Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 29 de agosto de 2020

Decimoctava consigna en cuarentena


Ser o no ser, esa es la cuestión. 

Febrero. El calor se hacía sentir en el aire, en la piel. 
A Juan le gusta el sol, el clima de esta estación, pero ese día se sentía fastidioso. Después de las vacaciones, siempre el regreso al trabajo era un sufrimiento. Cambiar los días de playa por la rutina de madrugar, ir a la escuela a preparar y acondicionar el edificio antes del regreso a clases era arduo. 
Cuando llegó se encontró que ya estaba Patricia, la otra portera, su compañera de equipo. Se conocieron hace ocho años, cuando fueron designados a ese colegio secundario. 
Patricia era un poco mayor que él, se hicieron amigos y confidentes. Ella tenía una personalidad imponente. Cuando opinaba sobre algo era mejor no contradecirla. En su parloteo constante iba de un tema al otro. No obstante, de algo no se hablaba: de religión. Sabía que Juan era un ateo empedernido. 
Después de las labores de limpieza del día, al llegar el mediodía, se prepararon unos mates con unas galletas que había llevado Patricia. 
Para distraerse, mientras esperaban la llegada del personal, Juan se dirigió a la pieza del fondo que oficiaba de biblioteca, a buscar un libro; su pasión era la lectura. 
Empezó a recorrer con la vista la repisa. Algo llamó su atención. En un rincón estaban tirados desordenadamente los mapas y, entre ellos, el esqueleto que usaban en clases de anatomía. 
Al ponerlo de pie, se sobresaltó al ver que le faltaba la cabeza. Buscó y buscó y nada. 
Corrió a la cocina a contarle a Pato y ella reaccionó rápido: —Los chicos de quinto año… en la estudiantina de fin de ciclo. ¿Te acordás que representaron Hamlet? 
—¡Qué atrevimiento! ¿Qué habrán hecho con ella? Tenemos que dar aviso a la directora, ya está por llegar. 
En ese momento, desde el noticiero de Radio Rosales informaban que unos chicos encontraron en un terreno baldío que usan como canchita, una calavera. 
En el lugar se había hecho presente el patrullero y la cámara de PAV. El vecindario se había agolpado y hacían conjeturas. 
Ahora, la cuestión es: ser o no ser osado para ir a buscarla. (Susana)


El secreto de mi altillo 

Curioseando en el baúl de los recuerdos, donde durante años mi familia guardó objetos que le llamaban la atención, encontré un libro deteriorado, no obstante, bastante actual. Era un tratado sobre anatomía humana, escrito por el doctor en medicina Peter Großvater. 
Según dice su biografía era alemán, nacido en el siglo pasado, ateo, con una personalidad problemática, rebelde. Caprichoso, celoso, egoísta y autoritario. Parece que su sufrimiento familiar lo convirtió en un ser retraído y antipático. Vivía solo, apartado de la sociedad a la que aborrecía por considerarla superficial y materialista. 
Unido al tomo se encontraba una pieza del cuerpo humano: una calavera. En ella escribió de su puño y letra: “Fui lo que tú eres, serás lo que soy”. Tratando de conocer más sobre este insólito asunto, profundicé mi investigación sobre el escritor. En su larga vida fue padre de varios hijos de tres matrimonios fallidos. Uno de los niños falleció por causas naturales, algunos desaparecieron de su vida por seguir a sus madres, otro, tuvo un accidente fatal cuando era jovencito. Lo extraño fue que, al momento de sepultar a este último, al cuerpo le faltaba el cráneo. Se dice que lo conservó como testimonio de en qué se convierten las personas cuando todo deja de tener sentido en el reino de los vivos, aunque otros aseguran que la locura lo dominaba y no tenía control sobre sus actos. 
Sea cual fuere la verdad y por respeto a este hombre atormentado por sus desdichas, guardé con mucho cuidado el cráneo y el libro en una caja especial que, aún hoy, mantengo en un lugar destacado de mi altillo. (Alcira)


