Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Vigésima consigna en cuarentena

Hermigos 

Después de unas cuantas llamadas telefónicas y mensajes de texto, nos pusimos de acuerdo. Yo viajaría a Bahía Blanca. Pasaría por la casa de Mariela, donde también estaría Carlos, y desde allí tomaríamos el tren hasta Sierra, como cuando éramos adolescentes. Esa semana sería una vuelta a esos años en los que pasábamos largas temporadas en casa de Javier, nuestro compañero de secundaria, prácticamente nuestro hermano. Repetiríamos las mismas rutinas: levantarnos al clarear, tomar nuestras bicis y mochilas, pedalear por donde nos viniera en ganas y parar en cualquier lugar que nos gustara. Pero esta vez sin Javier, ya que había partido temprano de este mundo por una cruel enfermedad. Pararíamos en casa de sus padres, quienes aún viven en Sierra de la Ventana; a pesar de ser bastante mayores, continúan enamorados de esos idílicos paisajes. 
Así lo hicimos. Margarita y Felipe estaban felices de tenernos unos días con ellos, como en los viejos tiempos. Desayunábamos delicias típicas de la comarca, salíamos a pasear hasta la tarde. Luego nos quedábamos y cenábamos juntos. 
Uno de esos días, se nos ocurrió escalar el Tres Picos. Tal vez no hasta la cima, sino visitar una cueva escondida que sólo nosotros frecuentábamos, y que estaba disimulada tras unas rocas. Preparamos nuestras linternas, ropa cómoda y todo lo que necesitábamos, especialmente mucha agua. Llegamos a eso del mediodía, cansados (los años no pasan en vano), pero felices de haberlo logrado. Nos metimos en la oquedad, familiar para nosotros. Encendimos nuestras linternas y nos dispusimos a descansar un rato antes de iniciar el descenso. Comimos algo y charlamos como lo hacen los grandes amigos. 
Asombrados y divertidos, vimos que aún persistían nuestros nombres pintados en la pared pétrea, con las distintas fechas en que habíamos estado allí. Acomodamos un poco las piedras para ubicar nuestras pertenencias, y cuán grande fue nuestra sorpresa cuando encontramos, debajo de una de las rocas, un borde metálico que se asomaba. Nos miramos y al mismo tiempo nos pusimos a escarbar. A medida que lo hacíamos, reconocimos una caja propiedad de nuestro amigo. Seguramente él la había puesto allí. Estaba bastante oxidada. Cuando por fin la tuvimos en nuestras manos, con un poco de fuerza pudimos abrirla. Emocionados revisamos su contenido. Fotos con rostros jóvenes y risueños, papeles de golosinas compartidas, flores secas de la campiña, piedritas, entradas de algún recital y muchas cosas más, junto con una carta, escrita con puño y letra de Javier: “Queridos ‘hermigos’, porque esto son para mí; mitad hermanos, mitad amigos. No sé cuánto tiempo me queda, pero, desde nuestro escondite preferido, quiero agradecerles los buenos momentos compartidos juntos, especialmente en este lugar. Sé que algún día volverán, y tal vez encuentren esta caja. Ojalá que así sea. Y cuando estén mirando todos estos recuerdos, yo estaré con ustedes, lo siento así. Amigos verdaderos son para siempre. Los quiero. Javier”. 
Nos quedamos un rato en silencio. El sol empezaba a declinar. 
Con lágrimas de emoción, emprendimos el regreso. (Liliana)


