Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Vigesimoprimera consigna en cuarentena

Cosa de Locos



⇣  Silvia


Su vida era la que cualquiera podría desear. Garfio era apuesto, muy atlético, y de mediana edad. Tenía una manía que escondía desde siempre. Durante el día sus hábitos eran ordenados, y hasta metódicos. Se levantaba, daba vueltas por la casa, desayunaba y se volvía a tirar en el sillón. Por la tarde nada diferente, se levantaba daba unas vueltas, comía algo y vuelta al sillón. 
Lo singular, y llamativo, era su rutina noctámbula. Cuando todos estaban acostados, y el televisor del dormitorio se silenciaba hasta el día siguiente, Garfio se transformaba en el más descocado de todos los ladrones. Salía sigiloso en medio de la noche. No le importaba si era la más estrellada, la más cerrada o incluso la más lluviosa. Trepaba los tapiales vecinos y avanzaba entre patios silenciosos sin que nada lo perturbara. Todas las noches recorría entre seis y diez kilómetros en cualquier dirección: norte, sur, este u oeste. La meta era traer un suvenir a casa. 
Cierto día, Claudia, su dueña, encontró con sorpresa cinco zapatillas de diferentes tamaños y colores, pero lo raro era que ninguno tenía su par. Llamó a su esposo y le preguntó si él había llevado ese calzado para algún proyecto de caridad, y su cara le dijo todo. ¡Estaba tan sorprendido como ella con aquel hallazgo! 
Cada tanto, seguían apareciendo en el jardín o en el garaje alguna zapatilla o zapato. Ante tanta intriga decidieron tomar cartas en el asunto. Llamaron a una empresa de seguridad para colocar cámaras. ¡Tenían que descubrir ese misterio! 
El barrio era muy tranquilo, la mayoría eran familias con hijos pequeños o recién casados. A Claudia y a Ismael les gustaba sentarse en el patio luego de un día agitado en el trabajo. La serenidad del paisaje los invitaba a relajarse y tomar una copita de vino con Garfio a su lado. 
Los días pasaron y las apariciones cesaron. Casi se habían olvidado de aquel incidente hasta que volvió a suceder. Las alertas despertaron la curiosidad de Ismael que decidió buscar en las cintas de las cámaras. 
—¡Claudia, subí! —gritó desde el ático donde tenía la computadora y el sistema de monitoreo. Los dos miraban las secuencias de las cintas sin dar crédito a lo que estaban viendo. 
Garfio aparecía en todas las tomas. Todos los días con un calzado diferente entre sus dientes. No salían de su asombro. Corrieron directo al hueco de la escalera donde mostraba la filmación y… 
—¡¡Oh, por dios!!—, dijeron a la vez. 
Allí estaba el calzado que había comenzado a reclamar el barrio completo. El tesoro escondido se había convertido en: la zapatilla rosa, y la ojota Hawaiana, y la sandalia negra, y la zapatilla de lona, y el mocasín y la chinela de Power Ranger. 


