían el juicio que los parientes de la víctima les habían iniciado. Pero, por azar o por destino, encontró traspapelada en unos documentos la hoja de la historia clínica donde figuraba claramente que el paciente era alérgico a la penicilina.
Se negó a ocultar evidencias y renunció. Hubo un gran escándalo y él terminó en la lista negra de los grandes estudios. Su nombre pasó a ser mala palabra en el ambiente judicial y muchos le dieron la espalda; entre ellos, su prometida. Se habían conocido cuando él estaba terminando la universidad, ella pertenecía a una prominente familia porteña. Eran una pareja dorada, seguida por los medios; él un prometedor abogado, ella, una hermosa millonaria. La relación se resintió cuando él cayó en desgracia y ella rompió el compromiso al ver que el promisorio futuro que esperaba se disolvía en la nada. Dolido pero no destrozado, quiso cambiar de horizontes y se dedicó a recorrer el país.
Después de dos años, ya se siente preparado para retomar su vida y volver a su profesión.
Ahora está en medio de una ruta cordobesa decidiendo si continúa manejando hasta llegar a la ciudad, o busca un lugar para descansar y pasar la noche. Según el GPS hay un hospedaje a pocos kilómetros. De hecho, puede atisbar en el horizonte una edificación. Retira la mano de sus ojos y calcula con la mirada la distancia hasta el lugar.
El hotel es pequeño, una construcción acogedora, flanqueada por una estación de servicio y un restaurante; uno de los tantos paradores que hay en las rutas argentinas para el viajero cansado. Mas el cansancio desaparece por completo cuando se acerca al mostrador para registrarse.
La joven que le dirige una amplia sonrisa de bienvenida es muy hermosa, de luminosos ojos claros. Traga con dificultad, la voz se le atasca en la garganta y apenas puede responder a su alegre saludo. Es verdad eso que dicen, que el corazón puede pegar saltos. Si es así, el suyo está para los Juegos Olímpicos. Recibe la llave de su mano (que no tiene anillo) como si estuviera en una nube, la sigue hasta la habitación admirando su contorneo vivaz y escuchando su alegre cháchara al describir los beneficios del lugar.
¡Quién lo diría! ¿Por azar o por destino? en ese cálido y acogedor hotel ha encontrado el lugar para echar raíces y rehacer su vida. (Alicia M.)


Esperanza

“¡Hoy puede ser un gran día y mañana también!”, canta Serrat desde el pendrive en el auto. Marcelo grita: ¡NOOO! no puede ser… ¡VA A SER! mientras sus padres y su novia lo aplauden. Él está a punto de ser el dueño de un haz de luz y eso lo hace muy feliz.
Ingresa al hospital. El brazo izquierdo abraza el derecho de su madre. Desde hace veinticinco años que esa es su posición cuando están fuera de casa. El derecho sostiene el bastón blanco, como siempre, como hasta ahora.
El médico está decepcionado. Las cosas no están todo lo bien que deberían. Existe la posibilidad de una nueva intervención, pero hay que esperar por lo menos un par de años más.
Le sacan las vendas y se encienden lentamente las luces; primero un pequeño velador, luego una lámpara de pie. En penumbras, Marcelo retira la mano de sus ojos, recorre con la mirada el local y calcula la distancia hasta su familia. Corre y los abraza tan torpemente que casi los tira al piso. Sólo distingue bultos, luces y sombras. Muy poco para el médico, muchísimo para él.
Es sólo el primer paso, algo les dice que habrá muchos más. (Fabiana)