Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 5 de septiembre de 2020

Decimonovena consigna en cuarentena


Hasta acá llego 

Elpidio se sentía solo. Cuarenta y nueve años de matrimonio lo habían malacostumbrado y cuando la finadita se fue luego de una larga agonía, el buen hombre supo que debía cambiar sus hábitos. 
Conce era la que hacía todo. Lo mimaba, lo sobreprotegía. Él iba a trabajar y cuando volvía, una copa de vino, unas chinelas, un sillón lo esperaban para que descansara. 
A él le gustaba la carpintería y en una esquina del patio había construido una pérgola con una mesa y bancos donde merendaban. En la otra esquina estaba el garaje, con un auto modelo 2000 en muy buen estado. Sabía que las mujeres cuidan hasta los autos. La fierrera en la familia era Conce. Cuando viajaban, y lo hacían seguido, les decía: “Ustedes se ocupan de todo lo que hay que llevar que del GPS y el manubrio me ocupo yo”, y Elpidio le daba un beso y la apoyaba. 
Los hijos habían crecido ("¡tienen esa mala costumbre, los hijos!", pensaba), y se habían ido a buscar el futuro. Los padres los apoyaron. La historia se repetía. 
Los domingos ya parecían domingos, aburridos, mustios. La calle sin ruido. Levantarse más tarde, almorzar más tarde, salir a dar una vuelta, aunque no siempre se podía. El paraguas no era amigo de Elpidio. 
Los primeros meses de la viudez lo entretuvieron las plantas. Conce las amaba y él, en su honor, las siguió cuidando. ¿Cómo era eso de cortar los retoños? ¿Cada cuánto se regaban las de interior? 
Los malvones no necesitaban mucho cuidado igual que las suculentas, pero había algunas que eran tan malcriadas como él, pensaba. 
El jardín era el más hermoso de la cuadra, pasar por él era como estar en la fábrica de perfumes. 
En esa videoconferencia, el hijo lo vio triste. Para algo sirven las videoconferencias; antes, cuando hablabas por teléfono podías disimular. 
Charlaron sobre las últimas noticias, el dólar, las vacaciones (yo vivo de vacaciones, pensó Elpidio), las series. Se despidieron y otra vez esa sensación de “hasta acá llego”. 
Un viento fresquito lo decidió, ¡otra vez adentro!, pero un cling, cling, cling lo detuvo. Algo se movía entre las plantas. Entre las hojas verdes y las flores rojas de los malvones, dos ojos celestes lo miraban. Elpidio ya no estaba solo. (Adela)

Clase virtual 

Juan se levantó contento de la cama, antes que suene el despertador. Se duchó rápido y se vistió como si fuera a ir a algún sitio especial. Es que la ocasión lo ameritaba. Hoy comenzaban sus clases por zoom. 
Cuando llegó al comedor, encendió el calefactor. En la mesa lo esperaban su computadora y el celular. También hojas y lápiz, todo preparado la noche anterior. 
Levantó la persiana, corrió las cortinas. Afuera una brisa movía hojas y flores. Cuarentena e invierno no hacían una buena combinación. Un escalofrío lo hizo temblar. Decidió ponerse un suéter y pantuflas abrigadas. Total, en la cámara sólo se ve la parte superior. 
Se sirvió un café caliente y dulzón. Al abrir la alacena, apurado, se enganchó el dedo pulgar con la manija, un leve rasguño que solucionó con un trocito del rollo de papel de cocina. 
Es que la ansiedad lo dominaba. En su sesión de terapia, la psicóloga le aconsejó tomar clases de canto. Eso favorecería su expresión verbal, afectada por una disfunción que hacía un efecto intermitente en su locución. 
Ya ubicado en su silla, miró el reloj; era hora de comenzar las clases de canto. Marcó los doce números claves para ingresar. 
Se abrió la ventana de la pantalla. Uno a uno iban asomando los participantes. El profesor comenzó dando la bienvenida con una leve música de fondo. 
Juan se tranquilizó. (Susana)