Escándalo 

Selena Anchorena era una famosa actriz internacional, joven, esbelta, muy bella y excelente intérprete. Esa noche, se preparaba para el debut en el Teatro Municipal de una importante ciudad costera. La temporada estival se proyectaba muy exitosa después de tres veranos de limitación turística originada por la pandemia de 2020. Dos funciones diarias programadas de enero a marzo y entradas agotadas varios días atrás, demostraban que el público estaba feliz de poder verla. Absolutamente todo estaba chequeado, ensayado, pensado; nada podía salir mal. 
Eran las 19:30. La peluquera y el maquillador se habían retirado hacia el teatro. En la casa de alquiler sólo quedaban Selena y Marisa, una mujer muy alta de 65 años que era su asistente personal, su secretaria, amiga y presidente del club de fans. Casi una segunda madre. Al momento de salir, ya preparada, la actriz se dirigió al baño. Su altísimo taco aguja se introdujo en la rejilla y cayó sobre el lavatorio húmedo, rompiéndolo, y de allí al piso. En un instante, el fémur se partió en dos y el vestido lila se tiñó de rojo sangre por un corte muy profundo en el antebrazo. 
No faltaba mucho tiempo para comenzar la función y había varias decisiones para tomar. Llamados telefónicos, timbrazos y nervios invadieron la casa. 
A las 20:05, mientras salía la ambulancia, volvían la peluquera, un apuntador del teatro y el maquillador. 
21:10, Selena ingresó a quirófano. En ese mismo momento, otra Selena que conocía el guion como nadie, salió a escena; y seguiría haciéndolo por un mes. Tenía el mismo profesionalismo que la original. Llevaba un vestido turquesa, dos talles más grande que el lila, y unos hermosos zapatos de tacón bajo. El paso lento y los ademanes sobreactuados, culpa de los nervios del debut, fueron superados día tras día con la misma tenacidad y todo el amor que la acompañaban durante años. (Fabiana)


Valle del Omamori 

Esa noche, luego de salir de la tumba, el esqueleto recorre el pueblo. Está preocupado. El frío cala sus huesos y ante cada paso CROC, CRUSH, rechinan sin piedad. 
Aprovecha la oscuridad para visitar calles y buscar una solución. 
De pronto, al cruzar un descampado, un gran cartel con luces que titilan llaman su atención: “CIRCO CHIPATÁN” 
Se acerca. Ve ropa tendida en una soga. 
—Nadie por aquí, nadie por allá… ¡Qué bueno! — piensa el flaco. —Voy a buscar alguna prenda para vestirme. 
Saca al tanteo lo que puede: soquetes, bombachas. 
—Ni una remera, ni un calzoncillo —dice. Pero, “A falta de pan buenas son las tortas”, sonríe al recordar los refranes de su abuela. 
En sus huesudos brazos cuelgan las ropas hurtadas cuando, de repente, un ruido lo hace salir como un disparo. 
—¡¡Un ladrón, un ladrón!! —grita un personaje desde uno de los carromatos. 
Es el mago que va a buscar la galera olvidada en una silla. Alcanza a sostener una pierna del flaco y se queda con los huesos de una extremidad entre sus manos. 
El esqueleto corre rengueando y deja a su paso la ropa desperdigada. 
Ante el alboroto, salen de sus habitaciones: el trapecista brincando en un pie, el payaso dando vueltas carnero, y otros tantos que no dan importancia al hecho y ríen pensando que es una broma más del mago, quien suele hacer este tipo de trucos la noche anterior al estreno. 
A la mañana, con entusiasmo y nerviosismo, todos los integrantes del circo preparan su vestuario para la gala de ese día. Noche especial. Invitados del pueblo. Gran estreno. 
Cuando van a vestirse, muchos de ellos no encuentran el accesorio imprescindible para su actuación. 
—Mis soquetes rayados de colores no están. Los dejé tendidos anoche. 
—A mi me falta la bombacha fluor para la presentación. 
Echándose culpas mutuamente y rezongando, se arreglan como pueden: el payaso con medias agujereadas, la bailarina con bombacha sin brillo y los enanos enojados porque todos sus calcetines estaban en la soga y tienen que ponerse los zapatos sin medias. 
—Y ahora, señoras, señores y niños, con ustedes: ¡Frapuchín!, el mago más famoso de aquí, de allá y de todas partes. 
Frapuchín hace mil reverencias y toca con su varita la galera de donde salen coloridos globos con letras que dicen BIENVENIDOS. 
Ante su asombro y el de los concurrentes, en lugar de lo esperado, empiezan a volar por el aire soquetes y bombachas que la gente atrapa con entusiasmo. 
—¡Mi soquete! 
—¡Mi bombacha! 
—Falta uno… No lo toquen… Devuelvan esa media…. 
Gran lío, risas, revuelo y confusión. 
El mago no puede explicar quién colocó allí todas esas prendas. 
Al otro día, el gerente los reúne y dice: —Basta de enojos y caras largas. Todo el mundo a buscar los soquetes y bombachas que quedaron en sillas y en cada rincón de la carpa. “A ordenar y cada cosa a su lugar”. 
Y esta es la historia que se cuenta hasta el día de hoy en el lejano Valle de Omamori. (Alicia G.)