⇣  Fabiana

La poca organización fue siempre una compañía en nuestros viajes. Sin hora de salida ni de llegada. ¡Ni siquiera lugar de destino! Cada idea se modifica cada diez kilómetros; es así que, de cada aventura, hay muchas anécdotas. 
La primera noche de nuestra última travesía fue inolvidable. Nos dirigíamos hacia Mendoza por unos días. ¿Mendoza ciudad o Mendoza provincia? No sabíamos. No conocíamos y nos daba lo mismo. La elección de la ruta fue un error. Nos llevaba a destino, pero no era la más corta, ni la más aconsejada. 
Luego de doce horas de viaje (en las que conocimos Parque Luro y Santa Rosa, además de transitar ruta), llegamos a Santa Isabel, un pequeño poblado pampeano alejado de otros sitios urbanos. Estábamos a ciento sesenta kilómetros de la próxima ciudad y se avecinaba una tormenta muy fuerte (al día siguiente los diarios la titularon como la mayor tormenta eléctrica en la historia, en el mundo). Luego de una fuerte discusión con mi esposo, que aún no cree en la intuición femenina, decidimos quedarnos a dormir allí. No había muchos sitios para hacerlo, y los dos primeros que consultamos estaban completos con los obreros de una importante construcción. 
El tercer lugar era el que el destino había reservado para nosotros. Se promocionaba como comedor con alojamiento. Al ingresar nos esperaba un “tenedor libre” con olor a vinagre. Seis mesas con sus sillas vacías rodeaban las ensaladas resecas. Una persona poco amable se acercó y nos dijo que había lugar. Pedimos ver la habitación (como si tuviéramos otras alternativas). Era un sitio sumamente precario. Techo de chapas mal clavadas, un piso que hacía varias semanas que no se le acercaba un trapo, un cubrecama remendado, humedad que desteñía las paredes llevándose también un poco de revoque y un baño privado del que oíamos gotear agua. No había plan B. Era eso o la ruta desconocida con truenos, rayos y piedras. 
Acepté de muy mala gana. Consideré que, con el cansancio, la discusión, el hambre, y la tormenta ya era suficiente. La cumbia invadió mis oídos haciendo crecer mi mal humor. 
A puertas cerradas, nos miramos y nos dio un ataque de risas y nervios que duró varios minutos. Decidimos comer algo, pero ¿Dónde? ¿Qué? Nos daba miedo dejar allí nuestras pertenencias. Acordamos en dormir un rato, y seguir camino apenas pase la tormenta. Nos acostamos vestidos; sin embargo, no estábamos solos, entre todas las alimañas que nunca vimos ni oímos, un perro ladrador nos acompañó un largo rato bajo nuestra ventana, al igual que la cumbia. 
Con las primeras luces de la mañana nos dispusimos a bañarnos. Nunca logramos que el agua llegara al caño de la ducha, sí llegó al lavatorio, pero no era trasparente, inodora, ni insípida. Nos vestimos exclamando: “vamos rápido, no vaya a ser que con esta agua nos quieran preparar el desayuno”. Mientras yo cargaba cosas en el auto, desde el espacio destinado al tenedor libre, mi marido me dijo: “¡Vení! Si te lo cuento, no me creés”. Observé las mesas con platos sucios, ropa y calzado de niños y adultos tirados en las sillas; juguetes, botellas vacías, y ese olor rancio de la noche anterior. Mientras tanto, una mujer despeinada, envuelta con una especie de bata de toalla nos preguntó si necesitábamos algo. “Dejar la llave”, dijimos al unísono mientras casi corríamos hacia la salida. 
Antes de retomar la ruta, buscando un lugar para desayunar y lavarnos aunque sea la cara y los dientes, pensábamos que seguramente en ninguna fiesta griega hubo tantos olores desagradables, tanta suciedad, tanto descuido, tanta extravagancia, tanto desorden, tanta contaminación y tantas ganas de huir.


⇣  Adela

El aroma a café la despertó con la dulzura que el despertador nunca logró. Las chinelas la invitaron a ir a la cocina. Aceptó la invitación y con una sonrisa corrió las cortinas del living, abrió la alacena, sacó su taza preferida, un sobrecito de edulcorante y el plato con las masas vienesas que habían quedado de la noche anterior. 
Afuera, en el jardín, una rosa la saludó anunciando la próxima primavera mientras un colibrí se posaba en una rama. 
La naturaleza en calma y ocho horas de sueño lograron el milagro del descanso anhelado. 
Carola no sabía de pausas, su juventud no conocía los recreos. Días de adrenalina, corridas de un lugar a otro para buscar la nota. El celular y sus mensajes. Sabía que ser escritora de una revista no es para cualquiera, la creatividad no puede dormir. Hay que estar informado, actualizado, infoxicado. 
Mientras degustaba su infusión preferida, soñaba con las vacaciones en una playa con arena tibia, con el canto de las olas, con un sol que como la mejor batería cargaba su cuerpo de energía. 
Hacía mucho que no desayunaba sentada, que su mente no desayunaba sentada; con flores, colibríes, chinelas, paz. 
Nada es para siempre le recordó el sonido del celular. Su socia la llamaba. 
—Caro, sé que es tu día libre, pero debemos cerrar la edición de la revista y nos queda un espacio sin cubrir. ¿Podés escribir un artículo? ¡Dále, amiga! 
Se esfumó el aroma a café, la rosa miró para otro lado, el colibrí voló. En el plato ya no quedaban masas vienesas. 
"¿Sobre qué se escribe cuando uno está en calma, cuando vive el milagro de un descanso?", meditaba. "La abuela Nina hubiera respondido: 'Cosas de locos'”. 
La abuela volvió a ser su musa y le dictó: A los humanos nos piden que hagamos bien las cosas y que sigamos lo políticamente correcto y que hablemos con corrección y que seamos amables y que evitemos las agresiones y que maduremos y que… 
—¡Abuela!, ¡abuela!, ¿qué más escribo?