Heridas 

“Espe... espelame que que so... so... lo soy u... u... no”. 
Corría por las montañas cubiertas por una patinosa helada que había dejado al descubierto la nieve caída en días anteriores. 
El muy desdichado, en su locura, buscaba respuestas. 
Sus familiares más cercanos habían muerto en el exterminio de la Segunda Guerra Mundial. 
Lo había constatado en los interminables listados que figuraban en los bandos del Ayuntamiento. 
¡Triste! Sobraban los ceros para hacer una suma por un niño de escasos conocimientos matemáticos. 
El refugio del monte era su hogar. 
Su enajenación lo confundía. 
No distinguía el sonido de las ramas, el aullido de los animales salvajes ni el arroyo que bajaba por la ladera. 
En las noches, todo era un concierto en sus oídos. 
A su alrededor, con el único calor del fuego, pasaba su mano por detrás de la oreja mordida por su conejo, de niño. 
Un hilo fino perceptible para su tacto, le hacía recordar esa bala que apenas rozó su piel. 
Relajado, preso de sus sueños, se sumergía en un plácido descanso. (Josefina)

Calor 

El vapor de mi orina se condensa en la corteza del árbol. Observar eso me produce sosiego. Por alguna razón ajena al razonamiento, algunos disfrutamos expulsar inmundicia. De pronto, siento un ardor insoportable en la uretra, una especie de gota hirviendo que me deja de rodillas. El malestar se intensifica, me empuja de lleno al suelo, caigo como un saco de arena. 
Golpeo la cabeza en el pasto helado y los lentes quedan destrozados. Hay escarcha, tiene el filo suficiente como para lastimar mi frente. La sangre se pega en un pedazo de hielo que por fortuna sella la herida. Escupo pasto y barro. 
El ardor quedó a mitad de camino, estancado. No soporto más el dolor. Mi hermano está lejos, concentrado en lo que puede escuchar de un recital, en el otro lado del bosque. 
No puedo gritar, los nervios y el dolor no dejan que pase de la primera sílaba: “aux”, “soc”, “ayu”. Si me muevo siento pinchazos que torturan. 
Hay algo que está atorado, no tengo nada para poder aliviarme. El teléfono no tiene crédito y la tarjeta para cargar tiene tantos números que no puedo alcanzar a verlos con el brillo de un austero cuarto menguante. 
A unos centímetros distingo un brillo, me arrastro hasta alcanzarlo. Es una botella con una pajita. Tal vez esto pueda ayudarme. 
Con las manos temblando y agua saliendo de mi nariz, achico el diámetro del sorbete teñido con gaseosa; también tiene una hormiga petrificada. Soplo para sacar tierra y alimañas y paso la lengua para esterilizar. Lo dejo del diámetro de la fosa de la uretra. Siento molestia, pero es tolerable. Trato de meter todo lo que puedo. 
Termino de ponerlo, me coloco en posición fetal y acerco mi boca a la punta de la improvisada sonda uretral. Estoy cerca, por apoyar los labios y un chorro de sangre se mete en mis ojos y boca, el olor es asqueroso. Escupo sangre y pus. 
Ahora tengo que absorber y sacar todo lo que tengo ahí. El primer sorbo me quema la lengua, el líquido es tan repugnante como su aroma y la textura parece esperma espeso. El pene se inflamó y quedó del tamaño de una pelota de tenis. 
Cerca hay unos vidrios. Pienso lo peor, eso que todo hombre teme. No tengo muchas opciones, si hago las cosas rápido podría quedar todo como antes. No sería el primer ni el último caso. 
Inicio un corte desde la base del pene, el saco de testículos está lleno de venas y podría morir desangrado. El cuerpo es esponjoso. El vidrio no tiene filo, pero con cada corte siento alivio. Un pedazo de piel rebelde se niega a ser cortada, la estiro hasta despellejarla. Pateo la escarcha, elijo el pedazo más grande y sello la herida. Para evitar una hemorragia, improviso una especie de pañal con la campera. 
No sé qué hacer con el pedazo de pene, temo que se ensucie y mucho menos quiero perderlo. La boca es el lugar más seguro para conservarlo. Corro hacia el auto, mi hermano me pregunta qué pasa. No puedo hablar bien con el pedazo en la boca. Me pregunta de nuevo y exige que hable bien. Tomo aire para gritar y sin querer trago el cacho de carne y queda atorado en mi garganta. 
Estoy ahogado. Él se da cuenta, me toma por la espalda y hace presión en la boca del estómago con tanta suerte que expulso el pedazo unos metros. Ahora, la carne no es más que comida de una veloz comadreja. 
El mundo queda en pausa. ¿Cómo puede ser que un tipo con mi misma sangre sea tan imbécil? Me enfurezco. No tendría que haber presionado tan fuerte mi panza y debería haberme escuchado. Le pego una trompada, dos y una tercera. Con el mismo vidrio que mutilé mis genitales le acierto en la aorta. El aire condensado de su respiración llega a la copa del árbol. 
No me voy a quedar sin pene y sin hermano, al menos usaré algo de este desgraciado, todo fue su culpa. Lo desvisto. El dolor queda en segundo plano. Hago el mismo corte, es de igual tamaño al mío, aunque siempre alardeó de sus dotes. 
Lo tengo. Esta vez, en la mano; la idea de llevarlo en la boca no resultó buena. Subo al auto, estoy somnoliento, pierdo fuerzas, sangre y conciencia. 
Mi hermano se pone de pie y me observa. Desciendo despacio, penetro lento las capas terrestres. Su mirada está cargada de misericordia. No me acusa, eso me consuela. Es mi hermano favorito y mi mejor amigo. (Martín)


