Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 15 de agosto de 2020

Decimosexta consigna en cuarentena


Sin respuesta

Isadora despertó con dolor en los tobillos. Apoyó los pies sobre el frío mármol para ver si lo suyo era producto de dormir en posición fetal, mas el dolor no pensaba abandonarla. 
No se dejó vencer, nunca lo hacía. Se calzó sus chinelas acolchadas, fue al baño, se lavó la cara y mientras preparaba los mates mañaneros sus neuronas comenzaron a pasarle la película de sus años jóvenes. El Lago de los Cisnes y su vestido blanco, las zapatillas inmaculadas y tan queridas. Los aplausos del público. Los viajes al exterior. Por un momento creyó que el pasado había vencido a la molestia que la había despertado. 
Mientras acariciaba a su único compañero: el mate, miraba en su canal favorito (el de documentales) a alguien que como ella también parecía volar en el escenario. Un, dos, tres, arriba. 
Los siete pasos básicos del ballet fueron dibujados mentalmente: saltar, estirar, doblar, elevar, girar, deslizar, lanzar. La única que los hacía era la bombilla inquieta en su mano. 
Se puso de pie para hacer lo que la mente ya estaba haciendo, pero tal vez sus años o el dolor se lo impidieron. Un pie se torció; luego, el otro lo imitó. 
Isadora, la dulce, la tranquila, la tierna se convirtió en un cisne negro. El mate enmudeció, la bombilla dejó de burbujear la yerba, la mesa de la cocina ensordeció cuando la artista gritó: “¡Maldita vejez, malditos dolores! ¡Quiero salir, quiero bailar, quiero caminar! Y vos, ¡¿qué mirás?!” 
El espejo no supo responderle. (Adela)


Euforia 

Un hombre corre eufórico por el centro del pueblo. Me asomo por la ventana a ver qué pasa. Tiene lágrimas en los ojos y la bandera nacional empuñada en la mano. “¡Voy a competir para Moscú!”, “¡voy a ser campeón olímpico!”. 
Está desbordado, se muestra exultante. Salgo a la vereda para ver quién es. Si mi memoria no falla, las olimpíadas en Moscú fueron el año pasado. 
Algunos comerciantes lo saludan apáticos, los pocos autos que pasan no lo registran. Sin embargo, él corre, grita y llora. Se detiene cuando llega a la plaza. Un puñado de niños juega a la pelota, ninguno se acerca para tener un autógrafo de este atleta internacional. 
“¡Estoy haciendo un vivo en Facebook, entren todos!”, grita. Mira hacia todos lados. “¿Qué pasa que no entra nadie? ¡Vamos, vamos! Ya somos tres; ahora, seis”. Su autoestima no se altera y la grandeza mucho menos. 
“Tengo la convicción eterna de que puedo llegar a ganar la medalla de oro, toda mi vida me entrené para esto. No quiero olvidar a mi madre que me acompaña desde el cielo. Tengo una alegría que no entra en mi corazón. Prometo dar todo de mí para dejar bien alto a mi ciudad, a mi provincia y a mi país. Confío en la sangre caliente que tenemos los que nacimos en Latinoamérica. Agradezco a Dios que me eligió para esto y me otorgó los dotes físicos”. 
Tengo ganas de preguntarle el nombre, pero seguro lo va a tomar de mala manera. Aunque quiero saber de quién se trata. 
De un momento a otro, el vivo empieza a sumar gente y más gente. “¡Ya somos cincuenta!”, grita. Se agarra la cabeza y muerde los labios. Se lo ve feliz. 
En verdad pensaba que los competidores internacionales estaban acostumbrados a la popularidad, pero soy un hombre de pueblo… ¿qué puedo saber? 
Enuncia algunos consejos, habla de alimentación y entrenamiento. Sugiere a los niños alimentarse bien y no tomar refrescos con azúcares. También recuerda a los padres que cuiden de sus hijos y los impulsen a la práctica deportiva. 
Escucha sirenas a lo lejos que de a poco se acercan, siente el advenimiento de una gran celebración. Ambulancias, patrulleros, gente que empieza a salir. El pueblo despierta. 
Los patrulleros se acercan al entusiasmado joven. "¡Arriba las manos!", grita un policía mientras lo apunta con la pistola. De otro patrullero bajan dos agentes más, lo tiran al piso y esposan. 
“Caballeros, debe tratarse de un error”, le digo a uno de ellos. 
“No, señor, él es Cotorra Loca, se escapó del loquero de un pueblo vecino. Padece trastorno esquizotípico de la personalidad. Ahora piensa que es un atleta. Dos semanas atrás pensaba que era una cotorra. Usted no sabe lo difícil que se nos hizo bajarlo a gomerazos". (Martín)


¿A dónde fue? 

Era, junto al comisario y el sacerdote, un personaje destacado del pueblo montañés. Raúl “el cartero”; su oficio hacía las veces del apellido que nadie recordaba. En bicicleta recorría a diario el poblado, repartiendo sobres, tarjetas, telegramas y hasta alguna revista. Jovial, vital, simpático, sonriente, amigo de muchos, conocido por todos. Para cada uno tenía una palabra de aliento, felicitación o consuelo, según las circunstancias. Le gustaba pensar que era el intermediario entre la comarca y “el mundo exterior”. Tenía un acuerdo con los niños: era el encargado de entregar sus cartas a los Reyes Magos. 
El progreso, que siempre se impone, trajo el celular primero y la computadora después. Poco a poco su bolso ya enflaquecido comenzó a contener algún que otro aviso de deudas, publicidades y cada vez, menos cartas familiares o de amigos. Hasta el fatídico día que en la oficina postal escuchó la temida frase: “hoy no hay nada”. Raúl quedó rígido, su cara pasó de la palidez extrema al rojo, hasta llegar al bermellón. Sus ojos desorbitados, miraban -sin ver- hacia uno y otro lado. Súbitamente, comenzó a correr de una esquina a otra mientras a tirones se arrancaba el uniforme. Su gorra voló por los aires. Montó la bicicleta y al grito de: ¡nadaa!... ¡naadaaa!... ¡naaadaaaa!..., desapareció entre los cerros. (Alcira)


¡¡¡Qué noticia!!! 