Su lugar 

El galpón de casa era su lugar preferido. Papá lo amaba. Cuando nos mudamos a esa casa, lo limpió, lo pintó, le hizo un piso nuevo y lo sanitizó (como se dice ahora), porque antes había albergado a las palomas de la Colombófila Puntaltense. 
Una vez que el recinto quedó a su gusto, hizo estanterías y un mostrador para acomodar ahí todo lo que, según él, había que guardar. 
En los estantes ordenó mis cuadernos de primaria forrados con papel cocodrilo. ¡Todos! ¡Siete años de cuadernos! Las revistas Billiken y Anteojito se podían encontrar según el año de edición. Las valijas que habían traído de España, ocupaban el estante superior -no se usaban más- y los cuadernos de recetas de cocina de mamá se lucían en un lugar especial. En el esquinero, los tarros cuadrados con un vidrio redondo en uno de sus frentes, que alguna vez habían contenido galletitas. 
En una caja: una pinza, un destornillador, un martillo, una llave inglesa. El serrucho estaba colgado en la pared junto con la tijera de podar. 
Los estantes inferiores guardaban la mercadería que se compraba: alimentos, cosas de limpieza, bebidas. 
En el mostrador, frascos de distintos tamaños cobijaban tuercas, tornillos, clavos, cueritos para cambiar en las canillas. No sé para qué los guardaba si él no sabía usarlos. Ordenado, sí. Exageradamente ordenado, pero habilidoso para arreglar cosas, no. Miento, algo hacía muy bien: cestos con mimbre. Los tejía mejor que Penélope, con paciencia, prolijidad. Las verduras, agradecidas, iban a parar a ellos. 
Me gustaba el silencio del galpón a la hora de la siesta. Tocar los cuadernos, tapar y destapar las latas, imaginar historias sobre lo que había venido en esas valijas… 
Ese día no fui cuidadosa. Cerré los ojos para soñar con un viaje llevando las maletas, abrí los brazos como para volar, me hice la bailarina clásica. Mi pie izquierdo se dobló, mi cuerpo sorprendido no supo reaccionar. Mis manos intentaron salvarme y se tomaron del mostrador que, con sarcasmo, las rechazó tirando sobre ellas los frascos. Vidrios, tuercas, tornillos, cueritos, clavos se desparramaron por el suelo y despertaron a los que dormían la siesta mientras yo, en pose de Buda, lloraba porque un pedacito de vidrio me había roto las medias rayadas que me habían traído los Reyes. (Adela)