Tartaja 

Hermosa ciudad. Quizás todavía conserve esas edificaciones de líneas antiguas como en aquellos días. Muchas plazas y plazoletas que invitaban a conocerla. Estaba de visita y la recorrí con placer. Caminaba por sus avenidas pulcras, bien cuidadas, con cierta añoranza. Ojalá mi ciudad fuera tan elegante y limpia. Mi abrigo me protegía del rigor de julio, que ese año llegó con nevadas. Desde una casa con rejas trabajadas con arabescos simples, pero bonitos, surgían acordes que endulzaban los sentidos. Me detuve a escuchar los ruidos propios del entorno se esfumaron dando lugar a un sonido armonioso, perfecto, embriagante. 
De pronto, algo ocurrió: un golpe me arrojó contra un robusto árbol. Me doy cuenta de que una moto descontrolada dio en mi cuerpo impulsándolo por el aire. Intenté pedir auxilio, no podía. Las palabras se agolpaban en mi garganta, las sílabas rebotaban, apenas llegaban a mis labios. De repente, y más allá del fondo de mi mente, desde muy lejos, escuché el apelativo cruel con el que me llamaban mis compañeros de secundaria: “tartaja”. Un nudo en el estómago me oprimió el abdomen. Mi corazón se aceleró sin control. 
El pantalón manchado de sangre contribuyó al susto que se convirtió en indefensión. 
Una ambulancia me trasladó al centro asistencial. Siempre creí que no deberíamos consultar a los médicos, esa gente se empeña en encontrar enfermedades. 
Así fue. Me dijeron que la presión arterial estaba por las nubes, mientras que los glóbulos rojos y blancos entablaron una feroz contienda por ver quién desordenaba con mayor intensidad sus valores. Jamás me enteré cómo solucionaron el enfrentamiento. En cuanto pude caminar, salí en silencio de ese lugar en el que las dolencias se dan cita. 
Llegué a viejo porque no tengo a mi alrededor especialistas de ningún rubro médico buscando desajustes. 
No volví a la ciudad encantadora pero peligrosa, adónde la música traslada a las personas al hospital ante cualquier descuido. (Alcira)


Primer día 

Mamá me sube al auto con mucha ropa, pañales, juguetes. Me sienta en la sillita y no deja de hablarme. Siempre me sube al auto y paseamos con ella y con papá, pero nunca habla tanto. A mí me gusta pasear, aunque no puedo hacerlo solo. No entiendo bien lo que me dice… que me deja… que no me deja… que la pase bien… amigos… no sé qué son los amigos. 
Ella baja apurada, toma mis cosas y me hace upa. Abre una puerta y nos recibe una chica simpática que me llena de besos y me dice: “Hola, Joaquín, yo soy Paula”. 
Mamá y yo estamos empapados, pero nadie me seca. Esta vez no es porque me hice pis, mis pocos pelos se mojaron y también mi ropa. 
Tengo sueño y es de noche, pero ya dormí… ¿dónde estará el sol? El lugar es muy lindo y muy grande, hay colores, juguetes. A mi lado hay un nene que llora, se parece al del espejo. Me da risa, él mira como me río y también ríe mientras sigue llorando. 
Paula me hace upa y me canta una canción, no es igual a lo que hacen mi mamá ni mi papá, aunque se le parece. Hay un olor raro y lindo que viene del patio, me pone contento y creo que está por venir el sol. Nunca vi venir al sol. Nos sentamos en el piso los tres. Jugamos, mordemos, cantamos y movemos maracas y sonajeros, nos reímos un rato y tengo mucho sueño. Voy a dormirme. La chica dice que ella me cuida hasta que venga mi papá. (Fabiana)