Secular 

Nadie entenderá la amargura que me produce ver espíritus que transitan con regocijo por la vida. Personas que ríen, abrazan, bailan, cantan y lloran de emoción. Quisiera ser uno de ellos, me esfuerzo ante un pesimismo que me doblega. 
¿Quién entendería eso? ¿Cómo trascender este sentimiento? Muchas veces pensé en dejar escrito los aspectos más lúgubres de mi personalidad y que la humanidad entera me conozca. No obstante, una pieza literaria de un don nadie no podrá propagarse más allá de una biblioteca de utilería. 
¿Cómo consolar mi razonamiento ateo? No creo en deidades, jamás creeré en un ser intangible, creador de un mundo de felices y desdichados. 
Lo que sí tengo claro es que cuando el corazón deje de latir, mi paso por la tierra sólo quedará en memorias de aquellos que alguna vez me apreciaron y aborrecieron. Esos recuerdos intransferibles morirán con cada uno de ellos. 
Pensar eso aumenta mi angustia. Quiero que generaciones y generaciones reflexionen acerca de mi existencia, de la huella que dejé y que tengan claro que sufrí. 
No aspiro a morir con un cuerpo arrugado, cargado de dolores y recuerdos que anhelen un pasado que jamás volverá, ni morir entre sábanas hospitalarias. 
Por qué dejar un cuerpo que pase desapercibido en incautos profanadores, cuando un agujero en el cráneo hablará más que mil libros escritos por mil hombres que jamás nadie conocerá. (Martín)


Encuentro 

Hacía tiempo que no lo visitaba. Tenía ganas de verlo. No obstante, el rechazo era un presentimiento. 
Disentíamos ideológicamente, lo que creaba rispideces. Conocer su personalidad autoritaria era un motivo más de distanciamiento. 
Tomé coraje. Saqué el auto del garage y rumbeé hacia su casa. 
Me recibió con una sonrisa sarcástica. Tenía un libro en la mano izquierda. Su dedo índice entre las hojas. Como siempre, haciendo alarde de su intelectualidad. 
—¡Hola! —dijo. 
Con sufrimiento contesté su saludo. Le extendí la mano, la cual apretó con sinceridad. 
Entramos a una pieza grande, tipo loft. En ella estaba diagramada toda su vivienda: el lugar para dormir y la cocina, el baño… sí, separado por una puerta cerrada. 
Lo que más me llamó la atención, el espacio dedicado a su sala de estar donde había una gran biblioteca. Libros clásicos, antiguos, modernos y contemporáneos. Además, adornos sofisticados de los países recorridos. 
En el medio de un estante, al lado de un globo terráqueo lucía (si se puede decir lucía) una calavera. Mi vista se fijó en la inscripción (premonitoria) de la frente: "Fui lo que tú eres... serás lo que soy".
—¿Y eso? ¿Es un ancestro? —pregunté. 
Una mueca desagradable se dibujó en sus labios. 
—Es mi tatarabuelo —dijo y siguió —, estoy estudiando a través del ADN de los huesos, sus pensamientos, los cuales parece que eran muy revolucionarios. 
—Y… ¡¿se puede?! —contesté con asombro. 
—Parece que hay nuevas teorías científicas que son certeras. 
Me llamó la atención que afirmara ser un cínico creyente o un ateo crédulo. ¡Era un buen teólogo! 
Las contradicciones y escepticismos lo llevaron a hacer un estudio exhaustivo de las emociones con la observación de los huesos. 
Desconcertado ante tal actitud, tomé las llaves de mi auto y me despedí. 
"¡Está totalmente loco!", pensé. (Josefina)