⇣  Susana

Ahí va, con su pollera floreada, larga hasta los pies, su blusa llena de puntillas y una capelina con un gran moño violeta. 
Juana se balancea con su paso inseguro. Los años pesan en su cuerpo, pero se niega a usar bastón. Todos se dan vuelta para mirarla por la excentricidad de su vestimenta. Parece sacada de una estampa del año 1950. Detenida en el tiempo, vive sola en la vieja casona del barrio. Allí nació y se crio. 
De una familia numerosa, sólo queda ella. Sus hermanas armaron sus propias familias y partieron a distintos destinos. Sus padres murieron. 
Y así, le ganó la soledad. Nada cambió en su casa. Mantiene todo igual. Entrar a ella es como entrar a un museo. 
Todas las tardes sale a caminar. Su mirada perdida, a veces canta por la calle. Los chicos se ríen y le gritan “Juana, la loca”. 
Un día, Celina, la más antigua del barrio, le contó al grupo de vecinas que murmuraban por lo bajo, la historia que Juana sufrió en su juventud. 
Era muy bonita. A los diecisiete años se enamoró de un forastero que vino a trabajar a una empresa de la zona. Alfredo era alto, atlético y muy buen mozo. Poco tiempo transcurrió para que formalizaran su noviazgo y luego planearan su casamiento. Los preparativos de una gran fiesta en el salón del club social. Todos los detalles: vestido, ajuar, el viaje de luna de miel y las invitaciones a familiares y amistades. 
Dos semanas antes de la fecha de la boda, Alfredo sacó pasajes hacia su provincia natal para ir a buscar a sus padres. 
Llegó el día esperado y Alfredo no apareció. 
Fueron vanos los llamados al número telefónico que él había dejado. Fueron vanas las cartas y telegramas enviados. La desilusión y el desencanto le ganaron a las lágrimas. La enajenación, al desconsuelo. 
A pesar de eso, aun así, sigue acariciando el amarillento vestido que cuelga en su ropero; aun así, todos los días revisa el buzón; aun así, acude corriendo cada vez que suena el teléfono; aun así, camina a la espera de verlo doblar la esquina. Aun así, se siente novia que espera a su amado; aun así, no deja de soñar.


  Alicia G.

