Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 26 de septiembre de 2020

Vigesimosegunda consigna en cuarentena


Túnel

Al pasar la luz, ellos lo esperaban.
(Susana)


Reencuentro

Veinte años después, volvió. (Alicia M.)


Hotel cinco estrellas

La policía la encontró tendida; vestía únicamente su corpiño de encaje.
(Silvia)


Tiempos difíciles

Él reza y se pregunta: ¿Para qué? ¿Dios tiene todo planeado o a veces improvisa?
(Fabiana)


Encuentro

Tu silueta recostada en la pared...
Me abrazó cuando di vuelta la esquina.
(Alicia G.)
 

Luz 

Recostado, observo. Escucho mis latidos. Bips. Una mujer se acerca. Se admira,
exclama, ríe. Con lágrimas en los ojos, sale. (Matías)


Indeciso 

El insomnio lo sorprendió mientras descansaba en el sillón mecedor del living. Cuando despertó, recordó haber soñado que el insomnio lo había sorprendido mientras descansaba en un sillón.
(Adela)


Deseo cumplido

Se impulsó con placer en la hamaca del parque; quería llegar al cielo.
Golpe fuerte, oscuridad…
Curiosidad infantil que la guía hacia la luz blanca, brillante.
(Alcira)


El viajero y el tiempo

Su destino era viajar.
Caminó desde antes de los tiempos.
Vio montañas y ríos. Creció el bosque y las flores. Los animales incomodaron su presencia. Tuvo que compartir.
Pensó. Razonó. 
Observó en la noche la luna y las estrellas. El sol y las nubes matizaron el día.
Creyó descubrir el Universo.
(Josefina)


En peligro 

El viejo pescador volvió a su casa natal en Villa del Mar. Quiso recorrer la playa de su infancia. Caminó bajo la plantación de eucaliptos, le agradaba su perfume junto al salobre del mar. Pasó entre los tamariscos costeros. Sorteó unos cuantos juncos. Hundió sus piernas en el barro hasta llegar a las rocas donde solía cosechar moluscos y... ¡no encontró ni un cangrejo en el humedal!
(Liliana)


Regaño

María vomita desde la mañana. La noche está por caer y no llamarán a la ambulancia; la tía Lucía ya curó su empacho. La pequeña René juega en la habitación, está enojada porque su madre la regañó. La madrugada se presenta y María ya no respira. 
René esconde el frasco en su casita de muñecas. (Martín)





martes, 22 de septiembre de 2020

Siembra y poesía

En esta Siembra de Libros en cuarentena, compartimos de manera virtual junto al Club de Lectura Punta Alta y la Biblioteca Alberdi, párrafos de cuentos, novelas y poesías donde se mencionan flores.


Desde la Sala Virtual de Taller, participamos de esta actividad soltando versos que luego se unieron en un poema colaborativo, bajo la forma de cadáver exquisito.

  La primavera hace renacer las flores y renueva nuestras emociones

  hoy, su mirada fue más que eso

  llegó; el rosal me lo había anunciado

  desparrama tu aroma sobre el suelo infértil

  grillo que cantas; música para mi corazón

  brilla con la intensidad del día que amanece

  poesía y primavera viajarán al futuro.


(Participaron: Susana, Adela, Alicia, Fabiana, Silvia, Alcira, Josefina)



sábado, 19 de septiembre de 2020

Vigesimoprimera consigna en cuarentena

Cosa de Locos



⇣  Silvia


Su vida era la que cualquiera podría desear. Garfio era apuesto, muy atlético, y de mediana edad. Tenía una manía que escondía desde siempre. Durante el día sus hábitos eran ordenados, y hasta metódicos. Se levantaba, daba vueltas por la casa, desayunaba y se volvía a tirar en el sillón. Por la tarde nada diferente, se levantaba daba unas vueltas, comía algo y vuelta al sillón. 
Lo singular, y llamativo, era su rutina noctámbula. Cuando todos estaban acostados, y el televisor del dormitorio se silenciaba hasta el día siguiente, Garfio se transformaba en el más descocado de todos los ladrones. Salía sigiloso en medio de la noche. No le importaba si era la más estrellada, la más cerrada o incluso la más lluviosa. Trepaba los tapiales vecinos y avanzaba entre patios silenciosos sin que nada lo perturbara. Todas las noches recorría entre seis y diez kilómetros en cualquier dirección: norte, sur, este u oeste. La meta era traer un suvenir a casa. 
Cierto día, Claudia, su dueña, encontró con sorpresa cinco zapatillas de diferentes tamaños y colores, pero lo raro era que ninguno tenía su par. Llamó a su esposo y le preguntó si él había llevado ese calzado para algún proyecto de caridad, y su cara le dijo todo. ¡Estaba tan sorprendido como ella con aquel hallazgo! 
Cada tanto, seguían apareciendo en el jardín o en el garaje alguna zapatilla o zapato. Ante tanta intriga decidieron tomar cartas en el asunto. Llamaron a una empresa de seguridad para colocar cámaras. ¡Tenían que descubrir ese misterio! 
El barrio era muy tranquilo, la mayoría eran familias con hijos pequeños o recién casados. A Claudia y a Ismael les gustaba sentarse en el patio luego de un día agitado en el trabajo. La serenidad del paisaje los invitaba a relajarse y tomar una copita de vino con Garfio a su lado. 
Los días pasaron y las apariciones cesaron. Casi se habían olvidado de aquel incidente hasta que volvió a suceder. Las alertas despertaron la curiosidad de Ismael que decidió buscar en las cintas de las cámaras. 
—¡Claudia, subí! —gritó desde el ático donde tenía la computadora y el sistema de monitoreo. Los dos miraban las secuencias de las cintas sin dar crédito a lo que estaban viendo. 
Garfio aparecía en todas las tomas. Todos los días con un calzado diferente entre sus dientes. No salían de su asombro. Corrieron directo al hueco de la escalera donde mostraba la filmación y… 
—¡¡Oh, por dios!!—, dijeron a la vez. 
Allí estaba el calzado que había comenzado a reclamar el barrio completo. El tesoro escondido se había convertido en: la zapatilla rosa, y la ojota Hawaiana, y la sandalia negra, y la zapatilla de lona, y el mocasín y la chinela de Power Ranger. 


⇣  Fabiana

La poca organización fue siempre una compañía en nuestros viajes. Sin hora de salida ni de llegada. ¡Ni siquiera lugar de destino! Cada idea se modifica cada diez kilómetros; es así que, de cada aventura, hay muchas anécdotas. 
La primera noche de nuestra última travesía fue inolvidable. Nos dirigíamos hacia Mendoza por unos días. ¿Mendoza ciudad o Mendoza provincia? No sabíamos. No conocíamos y nos daba lo mismo. La elección de la ruta fue un error. Nos llevaba a destino, pero no era la más corta, ni la más aconsejada. 
Luego de doce horas de viaje (en las que conocimos Parque Luro y Santa Rosa, además de transitar ruta), llegamos a Santa Isabel, un pequeño poblado pampeano alejado de otros sitios urbanos. Estábamos a ciento sesenta kilómetros de la próxima ciudad y se avecinaba una tormenta muy fuerte (al día siguiente los diarios la titularon como la mayor tormenta eléctrica en la historia, en el mundo). Luego de una fuerte discusión con mi esposo, que aún no cree en la intuición femenina, decidimos quedarnos a dormir allí. No había muchos sitios para hacerlo, y los dos primeros que consultamos estaban completos con los obreros de una importante construcción. 
El tercer lugar era el que el destino había reservado para nosotros. Se promocionaba como comedor con alojamiento. Al ingresar nos esperaba un “tenedor libre” con olor a vinagre. Seis mesas con sus sillas vacías rodeaban las ensaladas resecas. Una persona poco amable se acercó y nos dijo que había lugar. Pedimos ver la habitación (como si tuviéramos otras alternativas). Era un sitio sumamente precario. Techo de chapas mal clavadas, un piso que hacía varias semanas que no se le acercaba un trapo, un cubrecama remendado, humedad que desteñía las paredes llevándose también un poco de revoque y un baño privado del que oíamos gotear agua. No había plan B. Era eso o la ruta desconocida con truenos, rayos y piedras. 
Acepté de muy mala gana. Consideré que, con el cansancio, la discusión, el hambre, y la tormenta ya era suficiente. La cumbia invadió mis oídos haciendo crecer mi mal humor. 
A puertas cerradas, nos miramos y nos dio un ataque de risas y nervios que duró varios minutos. Decidimos comer algo, pero ¿Dónde? ¿Qué? Nos daba miedo dejar allí nuestras pertenencias. Acordamos en dormir un rato, y seguir camino apenas pase la tormenta. Nos acostamos vestidos; sin embargo, no estábamos solos, entre todas las alimañas que nunca vimos ni oímos, un perro ladrador nos acompañó un largo rato bajo nuestra ventana, al igual que la cumbia. 
Con las primeras luces de la mañana nos dispusimos a bañarnos. Nunca logramos que el agua llegara al caño de la ducha, sí llegó al lavatorio, pero no era trasparente, inodora, ni insípida. Nos vestimos exclamando: “vamos rápido, no vaya a ser que con esta agua nos quieran preparar el desayuno”. Mientras yo cargaba cosas en el auto, desde el espacio destinado al tenedor libre, mi marido me dijo: “¡Vení! Si te lo cuento, no me creés”. Observé las mesas con platos sucios, ropa y calzado de niños y adultos tirados en las sillas; juguetes, botellas vacías, y ese olor rancio de la noche anterior. Mientras tanto, una mujer despeinada, envuelta con una especie de bata de toalla nos preguntó si necesitábamos algo. “Dejar la llave”, dijimos al unísono mientras casi corríamos hacia la salida. 
Antes de retomar la ruta, buscando un lugar para desayunar y lavarnos aunque sea la cara y los dientes, pensábamos que seguramente en ninguna fiesta griega hubo tantos olores desagradables, tanta suciedad, tanto descuido, tanta extravagancia, tanto desorden, tanta contaminación y tantas ganas de huir.


⇣  Adela

El aroma a café la despertó con la dulzura que el despertador nunca logró. Las chinelas la invitaron a ir a la cocina. Aceptó la invitación y con una sonrisa corrió las cortinas del living, abrió la alacena, sacó su taza preferida, un sobrecito de edulcorante y el plato con las masas vienesas que habían quedado de la noche anterior. 
Afuera, en el jardín, una rosa la saludó anunciando la próxima primavera mientras un colibrí se posaba en una rama. 
La naturaleza en calma y ocho horas de sueño lograron el milagro del descanso anhelado. 
Carola no sabía de pausas, su juventud no conocía los recreos. Días de adrenalina, corridas de un lugar a otro para buscar la nota. El celular y sus mensajes. Sabía que ser escritora de una revista no es para cualquiera, la creatividad no puede dormir. Hay que estar informado, actualizado, infoxicado. 
Mientras degustaba su infusión preferida, soñaba con las vacaciones en una playa con arena tibia, con el canto de las olas, con un sol que como la mejor batería cargaba su cuerpo de energía. 
Hacía mucho que no desayunaba sentada, que su mente no desayunaba sentada; con flores, colibríes, chinelas, paz. 
Nada es para siempre le recordó el sonido del celular. Su socia la llamaba. 
—Caro, sé que es tu día libre, pero debemos cerrar la edición de la revista y nos queda un espacio sin cubrir. ¿Podés escribir un artículo? ¡Dále, amiga! 
Se esfumó el aroma a café, la rosa miró para otro lado, el colibrí voló. En el plato ya no quedaban masas vienesas. 
"¿Sobre qué se escribe cuando uno está en calma, cuando vive el milagro de un descanso?", meditaba. "La abuela Nina hubiera respondido: 'Cosas de locos'”. 
La abuela volvió a ser su musa y le dictó: A los humanos nos piden que hagamos bien las cosas y que sigamos lo políticamente correcto y que hablemos con corrección y que seamos amables y que evitemos las agresiones y que maduremos y que… 
—¡Abuela!, ¡abuela!, ¿qué más escribo?