Se me viene a la cabeza 

“La vida es una moneda, quien la rebusca la tiene”, canta Juan Carlos Baglietto en la radio. 
“¡Cuánto hacía que no escuchaba esta canción! ¡Era 1982, me acuerdo bien, mi primer año de universidad!”, piensa Néstor mientras prepara su desayuno. 
Como un dominó los recuerdos empiezan a traer otros: Alejandra (su novia de entonces) y las peleas originadas porque él es ateo; Marcela, Patricia, Toto y José (amigos de las salidas); Ricardo y Pablito (los amigos que conoció en tercer grado y continuaron siéndolo hasta ya grandes, donde eran convivientes y compañeros de clase); ¡el departamento!, ¡mezcla de olor a patas y hamburguesas!, como decía su madre cada vez que lo iba a visitar. 
De la universidad casi no se acuerda, uno a uno fueron abandonándola y ninguno realizó lo que soñaba en ese momento: Alejandra quería ser Psicóloga y terminó recibiéndose de kinesióloga; Marcela estudió peluquería, pero puso una boutique y allí sigue; Patricia cambió la psiquiatría por la abogacía; Toto, José y él fueron abandonando sus proyectos de neurología cuando pusieron una confitería, y terminaron peleándose. No se vieron más. ¡Ahora se da cuenta de cuánto les preocupaban las cabezas! Sonríe mientras revuelve el café. 
La canción finaliza, no obstante, el dominó de las remembranzas continua... La pieza que compartían los tres, esos cubrecamas horribles que hizo la madre de José, las sillas todas diferentes, los muebles improvisados, ni un libro de medicina y sobre la cajonera: ¡Briggitte!, ¡una calavera que como buenos estudiantes de medicina debían tener! La habían conseguido en el cementerio sobornando al guardia. Era la habitante femenina del hogar y la destinataria de todos los chistes, sobre todo cuando se cuestionaban para qué la tenían; mientras duró la aventura, nunca la usaron. Solo fue útil para la despedida de Pablo de la universidad, el primero en desertar. Esa noche le grabaron la inscripción “Fui lo que tú eres... serás lo que soy", con un pequeño torno que llevó Susana, la mujer de la personalidad excéntrica, exalumna de bellas artes. 
Al finalizar el desayuno, pone el disco completo de Baglietto, Tiempos difíciles; el debut del rosarino en un momento histórico para el país, etapa de hondo sufrimiento que aún perdura. ¿Se siente melancólico?, ¿o ya es un viejo repasando su vida? Se dispone a leer el diario. “¡Cosas de viejo!”, piensa, pero se consoló con que al menos lo lee en formato digital y no en papel. 
En primera plana, una foto de Briggitte en el basural. No hay dudas de que es ella. Las calaveras tienen el privilegio de no envejecer. ¿Cómo llegó hasta allí? No recuerda dónde estuvo todos estos años. No puede dejar de observarla como si le fuera a confiar el secreto de qué hace en ese lugar. 
"¡Nada es casual en esta vida!", se dice a sí mismo. 
Dos botellas de gaseosas la rodean: una de la más deseada y renombrada marca; la otra, la más popular por económica. En el otro extremo, unas semillas de paraíso parecen indicar que es allí donde está, y que en ese lugar… también hay opciones. (Fabiana)