Falta poco para el día del niño. Abuela me pide que vaya a su casa que tiene sorpresas. 
Cuando llega el domingo, mamá me lleva bien temprano. 
Día de fiesta para mí. Me divierto mucho cuando estoy con mis abuelos. 
La abuela, desde la ventana, saluda a mamá quien se va rápido para aprovechar el día con “tantas cosas que tiene que hacer”, como dice ella. 
—Abrí la puerta, Agustín —me dice abuela Jacinta. 
Cuando abro, una piñata se rompe y caen caramelos, chupetines y un mundo de papelitos de colores. 
—¡Qué susto, abu!, pero qué divertido… 
Y allí me doy cuenta de que la abuela tiene un sombrero con plumas, un vestido largo y zapatos de taco alto… 
—Abu, pareces una princesa… 
—Si “La princesa Jacinta Pinta Distinta” 
Después de juntar y comer, juntar y comer tantas y tantas golosinas, nos tiramos en el sillón a reírnos. 
Una música se escucha cada vez más cerca. De pronto, globos de colores se asoman por la puerta del patio. 
Y detrás de ellos, UN PAYASO que baila, canta al ritmo de la música y hace sonar un silbato. Me mira y me llama por mi nombre. 
Esa voz la conozco, pienso… 
—Abuelo, ¡Qué sorpresa! —grito. 
Jugamos, bailamos, damos vuelta carnero, rodamos por el suelo, reventamos globos. 
Abuelo Ramón trabajó en un circo cuando era joven. 
—No perdiste tus habilidades y tu buen humor —le digo. 
¡Qué linda mañana de juegos y anécdotas con mi abuelo! 
Jacinta, mi abuela, no nos deja entrar a la cocina mientras prepara la comida. “¡Es una sorpresa!”, nos dice. 
—¡Más sorpresas, abuela! Me duele la panza de tanto reírme. 
Cuando vamos a comer, la mesa está preparada con mantel de círculos brillantes, platos con dibujos y, en el centro, una sopera gigante con tapa dorada. 
—Abuela, SOPA NOOO… No me gusta… 
—Esta es distinta. Levantá la tapa —me responde. 
Cuando la alzo, una rana salta y comienza a brincar de plato en plato. 
No paro de reírme. —¡Abuela, ¡qué loquita estás! 
Sopa no tomamos ni comimos rana. La rana, a la que bautizamos con el nombre de Pancracia, la llevamos al jardín y nosotros disfrutamos milanesas con papas fritas. ¡Mi plato preferido! De postre helado de crema y chocolate con dulce de leche. 
Después nos tiramos en la alfombra a contar cuentos de monstruos, brujas, dinosaurios y otros que a mí me encantan. 
De pronto, escuchamos GRRR GRuajj ZUmm y… allí lo vimos: el abuelo acostado en la alfombra, roncando como un rinoceronte. 
A la tarde, cuando me despido, los abrazo fuerte, fuerte y les pido que pronto organicen otra fiesta tan linda como la de hoy aunque no sea el día del niño. Porque el día del niño es cada día con abuelos como los míos. 
Mamá, al llegar a casa me pregunta cómo fue mi día y cuál, la sorpresa. 
—Uy, mamá, fueron tantas cosas… Había piñata y caramelos y globos y colores y helado y lo más, lo más, lo más lindo ver a la abuela vestida de princesa y al abuelo de payaso. 
—¡Qué divertido! ¿Verdad hijo? 
—¡Sí, mamá! Más qué divertido, fue una COSA DE LOCOS.


⇣  Alcira

Para festejar sus veinticinco años de casados, mis padres organizaron un segundo viaje de bodas. ¡Mi alegría tocó el cielo! Estaba planeando cómo pasar dos semanas solo en el departamento: juntada con amigos, play, comer y dormir, cuando escuché que alguien me decía: “vos te quedás en la cabaña del río”. Me desarmó todo el proyecto, y agregó: “aprovechá a ordenar el cuartito de los recuerdos”. La que llaman “cabaña” es un rancho que levantó el abuelo hace mil años. El “cuartito” es un galpón para guardar porquerías viejas. 
Esto pasó hace más de una semana, quedan pocos días, no tengo alternativa. Allá voy… lo primero que veo es un cuaderno rosa, adornado con flores descoloridas. Es el diario íntimo de mi abuela. Dice: “querido diario, hoy conocí a mi príncipe azul…” ¡Puaj!, lo guardo en el último estante. 
Pilas de revistas El Gráfico con hojas amarillentas. Seguro eran del abuelo que se las dejó a mi papá. Ocupan todo el estante de arriba. Encuentro un libro de poesías de Gustavo Adolfo Bécquer ─no sé quién es─, tiene una dedicatoria: “Para mi amada con amor de Joaquín para Elvira” ─mis papás─, esta pavada va a otro rincón. 
Me llama la atención una caja blanca rodeada de cintas, tiene un vestido de novia. Supongo que era de la abuela o de una tía vieja. Hay muñecas Barby en un cajón enorme, que serían de mi hermana mayor. Las telas de arañas abundan junto a pelotas de todos los tamaños. Sillas de mimbre grandes y chicas, lámparas, cuadros, máquinas de coser y tejer que voy acomodando como puedo. ¡Yo tiraría todo y armaría una sala de juegos con pantallas gigantes en las cuatro paredes! ¡No entiendo para qué guardan tantas cosas inservibles! 
Mañana regresan, sólo falta bañarme, ¡mi mamá tiene un olfato bárbaro! Podré volver a mi play con mis compañeros, en el departamento del centro. ¡Ojalá se acuerden de traerme un buen regalo! 
Me levanto temprano, lo primero que recibo es un mensaje: “¡Estamos geniales, nos quedamos una semana más!, emoji… emoji… emo…” 
¡Desperté tirado en el suelo, creo que me desmayé! ¡Adiós a toda mi planificación! ¡Me bañé para nada! ¡Esto es inhumano! ¡Ni play, ni amigos, ni regalos, ni nada por lo que valga la pena vivir!