Holograma 

Es el primer domingo en semanas que puedo dormir tranquilo y me despierta todo este quilombo, ¿es feriado o se celebra algo? 
Se me parte la cabeza. Siento la boca seca, pastosa. Voy a buscar un vaso de agua, pero abro la heladera y encuentro un poco de 7up fresca. Creo que me viene mejor. 
Las burbujitas me hacen lloriquear y humedecen las lagañas. Respiro desconcertado. Fue una noche realmente divertida. De tanto reír, me duele la panza. Eructo. 
Permanezco sorprendido por los sonidos que percibo: sirenas, helicópteros, personas, flashes, vehículos. 
¿Qué está pasando? Me rasco la espalda. 
A medida que levanto la persiana, parece como si ingresara en una película. El telón se corre, y no necesito lentes “4K HD” ni “home theater”. 
Podría definirlo como ciencia ficción, comedia, drama. ¿Esto es el apocalipsis?, ¿el fin del mundo? Corro a buscar mi Nikon, este momento es único. Me pongo la misma ropa que usé anoche, aunque opto por cambiarme la remera porque tiene mucho olor. 
Luego de nueve pisos de ansiedad, me sumerjo de lleno en la escena. 
Hay olor a goma quemada. La gente se agolpa, el murmullo es incesante. Un cordón amarillo y negro cerca la escena, pero no diviso un crimen. Hombres vestidos de blanco miran de lejos el objeto. En el cielo, van y vienen tres helicópteros. Las luces de la ambulancia, la policía y los bomberos parpadean; me hacen sentir como en la alfombra roja. Comienzo a disparar, buscando las mejores tomas. 
Poco a poco, voy cobrando cordura y me vuelvo consciente de lo que sucede. Un objeto ovalado y de color gris esta incrustado en el lateral de un edificio vecino. Hay escombros, y puedo enterarme que también hay algunos heridos. ¿Qué habrá ahí adentro? Me vuelvo reflexivo en ese curioso e inquieto misterio. 
Escucho a los periodistas; algunos vaticinan el fin de los tiempos. ¿Tan pronto? 
Otros hablan de un atentado. Aunque esto me da gracia. Un atentado en Mar del Plata, no está nada mal. Después de todo, somos la perla del Atlántico. Mi ego se inflama un poco. Hasta que recuerdo que aún me queda mucho por hacer y por disfrutar. 
El ambiente se vuelve tenso y desesperanzador. Miro los rostros de las personas asustadas, y busco refugio en plegarias y oraciones. Es momento de arrepentirse. El tiempo ha llegado. 
¿Justo hoy me tengo que obligar a hacerlo?, ¡estoy con una resaca terrible!, ¿de qué tengo que arrepentirme? 
De pronto, siento una energía intensa asomarse por la esquina, caliente como el fuego. Todos giran sus cuerpos estupefactos. Es algo que no tiene una forma definida. 
¡Atrás, atrás!, ¡no se acerquen! La histeria policial se hace presente. Los helicópteros como libélulas, mantienen su posición en alerta. Los periodistas están dispuestos a morir por obtener la primicia. Sin siquiera poder abrir los ojos, tomo la cámara e, inútilmente, disparo. 
Escucho como si mi cabeza estuviera sumergida dentro de un balde con agua. Todos quedamos inmóviles, encorvados ante el resplandor. 
Nadie sabe nada. Todo sucede como en un sueño. El edificio, las personas, las sensaciones, la nave, los sonidos. Aunque me digan que estoy loco cuando muestre la única foto que tengo de él y crean, tal vez, que le saqué una foto al sol. 
Reconozco que vuelo un poco, pero esto es real… ¿O quizás, no? (Matías)


Las rotas 

Ponerse en forma, hacer amigos (o no), divertirse, compartir experiencias, algún chisme pueblerino, organizar celebraciones. Así, entre clases de Pilates y ejercicios transcurrían los días en el gimnasio de Claudia. Sus habituales concurrentes eran un conjunto heterogéneo de personas en cuanto a género, edad; también dolencias. 
Entre todos se destacaba un grupo de mujeres autodenominado “las rotas”. El mote surgió a raíz de que todas usaban prótesis: de rodilla, cadera o ambas. La menor contabilizaba ocho décadas, la mayor se acercaba a las nueve. Vitales, independientes, divertidas, evolucionadas, con la mente joven a pesar de la edad. Viajeras incansables, con viaje asistido, pero trotamundos sin claudicar. Hasta iban a las fiestas para celebrar la primavera. 
Para despedir a una de ellas que iría a visitar a la hija a otro continente, las demás organizaron la consabida reunión. No era cuestión de desperdiciar la oportunidad. Al viejo estilo, una ofreció su casa, algunas llevaron bebidas; otras, los bocadillos. Todo se desarrollaba con normalidad, hasta que de sorpresa llegaron varias compañeras con las manos vacías. ¡No había comida para todas! Las organizadoras se miraron. Junto con la pregunta: “¡¿Qué hacemos?!”, en un abrir y cerrar de ojos llegó la respuesta: “¡Vamos a la confitería! ¡No dejemos de celebrar!” 
“Las rotas” tenían una solución para cada ocasión. (Alcira)