Solo se vive una vez 

Las olas rompían con fuerza sobre la orilla. Stefi, sentada en la arena, las miraba con bronca. Era su vigésimo intento y había fracasado. A sus 39 años tomaba clases de surf, pero su sedentarismo de años le pasaba factura. No obstante, no se daría por vencida. Estaba resuelta a concretar todas aquellas cosas que deseaba hacer y que, por falta de tiempo o por malas elecciones en su vida, no había podido. Eran más de las siete de la tarde y la tormenta se acercaba. Los nubarrones negros avanzaban trayendo la manga de agua desde el océano. La brisa se convirtió en viento suave que acarició su cuerpo con la fragancia de los jazmines del parador. En la lejanía se escuchaba un tintineo constante acompañado de golpes secos de los postigos de madera. Era momento de irse. Se levantó, juntó sus cosas y saludó al instructor con el compromiso de reencontrarse la próxima clase. En unos pocos minutos la playa quedó desolada. Solo un par de adolescentes se atrevían a desafiar a la tormenta. Stefi corrió a cobijarse. 
Tenía media hora de espera hasta que llegara el colectivo. Mientras, miraba con admiración y tristeza a un grupo de chicas que subían a un auto y se alejaban. Nunca tuvo el coraje de aprender. “¡Ya está decidido!”, pensó. Lo incorporará a la lista de objetivos inminentes. En ella había apuntado: aprender a hacer surf (cosa que había arrancado); aprender a tocar la guitarra (aún pendiente, aunque ya se había puesto en contacto con una profe); aprender a preparar crema chantillí (ese era un mal de familia, ni su madre, ni sus tías, ni su abuela lograban el punto justo del batido y se les cortaba). 
A media cuadra, el cole se acercaba. Se apresuró a formar la cola y subió en primer lugar. Eso le dio la oportunidad de elegir asiento. Prefirió ventanilla. El viaje duraría una hora. Una mujer mayor se acomodó a su lado. Intercambiaron algunas palabras. Se enteró de que iba a la casa de su hija embarazada, que tendría su tercer nietito y que estaba estrenando jubilación después de treinta años de trabajo. Además, le comentó que era su momento de disfrutar de la familia, de viajar y conocer. Stefi escuchó atentamente a la señora, le recordaba mucho a su abuela. En confianza, también le confesó que esa noche tendría una cita a ciegas y estaba muy nerviosa. 
Sentada, con la mochila en su falda, Stefi observó con espanto cómo un camión recolector venía directo hacia ellos. El impacto fue descomunal. Sintió cómo daba vueltas dentro del vehículo mientras volcaban. Luego: calma, quietud. Ella intentó moverse, pero era imposible. Uno de los caños de los asientos se había incrustado en su pierna. A lo lejos se escuchaba la sirena de la ambulancia. “Solo debía esperar un poco más y llegaría la ayuda”, pensó. Los gritos y lamentos de los pasajeros eran cada vez más fuertes. Trataba de no llorar ni desesperarse. Muchas veces había visto en episodios de la serie Chicago Fire, que lo más importante en estos casos es mantener la calma. En la espera, su conciencia se apagó. 
Al despertar se encontró en una camilla a punto de subir a la ambulancia. No pudo resistirse y preguntó por su compañera de asiento: “Una mujer mayor, de pelo corto, canoso, que llevaba puesto un vestido verde”. 
Las miradas cruzadas de los paramédicos hicieron que un frío le recorriera el cuerpo. No había sobrevivido. 
Los días posteriores fueron duros. Necesitó cirugía y más tarde rehabilitación. Jamás regresó a la playa. Hoy recuerda con tristeza aquel día. Esa experiencia le había enseñado con creces, que la vida solo se vive una vez. (Silvia)