⇣  Susana

Ahí va, con su pollera floreada, larga hasta los pies, su blusa llena de puntillas y una capelina con un gran moño violeta. 
Juana se balancea con su paso inseguro. Los años pesan en su cuerpo, pero se niega a usar bastón. Todos se dan vuelta para mirarla por la excentricidad de su vestimenta. Parece sacada de una estampa del año 1950. Detenida en el tiempo, vive sola en la vieja casona del barrio. Allí nació y se crio. 
De una familia numerosa, sólo queda ella. Sus hermanas armaron sus propias familias y partieron a distintos destinos. Sus padres murieron. 
Y así, le ganó la soledad. Nada cambió en su casa. Mantiene todo igual. Entrar a ella es como entrar a un museo. 
Todas las tardes sale a caminar. Su mirada perdida, a veces canta por la calle. Los chicos se ríen y le gritan “Juana, la loca”. 
Un día, Celina, la más antigua del barrio, le contó al grupo de vecinas que murmuraban por lo bajo, la historia que Juana sufrió en su juventud. 
Era muy bonita. A los diecisiete años se enamoró de un forastero que vino a trabajar a una empresa de la zona. Alfredo era alto, atlético y muy buen mozo. Poco tiempo transcurrió para que formalizaran su noviazgo y luego planearan su casamiento. Los preparativos de una gran fiesta en el salón del club social. Todos los detalles: vestido, ajuar, el viaje de luna de miel y las invitaciones a familiares y amistades. 
Dos semanas antes de la fecha de la boda, Alfredo sacó pasajes hacia su provincia natal para ir a buscar a sus padres. 
Llegó el día esperado y Alfredo no apareció. 
Fueron vanos los llamados al número telefónico que él había dejado. Fueron vanas las cartas y telegramas enviados. La desilusión y el desencanto le ganaron a las lágrimas. La enajenación, al desconsuelo. 
A pesar de eso, aun así, sigue acariciando el amarillento vestido que cuelga en su ropero; aun así, todos los días revisa el buzón; aun así, acude corriendo cada vez que suena el teléfono; aun así, camina a la espera de verlo doblar la esquina. Aun así, se siente novia que espera a su amado; aun así, no deja de soñar.


  Alicia G.

Falta poco para el día del niño. Abuela me pide que vaya a su casa que tiene sorpresas. 
Cuando llega el domingo, mamá me lleva bien temprano. 
Día de fiesta para mí. Me divierto mucho cuando estoy con mis abuelos. 
La abuela, desde la ventana, saluda a mamá quien se va rápido para aprovechar el día con “tantas cosas que tiene que hacer”, como dice ella. 
—Abrí la puerta, Agustín —me dice abuela Jacinta. 
Cuando abro, una piñata se rompe y caen caramelos, chupetines y un mundo de papelitos de colores. 
—¡Qué susto, abu!, pero qué divertido… 
Y allí me doy cuenta de que la abuela tiene un sombrero con plumas, un vestido largo y zapatos de taco alto… 
—Abu, pareces una princesa… 
—Si “La princesa Jacinta Pinta Distinta” 
Después de juntar y comer, juntar y comer tantas y tantas golosinas, nos tiramos en el sillón a reírnos. 
Una música se escucha cada vez más cerca. De pronto, globos de colores se asoman por la puerta del patio. 
Y detrás de ellos, UN PAYASO que baila, canta al ritmo de la música y hace sonar un silbato. Me mira y me llama por mi nombre. 
Esa voz la conozco, pienso… 
—Abuelo, ¡Qué sorpresa! —grito. 
Jugamos, bailamos, damos vuelta carnero, rodamos por el suelo, reventamos globos. 
Abuelo Ramón trabajó en un circo cuando era joven. 
—No perdiste tus habilidades y tu buen humor —le digo. 
¡Qué linda mañana de juegos y anécdotas con mi abuelo! 
Jacinta, mi abuela, no nos deja entrar a la cocina mientras prepara la comida. “¡Es una sorpresa!”, nos dice. 
—¡Más sorpresas, abuela! Me duele la panza de tanto reírme. 
Cuando vamos a comer, la mesa está preparada con mantel de círculos brillantes, platos con dibujos y, en el centro, una sopera gigante con tapa dorada. 
—Abuela, SOPA NOOO… No me gusta… 
—Esta es distinta. Levantá la tapa —me responde. 
Cuando la alzo, una rana salta y comienza a brincar de plato en plato. 
No paro de reírme. —¡Abuela, ¡qué loquita estás! 
Sopa no tomamos ni comimos rana. La rana, a la que bautizamos con el nombre de Pancracia, la llevamos al jardín y nosotros disfrutamos milanesas con papas fritas. ¡Mi plato preferido! De postre helado de crema y chocolate con dulce de leche. 
Después nos tiramos en la alfombra a contar cuentos de monstruos, brujas, dinosaurios y otros que a mí me encantan. 
De pronto, escuchamos GRRR GRuajj ZUmm y… allí lo vimos: el abuelo acostado en la alfombra, roncando como un rinoceronte. 
A la tarde, cuando me despido, los abrazo fuerte, fuerte y les pido que pronto organicen otra fiesta tan linda como la de hoy aunque no sea el día del niño. Porque el día del niño es cada día con abuelos como los míos. 
Mamá, al llegar a casa me pregunta cómo fue mi día y cuál, la sorpresa. 
—Uy, mamá, fueron tantas cosas… Había piñata y caramelos y globos y colores y helado y lo más, lo más, lo más lindo ver a la abuela vestida de princesa y al abuelo de payaso. 
—¡Qué divertido! ¿Verdad hijo? 
—¡Sí, mamá! Más qué divertido, fue una COSA DE LOCOS.


⇣  Alcira

Para festejar sus veinticinco años de casados, mis padres organizaron un segundo viaje de bodas. ¡Mi alegría tocó el cielo! Estaba planeando cómo pasar dos semanas solo en el departamento: juntada con amigos, play, comer y dormir, cuando escuché que alguien me decía: “vos te quedás en la cabaña del río”. Me desarmó todo el proyecto, y agregó: “aprovechá a ordenar el cuartito de los recuerdos”. La que llaman “cabaña” es un rancho que levantó el abuelo hace mil años. El “cuartito” es un galpón para guardar porquerías viejas. 
Esto pasó hace más de una semana, quedan pocos días, no tengo alternativa. Allá voy… lo primero que veo es un cuaderno rosa, adornado con flores descoloridas. Es el diario íntimo de mi abuela. Dice: “querido diario, hoy conocí a mi príncipe azul…” ¡Puaj!, lo guardo en el último estante. 
Pilas de revistas El Gráfico con hojas amarillentas. Seguro eran del abuelo que se las dejó a mi papá. Ocupan todo el estante de arriba. Encuentro un libro de poesías de Gustavo Adolfo Bécquer ─no sé quién es─, tiene una dedicatoria: “Para mi amada con amor de Joaquín para Elvira” ─mis papás─, esta pavada va a otro rincón. 
Me llama la atención una caja blanca rodeada de cintas, tiene un vestido de novia. Supongo que era de la abuela o de una tía vieja. Hay muñecas Barby en un cajón enorme, que serían de mi hermana mayor. Las telas de arañas abundan junto a pelotas de todos los tamaños. Sillas de mimbre grandes y chicas, lámparas, cuadros, máquinas de coser y tejer que voy acomodando como puedo. ¡Yo tiraría todo y armaría una sala de juegos con pantallas gigantes en las cuatro paredes! ¡No entiendo para qué guardan tantas cosas inservibles! 
Mañana regresan, sólo falta bañarme, ¡mi mamá tiene un olfato bárbaro! Podré volver a mi play con mis compañeros, en el departamento del centro. ¡Ojalá se acuerden de traerme un buen regalo! 
Me levanto temprano, lo primero que recibo es un mensaje: “¡Estamos geniales, nos quedamos una semana más!, emoji… emoji… emo…” 
¡Desperté tirado en el suelo, creo que me desmayé! ¡Adiós a toda mi planificación! ¡Me bañé para nada! ¡Esto es inhumano! ¡Ni play, ni amigos, ni regalos, ni nada por lo que valga la pena vivir!


   Josefina

Rosita era una pequeña muy curiosa. 
Por sus cachetes rosados salía la vehemencia por descubrir, por investigar. 
Rosita, no era su verdadero nombre. La llamaban así por la característica en su cara. 
Vivía en un barrio de inmigrantes. 
Las viviendas tenían terrenos extensos. Con animales domésticos, huertas y... no faltaba el colorido y perfumado jardín. 
En primavera se levantaba muy temprano. Antes de ir al cole corría hacia el fondo de su casa. 
Allí estaba todo lo que a ella le gustaba: cortar el trébol y dárselo a comer a los conejos; husmear a mamá coneja con sus nuevas crías; revolear el trigo por los aires para las gallinas y sus pollitos; regar alguna planta; frotar sus manos en las aromáticas y correr a ponerse el guardapolvos para no llegar tarde. 
Pero, había algo más inquietante que la distraía antes de irse para sus obligaciones escolares. 
Detrás del cerco de alambre, cuatro chapas techadas con una ventana y una puerta eran la mirada de ese misterioso hombre. 
Alto, flaco de mirada ausente con unos ojos de un azul profundo. 
Ella había escuchado cuchichear en el vecindario que lo llamaban "El Rompecostillas". 
En su cabecita se atropellaban las preguntas: “¿Tendrá el patio lleno de huesos?, ¿a quién se los habrá roto?” 
Era pacífico. Cuando lo espiaba entre las plantas, sentado en una vieja silla leía un libro gordo y voluminoso. También rezaba. Una a una pasaba las cuentas de un rosario. 
Otra cosa la sorprendía: las plantas de zapallos frondosas, con grandes calabazas. No veía que las regara. “¿Cómo habrán crecido? ¡¿Gracias a sus plegarias?!” 
Pasaron los días. La escena siempre la misma. Rosita no pudo descubrir el misterio del personaje del fondo. Nadie le contaba nada. Ella tampoco preguntaba. 
Una noche, durante la cena escuchó que se tenían que ir de la ciudad a la Capital. 
Por razones de trabajo de papá, dijo su mamá. “¡Un departamento! ¡Qué tristeza!” 
Pasaron los años. Algunos recuerdos se borraron, pero la imagen de ese hombre sin identidad, sin familia quedó grabada en Rosita. 
Un día surgió un viaje inesperado al lugar de su infancia. ¡Era la oportunidad! Develar algunas dudas. 
Ella pidió permiso y entró a su añorado patio. Corrió en busca del fondo. Todo era distinto. El lugar se había convertido en un country. Las huertas, los animales... ya no estaban. 
Perros de raza, canteros de cemento con azaleas, piletas de natación y un tapizado de verde césped. 
Una imagen inolvidable rayó su ángulo ocular, y pensó: "aunque no conocí tu identidad, aunque perturbaste mis sueños, aunque fuiste un misterio y te fuiste sin familia, y te depositaron entre los muertos... sin epitafio".