Confusión 

Se acercaba la fecha de la fiesta de fin de año del trabajo. Carina decidió cambiar su estilo. Fue a la perfumería de Polo, quien en un sector del local había instalado su peluquería. 
Carina le planteó qué tipo de corte y color quería. 
Polo puso manos a la obra. Comenzó por lavarle la cabeza, luego de la elección de la tintura. 
En el mostrador, Matilda, su empleada, atendía a la nutrida clientela. Era un despliegue de perfumes, bijouterie, monederos. Mientras, Carina era desplazada de uno a otro sector para efectuar los distintos pasos. Así, hasta el momento esperado: el secador, que le resultaba sumamente placentero. Abrió su bolso y, en medio del desorden que tenía en él, sacó un libro y se puso a leer. 
Como se hacía tarde, decidió mandar un mensaje a su esposo. 
La perfumería estaba colmada. Matilda no daba abasto, por lo que Polo fue a ayudarla. 
Después de más de una hora, llegó el instante de revelar el resultado. Nuevamente ubicada en el sillón giratorio, el espejo le devolvió su imagen con los cambios que ella había sugerido. Miró la hora en su reloj. Hizo otro llamado a su marido, esta vez para que la pasara a buscar. 
Abonó a Polo su trabajo, más un perfume que compró de pasada, y guardó todo en su cartera. 
Al momento de despedirse, un revuelo se originó por las exclamaciones de Polo: —Un momento, por favor, desapareció mi celular. 
Todos se miraban entre sí. Buscaron entre los objetos diseminados en el mostrador, debajo de las estanterías y de los sillones, sin resultados. 
Matilda tomó su teléfono, marcó un número. Dentro del bolso de Carina, un timbre comenzó a sonar. Todas las miradas se dirigieron hacia ella. Titubeando, buscó y sacó dos móviles iguales; uno era suyo y el otro, de Polo. 
A pesar que pidió las disculpas del caso, sus mejillas estaban teñidas de rojo y no podía atenuar los latidos de su corazón. 
Reconoció que era muy despistada, a la vez que se juró que no volvería a este lugar por largo tiempo. ¡Qué papelón! (Susana)


Señales 

No le pareció mal que le diga: "no me gusta esa pollera roja, es demasiado corta, provocativa" 
"La comida está fría, no tiene gusto" …un golpe al plato y volaba todo por el aire. 
Todo, todo... le pareció normal. 
Hasta su risa cuando se dirigía hacia la puerta que abría y cerraba de un golpe. 
Tomaba la calle y... hasta el día siguiente, no daba señal. Ya estaba acostumbrada. 
Cuando llegaba, el idilio comenzaba. Ambos se sumergían en una nueva luna de miel. 
Eso para ella no era violencia. Lo conversaba en sus sesiones de terapia: —No. No me voy a separar. El me ama. Son juegos que nos ayudan a continuar nuestra relación. 
La psicóloga la guiaba en su discurso, por un camino para que resolviera esa situación enferma. 
Temía por su salud psíquica y más por su integridad física. 
Pero esa noche fue diferente. Debido a la tormenta, se cortó la luz en la ciudad. 
La calle oscura, el calor húmedo… las ventanas de los dormitorios se abrieron. 
La lluvia había cesado. Algunos vecinos salieron a tomar el aire fresco que dejó el agua caída. 
Buscaban asombrados y atentos: "¿De dónde sale ese ruido?" 
A la mañana, en el desayuno, él, malhumorado e irónico le dijo: —Sos una persona que ronca y despierta a los demás. ¡No se soporta! ¿No te diste cuenta lo que causaste anoche? 
Ese comentario le cayó como un rayo. Rompió su estructura. Reaccionó. 
Esta vez, ella dio el portazo. 
Salió por las calles para ser libre. (Josefina)