   Josefina

Rosita era una pequeña muy curiosa. 
Por sus cachetes rosados salía la vehemencia por descubrir, por investigar. 
Rosita, no era su verdadero nombre. La llamaban así por la característica en su cara. 
Vivía en un barrio de inmigrantes. 
Las viviendas tenían terrenos extensos. Con animales domésticos, huertas y... no faltaba el colorido y perfumado jardín. 
En primavera se levantaba muy temprano. Antes de ir al cole corría hacia el fondo de su casa. 
Allí estaba todo lo que a ella le gustaba: cortar el trébol y dárselo a comer a los conejos; husmear a mamá coneja con sus nuevas crías; revolear el trigo por los aires para las gallinas y sus pollitos; regar alguna planta; frotar sus manos en las aromáticas y correr a ponerse el guardapolvos para no llegar tarde. 
Pero, había algo más inquietante que la distraía antes de irse para sus obligaciones escolares. 
Detrás del cerco de alambre, cuatro chapas techadas con una ventana y una puerta eran la mirada de ese misterioso hombre. 
Alto, flaco de mirada ausente con unos ojos de un azul profundo. 
Ella había escuchado cuchichear en el vecindario que lo llamaban "El Rompecostillas". 
En su cabecita se atropellaban las preguntas: “¿Tendrá el patio lleno de huesos?, ¿a quién se los habrá roto?” 
Era pacífico. Cuando lo espiaba entre las plantas, sentado en una vieja silla leía un libro gordo y voluminoso. También rezaba. Una a una pasaba las cuentas de un rosario. 
Otra cosa la sorprendía: las plantas de zapallos frondosas, con grandes calabazas. No veía que las regara. “¿Cómo habrán crecido? ¡¿Gracias a sus plegarias?!” 
Pasaron los días. La escena siempre la misma. Rosita no pudo descubrir el misterio del personaje del fondo. Nadie le contaba nada. Ella tampoco preguntaba. 
Una noche, durante la cena escuchó que se tenían que ir de la ciudad a la Capital. 
Por razones de trabajo de papá, dijo su mamá. “¡Un departamento! ¡Qué tristeza!” 
Pasaron los años. Algunos recuerdos se borraron, pero la imagen de ese hombre sin identidad, sin familia quedó grabada en Rosita. 
Un día surgió un viaje inesperado al lugar de su infancia. ¡Era la oportunidad! Develar algunas dudas. 
Ella pidió permiso y entró a su añorado patio. Corrió en busca del fondo. Todo era distinto. El lugar se había convertido en un country. Las huertas, los animales... ya no estaban. 
Perros de raza, canteros de cemento con azaleas, piletas de natación y un tapizado de verde césped. 
Una imagen inolvidable rayó su ángulo ocular, y pensó: "aunque no conocí tu identidad, aunque perturbaste mis sueños, aunque fuiste un misterio y te fuiste sin familia, y te depositaron entre los muertos... sin epitafio".