⇣   Matías 

Dudé en venir a la fiesta de Richie. Soy un poco tímido para relacionarme, principalmente con las mujeres. No son mi fuerte. Pero es viernes, hace mucho que no salgo y, además, él siempre fue muy copado conmigo. Me ayuda con álgebra y otras materias. Soy un tronco con los números. 
No sabía que vive en este barrio, no vine nunca por acá. Está un poco alejado, menos mal que papá me prestó el auto. 
A decir verdad, no sé mucho de él. Nos conocimos en la Uni. Estudiamos informática, es extrovertido, le gustan las fiestas, se chamuya a la profe de sistemas. 
Se ve todo tan tranquilo por fuera, no se escucha ni un ruido, ¿habrán llegado los primeros invitados? 
Al bajar del auto, la noche se siente como aquellas que anuncian la llegada de los climas más cálidos. 
El sonido del timbre de la casa es sublime a mis oídos, es como una melodía clásica. 
Richie abre la puerta. Me recibe entre risas y abrazos. Me agradece por venir. De hecho, me dice que no pensaba que fuese a hacerlo. Y tiene razón. 
¡Qué hermosa es su casa! ¡Tiene hasta un piano! ¡Qué maravillosa decoración, qué lujo! 
Estoy sorprendido. Escucho música, pero no veo a nadie. Le pregunto dónde están todos, y señala hacia el fondo. Es el quincho. De adentro, las luces de colores dibujan extrañas sombras. 
Con cada paso, mi corazón se acelera. Siento un calor que recorre mi cuerpo, que destella como el mar contra las rocas y se desnuda en mis mejillas, ruborizándome. Siento vergüenza al estar con desconocidos. Mi frente evapora las ideas y percibo algunas gotas de sudor. 
Entramos. Las penumbras disimulan mi condición. Sonrío y miro alrededor, buscando alguna mirada cómplice. No conozco a nadie. En el medio hay una mesa larga, me dirijo hacia ella. Está repleta de bebidas. Algunos platos tienen pizza; otros, frituras de las que, generalmente, evito comer. Hoy voy a hacer la excepción. Tengo hambre. Agarro una porción de pizza, está calentita. Le doy un mordisco tal que el queso y la salsa se deslizan hacia un costado, y cae un poco sobre la lona de mi zapatilla blanca. Me río, contagiando a algunos invitados que están sentados en sillas cercanas. Tomo una servilleta y limpio el enchastre, aunque permanece el lamparón. Aprovecho el clímax de confianza y me acerco a quienes rieron conmigo. Todos visten muy bien y huelen delicioso. Qué nivel el de Richie, parece gente del “jet set”. Mujeres de portada de revista y hombres hermosos. Soy como un sapo de otro pozo. 
Mientras bebo, indago con curiosidad acerca de sus vidas. En ese grupo, hay un contador, una empresaria, un despachante de aduana y una artista plástica. 
—¿Cómo conocieron a Richie? —les pregunto. 
—¡En una fiesta! —respondieron casi al unísono. Me cuentan que Richie es como un relacionista público, su carisma compra a todo el mundo. Me resulta extraño que no haya nadie de la Uni. 
Con cierto brío, Richie se acerca, como exaltado. Nos pregunta si todo está bien, si estamos disfrutando. Me abraza y siento en mi oído cómo su chicle chasquea dentro de su boca. Tiene una manera de masticar… mueve la mandíbula, a lo canchero. El contador le dice que se ponga los lentes. Me resulta una completa estupidez, ya que no estamos a la luz del sol. 
Echo un vistazo alrededor, hacia otros invitados. Mejor voy a refugiarme en lo seguro y quedarme con esta gente que estoy hablando. Después del cuarto vaso de cerveza ya no sé cómo voy a hacer para volver a mi casa. No estoy acostumbrado. ¿Y si me hacen alcoholemia y me secuestran el auto? ¡Papá me mata! Mejor voy a comer, así compenso el nivel de alcohol que hay en mi sangre. 
Las amistades de Richie se ven efusivas y alegres. Son raros. Tienen tics nerviosos. La artista se toca la nariz constantemente. A la empresaria, parece que se le salen los ojos y habla a los gritos. El de la aduana no se queda atrás, salta con la música. 
Richie toma un micrófono y comienza a dar unas palabras de agradecimiento. Los invitados vitorean su nombre. Le hago un fondo blanco al vaso de cerveza. Creo que ya me voy. 
¡Amigos y amigas! ¡Es momento de dar inicio al espectáculo de esta noche! ¡Demos la bienvenida a Los Desfachatados
¿Espectáculo? La música se eleva. Suena Village People. Ingresan al quincho unos personajes que parecen salidos de un circo sádico. Enanos con látigos; mujeres disfrazadas con corsé, tan ajustados que parecen avispas y llevan medias de red (eso me excita); hombres con el torso desnudo, con los abdominales marcados y pantalones de cuero; malabaristas en monociclo, haciendo su acto con grandes penes de goma. Todo se vuelve un éxtasis, mientras los miembros de la obra interactúan con los invitados. Los enanos juegan, dando leves azotes a las piernas y nalgas. Todo es risas. Las mujeres avispa, coquetean con los hombres. Una de ellas se acerca a mí, me toma por sorpresa y pone su mano en mi entrepierna, mientras me pasa la lengua por la oreja. Me provoca una erección muy fuerte. Tengo deseo de partirla en dos, como ese corsé que lleva puesto. Me sorprendo de mí mismo y de mis pensamientos. Debo estar ebrio, me siento algo mareado pero el show esta bueno. Prefiero quedarme. 
Los hombres con el torso desnudo bailan, ostentando sus abdominales con las invitadas, y lo hacen de una forma tal, que los roces sacan chispas. 
Los malabaristas son más osados. Van pasando sus penes de goma por la boca de las mujeres y por las nalgas de los hombres. A mí no me gusta, pero como todo es parte de un show, me dejo llevar y sonrío. 
Todos parecen salidos del manicomio. Richie está en cuero, con lentes, mascando chicle, transpirado y con un trago en la mano. Lo rodean mujeres hermosas. Algunos invitados permanecen interactuando con Los Desfachatados; cada vez, con más lujuria. Voy a tirarle onda a la artista plástica. Me gusta el arte, y creo que caería bien en casa si llegara a ser mi novia. Se mueve sin parar, es como una medusa. Masca chicle, fuma, bebe, baila. ¡Qué linda es! Bebo un largo trago de cerveza. 
—¡Qué buena se puso la fiesta! —busco su atención. 
—¡¡Si!!, así son las fiestas de Richie —me dice sonriendo. Pero vos estas muy tranquilo, tengo algo que te puede hacer entrar en sintonía. Me lleva a un costado, ¿me dará un beso? 
—¿Dulce o truco? —me pregunta. Si le digo dulce, ¿me dará el beso? Y si le digo truco, ¿con qué se saldrá? 
Me quedo mirándola y ella repite, espera mi respuesta. 
—Dale, nene, ¿dulce o truco? 
Opto por la primera opción, así me aseguro el beso. No voy a negarme, aunque tenga ese sabor asqueroso a cigarro. Pero mi sorpresa es aún mayor cuando saca de su tan delicada cartera, una latita, chiquita y rectangular. 
—¿Tomás? —me pregunta, mientras me pasa su vaso. 
—Sí, gracias. 
¡Estoy tomando un montón esta noche! Mientras doy un sorbo, la escucho dar una profunda inhalación. Se toca ligeramente la nariz. 
—¡Ahora te toca a vos! —agarra mi vaso y me da la latita. Observo el interior. 
—¿Qué es esto? —pregunto. 
Se ríe a carcajadas. Le sigo la corriente, aunque sin entender. 
—¿De verdad, no sabes qué es? —pregunta, con sorpresa e indignación. 
—No... —respondo, con denodada inocencia. 
—Es cocaína, pero de la buena. Pura. Richie no anda con giladas. Entonces, ¿De dónde lo conoces? 
—Lo conozco de la Uni, estudiamos juntos — estoy desconcertado, es evidente que él no es un mero estudiante. 
Ella se ríe. 
—Richie es un genio. Probá. Siempre hay una primera vez en la vida para todo. 
Dudo. Es cierto lo que ella dice, pero tengo tantos tabúes que me están taladrando: que las drogas son malas, que son adictivas, que te matan. ¿Y si lo hago una vez y ya está? Sólo por esta noche. Después de todo, hay que vivir las experiencias. 
—¿Cómo se hace? —le paso la latita, para que me muestre. 
—Así, mirá —inhala nuevamente. Se limpia la nariz y me pasa la cajita. Introduzco el tubito en mi nariz e inhalo, tan fuerte como ella hizo. De pronto, mi garganta se cierra y siento una hiel que la recorre. Me sugiere que beba un sorbo de su vaso, “para bajarla”. Siento los dientes sensibles. Mi mandíbula comienza a temblar, y no es por causa del frío. Sin saber cómo, me siento efusivo y alterado. Quiero hablar con todos, joder a los enanos, tener sexo con la mujer avispa. Siento ganas de hacer cosas que, hasta el momento, no se me habían ocurrido. ¿Habrán estado dormidas todo este tiempo? Parece que no es tan malo esto, después de todo. Ahora, siento la fiesta a flor de piel. Todo es perfecto. Esta es una noche soñada. 
De repente, se abre la puerta del quincho. Escucho gritos y disparos. ¡Todo el mundo al suelo! ¡Policía! ¡Bang, bang! ¡Nadie se mueva! 
La música suena. En mi posición fetal, comienzo a dar arcadas. Vomito. 
—¡Señor Ricardo Bonifatti! ¡Levántese con las manos detrás de la cabeza! —increpa un oficial. 
Richie se levanta, boquiabierto, con los lentes torcidos. 
—¡Su domicilio tiene orden de allanamiento! Usted se encuentra imputado por hechos que lo relacionan con lavado de dinero y narcotráfico, y liderar la banda de Los Desfachatados. Queda detenido, junto con todos los aquí presentes.
¡¿Quééé?! ¡¿Van a llevarme?! ¿Y voy a quedar detenido? ¿Y el auto de papá? ¿Y mi carrera? ¿Y mi vida? Y ahora, ¿qué hago? 
¡Mierda!, nunca debí haber venido.


⇣ Alicia M.