Cosa nostra 

Los truenos sonaban muy fuertes y las gotas de agua golpeaban la chapa con furia. La tormenta había llegado antes de lo previsto. No obstante, ahí estaban Chicho y Camila en la pieza. Uno, enroscado en la alfombra de tejido incaico. Y ella, recostada en la cama mientras ojeaba un libro. Las fotos antiguas habían quedado sobre la mesita de luz, más tarde las guardaría en el baúl. 
La casa de su abuelo era vieja, de paredes gastadas y pisos de cemento. La había heredado recientemente y se estaban acostumbrando a sus olores y ruidos. Ese fin de semana lo pasarían allí. Luego de un largo sufrimiento su abuelo había partido. Aunque era ateo, la familia ofició una misa en su nombre en la capillita del barrio. La ceremonia de despedida había sido simple. Muy poca gente había asistido, debido a la personalidad conflictiva del abuelo. 
Eran las seis de la tarde de un día más, ninguno imaginó jamás que vivirían lo que sucedió. 
Chicho comenzó a raspar con desesperación la puerta del frente para salir. Aún llovía. Camila alcanzó a ver por la ventana del living la silueta de un hombre corpulento de cabello largo, que subía a un vehículo y se alejaba con mucha rapidez. Eso llamó su atención. No era común ver autos por la zona, ya que la casa se encontraba en un área rural. Solo se accedía por caminos vecinales. Su abuelo le había contado que la gente del pueblo solía tirar la basura en un montículo cercano. Y en más de una ocasión había corrido a escobazos y puteadas a los desubicados que llegaban con desperdicios. Abrió la puerta y el perro salió disparado hacia la entrada del terreno. 
— ¡Chicho!, ¡Chicho…! —gritó preocupada. Era un cuzco pequeño pero muy aguerrido. Lo persiguió en su huida hasta llegar al camino por donde se había alejado el auto misterioso. Se detuvo en una loma para reponer el aire; reconocía que su estado físico era deplorable. A lo lejos, Chicho ladraba embravecido a un punto fijo. “¡Qué perro loco!”, pensó. Y continuó avanzando. 
En algún punto entre la loma y Chicho: —¡Aaah! —gritó asustada y a la vez sorprendida. Su perro traía en la boca un cráneo. Apuró el paso y lo tomó con cautela. Su estudio en medicina forense le había enseñado a preservar la escena. De inmediato llamó a la policía científica y en menos de una hora el predio se había convertido en el escenario de una película. Reflectores y luces policíacas habían convertido el lugar en una ciudad iluminada. Los rumores viajaron y rápidamente llegaron varios periodistas, el canal de televisión local, y mucha gente del pueblo a chusmear. Ni la llovizna los había detenido. 
La zona estaba acordonada, los especialistas habían hallado otros huesos además del cráneo que traía inscripto: “Fui lo que tú eres… serás lo que soy”. Algo resonó en ella. La investigación se había extendido hasta altas horas de la noche. Camila se sentía en su salsa, estaba recién recibida y aún no tenía trabajo. Pero todo ese despliegue le encantaba. Aunque eran circunstancias poco comunes, ella continuaba aprendiendo. 
Al otro día su cabeza seguía inquieta, aquella frase le resultaba conocida… 
Abrió la computadora y en primera plana del diario digital apareció su Chicho. Era la noticia del momento. De pronto: 
— ¡Ya! —dijo eufórica y saltó de la cama. Corrió al baúl de las fotos y allí estaba: un poco amarillenta por los años, la foto de su viaje a Florencia en familia. Habían sido unas vacaciones extrañas. Desde Sicilia, donde estaba la familia del abuelo, habían viajado en avión hacia la esplendorosa Florencia de un día para otro. Y con la excusa de conocer, la habían paseado por varias capillas. 
— ¡Acá! —señaló, sobre la prueba. Sonrientes, frente a la basílica Santa María Novella, su madre, su abuela y ella. Recordaba que en una de sus paredes había leído la inscripción. Más atrás, su abuelo había quedado retratado hablando con…. ¡ese hombre! El corpulento de pelo largo, pero más joven… (continuará)   (Silvia)