⇣   Matías 

Dudé en venir a la fiesta de Richie. Soy un poco tímido para relacionarme, principalmente con las mujeres. No son mi fuerte. Pero es viernes, hace mucho que no salgo y, además, él siempre fue muy copado conmigo. Me ayuda con álgebra y otras materias. Soy un tronco con los números. 
No sabía que vive en este barrio, no vine nunca por acá. Está un poco alejado, menos mal que papá me prestó el auto. 
A decir verdad, no sé mucho de él. Nos conocimos en la Uni. Estudiamos informática, es extrovertido, le gustan las fiestas, se chamuya a la profe de sistemas. 
Se ve todo tan tranquilo por fuera, no se escucha ni un ruido, ¿habrán llegado los primeros invitados? 
Al bajar del auto, la noche se siente como aquellas que anuncian la llegada de los climas más cálidos. 
El sonido del timbre de la casa es sublime a mis oídos, es como una melodía clásica. 
Richie abre la puerta. Me recibe entre risas y abrazos. Me agradece por venir. De hecho, me dice que no pensaba que fuese a hacerlo. Y tiene razón. 
¡Qué hermosa es su casa! ¡Tiene hasta un piano! ¡Qué maravillosa decoración, qué lujo! 
Estoy sorprendido. Escucho música, pero no veo a nadie. Le pregunto dónde están todos, y señala hacia el fondo. Es el quincho. De adentro, las luces de colores dibujan extrañas sombras. 
Con cada paso, mi corazón se acelera. Siento un calor que recorre mi cuerpo, que destella como el mar contra las rocas y se desnuda en mis mejillas, ruborizándome. Siento vergüenza al estar con desconocidos. Mi frente evapora las ideas y percibo algunas gotas de sudor. 
Entramos. Las penumbras disimulan mi condición. Sonrío y miro alrededor, buscando alguna mirada cómplice. No conozco a nadie. En el medio hay una mesa larga, me dirijo hacia ella. Está repleta de bebidas. Algunos platos tienen pizza; otros, frituras de las que, generalmente, evito comer. Hoy voy a hacer la excepción. Tengo hambre. Agarro una porción de pizza, está calentita. Le doy un mordisco tal que el queso y la salsa se deslizan hacia un costado, y cae un poco sobre la lona de mi zapatilla blanca. Me río, contagiando a algunos invitados que están sentados en sillas cercanas. Tomo una servilleta y limpio el enchastre, aunque permanece el lamparón. Aprovecho el clímax de confianza y me acerco a quienes rieron conmigo. Todos visten muy bien y huelen delicioso. Qué nivel el de Richie, parece gente del “jet set”. Mujeres de portada de revista y hombres hermosos. Soy como un sapo de otro pozo. 
Mientras bebo, indago con curiosidad acerca de sus vidas. En ese grupo, hay un contador, una empresaria, un despachante de aduana y una artista plástica. 
—¿Cómo conocieron a Richie? —les pregunto. 
—¡En una fiesta! —respondieron casi al unísono. Me cuentan que Richie es como un relacionista público, su carisma compra a todo el mundo. Me resulta extraño que no haya nadie de la Uni. 
Con cierto brío, Richie se acerca, como exaltado. Nos pregunta si todo está bien, si estamos disfrutando. Me abraza y siento en mi oído cómo su chicle chasquea dentro de su boca. Tiene una manera de masticar… mueve la mandíbula, a lo canchero. El contador le dice que se ponga los lentes. Me resulta una completa estupidez, ya que no estamos a la luz del sol. 
Echo un vistazo alrededor, hacia otros invitados. Mejor voy a refugiarme en lo seguro y quedarme con esta gente que estoy hablando. Después del cuarto vaso de cerveza ya no sé cómo voy a hacer para volver a mi casa. No estoy acostumbrado. ¿Y si me hacen alcoholemia y me secuestran el auto? ¡Papá me mata! Mejor voy a comer, así compenso el nivel de alcohol que hay en mi sangre. 
Las amistades de Richie se ven efusivas y alegres. Son raros. Tienen tics nerviosos. La artista se toca la nariz constantemente. A la empresaria, parece que se le salen los ojos y habla a los gritos. El de la aduana no se queda atrás, salta con la música. 
Richie toma un micrófono y comienza a dar unas palabras de agradecimiento. Los invitados vitorean su nombre. Le hago un fondo blanco al vaso de cerveza. Creo que ya me voy. 
¡Amigos y amigas! ¡Es momento de dar inicio al espectáculo de esta noche! ¡Demos la bienvenida a Los Desfachatados