La familia Fracaselli arribó en pleno al lujoso hotel. Un golpe de suerte hizo que mamá Fracaselli ganara una estadía de fin de semana para cuatro personas en el Gran Hotel Luxor. Papá Fracaselli, muy pragmático, propuso recibir el dinero, ya que la familia estaba compuesta por cinco miembros. Antes de que su esposa dijera algo, afirmó que por nada del mundo dejaría a su anciana y frágil madre sola en casa. Su media naranja se tragó su opinión acerca de lo anciana y frágil que podía ser su suegra y aceptó que pagaran una estadía más para la susodicha. 
La llegada fue memorable; los atónitos empleados jamás los olvidarán. Los retoños Fracaselli, Marisa de siete años y Robertito de diez, entraron como una tromba e hicieron sobresaltar a los huéspedes. Los adultos, cargados de valijas, saludaron dando grandes voces muy alegres. Tuvieron que dividirse en tres grupos para subir por el ascensor. Mamá, Marisa y tres valijas, por un lado; papá, Robertito, dos valijas y un bolso, por el otro. Ultima, la abuela Fracaselli, sin valijas, pero apenas entraba en el ascensor. 
Todos, de muy buen apetito, invadían el comedor; los mozos apenas daban abasto con sus pedidos. Tuvieron que conseguir una silla especial después de que la abuela inutilizara dos al sentarse. Cuando llegaban a la piscina, los demás huéspedes se retiraban, algunos discretamente, otros huían francamente despavoridos; ya que la abuela enseñaba a los nietos a tirarse al agua haciendo bomba. 
A las excursiones del hotel fueron una sola vez. Los niños se perdieron y hubo que buscarlos con la policía. Desde el conserje hasta el botones ponían los ojos en blanco, extenuados, cada vez que los veían pasar pidiendo servicio a los gritos. 
Llegó el fin de la estadía para alivio de los sufridos empleados. La familia depositó el equipaje en el vestíbulo, sospechosamente más abultado que cuando llegaron. Mientras dejaban la llave y firmaban el retiro se oyó cómo una valija se abría de golpe. El piso quedó alfombrado por dos batas y un par de chinelas y cinco toallas y tres fundas y un juego completo de sábanas. Todo con el logo del hotel. 






sábado, 12 de septiembre de 2020

Vigésima consigna en cuarentena

Hermigos 

Después de unas cuantas llamadas telefónicas y mensajes de texto, nos pusimos de acuerdo. Yo viajaría a Bahía Blanca. Pasaría por la casa de Mariela, donde también estaría Carlos, y desde allí tomaríamos el tren hasta Sierra, como cuando éramos adolescentes. Esa semana sería una vuelta a esos años en los que pasábamos largas temporadas en casa de Javier, nuestro compañero de secundaria, prácticamente nuestro hermano. Repetiríamos las mismas rutinas: levantarnos al clarear, tomar nuestras bicis y mochilas, pedalear por donde nos viniera en ganas y parar en cualquier lugar que nos gustara. Pero esta vez sin Javier, ya que había partido temprano de este mundo por una cruel enfermedad. Pararíamos en casa de sus padres, quienes aún viven en Sierra de la Ventana; a pesar de ser bastante mayores, continúan enamorados de esos idílicos paisajes. 
Así lo hicimos. Margarita y Felipe estaban felices de tenernos unos días con ellos, como en los viejos tiempos. Desayunábamos delicias típicas de la comarca, salíamos a pasear hasta la tarde. Luego nos quedábamos y cenábamos juntos. 
Uno de esos días, se nos ocurrió escalar el Tres Picos. Tal vez no hasta la cima, sino visitar una cueva escondida que sólo nosotros frecuentábamos, y que estaba disimulada tras unas rocas. Preparamos nuestras linternas, ropa cómoda y todo lo que necesitábamos, especialmente mucha agua. Llegamos a eso del mediodía, cansados (los años no pasan en vano), pero felices de haberlo logrado. Nos metimos en la oquedad, familiar para nosotros. Encendimos nuestras linternas y nos dispusimos a descansar un rato antes de iniciar el descenso. Comimos algo y charlamos como lo hacen los grandes amigos. 
Asombrados y divertidos, vimos que aún persistían nuestros nombres pintados en la pared pétrea, con las distintas fechas en que habíamos estado allí. Acomodamos un poco las piedras para ubicar nuestras pertenencias, y cuán grande fue nuestra sorpresa cuando encontramos, debajo de una de las rocas, un borde metálico que se asomaba. Nos miramos y al mismo tiempo nos pusimos a escarbar. A medida que lo hacíamos, reconocimos una caja propiedad de nuestro amigo. Seguramente él la había puesto allí. Estaba bastante oxidada. Cuando por fin la tuvimos en nuestras manos, con un poco de fuerza pudimos abrirla. Emocionados revisamos su contenido. Fotos con rostros jóvenes y risueños, papeles de golosinas compartidas, flores secas de la campiña, piedritas, entradas de algún recital y muchas cosas más, junto con una carta, escrita con puño y letra de Javier: “Queridos ‘hermigos’, porque esto son para mí; mitad hermanos, mitad amigos. No sé cuánto tiempo me queda, pero, desde nuestro escondite preferido, quiero agradecerles los buenos momentos compartidos juntos, especialmente en este lugar. Sé que algún día volverán, y tal vez encuentren esta caja. Ojalá que así sea. Y cuando estén mirando todos estos recuerdos, yo estaré con ustedes, lo siento así. Amigos verdaderos son para siempre. Los quiero. Javier”. 
Nos quedamos un rato en silencio. El sol empezaba a declinar. 
Con lágrimas de emoción, emprendimos el regreso. (Liliana)


Escándalo 

Selena Anchorena era una famosa actriz internacional, joven, esbelta, muy bella y excelente intérprete. Esa noche, se preparaba para el debut en el Teatro Municipal de una importante ciudad costera. La temporada estival se proyectaba muy exitosa después de tres veranos de limitación turística originada por la pandemia de 2020. Dos funciones diarias programadas de enero a marzo y entradas agotadas varios días atrás, demostraban que el público estaba feliz de poder verla. Absolutamente todo estaba chequeado, ensayado, pensado; nada podía salir mal. 
Eran las 19:30. La peluquera y el maquillador se habían retirado hacia el teatro. En la casa de alquiler sólo quedaban Selena y Marisa, una mujer muy alta de 65 años que era su asistente personal, su secretaria, amiga y presidente del club de fans. Casi una segunda madre. Al momento de salir, ya preparada, la actriz se dirigió al baño. Su altísimo taco aguja se introdujo en la rejilla y cayó sobre el lavatorio húmedo, rompiéndolo, y de allí al piso. En un instante, el fémur se partió en dos y el vestido lila se tiñó de rojo sangre por un corte muy profundo en el antebrazo. 
No faltaba mucho tiempo para comenzar la función y había varias decisiones para tomar. Llamados telefónicos, timbrazos y nervios invadieron la casa. 
A las 20:05, mientras salía la ambulancia, volvían la peluquera, un apuntador del teatro y el maquillador. 
21:10, Selena ingresó a quirófano. En ese mismo momento, otra Selena que conocía el guion como nadie, salió a escena; y seguiría haciéndolo por un mes. Tenía el mismo profesionalismo que la original. Llevaba un vestido turquesa, dos talles más grande que el lila, y unos hermosos zapatos de tacón bajo. El paso lento y los ademanes sobreactuados, culpa de los nervios del debut, fueron superados día tras día con la misma tenacidad y todo el amor que la acompañaban durante años. (Fabiana)


Valle del Omamori 

Esa noche, luego de salir de la tumba, el esqueleto recorre el pueblo. Está preocupado. El frío cala sus huesos y ante cada paso CROC, CRUSH, rechinan sin piedad. 
Aprovecha la oscuridad para visitar calles y buscar una solución. 
De pronto, al cruzar un descampado, un gran cartel con luces que titilan llaman su atención: “CIRCO CHIPATÁN” 
Se acerca. Ve ropa tendida en una soga. 
—Nadie por aquí, nadie por allá… ¡Qué bueno! — piensa el flaco. —Voy a buscar alguna prenda para vestirme. 
Saca al tanteo lo que puede: soquetes, bombachas. 
—Ni una remera, ni un calzoncillo —dice. Pero, “A falta de pan buenas son las tortas”, sonríe al recordar los refranes de su abuela. 
En sus huesudos brazos cuelgan las ropas hurtadas cuando, de repente, un ruido lo hace salir como un disparo. 
—¡¡Un ladrón, un ladrón!! —grita un personaje desde uno de los carromatos. 
Es el mago que va a buscar la galera olvidada en una silla. Alcanza a sostener una pierna del flaco y se queda con los huesos de una extremidad entre sus manos. 
El esqueleto corre rengueando y deja a su paso la ropa desperdigada. 
Ante el alboroto, salen de sus habitaciones: el trapecista brincando en un pie, el payaso dando vueltas carnero, y otros tantos que no dan importancia al hecho y ríen pensando que es una broma más del mago, quien suele hacer este tipo de trucos la noche anterior al estreno. 
A la mañana, con entusiasmo y nerviosismo, todos los integrantes del circo preparan su vestuario para la gala de ese día. Noche especial. Invitados del pueblo. Gran estreno. 
Cuando van a vestirse, muchos de ellos no encuentran el accesorio imprescindible para su actuación. 
—Mis soquetes rayados de colores no están. Los dejé tendidos anoche. 
—A mi me falta la bombacha fluor para la presentación. 
Echándose culpas mutuamente y rezongando, se arreglan como pueden: el payaso con medias agujereadas, la bailarina con bombacha sin brillo y los enanos enojados porque todos sus calcetines estaban en la soga y tienen que ponerse los zapatos sin medias. 
—Y ahora, señoras, señores y niños, con ustedes: ¡Frapuchín!, el mago más famoso de aquí, de allá y de todas partes. 
Frapuchín hace mil reverencias y toca con su varita la galera de donde salen coloridos globos con letras que dicen BIENVENIDOS. 
Ante su asombro y el de los concurrentes, en lugar de lo esperado, empiezan a volar por el aire soquetes y bombachas que la gente atrapa con entusiasmo. 
—¡Mi soquete! 
—¡Mi bombacha! 
—Falta uno… No lo toquen… Devuelvan esa media…. 
Gran lío, risas, revuelo y confusión. 
El mago no puede explicar quién colocó allí todas esas prendas. 
Al otro día, el gerente los reúne y dice: —Basta de enojos y caras largas. Todo el mundo a buscar los soquetes y bombachas que quedaron en sillas y en cada rincón de la carpa. “A ordenar y cada cosa a su lugar”. 
Y esta es la historia que se cuenta hasta el día de hoy en el lejano Valle de Omamori. (Alicia G.)


Su lugar 

El galpón de casa era su lugar preferido. Papá lo amaba. Cuando nos mudamos a esa casa, lo limpió, lo pintó, le hizo un piso nuevo y lo sanitizó (como se dice ahora), porque antes había albergado a las palomas de la Colombófila Puntaltense. 
Una vez que el recinto quedó a su gusto, hizo estanterías y un mostrador para acomodar ahí todo lo que, según él, había que guardar. 
En los estantes ordenó mis cuadernos de primaria forrados con papel cocodrilo. ¡Todos! ¡Siete años de cuadernos! Las revistas Billiken y Anteojito se podían encontrar según el año de edición. Las valijas que habían traído de España, ocupaban el estante superior -no se usaban más- y los cuadernos de recetas de cocina de mamá se lucían en un lugar especial. En el esquinero, los tarros cuadrados con un vidrio redondo en uno de sus frentes, que alguna vez habían contenido galletitas. 
En una caja: una pinza, un destornillador, un martillo, una llave inglesa. El serrucho estaba colgado en la pared junto con la tijera de podar. 
Los estantes inferiores guardaban la mercadería que se compraba: alimentos, cosas de limpieza, bebidas. 
En el mostrador, frascos de distintos tamaños cobijaban tuercas, tornillos, clavos, cueritos para cambiar en las canillas. No sé para qué los guardaba si él no sabía usarlos. Ordenado, sí. Exageradamente ordenado, pero habilidoso para arreglar cosas, no. Miento, algo hacía muy bien: cestos con mimbre. Los tejía mejor que Penélope, con paciencia, prolijidad. Las verduras, agradecidas, iban a parar a ellos. 
Me gustaba el silencio del galpón a la hora de la siesta. Tocar los cuadernos, tapar y destapar las latas, imaginar historias sobre lo que había venido en esas valijas… 
Ese día no fui cuidadosa. Cerré los ojos para soñar con un viaje llevando las maletas, abrí los brazos como para volar, me hice la bailarina clásica. Mi pie izquierdo se dobló, mi cuerpo sorprendido no supo reaccionar. Mis manos intentaron salvarme y se tomaron del mostrador que, con sarcasmo, las rechazó tirando sobre ellas los frascos. Vidrios, tuercas, tornillos, cueritos, clavos se desparramaron por el suelo y despertaron a los que dormían la siesta mientras yo, en pose de Buda, lloraba porque un pedacito de vidrio me había roto las medias rayadas que me habían traído los Reyes. (Adela)