Caña quemada

El 31 de julio, luego de un encierro prolongado, puro sufrimiento, me decidí. Mis neuronas se cansaron de estar presas, querían salir. Preparé la bici, el casco, las calzas, las zapatillas. 
Unos días antes mezclé en una petaquita un poco de caña con ruda porque, aunque no creo en esas cosas (soy medio ateo para todo lo relacionado con creencias), con probar no se pierde nada. 
Confieso que esa noche no dormí. Estaba hambriento de sol, sediento de aire. Me levanté temprano, tomé unos mates, comí las galletas que me trajo la vecina y le dije a Clotilde: allá vamos. Clotilde es mi bici. Los que vivimos solos les ponemos nombre a las cosas que queremos para darles personalidad. 
La vereda me recibió sonriendo, adivinó mi felicidad y no quiso desanimarme. Hacía rato que no me veía. 
Pedaleé hasta los molinos. Apoyé a Clotilde en un tronco para que ella también descansara y me senté sobre unas ramitas. Saqué la petaca, tomé un sorbo y creí visualizar a la ramita de ruda bailando. Ya me hizo efecto, pensé. 
Seguí con los sorbitos hasta que, sin darme cuenta, la ramita quedó sequita, ya no nadaba en el líquido que antes la acompañaba. Cuando subí a la bici mi equilibrio ya no era el mismo, las manivelas del volante se me escapaban, el espejo estaba como empañado. 
Soy valiente y arranqué. Supuse que la falta de entrenamiento era la culpable de que los pedales no respondieran según lo acostumbrado, pero no obstante y haciendo algunas eses, avancé. 
Llegué al basural, ¿alguna vez entraron? Cuando era chico me gustaba revolver en los contenedores para encontrar chatarra y hacer artesanías. Volví a mi niñez. Me acerqué al hombre que está en la entrada y le pedí permiso para entrar a chusmear. Algo debía conocer de gente rara porque sin hablarme me hizo una seña con la mano para que pasara. 
Unos perros rompían las bolsas y sacaban comida. Una señora con algunos chiquitos clasificaba objetos. Las hojas de un libro volaban mientras yo, embelesado, veía la miseria que me rodeaba. Unos pájaros me distrajeron y mi pie derecho chocó con algo. ¡Soy un soñador! En vez de mirar qué era, cerré los ojos, me agaché y palpé la pieza. Con mi mano izquierda toqué algo redondeado mientras dos dedos de la derecha se introducían en dos agujeros de la otra cara de la pieza. Pensé: una bola de bowling. Alguna vez jugué y gané un campeonato en Pirámide. 
El olor del lugar, los efectos de la caña y el llanto de uno de los chicos me devolvieron la lucidez. Miré al objeto que descansaba a mis pies y mi boca dibujó un círculo mientras gritaba, creí que gritaba… 
¡No tomo más! ¡No tomo más! ¡Olvidáte de mí, Pachamama! Por culpa de la caña vi un cráneo, toqué un cráneo, metí los dedos en un cráneo. ¡No tomo más! ¡Adiós Clotilde! (Adela) 


Respeto

El profesor de traumatología era ateo. Muchas veces lo comentó en clase. No obstante, su personalidad denotaba bondad innata. Era de esos seres que uno amaba y respetaba con sólo conocerlo. Descendiente de judíos sobrevivientes al exterminio, tal vez aprendió desde niño lo que era el sufrimiento y el desarraigo. 
Nosotros éramos jóvenes. Nos llevábamos el mundo por delante, llenos del vigor y desenfado propio de la edad. En cada práctica, el doctor Goldman pacientemente nos señalaba cada uno de los huesos de un esqueleto natural, armado y unido con alambres pieza por pieza, ubicado en una esquina del laboratorio. 
¡Cuántas bromas surgieron en esas horas! Colgábamos y acomodábamos de todo en la pobre osamenta. Bufandas, libros, gorros, cigarros y otras cosas "non sanctas" inimaginables. 
Una tarde, al entrar en el aula, algo nos llamó la atención. El profesor estaba escribiendo algo en el cráneo de nuestro amigo descarnado. Cuando terminó, y mientras íbamos a nuestros lugares habituales, pudimos pasar y leer la inscripción: "YO UNA VEZ FUI COMO ERES TÚ. TÚ ALGÚN DÍA ESTARÁS COMO AHORA ESTOY YO". 
A partir de esta simple frase, el querido y siempre recordado catedrático nos dio una lección sobre el respeto, la cual jamás olvidamos en nuestra vida. (Liliana)