Como en las películas

Recién salgo del trabajo y estoy en la calle. Faltan unas cuantas cuadras para llegar a casa. Saber que encontraré la comida lista y calentita que prepara mi vieja me reanima. Me duele la mano derecha. Hoy me raspé mientras armaba una bici nueva. No le di importancia, pero ahora me molesta debajo del vendaje demasiado apretado que me colocó Mariana, mi compañera. Al pasar bajo los haces de luz del alumbrado público, veo caer una garúa finita, penetrante. Mi respiración se condensa con la diferencia de temperatura. La ciudad parece desierta. Los comercios ya han cerrado y, a través de los vidrios empañados, se ven unos pocos clientes en el bar de la esquina de la plaza. Alcanza a escucharse una música desde el interior.
Estoy por llegar al Banco Provincia. Ni un alma por los alrededores. No; veo una persona. Un señor bastante mayor afuera del cajero como si esperara a alguien. Tal vez un remis. Cuando estoy cerca me hace señas.
—¡Ey, muchacho! ¡Por favor! No traje los lentes y no alcanzo a ver el CBU para hacer una transferencia urgente. ¿Me podrías ayudar?
—¡C-c-cómo no, señor! S-s-si p-p-puedo…
Entramos al cajero e introduce la tarjeta.
—Dictame. Son veintidós cifras— me alcanza un papelito.
—S-s-s-seis… t-t-t-tres
—Dictame de a dos, mejor —me dice, con expresión un poco impaciente.
—Qui-qui-quin-ce… cua-cua-rent-t-t-ta y d-d-dos.
—¿Qué te parece si lo tecleás vos? Sino se acaba el límite de tiempo que me da esta máquina.
—Bu-bueno —le digo. Con la mano izquierda tomo el papel donde tiene los datos anotados. Con la derecha empiezo a apretar los botones, pero siento dolor y hago un gesto de molestia. El viejito se ríe.
—¡No hacemos uno entre los dos! —dice, divertido.
—¡Me p-p-parece que t-t-tiene ra-razón, don!
Como en las películas, y como por arte de magia, aparece nuestra salvadora. Una piba bonita, simpática, abrigadita y solita ella, que nos mira con cara de interrogación. El viejito le explica el problema y ella se ofrece a ayudarnos. Se nota que no nos vio pinta sospechosa, menos mal.
Cuando termina de hacer la operación, el señor le agradece efusivamente y se aleja contento. Saludo a mi nueva “amiga”, arranco a caminar y ¡oh, casualidad!, vamos para el mismo lado. Me parece que el recorrido hasta mi casa, esta noche, va a ser menos largo.
(Liliana)



Fiesta enlutada

Viaja en auto como tantas veces. Camino poco transitado. La ruta mojada. Casi sin visibilidad ya que dejó de funcionar el limpiaparabrisas. Igual está feliz. Siempre que transita un viaje con Simón, su pareja, ella no repara en otras cosas.
Gran expectativa. Se pregunta si la fiesta a la que concurren será igual o mejor que el año pasado.
Luego de varias horas, el perfume de las aromáticas al costado del sendero, anuncian que faltan pocos kilómetros para llegar.
De pronto, un grito y el auto se va del camino. Al girar la cabeza ve a su esposo caído sobre el volante. Intenta reanimarlo, pero descubre con horror que está sin vida.
—¿Cómo pido ayuda? —se pregunta. No sabe mover el vehículo; tampoco de arranque, marcha ni cambios. Nada de nada.
Lo que sí sabe es que está sola en una ruta poco concurrida y con un esposo muerto.
Llega la noche. El silencio invade el sitio y su alma sin consuelo.
A lo lejos se escuchan las sonajas de los carruajes que se dirigen rumbo a la fiesta.
Faltaba tan poco para llegar y divertirse… y ella sola, aquí, sin fiesta, sin alegría, sin amor.
Sola en la penumbra de la noche. Acompañada únicamente por las campanas del dolor como capullo ardiente de muerte.
(Alicia G.)