Holograma 

Es el primer domingo en semanas que puedo dormir tranquilo y me despierta todo este quilombo, ¿es feriado o se celebra algo? 
Se me parte la cabeza. Siento la boca seca, pastosa. Voy a buscar un vaso de agua, pero abro la heladera y encuentro un poco de 7up fresca. Creo que me viene mejor. 
Las burbujitas me hacen lloriquear y humedecen las lagañas. Respiro desconcertado. Fue una noche realmente divertida. De tanto reír, me duele la panza. Eructo. 
Permanezco sorprendido por los sonidos que percibo: sirenas, helicópteros, personas, flashes, vehículos. 
¿Qué está pasando? Me rasco la espalda. 
A medida que levanto la persiana, parece como si ingresara en una película. El telón se corre, y no necesito lentes “4K HD” ni “home theater”. 
Podría definirlo como ciencia ficción, comedia, drama. ¿Esto es el apocalipsis?, ¿el fin del mundo? Corro a buscar mi Nikon, este momento es único. Me pongo la misma ropa que usé anoche, aunque opto por cambiarme la remera porque tiene mucho olor. 
Luego de nueve pisos de ansiedad, me sumerjo de lleno en la escena. 
Hay olor a goma quemada. La gente se agolpa, el murmullo es incesante. Un cordón amarillo y negro cerca la escena, pero no diviso un crimen. Hombres vestidos de blanco miran de lejos el objeto. En el cielo, van y vienen tres helicópteros. Las luces de la ambulancia, la policía y los bomberos parpadean; me hacen sentir como en la alfombra roja. Comienzo a disparar, buscando las mejores tomas. 
Poco a poco, voy cobrando cordura y me vuelvo consciente de lo que sucede. Un objeto ovalado y de color gris esta incrustado en el lateral de un edificio vecino. Hay escombros, y puedo enterarme que también hay algunos heridos. ¿Qué habrá ahí adentro? Me vuelvo reflexivo en ese curioso e inquieto misterio. 
Escucho a los periodistas; algunos vaticinan el fin de los tiempos. ¿Tan pronto? 
Otros hablan de un atentado. Aunque esto me da gracia. Un atentado en Mar del Plata, no está nada mal. Después de todo, somos la perla del Atlántico. Mi ego se inflama un poco. Hasta que recuerdo que aún me queda mucho por hacer y por disfrutar. 
El ambiente se vuelve tenso y desesperanzador. Miro los rostros de las personas asustadas, y busco refugio en plegarias y oraciones. Es momento de arrepentirse. El tiempo ha llegado. 
¿Justo hoy me tengo que obligar a hacerlo?, ¡estoy con una resaca terrible!, ¿de qué tengo que arrepentirme? 
De pronto, siento una energía intensa asomarse por la esquina, caliente como el fuego. Todos giran sus cuerpos estupefactos. Es algo que no tiene una forma definida. 
¡Atrás, atrás!, ¡no se acerquen! La histeria policial se hace presente. Los helicópteros como libélulas, mantienen su posición en alerta. Los periodistas están dispuestos a morir por obtener la primicia. Sin siquiera poder abrir los ojos, tomo la cámara e, inútilmente, disparo. 
Escucho como si mi cabeza estuviera sumergida dentro de un balde con agua. Todos quedamos inmóviles, encorvados ante el resplandor. 
Nadie sabe nada. Todo sucede como en un sueño. El edificio, las personas, las sensaciones, la nave, los sonidos. Aunque me digan que estoy loco cuando muestre la única foto que tengo de él y crean, tal vez, que le saqué una foto al sol. 
Reconozco que vuelo un poco, pero esto es real… ¿O quizás, no? (Matías)


Las rotas 

Ponerse en forma, hacer amigos (o no), divertirse, compartir experiencias, algún chisme pueblerino, organizar celebraciones. Así, entre clases de Pilates y ejercicios transcurrían los días en el gimnasio de Claudia. Sus habituales concurrentes eran un conjunto heterogéneo de personas en cuanto a género, edad; también dolencias. 
Entre todos se destacaba un grupo de mujeres autodenominado “las rotas”. El mote surgió a raíz de que todas usaban prótesis: de rodilla, cadera o ambas. La menor contabilizaba ocho décadas, la mayor se acercaba a las nueve. Vitales, independientes, divertidas, evolucionadas, con la mente joven a pesar de la edad. Viajeras incansables, con viaje asistido, pero trotamundos sin claudicar. Hasta iban a las fiestas para celebrar la primavera. 
Para despedir a una de ellas que iría a visitar a la hija a otro continente, las demás organizaron la consabida reunión. No era cuestión de desperdiciar la oportunidad. Al viejo estilo, una ofreció su casa, algunas llevaron bebidas; otras, los bocadillos. Todo se desarrollaba con normalidad, hasta que de sorpresa llegaron varias compañeras con las manos vacías. ¡No había comida para todas! Las organizadoras se miraron. Junto con la pregunta: “¡¿Qué hacemos?!”, en un abrir y cerrar de ojos llegó la respuesta: “¡Vamos a la confitería! ¡No dejemos de celebrar!” 
“Las rotas” tenían una solución para cada ocasión. (Alcira)


Confusión 

Se acercaba la fecha de la fiesta de fin de año del trabajo. Carina decidió cambiar su estilo. Fue a la perfumería de Polo, quien en un sector del local había instalado su peluquería. 
Carina le planteó qué tipo de corte y color quería. 
Polo puso manos a la obra. Comenzó por lavarle la cabeza, luego de la elección de la tintura. 
En el mostrador, Matilda, su empleada, atendía a la nutrida clientela. Era un despliegue de perfumes, bijouterie, monederos. Mientras, Carina era desplazada de uno a otro sector para efectuar los distintos pasos. Así, hasta el momento esperado: el secador, que le resultaba sumamente placentero. Abrió su bolso y, en medio del desorden que tenía en él, sacó un libro y se puso a leer. 
Como se hacía tarde, decidió mandar un mensaje a su esposo. 
La perfumería estaba colmada. Matilda no daba abasto, por lo que Polo fue a ayudarla. 
Después de más de una hora, llegó el instante de revelar el resultado. Nuevamente ubicada en el sillón giratorio, el espejo le devolvió su imagen con los cambios que ella había sugerido. Miró la hora en su reloj. Hizo otro llamado a su marido, esta vez para que la pasara a buscar. 
Abonó a Polo su trabajo, más un perfume que compró de pasada, y guardó todo en su cartera. 
Al momento de despedirse, un revuelo se originó por las exclamaciones de Polo: —Un momento, por favor, desapareció mi celular. 
Todos se miraban entre sí. Buscaron entre los objetos diseminados en el mostrador, debajo de las estanterías y de los sillones, sin resultados. 
Matilda tomó su teléfono, marcó un número. Dentro del bolso de Carina, un timbre comenzó a sonar. Todas las miradas se dirigieron hacia ella. Titubeando, buscó y sacó dos móviles iguales; uno era suyo y el otro, de Polo. 
A pesar que pidió las disculpas del caso, sus mejillas estaban teñidas de rojo y no podía atenuar los latidos de su corazón. 
Reconoció que era muy despistada, a la vez que se juró que no volvería a este lugar por largo tiempo. ¡Qué papelón! (Susana)


Señales 

No le pareció mal que le diga: "no me gusta esa pollera roja, es demasiado corta, provocativa" 
"La comida está fría, no tiene gusto" …un golpe al plato y volaba todo por el aire. 
Todo, todo... le pareció normal. 
Hasta su risa cuando se dirigía hacia la puerta que abría y cerraba de un golpe. 
Tomaba la calle y... hasta el día siguiente, no daba señal. Ya estaba acostumbrada. 
Cuando llegaba, el idilio comenzaba. Ambos se sumergían en una nueva luna de miel. 
Eso para ella no era violencia. Lo conversaba en sus sesiones de terapia: —No. No me voy a separar. El me ama. Son juegos que nos ayudan a continuar nuestra relación. 
La psicóloga la guiaba en su discurso, por un camino para que resolviera esa situación enferma. 
Temía por su salud psíquica y más por su integridad física. 
Pero esa noche fue diferente. Debido a la tormenta, se cortó la luz en la ciudad. 
La calle oscura, el calor húmedo… las ventanas de los dormitorios se abrieron. 
La lluvia había cesado. Algunos vecinos salieron a tomar el aire fresco que dejó el agua caída. 
Buscaban asombrados y atentos: "¿De dónde sale ese ruido?" 
A la mañana, en el desayuno, él, malhumorado e irónico le dijo: —Sos una persona que ronca y despierta a los demás. ¡No se soporta! ¿No te diste cuenta lo que causaste anoche? 
Ese comentario le cayó como un rayo. Rompió su estructura. Reaccionó. 
Esta vez, ella dio el portazo. 
Salió por las calles para ser libre. (Josefina)


Impulso 

Paula llegaba tarde a la clase de pilates. Braulio renegaba con el burro del Peugeot 504, auto que nunca quiso cambiar. 
La crisis de los cuarenta había hecho mella en un matrimonio que, por razones de fertilidad, no tuvo hijos. De alguna manera, lo tomaban como una bendición cuando veían a las demás parejas con sus lastres inacabables de un lado a otro. 
Él había retomado su pasión por los fierros, por la mecánica antigua, esa que su padre le enseñó. También se juntaba con amigos de la secundaria y rememoraban viejas anécdotas que solo a ellos hacían reír. 
Ella estaba decidida a recuperar la figura estilizada que alguna vez tuvo, y terminar el profesorado de inglés. No le interesaba juntarse con sus amigas del pasado; todas tenían hijos y males de amores que contar. 
El burro y Braulio se batían a duelo mientras que Paula, de brazos cruzados y evidente fastidio, controlaba el reloj cada 10 segundos. “¿Me vas a llevar, o no?” “Andate en colectivo y no molestes”. 
Furiosa, dio un solemne portazo y corrió en dirección a la garita, que estaba a veinte metros. Para su fortuna, al minuto y medio el colectivo dobló la esquina. En un momento dudó. El chofer no era de los habituales en esa línea, pero era la azul y el cartel decía bien claro quinientos tres. Con el envión del disgusto subió sin prestar atención hasta que levantó la mirada… 
Cabellera ondulada castaño claro, arete poco discreto en la oreja derecha, brazos flácidos, camisa celeste abierta, un tipo de más de treinta con pecho de púber. Se miraron fijo unos segundos, no había más personas. 
—Esperá que ordeno el cambio y te cobro —dijo el adonis al volante. Los dos se observaban por el espejo, con adecuada diplomacia, aunque no en son de paz. —Ya te puedo cobrar— agregó luego de encender un cigarrillo. 
Paula se excitó al ver la forma vulgar que el tipo masticaba chicle. Cuando le dio el boleto, un papel blanco por debajo llamó la atención de la pasajera; pero no la sorprendió. No es de mujer de bien hacer esto, pensó. Sin embargo, lo guardo. 
Se bajó sin saludar ni mirar, mostrando deshonra ante la actitud del “Don Juan”. Hizo unas cuadras y sacó el papel: “Sos hermoza, me llamo Diego y este es mi número”. Le causó cierta ternura la falta ortográfica, pero no dejó de excitarla aún más. Pasó toda la tarde pensado qué hacer. 
Esa noche, Braulio se juntaba con los amigos; jugaba Rosario Central por la Libertadores. 
La soledad nocturna le duró poco tiempo. A los diez minutos de estar sola tenía el chat más erótico de su vida. Lo invitó a su casa. Ella sabía que contaba con cinco minutos de gracia, desde que su marido entraba el auto a la cochera hasta que ingresaba a la casa. 
Tuvieron sexo desmedido sobre el sillón. Besos, caricias promiscuas y orgasmos sin protección. Así fue una, dos y treinta y seis veces. 
Se dice que, cuando el impulso supera la razón las cosas no salen bien; y este fue el caso. Tres semanas de retraso, un marido estéril y un amante mujeriego que repartía poluciones a cuanta mujer se cruzaba, era el escenario que una mujer a los cuarenta años jamás hubiese anhelado. 
Pasaron trece meses. Paula cambia el pañal de su hijo Gabriel. Mira la hora preocupada porque Diego llega en diez minutos y detesta no tener el plato en su mesa. Mientras calienta la comida, observa por la ventana el Peugeot 504 y recuerda, con pesar, que en dos días se cumplirá un nuevo mes del suicidio de su amado Braulio. (Martín)