Apariencias

Gerardo era un ser cargado de misterio. Con frecuencia se veía acosado por sus memorias, recuerdos de una infancia estricta y rígida. Entre castigos y sermones, su personalidad fue dando forma a un joven inseguro, desconfiado y tímido.
Nació en el seno de una familia religiosa, donde todas sus acciones eran observadas por los ojos de un Dios que hallaba justicia en el cinturón de cuero negro de su padre, Rubén. Curiosamente, ese hombre que era amado por la congregación los domingos en la Iglesia, era un alcohólico que, también, golpeaba a su mujer.
Gerardo descubrió placer y conexión con el mundo natural. Su interés por la biología y el sentido de la vida comenzó a brotar como una semilla de esperanza, y regó de luz el turbio pesar que llevaba en sus entrañas.
Disfrutaba sentir el latido de los árboles, mientras sus manos acariciaban las cortezas, curtidas, que le contaban historias a través de otros tiempos. Se recostaba en el pasto y, con su lupa, admiraba el mundo de las hormigas y su laboriosidad. Podría pasar horas valorando la vitalidad que escondía el Universo.
No obstante, ese mundo de ensueño era turbulentamente ennegrecido cuando regresaba a su hogar. Su jardín de paz y armonía, se veía pisoteado y devastado por las agresiones y cuestionamientos de su padre. Pero esa noche, Gerardo se sintió distinto. Lúcido.
Hizo caso omiso a la verborragia, se alejó y encerró en su cuarto. Tomó un libro y, mientras lo hojeaba, aguardó el momento. Sabía bien que la furia no tardaría en desatarse. Uno, dos, tres, cuatro... las patadas y los gritos comenzaron a sensibilizar a la puerta que lloraba de miedo.
Gerardo estaba muy tranquilo a pesar de saber que podrían arrancarle la cabeza, marcarlo a latigazos o, peor aún, molerlo a golpes.
Como embestida por un toro, la puerta cedió. Su retina registró a ese hombre, con ojos rojos de sangre, ceño fruncido y una mueca torcida que dejaba escapar baba.
—¿Por qué lo hiciste?, ¿Cómo te atrevés a faltarme el respeto, a mí, que soy tu padre? —la fragancia avinagrada se escurría lento de su boca por toda la habitación, como fumarola de sahumerio.
—¡Lo hice porque sos repugnante y estoy cansado de vos! De que golpees a mamá, de que me maltrates y de que la gente crea que sos un amor, cuando en realidad sos una mierda, un verdadero hijo de puta. Lo mejor que le podés hacer a esta vida es dejar de existir. —Gerardo dejó salir a las polillas que guardaba en su alma, esas que alimentó a base de odio, en el hastío del tiempo, y que habían convertido su sufrimiento en rebeldía y revelación.
Como un flechazo, sus palabras penetraron los oídos sordos de Rubén. La perplejidad debilitó sus piernas y sus manos, que dejaron caer el vaso de vino barato. El estruendo de los vidrios al golpear contra el piso, lo resucitó del letargo.
En su estado reactivo, se avalanzó sobre Gerardo con el fin de estrujarlo y perderlo entre sus dedos, pero no tuvo éxito. Lo encontró mucho antes.
Esta vez, Gerardo se había convencido de que una vez en la vida podía tener razón.
La mente de Rubén se perdía en nubarrones, su vista giraba confundida. Su tacto sumiso buscaba redención, aunque ya era tarde para las confesiones. Pudo sentir cómo la sangre lavaba sus pecados, pudo sentir la calidez que su monstruoso ser almacenaba. Una pieza de plata se veía descansar en su estómago como un souvenir. 
Su ser se escurría en el recuerdo de un viaje sombrío y oscuro. Su aire mermaba. Gemía. 
—¿Por qué lo hiciste? ¡Has pecado ante los ojos de Dios! ¡Nunca en la vida tendrás su perdón! —deslizó, ya con poca fuerza, ante el estupor y la frialdad de su hijo.
—No te preocupes, papá. Soy ateo.
(Matías)