Impulso 

Paula llegaba tarde a la clase de pilates. Braulio renegaba con el burro del Peugeot 504, auto que nunca quiso cambiar. 
La crisis de los cuarenta había hecho mella en un matrimonio que, por razones de fertilidad, no tuvo hijos. De alguna manera, lo tomaban como una bendición cuando veían a las demás parejas con sus lastres inacabables de un lado a otro. 
Él había retomado su pasión por los fierros, por la mecánica antigua, esa que su padre le enseñó. También se juntaba con amigos de la secundaria y rememoraban viejas anécdotas que solo a ellos hacían reír. 
Ella estaba decidida a recuperar la figura estilizada que alguna vez tuvo, y terminar el profesorado de inglés. No le interesaba juntarse con sus amigas del pasado; todas tenían hijos y males de amores que contar. 
El burro y Braulio se batían a duelo mientras que Paula, de brazos cruzados y evidente fastidio, controlaba el reloj cada 10 segundos. “¿Me vas a llevar, o no?” “Andate en colectivo y no molestes”. 
Furiosa, dio un solemne portazo y corrió en dirección a la garita, que estaba a veinte metros. Para su fortuna, al minuto y medio el colectivo dobló la esquina. En un momento dudó. El chofer no era de los habituales en esa línea, pero era la azul y el cartel decía bien claro quinientos tres. Con el envión del disgusto subió sin prestar atención hasta que levantó la mirada… 
Cabellera ondulada castaño claro, arete poco discreto en la oreja derecha, brazos flácidos, camisa celeste abierta, un tipo de más de treinta con pecho de púber. Se miraron fijo unos segundos, no había más personas. 
—Esperá que ordeno el cambio y te cobro —dijo el adonis al volante. Los dos se observaban por el espejo, con adecuada diplomacia, aunque no en son de paz. —Ya te puedo cobrar— agregó luego de encender un cigarrillo. 
Paula se excitó al ver la forma vulgar que el tipo masticaba chicle. Cuando le dio el boleto, un papel blanco por debajo llamó la atención de la pasajera; pero no la sorprendió. No es de mujer de bien hacer esto, pensó. Sin embargo, lo guardo. 
Se bajó sin saludar ni mirar, mostrando deshonra ante la actitud del “Don Juan”. Hizo unas cuadras y sacó el papel: “Sos hermoza, me llamo Diego y este es mi número”. Le causó cierta ternura la falta ortográfica, pero no dejó de excitarla aún más. Pasó toda la tarde pensado qué hacer. 
Esa noche, Braulio se juntaba con los amigos; jugaba Rosario Central por la Libertadores. 
La soledad nocturna le duró poco tiempo. A los diez minutos de estar sola tenía el chat más erótico de su vida. Lo invitó a su casa. Ella sabía que contaba con cinco minutos de gracia, desde que su marido entraba el auto a la cochera hasta que ingresaba a la casa. 
Tuvieron sexo desmedido sobre el sillón. Besos, caricias promiscuas y orgasmos sin protección. Así fue una, dos y treinta y seis veces. 
Se dice que, cuando el impulso supera la razón las cosas no salen bien; y este fue el caso. Tres semanas de retraso, un marido estéril y un amante mujeriego que repartía poluciones a cuanta mujer se cruzaba, era el escenario que una mujer a los cuarenta años jamás hubiese anhelado. 
Pasaron trece meses. Paula cambia el pañal de su hijo Gabriel. Mira la hora preocupada porque Diego llega en diez minutos y detesta no tener el plato en su mesa. Mientras calienta la comida, observa por la ventana el Peugeot 504 y recuerda, con pesar, que en dos días se cumplirá un nuevo mes del suicidio de su amado Braulio. (Martín)


Un Swarovski 

¡El meneaito…! ¡El meneaito…! ¡El meneaito, el meneaito, el meneaito! 
Me despierto sobresaltada y apago la alarma del celular, son las seis. “Juan Carlos me cambió el ring ton”, pienso. Más tarde tendremos una charla. 
Me apresuro a bajarme de la cama y tropiezo con la pata de la silla. Caigo redonda sobre el borde de la cómoda y termino contra el piso, despatarrada. Con la habitación aún a media luz, me levanto muy dolorida. El golpe más fuerte es en la cara. Como puedo, llego a la cocina luego de bajar dieciséis escalones empinados y busco un poco de hielo para colocarme. Miro el reloj y descubro que tengo veinte minutos para salir por esa puerta y llegar a tiempo a mi trabajo. Mientras, preparo el desayuno. Nada rebuscado. Solo café con leche, y dos masitas de agua con mermelada. Ayer comencé una dieta por sugerencia del médico. 
Con una terrible renguera y el hielo en la mejilla, emprendo la difícil tarea de regresar al dormitorio para vestirme. La noche anterior dejé la ropa preparada. Me coloco los cancanes con mucho cuidado de no engancharlos. Corro al ropero, olvidé buscar un corpiño. La pollera, la camisa entallada y el perfume. “Hoy no puedo llegar tarde”, pienso. 
—¡En diez estoy lista! —Le digo a la hermosa mujer que me mira en el espejo del baño. Me recojo el pelo en una cola alta y tirante, así me dura toda la jornada. Busco los tacones negros y no aparecen por ningún lado. Recuerdo haberlos dejado en el lavadero. Bajo nuevamente, cepillándome los dientes. No tengo tiempo que perder. En el camino suena el celular, es la agencia de remises. El coche está en la puerta esperando. 
—¡Noooo! —digo enfurecida, y casi me atraganto con la pasta y el cepillo. Veo los zapatos debajo de la mesa de planchar. Me acerco distraída pisando la ropa lavada sin ordenar. Me pongo en cuclillas y de pronto… la lengua se escapa por un pequeño orificio. 
—¡¡¡No puede ser!!!— grito consternada. 
Escupo en la palma de la mano y allí está: pequeño y brilloso, mi diente de ciento cincuenta mil pesos con el diamante Swarovski incrustado. (Silvia)