Un Swarovski 

¡El meneaito…! ¡El meneaito…! ¡El meneaito, el meneaito, el meneaito! 
Me despierto sobresaltada y apago la alarma del celular, son las seis. “Juan Carlos me cambió el ring ton”, pienso. Más tarde tendremos una charla. 
Me apresuro a bajarme de la cama y tropiezo con la pata de la silla. Caigo redonda sobre el borde de la cómoda y termino contra el piso, despatarrada. Con la habitación aún a media luz, me levanto muy dolorida. El golpe más fuerte es en la cara. Como puedo, llego a la cocina luego de bajar dieciséis escalones empinados y busco un poco de hielo para colocarme. Miro el reloj y descubro que tengo veinte minutos para salir por esa puerta y llegar a tiempo a mi trabajo. Mientras, preparo el desayuno. Nada rebuscado. Solo café con leche, y dos masitas de agua con mermelada. Ayer comencé una dieta por sugerencia del médico. 
Con una terrible renguera y el hielo en la mejilla, emprendo la difícil tarea de regresar al dormitorio para vestirme. La noche anterior dejé la ropa preparada. Me coloco los cancanes con mucho cuidado de no engancharlos. Corro al ropero, olvidé buscar un corpiño. La pollera, la camisa entallada y el perfume. “Hoy no puedo llegar tarde”, pienso. 
—¡En diez estoy lista! —Le digo a la hermosa mujer que me mira en el espejo del baño. Me recojo el pelo en una cola alta y tirante, así me dura toda la jornada. Busco los tacones negros y no aparecen por ningún lado. Recuerdo haberlos dejado en el lavadero. Bajo nuevamente, cepillándome los dientes. No tengo tiempo que perder. En el camino suena el celular, es la agencia de remises. El coche está en la puerta esperando. 
—¡Noooo! —digo enfurecida, y casi me atraganto con la pasta y el cepillo. Veo los zapatos debajo de la mesa de planchar. Me acerco distraída pisando la ropa lavada sin ordenar. Me pongo en cuclillas y de pronto… la lengua se escapa por un pequeño orificio. 
—¡¡¡No puede ser!!!— grito consternada. 
Escupo en la palma de la mano y allí está: pequeño y brilloso, mi diente de ciento cincuenta mil pesos con el diamante Swarovski incrustado. (Silvia)


Hallazgo 

El viejo teatro se recortaba en las sombras. Se veía desvalido en medio de los deshabitados edificios listos para la demolición. Pronto todo el terreno se convertiría en un complejo de viviendas y en ese preciso lugar se construiría un estacionamiento. Ariel sintió algo de tristeza, como estudiante de arquitectura apreciaba las líneas puras de estilo neoclásico, y como actor aficionado lamentaba la desaparición del antiguo coliseo. 
Se unió al grupo que ya entraba al lugar. Todo había sido idea de Ezequiel, cuyo padre llevaba adelante el emprendimiento inmobiliario. Luego de unos cuantos tragos en el boliche, propuso rematar la noche en el teatro abandonado; después de todo tenía su leyenda y merecía una despedida. Todos, algo achispados, aceptaron. 
Por suerte la electricidad no había sido cortada todavía. Ezequiel manipuló los controles e iluminó el lugar. Subió al escenario mientras que Lorena, Pablo, Milena, Bastián y el propio Ariel se ubicaban en las primeras butacas. 
Mientras corría la cerveza y Pablo armaba un cigarrillo de marihuana, Ezequiel se dispuso a relatar la historia del teatro. 
—Esto tuvo muchos dueños, pero la leyenda arranca con el último. Era un tipo mayor casado con una actriz mucho más joven. La compañía era muy exitosa, pero la mujer se enamoró de uno de los actores. Todos lo sabían menos el marido; como siempre, el último en enterarse. Los enamorados huyeron y nunca se supo de ellos. La última noche habían representado Romeo y Julieta con un gran éxito; fue la última vez que los vieron. Al día siguiente, encontraron al dueño desmayado sobre este mismo escenario, había tenido un ACV. Todos supusieron que los había descubierto y tuvo el ataque a causa del disgusto, y que ellos lo dejaron ahí nomás y se fugaron. El viejo sobrevivió, pero quedó mudo, en silla de ruedas y ya no continuó con el teatro. Lo hizo cerrar y pasó sus últimos años deambulando por acá. Hasta que lo hallaron muerto; muchos dicen que de pena. 
—¡Qué historia triste! —se lamentó Milena— pero eso no explica que haya una leyenda. 
—¡Ah! Pero la cosa no terminó ahí —respondió Ezequiel, misterioso—, desde entonces pasaron cosas extrañas: voces, sombras, ruidos raros. No hubo sereno que se quisiera quedar después de un par de noches. Dicen que es el espíritu del viejo que sigue deambulando. 
—Si está por acá vamos a alegrarlo un poco —dijo Pablo, tomando de la mano a Lorena y subiendo con ella al escenario. Puso música en el celular y empezaron a bailar. En ese momento, las luces se atenuaron como si algo hubiese drenado la energía. Al mismo tiempo se oyó como un lamento que provenía de todos lados. 
Todos se sobresaltaron. Bastián y Milena trataron de descubrir de dónde venía el sonido y Pablo le reprochó a Ezequiel que la broma era de mal gusto. Mientras discutían y el acusado clamaba inocencia, a Ariel le pareció ver una silueta con un extraño vestido en la penumbra. Se acercó al escenario, pero lo que fuera había desaparecido. Quiso advertir a sus compañeros cuando la luz se cortó por completo. 
Pablo y Ezequiel se fueron a las manos y el primero se desplomó estrepitosamente. Las maderas podridas del escenario cedieron ante el golpe y cayó en una especie de pozo. Todos acudieron a ayudarlo usando sus celulares como linternas. Con horror, contemplaron a Pablo despatarrado en medio de dos esqueletos. 
La investigación posterior arrojó que se trataba de los dos actores desaparecidos hacía tantos años. Todavía podían reconocerse las ropas que habían usado para la representación, a pesar de que solo eran harapos. Y no cabían dudas de que habían sido asesinados. 
Ariel nunca contó a sus amigos acerca de lo que había visto, ni que esa silueta llevaba un vestido muy parecido al que había vestido la joven actriz en su última actuación como Julieta. (Alicia M.)

 


sábado, 5 de septiembre de 2020

Decimonovena consigna en cuarentena


Hasta acá llego 

Elpidio se sentía solo. Cuarenta y nueve años de matrimonio lo habían malacostumbrado y cuando la finadita se fue luego de una larga agonía, el buen hombre supo que debía cambiar sus hábitos. 
Conce era la que hacía todo. Lo mimaba, lo sobreprotegía. Él iba a trabajar y cuando volvía, una copa de vino, unas chinelas, un sillón lo esperaban para que descansara. 
A él le gustaba la carpintería y en una esquina del patio había construido una pérgola con una mesa y bancos donde merendaban. En la otra esquina estaba el garaje, con un auto modelo 2000 en muy buen estado. Sabía que las mujeres cuidan hasta los autos. La fierrera en la familia era Conce. Cuando viajaban, y lo hacían seguido, les decía: “Ustedes se ocupan de todo lo que hay que llevar que del GPS y el manubrio me ocupo yo”, y Elpidio le daba un beso y la apoyaba. 
Los hijos habían crecido ("¡tienen esa mala costumbre, los hijos!", pensaba), y se habían ido a buscar el futuro. Los padres los apoyaron. La historia se repetía. 
Los domingos ya parecían domingos, aburridos, mustios. La calle sin ruido. Levantarse más tarde, almorzar más tarde, salir a dar una vuelta, aunque no siempre se podía. El paraguas no era amigo de Elpidio. 
Los primeros meses de la viudez lo entretuvieron las plantas. Conce las amaba y él, en su honor, las siguió cuidando. ¿Cómo era eso de cortar los retoños? ¿Cada cuánto se regaban las de interior? 
Los malvones no necesitaban mucho cuidado igual que las suculentas, pero había algunas que eran tan malcriadas como él, pensaba. 
El jardín era el más hermoso de la cuadra, pasar por él era como estar en la fábrica de perfumes. 
En esa videoconferencia, el hijo lo vio triste. Para algo sirven las videoconferencias; antes, cuando hablabas por teléfono podías disimular. 
Charlaron sobre las últimas noticias, el dólar, las vacaciones (yo vivo de vacaciones, pensó Elpidio), las series. Se despidieron y otra vez esa sensación de “hasta acá llego”. 
Un viento fresquito lo decidió, ¡otra vez adentro!, pero un cling, cling, cling lo detuvo. Algo se movía entre las plantas. Entre las hojas verdes y las flores rojas de los malvones, dos ojos celestes lo miraban. Elpidio ya no estaba solo. (Adela)

Clase virtual 

Juan se levantó contento de la cama, antes que suene el despertador. Se duchó rápido y se vistió como si fuera a ir a algún sitio especial. Es que la ocasión lo ameritaba. Hoy comenzaban sus clases por zoom. 
Cuando llegó al comedor, encendió el calefactor. En la mesa lo esperaban su computadora y el celular. También hojas y lápiz, todo preparado la noche anterior. 
Levantó la persiana, corrió las cortinas. Afuera una brisa movía hojas y flores. Cuarentena e invierno no hacían una buena combinación. Un escalofrío lo hizo temblar. Decidió ponerse un suéter y pantuflas abrigadas. Total, en la cámara sólo se ve la parte superior. 
Se sirvió un café caliente y dulzón. Al abrir la alacena, apurado, se enganchó el dedo pulgar con la manija, un leve rasguño que solucionó con un trocito del rollo de papel de cocina. 
Es que la ansiedad lo dominaba. En su sesión de terapia, la psicóloga le aconsejó tomar clases de canto. Eso favorecería su expresión verbal, afectada por una disfunción que hacía un efecto intermitente en su locución. 
Ya ubicado en su silla, miró el reloj; era hora de comenzar las clases de canto. Marcó los doce números claves para ingresar. 
Se abrió la ventana de la pantalla. Uno a uno iban asomando los participantes. El profesor comenzó dando la bienvenida con una leve música de fondo. 
Juan se tranquilizó. (Susana)