Recuerdos de Juancito

Me gusta caminar, sentir la tibieza del sol en la piel suavizada por la brisa fresca, pre primaveral. Además de ser un ejercicio que me relaja, tiene el añadido de mantener a raya los excesos gastronómicos (tengo una personalidad hedonística y disfruto sobremanera del buen comer). No obstante, en algunas ocasiones, el relax queda en el camino, sustituido por la zozobra de un hecho inesperado en la piel de algún pichicho con mal carácter.
Pero el evento digno de recuerdo fue un hallazgo. No un elemento explosivo como suele suceder, nada de una granada o una bomba con forma de cohete, como hemos visto en las noticias, sino algo un poquito macabro.
Fue una tarde de fines de otoño; como siempre salí sin rumbo fijo. Había un poco de viento de modo que decidí internarme por los barrios periféricos, buscando el reparo.
Hay algo que me molesta en mis caminatas: los minibasurales que gente desaprensiva, por no utilizar términos más contundentes, crea al arrojar residuos donde no corresponde. Siempre me pregunto: si el servicio de recolección no es suficiente ¿por qué no protestan ante la municipalidad?
Lo cierto es que, con desagrado, pasé por un lado de estos sitios y algo me llamó la atención. Fue instintivo; metida en mis pensamientos capté una bola blanca con mi visión periférica. Sentí un estremecimiento y me acerqué. Quedé de una pieza cuando reconocí que el objeto era una calavera.
Pasada la primera impresión, la observé con detenimiento. Le faltaba el maxilar inferior, algunos dientes; las moscas recorrían la blancura donde brillaba algún resto de barniz. Algo que parecía un tornillo sobresalía de un costado. No fui la única que la vio; en un momento, me vi rodeada de caminantes como yo. Un chico la dio vuelta con un palo; en la base de la parte posterior era visible una mancha perfectamente rectangular con un par de perforaciones a cada lado.
—¿De dónde habrá salido? —preguntaban algunos.
—De algún muerto —respondió un gracioso.
—Hay que ser ateo —exageró una voz femenina.
—Seguro que algún estudiante la tiró —dijo alguien muy canchero.
—Ya llamé a la policía. Que ellos se encarguen.
Dejé al grupo con sus especulaciones y seguí mi camino. Era evidente que esa calavera no había salido de una tumba. Quien la había desechado no tuvo la delicadeza de hacerlo de manera más discreta. Un nombre saltó de mis recuerdos: Juancito. Por un momento se me ocurrió que podía ser él. Tenía una chapita en la base del cráneo que lo declaraba propiedad del colegio, y desapareció de las aulas después de la mudanza al edificio nuevo, ya fuera porque se perdió en el camino o por el cambio de contenidos en nuevas asignaturas.
Mal que me pese, soy de la época que en la secundaria se enseñaba botánica en primer año, zoología en segundo y anatomía en tercero. Recuerdo nuestro sufrimiento al oír el cloqueo de los huesos de Juancito cuando el profesor lo traía en su carrito al aula. Sacábamos el libro para repasar rápidamente el esqueleto humano ya que ese sonido era preludio seguro de algún examen oral.
Nunca respondieron a nuestros intentos por conocer a su dueño original. El nombre de Juancito había sido impuesto por los estudiantes de alguna generación anterior.
¿Qué habrá sido de él? ¿Habrá sido donado a algún aspirante a médico? Ojalá, no me agrada la idea de que hubiese terminado como la calavera cuyo hallazgo será comentado hasta el hartazgo en los medios de comunicación. (Alicia M.)



Foto de fuentes oficiales.




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