¿Espectáculo? La música se eleva. Suena Village People. Ingresan al quincho unos personajes que parecen salidos de un circo sádico. Enanos con látigos; mujeres disfrazadas con corsé, tan ajustados que parecen avispas y llevan medias de red (eso me excita); hombres con el torso desnudo, con los abdominales marcados y pantalones de cuero; malabaristas en monociclo, haciendo su acto con grandes penes de goma. Todo se vuelve un éxtasis, mientras los miembros de la obra interactúan con los invitados. Los enanos juegan, dando leves azotes a las piernas y nalgas. Todo es risas. Las mujeres avispa, coquetean con los hombres. Una de ellas se acerca a mí, me toma por sorpresa y pone su mano en mi entrepierna, mientras me pasa la lengua por la oreja. Me provoca una erección muy fuerte. Tengo deseo de partirla en dos, como ese corsé que lleva puesto. Me sorprendo de mí mismo y de mis pensamientos. Debo estar ebrio, me siento algo mareado pero el show esta bueno. Prefiero quedarme. 
Los hombres con el torso desnudo bailan, ostentando sus abdominales con las invitadas, y lo hacen de una forma tal, que los roces sacan chispas. 
Los malabaristas son más osados. Van pasando sus penes de goma por la boca de las mujeres y por las nalgas de los hombres. A mí no me gusta, pero como todo es parte de un show, me dejo llevar y sonrío. 
Todos parecen salidos del manicomio. Richie está en cuero, con lentes, mascando chicle, transpirado y con un trago en la mano. Lo rodean mujeres hermosas. Algunos invitados permanecen interactuando con Los Desfachatados; cada vez, con más lujuria. Voy a tirarle onda a la artista plástica. Me gusta el arte, y creo que caería bien en casa si llegara a ser mi novia. Se mueve sin parar, es como una medusa. Masca chicle, fuma, bebe, baila. ¡Qué linda es! Bebo un largo trago de cerveza. 
—¡Qué buena se puso la fiesta! —busco su atención. 
—¡¡Si!!, así son las fiestas de Richie —me dice sonriendo. Pero vos estas muy tranquilo, tengo algo que te puede hacer entrar en sintonía. Me lleva a un costado, ¿me dará un beso? 
—¿Dulce o truco? —me pregunta. Si le digo dulce, ¿me dará el beso? Y si le digo truco, ¿con qué se saldrá? 
Me quedo mirándola y ella repite, espera mi respuesta. 
—Dale, nene, ¿dulce o truco? 
Opto por la primera opción, así me aseguro el beso. No voy a negarme, aunque tenga ese sabor asqueroso a cigarro. Pero mi sorpresa es aún mayor cuando saca de su tan delicada cartera, una latita, chiquita y rectangular. 
—¿Tomás? —me pregunta, mientras me pasa su vaso. 
—Sí, gracias. 
¡Estoy tomando un montón esta noche! Mientras doy un sorbo, la escucho dar una profunda inhalación. Se toca ligeramente la nariz. 
—¡Ahora te toca a vos! —agarra mi vaso y me da la latita. Observo el interior. 
—¿Qué es esto? —pregunto. 
Se ríe a carcajadas. Le sigo la corriente, aunque sin entender. 
—¿De verdad, no sabes qué es? —pregunta, con sorpresa e indignación. 
—No... —respondo, con denodada inocencia. 
—Es cocaína, pero de la buena. Pura. Richie no anda con giladas. Entonces, ¿De dónde lo conoces? 
—Lo conozco de la Uni, estudiamos juntos — estoy desconcertado, es evidente que él no es un mero estudiante. 
Ella se ríe. 
—Richie es un genio. Probá. Siempre hay una primera vez en la vida para todo. 
Dudo. Es cierto lo que ella dice, pero tengo tantos tabúes que me están taladrando: que las drogas son malas, que son adictivas, que te matan. ¿Y si lo hago una vez y ya está? Sólo por esta noche. Después de todo, hay que vivir las experiencias. 
—¿Cómo se hace? —le paso la latita, para que me muestre. 
—Así, mirá —inhala nuevamente. Se limpia la nariz y me pasa la cajita. Introduzco el tubito en mi nariz e inhalo, tan fuerte como ella hizo. De pronto, mi garganta se cierra y siento una hiel que la recorre. Me sugiere que beba un sorbo de su vaso, “para bajarla”. Siento los dientes sensibles. Mi mandíbula comienza a temblar, y no es por causa del frío. Sin saber cómo, me siento efusivo y alterado. Quiero hablar con todos, joder a los enanos, tener sexo con la mujer avispa. Siento ganas de hacer cosas que, hasta el momento, no se me habían ocurrido. ¿Habrán estado dormidas todo este tiempo? Parece que no es tan malo esto, después de todo. Ahora, siento la fiesta a flor de piel. Todo es perfecto. Esta es una noche soñada. 
De repente, se abre la puerta del quincho. Escucho gritos y disparos. ¡Todo el mundo al suelo! ¡Policía! ¡Bang, bang! ¡Nadie se mueva! 
La música suena. En mi posición fetal, comienzo a dar arcadas. Vomito. 
—¡Señor Ricardo Bonifatti! ¡Levántese con las manos detrás de la cabeza! —increpa un oficial. 
Richie se levanta, boquiabierto, con los lentes torcidos. 
—¡Su domicilio tiene orden de allanamiento! Usted se encuentra imputado por hechos que lo relacionan con lavado de dinero y narcotráfico, y liderar la banda de Los Desfachatados. Queda detenido, junto con todos los aquí presentes.
¡¿Quééé?! ¡¿Van a llevarme?! ¿Y voy a quedar detenido? ¿Y el auto de papá? ¿Y mi carrera? ¿Y mi vida? Y ahora, ¿qué hago? 
¡Mierda!, nunca debí haber venido.