Heridas 

“Espe... espelame que que so... so... lo soy u... u... no”. 
Corría por las montañas cubiertas por una patinosa helada que había dejado al descubierto la nieve caída en días anteriores. 
El muy desdichado, en su locura, buscaba respuestas. 
Sus familiares más cercanos habían muerto en el exterminio de la Segunda Guerra Mundial. 
Lo había constatado en los interminables listados que figuraban en los bandos del Ayuntamiento. 
¡Triste! Sobraban los ceros para hacer una suma por un niño de escasos conocimientos matemáticos. 
El refugio del monte era su hogar. 
Su enajenación lo confundía. 
No distinguía el sonido de las ramas, el aullido de los animales salvajes ni el arroyo que bajaba por la ladera. 
En las noches, todo era un concierto en sus oídos. 
A su alrededor, con el único calor del fuego, pasaba su mano por detrás de la oreja mordida por su conejo, de niño. 
Un hilo fino perceptible para su tacto, le hacía recordar esa bala que apenas rozó su piel. 
Relajado, preso de sus sueños, se sumergía en un plácido descanso. (Josefina)

Calor 

El vapor de mi orina se condensa en la corteza del árbol. Observar eso me produce sosiego. Por alguna razón ajena al razonamiento, algunos disfrutamos expulsar inmundicia. De pronto, siento un ardor insoportable en la uretra, una especie de gota hirviendo que me deja de rodillas. El malestar se intensifica, me empuja de lleno al suelo, caigo como un saco de arena. 
Golpeo la cabeza en el pasto helado y los lentes quedan destrozados. Hay escarcha, tiene el filo suficiente como para lastimar mi frente. La sangre se pega en un pedazo de hielo que por fortuna sella la herida. Escupo pasto y barro. 
El ardor quedó a mitad de camino, estancado. No soporto más el dolor. Mi hermano está lejos, concentrado en lo que puede escuchar de un recital, en el otro lado del bosque. 
No puedo gritar, los nervios y el dolor no dejan que pase de la primera sílaba: “aux”, “soc”, “ayu”. Si me muevo siento pinchazos que torturan. 
Hay algo que está atorado, no tengo nada para poder aliviarme. El teléfono no tiene crédito y la tarjeta para cargar tiene tantos números que no puedo alcanzar a verlos con el brillo de un austero cuarto menguante. 
A unos centímetros distingo un brillo, me arrastro hasta alcanzarlo. Es una botella con una pajita. Tal vez esto pueda ayudarme. 
Con las manos temblando y agua saliendo de mi nariz, achico el diámetro del sorbete teñido con gaseosa; también tiene una hormiga petrificada. Soplo para sacar tierra y alimañas y paso la lengua para esterilizar. Lo dejo del diámetro de la fosa de la uretra. Siento molestia, pero es tolerable. Trato de meter todo lo que puedo. 
Termino de ponerlo, me coloco en posición fetal y acerco mi boca a la punta de la improvisada sonda uretral. Estoy cerca, por apoyar los labios y un chorro de sangre se mete en mis ojos y boca, el olor es asqueroso. Escupo sangre y pus. 
Ahora tengo que absorber y sacar todo lo que tengo ahí. El primer sorbo me quema la lengua, el líquido es tan repugnante como su aroma y la textura parece esperma espeso. El pene se inflamó y quedó del tamaño de una pelota de tenis. 
Cerca hay unos vidrios. Pienso lo peor, eso que todo hombre teme. No tengo muchas opciones, si hago las cosas rápido podría quedar todo como antes. No sería el primer ni el último caso. 
Inicio un corte desde la base del pene, el saco de testículos está lleno de venas y podría morir desangrado. El cuerpo es esponjoso. El vidrio no tiene filo, pero con cada corte siento alivio. Un pedazo de piel rebelde se niega a ser cortada, la estiro hasta despellejarla. Pateo la escarcha, elijo el pedazo más grande y sello la herida. Para evitar una hemorragia, improviso una especie de pañal con la campera. 
No sé qué hacer con el pedazo de pene, temo que se ensucie y mucho menos quiero perderlo. La boca es el lugar más seguro para conservarlo. Corro hacia el auto, mi hermano me pregunta qué pasa. No puedo hablar bien con el pedazo en la boca. Me pregunta de nuevo y exige que hable bien. Tomo aire para gritar y sin querer trago el cacho de carne y queda atorado en mi garganta. 
Estoy ahogado. Él se da cuenta, me toma por la espalda y hace presión en la boca del estómago con tanta suerte que expulso el pedazo unos metros. Ahora, la carne no es más que comida de una veloz comadreja. 
El mundo queda en pausa. ¿Cómo puede ser que un tipo con mi misma sangre sea tan imbécil? Me enfurezco. No tendría que haber presionado tan fuerte mi panza y debería haberme escuchado. Le pego una trompada, dos y una tercera. Con el mismo vidrio que mutilé mis genitales le acierto en la aorta. El aire condensado de su respiración llega a la copa del árbol. 
No me voy a quedar sin pene y sin hermano, al menos usaré algo de este desgraciado, todo fue su culpa. Lo desvisto. El dolor queda en segundo plano. Hago el mismo corte, es de igual tamaño al mío, aunque siempre alardeó de sus dotes. 
Lo tengo. Esta vez, en la mano; la idea de llevarlo en la boca no resultó buena. Subo al auto, estoy somnoliento, pierdo fuerzas, sangre y conciencia. 
Mi hermano se pone de pie y me observa. Desciendo despacio, penetro lento las capas terrestres. Su mirada está cargada de misericordia. No me acusa, eso me consuela. Es mi hermano favorito y mi mejor amigo. (Martín)


Tartaja 

Hermosa ciudad. Quizás todavía conserve esas edificaciones de líneas antiguas como en aquellos días. Muchas plazas y plazoletas que invitaban a conocerla. Estaba de visita y la recorrí con placer. Caminaba por sus avenidas pulcras, bien cuidadas, con cierta añoranza. Ojalá mi ciudad fuera tan elegante y limpia. Mi abrigo me protegía del rigor de julio, que ese año llegó con nevadas. Desde una casa con rejas trabajadas con arabescos simples, pero bonitos, surgían acordes que endulzaban los sentidos. Me detuve a escuchar los ruidos propios del entorno se esfumaron dando lugar a un sonido armonioso, perfecto, embriagante. 
De pronto, algo ocurrió: un golpe me arrojó contra un robusto árbol. Me doy cuenta de que una moto descontrolada dio en mi cuerpo impulsándolo por el aire. Intenté pedir auxilio, no podía. Las palabras se agolpaban en mi garganta, las sílabas rebotaban, apenas llegaban a mis labios. De repente, y más allá del fondo de mi mente, desde muy lejos, escuché el apelativo cruel con el que me llamaban mis compañeros de secundaria: “tartaja”. Un nudo en el estómago me oprimió el abdomen. Mi corazón se aceleró sin control. 
El pantalón manchado de sangre contribuyó al susto que se convirtió en indefensión. 
Una ambulancia me trasladó al centro asistencial. Siempre creí que no deberíamos consultar a los médicos, esa gente se empeña en encontrar enfermedades. 
Así fue. Me dijeron que la presión arterial estaba por las nubes, mientras que los glóbulos rojos y blancos entablaron una feroz contienda por ver quién desordenaba con mayor intensidad sus valores. Jamás me enteré cómo solucionaron el enfrentamiento. En cuanto pude caminar, salí en silencio de ese lugar en el que las dolencias se dan cita. 
Llegué a viejo porque no tengo a mi alrededor especialistas de ningún rubro médico buscando desajustes. 
No volví a la ciudad encantadora pero peligrosa, adónde la música traslada a las personas al hospital ante cualquier descuido. (Alcira)


Primer día 

Mamá me sube al auto con mucha ropa, pañales, juguetes. Me sienta en la sillita y no deja de hablarme. Siempre me sube al auto y paseamos con ella y con papá, pero nunca habla tanto. A mí me gusta pasear, aunque no puedo hacerlo solo. No entiendo bien lo que me dice… que me deja… que no me deja… que la pase bien… amigos… no sé qué son los amigos. 
Ella baja apurada, toma mis cosas y me hace upa. Abre una puerta y nos recibe una chica simpática que me llena de besos y me dice: “Hola, Joaquín, yo soy Paula”. 
Mamá y yo estamos empapados, pero nadie me seca. Esta vez no es porque me hice pis, mis pocos pelos se mojaron y también mi ropa. 
Tengo sueño y es de noche, pero ya dormí… ¿dónde estará el sol? El lugar es muy lindo y muy grande, hay colores, juguetes. A mi lado hay un nene que llora, se parece al del espejo. Me da risa, él mira como me río y también ríe mientras sigue llorando. 
Paula me hace upa y me canta una canción, no es igual a lo que hacen mi mamá ni mi papá, aunque se le parece. Hay un olor raro y lindo que viene del patio, me pone contento y creo que está por venir el sol. Nunca vi venir al sol. Nos sentamos en el piso los tres. Jugamos, mordemos, cantamos y movemos maracas y sonajeros, nos reímos un rato y tengo mucho sueño. Voy a dormirme. La chica dice que ella me cuida hasta que venga mi papá. (Fabiana)


Solo se vive una vez 

Las olas rompían con fuerza sobre la orilla. Stefi, sentada en la arena, las miraba con bronca. Era su vigésimo intento y había fracasado. A sus 39 años tomaba clases de surf, pero su sedentarismo de años le pasaba factura. No obstante, no se daría por vencida. Estaba resuelta a concretar todas aquellas cosas que deseaba hacer y que, por falta de tiempo o por malas elecciones en su vida, no había podido. Eran más de las siete de la tarde y la tormenta se acercaba. Los nubarrones negros avanzaban trayendo la manga de agua desde el océano. La brisa se convirtió en viento suave que acarició su cuerpo con la fragancia de los jazmines del parador. En la lejanía se escuchaba un tintineo constante acompañado de golpes secos de los postigos de madera. Era momento de irse. Se levantó, juntó sus cosas y saludó al instructor con el compromiso de reencontrarse la próxima clase. En unos pocos minutos la playa quedó desolada. Solo un par de adolescentes se atrevían a desafiar a la tormenta. Stefi corrió a cobijarse. 
Tenía media hora de espera hasta que llegara el colectivo. Mientras, miraba con admiración y tristeza a un grupo de chicas que subían a un auto y se alejaban. Nunca tuvo el coraje de aprender. “¡Ya está decidido!”, pensó. Lo incorporará a la lista de objetivos inminentes. En ella había apuntado: aprender a hacer surf (cosa que había arrancado); aprender a tocar la guitarra (aún pendiente, aunque ya se había puesto en contacto con una profe); aprender a preparar crema chantillí (ese era un mal de familia, ni su madre, ni sus tías, ni su abuela lograban el punto justo del batido y se les cortaba). 
A media cuadra, el cole se acercaba. Se apresuró a formar la cola y subió en primer lugar. Eso le dio la oportunidad de elegir asiento. Prefirió ventanilla. El viaje duraría una hora. Una mujer mayor se acomodó a su lado. Intercambiaron algunas palabras. Se enteró de que iba a la casa de su hija embarazada, que tendría su tercer nietito y que estaba estrenando jubilación después de treinta años de trabajo. Además, le comentó que era su momento de disfrutar de la familia, de viajar y conocer. Stefi escuchó atentamente a la señora, le recordaba mucho a su abuela. En confianza, también le confesó que esa noche tendría una cita a ciegas y estaba muy nerviosa. 
Sentada, con la mochila en su falda, Stefi observó con espanto cómo un camión recolector venía directo hacia ellos. El impacto fue descomunal. Sintió cómo daba vueltas dentro del vehículo mientras volcaban. Luego: calma, quietud. Ella intentó moverse, pero era imposible. Uno de los caños de los asientos se había incrustado en su pierna. A lo lejos se escuchaba la sirena de la ambulancia. “Solo debía esperar un poco más y llegaría la ayuda”, pensó. Los gritos y lamentos de los pasajeros eran cada vez más fuertes. Trataba de no llorar ni desesperarse. Muchas veces había visto en episodios de la serie Chicago Fire, que lo más importante en estos casos es mantener la calma. En la espera, su conciencia se apagó. 
Al despertar se encontró en una camilla a punto de subir a la ambulancia. No pudo resistirse y preguntó por su compañera de asiento: “Una mujer mayor, de pelo corto, canoso, que llevaba puesto un vestido verde”. 
Las miradas cruzadas de los paramédicos hicieron que un frío le recorriera el cuerpo. No había sobrevivido. 
Los días posteriores fueron duros. Necesitó cirugía y más tarde rehabilitación. Jamás regresó a la playa. Hoy recuerda con tristeza aquel día. Esa experiencia le había enseñado con creces, que la vida solo se vive una vez. (Silvia)