Hallazgo 

El viejo teatro se recortaba en las sombras. Se veía desvalido en medio de los deshabitados edificios listos para la demolición. Pronto todo el terreno se convertiría en un complejo de viviendas y en ese preciso lugar se construiría un estacionamiento. Ariel sintió algo de tristeza, como estudiante de arquitectura apreciaba las líneas puras de estilo neoclásico, y como actor aficionado lamentaba la desaparición del antiguo coliseo. 
Se unió al grupo que ya entraba al lugar. Todo había sido idea de Ezequiel, cuyo padre llevaba adelante el emprendimiento inmobiliario. Luego de unos cuantos tragos en el boliche, propuso rematar la noche en el teatro abandonado; después de todo tenía su leyenda y merecía una despedida. Todos, algo achispados, aceptaron. 
Por suerte la electricidad no había sido cortada todavía. Ezequiel manipuló los controles e iluminó el lugar. Subió al escenario mientras que Lorena, Pablo, Milena, Bastián y el propio Ariel se ubicaban en las primeras butacas. 
Mientras corría la cerveza y Pablo armaba un cigarrillo de marihuana, Ezequiel se dispuso a relatar la historia del teatro. 
—Esto tuvo muchos dueños, pero la leyenda arranca con el último. Era un tipo mayor casado con una actriz mucho más joven. La compañía era muy exitosa, pero la mujer se enamoró de uno de los actores. Todos lo sabían menos el marido; como siempre, el último en enterarse. Los enamorados huyeron y nunca se supo de ellos. La última noche habían representado Romeo y Julieta con un gran éxito; fue la última vez que los vieron. Al día siguiente, encontraron al dueño desmayado sobre este mismo escenario, había tenido un ACV. Todos supusieron que los había descubierto y tuvo el ataque a causa del disgusto, y que ellos lo dejaron ahí nomás y se fugaron. El viejo sobrevivió, pero quedó mudo, en silla de ruedas y ya no continuó con el teatro. Lo hizo cerrar y pasó sus últimos años deambulando por acá. Hasta que lo hallaron muerto; muchos dicen que de pena. 
—¡Qué historia triste! —se lamentó Milena— pero eso no explica que haya una leyenda. 
—¡Ah! Pero la cosa no terminó ahí —respondió Ezequiel, misterioso—, desde entonces pasaron cosas extrañas: voces, sombras, ruidos raros. No hubo sereno que se quisiera quedar después de un par de noches. Dicen que es el espíritu del viejo que sigue deambulando. 
—Si está por acá vamos a alegrarlo un poco —dijo Pablo, tomando de la mano a Lorena y subiendo con ella al escenario. Puso música en el celular y empezaron a bailar. En ese momento, las luces se atenuaron como si algo hubiese drenado la energía. Al mismo tiempo se oyó como un lamento que provenía de todos lados. 
Todos se sobresaltaron. Bastián y Milena trataron de descubrir de dónde venía el sonido y Pablo le reprochó a Ezequiel que la broma era de mal gusto. Mientras discutían y el acusado clamaba inocencia, a Ariel le pareció ver una silueta con un extraño vestido en la penumbra. Se acercó al escenario, pero lo que fuera había desaparecido. Quiso advertir a sus compañeros cuando la luz se cortó por completo. 
Pablo y Ezequiel se fueron a las manos y el primero se desplomó estrepitosamente. Las maderas podridas del escenario cedieron ante el golpe y cayó en una especie de pozo. Todos acudieron a ayudarlo usando sus celulares como linternas. Con horror, contemplaron a Pablo despatarrado en medio de dos esqueletos. 
La investigación posterior arrojó que se trataba de los dos actores desaparecidos hacía tantos años. Todavía podían reconocerse las ropas que habían usado para la representación, a pesar de que solo eran harapos. Y no cabían dudas de que habían sido asesinados. 
Ariel nunca contó a sus amigos acerca de lo que había visto, ni que esa silueta llevaba un vestido muy parecido al que había vestido la joven actriz en su última actuación como Julieta. (Alicia M.)

 


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