Cita

La tecnología es realmente buena, me permite expresarme mejor. La noche se muestra mágica, algo parece esconderse tras las luces de los autos. Las personas vienen y van con sus misterios ¿adónde? vaya uno a saber. La campera de cuero es muy fachera, pero no lo suficientemente abrigada. Siento la yema de los dedos fría y mi nariz algo húmeda. De repente, destellos intermitentes de color rojo se disparan como láseres sobre mí. Giro la cabeza. ¡Qué afortunado el que ganó ese premio!, ¿habrá renunciado a su trabajo?, ¿se irá a vivir a otro lado?, ¿esa persona que ahora tiene todo, querrá hacer algo más? Seguramente, ¡cantar!
Espero unos metros antes del punto de encuentro. Un delicado aroma a café me seduce y me invita a mirar hacia adentro, el ambiente se ve confortable, y de fondo suena “Unchained Melody”. No puedo evitarlo, pero me da vergüenza que me escuchen, así que voy despacio, tarareándola. Siento ese nudo en la garganta, lo odio. Estoy pensando en meter la mano y desatarlo para darle fin a esta maldición. Quiero cantar, y quiero hacerlo bien.
Me froto con cierto fastidio la cara. Lo había olvidado, ¡no me afeito más! Meto mi dedo índice en la boca para untarlo con saliva y pasarlo por el corte. Agarro un pañuelito y lo apoyo suavemente, hasta que el goteo cesa.
Mientras escucho la canción, recuerdo la escena donde ésta se volvió inolvidable. Soy un romanticón. Me parece que allá viene. Siento que algo se revuelve en mi estómago, ¿serán ganas de vomitar?, ¿nervios? Está bien que estas situaciones no se dan con frecuencia, pero ¿sentirme así?
Tomo una bocanada de aire, intento pensar que me la banco, que soy el mejor... hasta que finalmente, sus ojos se apoyan en los míos y ahí nos quedamos un momento, sin saber, sin tiempo.
—Hola, charlatán —me dice.
Esbozo una sonrisa.
Se queda mirándome, esperando. Y claro, tengo que saludarla, decirle hola, pero me da cosa hacerlo. La vida real no es como el celular, ¿y si solo es un personaje? Algo intenta querer culparme de cosas que no entiendo. Me quiere tirar abajo, pero después de todo, es mi naturaleza y me tengo que aceptar como soy. Con mis defectos y virtudes.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Ttssi —respondo.
—¿Estás drogado?, ¿de verdad estás bien? —con asombro y gracia, replica.
—Mmmnnno... tengo un efecto vocal —llego a pronunciar con el mejor esfuerzo posible.
—Ah, ¿sos cantante?
Ambos estallamos en carcajadas.
—Casi, pero me encantaría —siento que verla sonreír me puede desatar cualquier nudo. La envuelvo con mi brazo hasta que mi mano se recuesta en su hombro. 
Entramos. (Matías)


La entrega

Llueve. Una lluvia espesa, intimidante lo paraliza en la puerta de la florería. Está solo, lo han dejado a cargo del negocio. Un trueno lo sobresalta, el relámpago que le sigue ilumina la calle gris a las cuatro de la tarde; hace rato que el sol es un lindo recuerdo. Su tío salió temprano a hacer algunas diligencias, confiado en que, con semejante clima, no habría demasiados clientes.
El celular vibra en su bolsillo, reconoce el número. Ya es la tercera vez que llaman. Han solicitado unas coronas para un velatorio. Alguien a quien el bicho maldito que encierra a todos ha vencido. Una voz llorosa, esta vez de mujer, reclama. La restricción de asistencia a los funerales hace que los deudos certifiquen su dolor con flores.
Por desgracia su tío no contesta a sus llamados, seguro que se quedó sin batería en el celular. ¿Qué hacer? Las coronas están listas con el último adiós de hermanos y nietos, y en un par de horas llevarán al difunto al cementerio.
La camioneta de reparto está en la calle; las llaves, sobre el mostrador. Las ofrendas ya están cargadas. Él mismo las ha preparado. No le gusta hacerlo. Nunca lo ha comentado a nadie, pero las flores huelen distinto según su destino. Cuando arma ramos para regalos, el perfume le resulta agradable, dulce, alegre. En cambio, las coronas despiden un aroma tan intenso que le provocan náuseas.
Mira las llaves. Después de todo es un viaje corto, apenas unas pocas cuadras en línea recta y llueve tanto que difícilmente haya algún control de tránsito. Solo es cuestión de animarse. Rememora las instrucciones de las clases de manejo. Ya tendría el carnet si no fuera por la dichosa pandemia. Además, hay muy pocos vehículos transitando.
Se le presenta fugaz el rostro de su instructor de manejo y su expresión de angustia cada vez que subía al auto. ¿Qué culpa tiene él de que todos manejen como locos, sin respetar la más mínima ley de tránsito? Su instructor se aferraba al asiento cada vez que ponía la marcha. Se le aflautaba la voz cuando le daba una indicación y al bajarse del auto siempre se veía pálido y le temblaban las rodillas. No era su culpa si a todos se les ocurría cruzarse en su camino obligándolo a esquivarlos.
Se decide. Cubierto con un plástico corre hacia la camioneta. Le pone la llave, el motor tose, se queja, hace un esfuerzo y se pone en marcha. Avanza a duras penas por las calles anegadas. Un auto que viene por la derecha frena con un fuerte chirrido. Otro, que lo sigue un par de cuadras, le dedica unos bocinazos por su lentitud. Por suerte falta poco para llegar. Para su mala suerte, erra el cálculo para acercarse al cordón y sube a la vereda; frena con todas sus fuerzas antes de llegar a las puertas de vidrio y salta el air bag.
Unos pocos asistentes al velatorio corren a auxiliarlo; aturdido, con un cascabeleo intenso en sus oídos, balbucea:
—El pedido de la florería. (Alicia M.)



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