Como en las películas

Recién salgo del trabajo y estoy en la calle. Faltan unas cuantas cuadras para llegar a casa. Saber que encontraré la comida lista y calentita que prepara mi vieja me reanima. Me duele la mano derecha. Hoy me raspé mientras armaba una bici nueva. No le di importancia, pero ahora me molesta debajo del vendaje demasiado apretado que me colocó Mariana, mi compañera. Al pasar bajo los haces de luz del alumbrado público, veo caer una garúa finita, penetrante. Mi respiración se condensa con la diferencia de temperatura. La ciudad parece desierta. Los comercios ya han cerrado y, a través de los vidrios empañados, se ven unos pocos clientes en el bar de la esquina de la plaza. Alcanza a escucharse una música desde el interior.
Estoy por llegar al Banco Provincia. Ni un alma por los alrededores. No; veo una persona. Un señor bastante mayor afuera del cajero como si esperara a alguien. Tal vez un remis. Cuando estoy cerca me hace señas.
—¡Ey, muchacho! ¡Por favor! No traje los lentes y no alcanzo a ver el CBU para hacer una transferencia urgente. ¿Me podrías ayudar?
—¡C-c-cómo no, señor! S-s-si p-p-puedo…
Entramos al cajero e introduce la tarjeta.
—Dictame. Son veintidós cifras— me alcanza un papelito.
—S-s-s-seis… t-t-t-tres
—Dictame de a dos, mejor —me dice, con expresión un poco impaciente.
—Qui-qui-quin-ce… cua-cua-rent-t-t-ta y d-d-dos.
—¿Qué te parece si lo tecleás vos? Sino se acaba el límite de tiempo que me da esta máquina.
—Bu-bueno —le digo. Con la mano izquierda tomo el papel donde tiene los datos anotados. Con la derecha empiezo a apretar los botones, pero siento dolor y hago un gesto de molestia. El viejito se ríe.
—¡No hacemos uno entre los dos! —dice, divertido.
—¡Me p-p-parece que t-t-tiene ra-razón, don!
Como en las películas, y como por arte de magia, aparece nuestra salvadora. Una piba bonita, simpática, abrigadita y solita ella, que nos mira con cara de interrogación. El viejito le explica el problema y ella se ofrece a ayudarnos. Se nota que no nos vio pinta sospechosa, menos mal.
Cuando termina de hacer la operación, el señor le agradece efusivamente y se aleja contento. Saludo a mi nueva “amiga”, arranco a caminar y ¡oh, casualidad!, vamos para el mismo lado. Me parece que el recorrido hasta mi casa, esta noche, va a ser menos largo.
(Liliana)



Fiesta enlutada

Viaja en auto como tantas veces. Camino poco transitado. La ruta mojada. Casi sin visibilidad ya que dejó de funcionar el limpiaparabrisas. Igual está feliz. Siempre que transita un viaje con Simón, su pareja, ella no repara en otras cosas.
Gran expectativa. Se pregunta si la fiesta a la que concurren será igual o mejor que el año pasado.
Luego de varias horas, el perfume de las aromáticas al costado del sendero, anuncian que faltan pocos kilómetros para llegar.
De pronto, un grito y el auto se va del camino. Al girar la cabeza ve a su esposo caído sobre el volante. Intenta reanimarlo, pero descubre con horror que está sin vida.
—¿Cómo pido ayuda? —se pregunta. No sabe mover el vehículo; tampoco de arranque, marcha ni cambios. Nada de nada.
Lo que sí sabe es que está sola en una ruta poco concurrida y con un esposo muerto.
Llega la noche. El silencio invade el sitio y su alma sin consuelo.
A lo lejos se escuchan las sonajas de los carruajes que se dirigen rumbo a la fiesta.
Faltaba tan poco para llegar y divertirse… y ella sola, aquí, sin fiesta, sin alegría, sin amor.
Sola en la penumbra de la noche. Acompañada únicamente por las campanas del dolor como capullo ardiente de muerte.
(Alicia G.)


Cita

La tecnología es realmente buena, me permite expresarme mejor. La noche se muestra mágica, algo parece esconderse tras las luces de los autos. Las personas vienen y van con sus misterios ¿adónde? vaya uno a saber. La campera de cuero es muy fachera, pero no lo suficientemente abrigada. Siento la yema de los dedos fría y mi nariz algo húmeda. De repente, destellos intermitentes de color rojo se disparan como láseres sobre mí. Giro la cabeza. ¡Qué afortunado el que ganó ese premio!, ¿habrá renunciado a su trabajo?, ¿se irá a vivir a otro lado?, ¿esa persona que ahora tiene todo, querrá hacer algo más? Seguramente, ¡cantar!
Espero unos metros antes del punto de encuentro. Un delicado aroma a café me seduce y me invita a mirar hacia adentro, el ambiente se ve confortable, y de fondo suena “Unchained Melody”. No puedo evitarlo, pero me da vergüenza que me escuchen, así que voy despacio, tarareándola. Siento ese nudo en la garganta, lo odio. Estoy pensando en meter la mano y desatarlo para darle fin a esta maldición. Quiero cantar, y quiero hacerlo bien.
Me froto con cierto fastidio la cara. Lo había olvidado, ¡no me afeito más! Meto mi dedo índice en la boca para untarlo con saliva y pasarlo por el corte. Agarro un pañuelito y lo apoyo suavemente, hasta que el goteo cesa.
Mientras escucho la canción, recuerdo la escena donde ésta se volvió inolvidable. Soy un romanticón. Me parece que allá viene. Siento que algo se revuelve en mi estómago, ¿serán ganas de vomitar?, ¿nervios? Está bien que estas situaciones no se dan con frecuencia, pero ¿sentirme así?
Tomo una bocanada de aire, intento pensar que me la banco, que soy el mejor... hasta que finalmente, sus ojos se apoyan en los míos y ahí nos quedamos un momento, sin saber, sin tiempo.
—Hola, charlatán —me dice.
Esbozo una sonrisa.
Se queda mirándome, esperando. Y claro, tengo que saludarla, decirle hola, pero me da cosa hacerlo. La vida real no es como el celular, ¿y si solo es un personaje? Algo intenta querer culparme de cosas que no entiendo. Me quiere tirar abajo, pero después de todo, es mi naturaleza y me tengo que aceptar como soy. Con mis defectos y virtudes.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Ttssi —respondo.
—¿Estás drogado?, ¿de verdad estás bien? —con asombro y gracia, replica.
—Mmmnnno... tengo un efecto vocal —llego a pronunciar con el mejor esfuerzo posible.
—Ah, ¿sos cantante?
Ambos estallamos en carcajadas.
—Casi, pero me encantaría —siento que verla sonreír me puede desatar cualquier nudo. La envuelvo con mi brazo hasta que mi mano se recuesta en su hombro. 
Entramos. (Matías)


La entrega

Llueve. Una lluvia espesa, intimidante lo paraliza en la puerta de la florería. Está solo, lo han dejado a cargo del negocio. Un trueno lo sobresalta, el relámpago que le sigue ilumina la calle gris a las cuatro de la tarde; hace rato que el sol es un lindo recuerdo. Su tío salió temprano a hacer algunas diligencias, confiado en que, con semejante clima, no habría demasiados clientes.
El celular vibra en su bolsillo, reconoce el número. Ya es la tercera vez que llaman. Han solicitado unas coronas para un velatorio. Alguien a quien el bicho maldito que encierra a todos ha vencido. Una voz llorosa, esta vez de mujer, reclama. La restricción de asistencia a los funerales hace que los deudos certifiquen su dolor con flores.
Por desgracia su tío no contesta a sus llamados, seguro que se quedó sin batería en el celular. ¿Qué hacer? Las coronas están listas con el último adiós de hermanos y nietos, y en un par de horas llevarán al difunto al cementerio.
La camioneta de reparto está en la calle; las llaves, sobre el mostrador. Las ofrendas ya están cargadas. Él mismo las ha preparado. No le gusta hacerlo. Nunca lo ha comentado a nadie, pero las flores huelen distinto según su destino. Cuando arma ramos para regalos, el perfume le resulta agradable, dulce, alegre. En cambio, las coronas despiden un aroma tan intenso que le provocan náuseas.
Mira las llaves. Después de todo es un viaje corto, apenas unas pocas cuadras en línea recta y llueve tanto que difícilmente haya algún control de tránsito. Solo es cuestión de animarse. Rememora las instrucciones de las clases de manejo. Ya tendría el carnet si no fuera por la dichosa pandemia. Además, hay muy pocos vehículos transitando.
Se le presenta fugaz el rostro de su instructor de manejo y su expresión de angustia cada vez que subía al auto. ¿Qué culpa tiene él de que todos manejen como locos, sin respetar la más mínima ley de tránsito? Su instructor se aferraba al asiento cada vez que ponía la marcha. Se le aflautaba la voz cuando le daba una indicación y al bajarse del auto siempre se veía pálido y le temblaban las rodillas. No era su culpa si a todos se les ocurría cruzarse en su camino obligándolo a esquivarlos.
Se decide. Cubierto con un plástico corre hacia la camioneta. Le pone la llave, el motor tose, se queja, hace un esfuerzo y se pone en marcha. Avanza a duras penas por las calles anegadas. Un auto que viene por la derecha frena con un fuerte chirrido. Otro, que lo sigue un par de cuadras, le dedica unos bocinazos por su lentitud. Por suerte falta poco para llegar. Para su mala suerte, erra el cálculo para acercarse al cordón y sube a la vereda; frena con todas sus fuerzas antes de llegar a las puertas de vidrio y salta el air bag.
Unos pocos asistentes al velatorio corren a auxiliarlo; aturdido, con un cascabeleo intenso en sus oídos, balbucea:
—El pedido de la florería. (Alicia M.)