⇣ Alicia M.

La familia Fracaselli arribó en pleno al lujoso hotel. Un golpe de suerte hizo que mamá Fracaselli ganara una estadía de fin de semana para cuatro personas en el Gran Hotel Luxor. Papá Fracaselli, muy pragmático, propuso recibir el dinero, ya que la familia estaba compuesta por cinco miembros. Antes de que su esposa dijera algo, afirmó que por nada del mundo dejaría a su anciana y frágil madre sola en casa. Su media naranja se tragó su opinión acerca de lo anciana y frágil que podía ser su suegra y aceptó que pagaran una estadía más para la susodicha. 
La llegada fue memorable; los atónitos empleados jamás los olvidarán. Los retoños Fracaselli, Marisa de siete años y Robertito de diez, entraron como una tromba e hicieron sobresaltar a los huéspedes. Los adultos, cargados de valijas, saludaron dando grandes voces muy alegres. Tuvieron que dividirse en tres grupos para subir por el ascensor. Mamá, Marisa y tres valijas, por un lado; papá, Robertito, dos valijas y un bolso, por el otro. Ultima, la abuela Fracaselli, sin valijas, pero apenas entraba en el ascensor. 
Todos, de muy buen apetito, invadían el comedor; los mozos apenas daban abasto con sus pedidos. Tuvieron que conseguir una silla especial después de que la abuela inutilizara dos al sentarse. Cuando llegaban a la piscina, los demás huéspedes se retiraban, algunos discretamente, otros huían francamente despavoridos; ya que la abuela enseñaba a los nietos a tirarse al agua haciendo bomba. 
A las excursiones del hotel fueron una sola vez. Los niños se perdieron y hubo que buscarlos con la policía. Desde el conserje hasta el botones ponían los ojos en blanco, extenuados, cada vez que los veían pasar pidiendo servicio a los gritos. 
Llegó el fin de la estadía para alivio de los sufridos empleados. La familia depositó el equipaje en el vestíbulo, sospechosamente más abultado que cuando llegaron. Mientras dejaban la llave y firmaban el retiro se oyó cómo una valija se abría de golpe. El piso quedó alfombrado por dos batas y un par de chinelas y cinco toallas y tres fundas y un juego completo de sábanas. Todo con el logo del hotel. 






1 comentario:

  1. Los chicos del Taller le avisamos a la Primavera que el lunes nos tiene que acompañar.

    ResponderEliminar

Por favor, nos gustaría que nos dejasen su opinión. Así seguimos aprendiendo y compartiendo con ustedes. Gracias.