Francisco recibió la propuesta y empezó a cantar, saltar y bailar. No podía creer la oferta que acababa de escuchar. Un sueño hecho realidad. 
Hacía mucho tiempo que desempeñaba su profesión en un afamado restaurante de la zona céntrica, recibiendo felicitaciones del dueño del local al que concurrían los artistas cuando finalizaban sus funciones. Estaba acostumbrado a las gratificaciones económicas como premio por la exquisitez y presentación de sus platos. 
Una de esas noches, concurrió Nacho Viale con un grupo de amigos. En la mesa fue unánime el despliegue de elogios. En privado, solicitó los datos al dueño con quien mantenía una gran amistad. 
Y así le hizo ese llamado telefónico que lo exaltó. 
El próximo sábado regresaría a su programa la señora Mirtha Legrand, reanudando sus cenas y almuerzos después de la prolongada cuarentena. Él sería el encargado de la elaboración de los menús de las distinguidas mesazas. 
Primero, llamó a sus familiares y contactos para compartir su emoción. Luego: ¡Manos a la obra! Se puso en contacto con la producción para conocer las listas de los invitados y averiguar los gustos personales, si algunos eran veganos, vegetarianos, si seguían alguna dieta especial. 
Algo era seguro, esta noche no podría dormir. (Susana)

Lapsus 

Había llegado a la terminal de ese pueblo desconocido. 
El itinerario estaba escrito en el boleto para ese viaje inesperado. ¡Estaba feliz! 
La sonrisa dibujada en su cara. Brillaban sus ojos. 
La maleta esperaba en la puerta. 
La sorpresa fue cuando todos los ocupantes del turismo desaparecieron de su entorno. 
¡Sólo! ¿Qué pasó? Era el único que quedaba. 
"¡Qué despiste! ¿Olvidé subirme al medio de transporte que había contratado? ¿Cómo aparecí en este lugar? ¿Y... el resto de mis compañeros jubilados?", pensó. 
La ira le salía por los poros. La camisa azul tenía una aureola de sudor. Los improperios se amontonaban en las palabras que emitía su boca. ¡Qué lenguaje! Irreconocible. 
Corría hasta la ventanilla donde vendían boletos, molesto, nadie atendía. Se sentaba en uno de los sillones de la sala de espera, se paraba... 
Así continuó en esa incertidumbre. 
Terminó durmiéndose en ese desolado lugar. 
Al amanecer, lo sorprendió la llegada de un tren lleno de gente. 
Miró su pasaje. Repuesto, se acomodó en el asiento A13. ¡Ese era su viaje! (Josefina)


Culpa de la cuarentena 

¡Maldito virus! ¡Maldita cuarentena! A fin de julio tuve algunos síntomas, como otros compañeros del canal. Me hicieron un hisopado y dio positivo. Por supuesto que me preocupé, pero lo que más me molestó fue quedarme en casa. Después pensé: tal vez le venga bien un poco de propaganda al programa. Todos los medios van a estar hablando de mí, Fausto Torres, el gurú de los chimentos en la tele…, y me quedé tranquilo. Hasta que llegó él, Mauro Lester, un trepador de mala muerte. 
Resulta que el directorio del canal lo eligió como mi sustituto en los días que yo no podía asistir, y el desgraciado aprovechó la oportunidad para desbancarme. Cada tarde, al encender el televisor, lo veo. Con su figura apolínea, su traje de corte perfecto, su sonrisa de publicidad de dentífrico, su barbita candado, sus lentes que le dan un seductor aire de intelectual y… ¡sus veinte años menos que yo! Me pongo verde de rabia. Ahora, además del COVID 19, tengo hipertensión, acidez estomacal, contractura cervical, taquicardia, y unas ganas de matarlo que no puedo contener. 
Ayer me llamó el presidente del directorio y me avisó que para el año próximo no renovarán mi contrato. Con Mauro, el raiting de audiencia subió significativamente. Ahí sí, ¡no pude más! Cuando colgó, tiré al diablo el aparato de TV donde Mauro continuaba sonriendo desde la pantalla. No quise verlo más. Tendré que pensar un plan para boicotear a este mal nacido en los meses que quedan de contrato. Adelgazo unos kilos, busco un buen sponsor de ropa, y vamos a ver quién gana. Mis años bien puestos me dan experiencia que él no tiene. Por ahora tengo que tratar de dominar la bronca que siento, si no, me dará un infarto; entonces sí que Maurito se queda para siempre con mi programa. (Liliana)

Adagio de Bach 

Sonreía de oreja a oreja, su sueño se estaba cumpliendo. Las manos le temblaban y el taco charolado repiqueteaba en el piso. Había llegado el momento de demostrar todo lo aprendido y ensayado. Los músicos estaban listos y la esperaban en el escenario. 
Se sentó con delicadeza, y como de costumbre su cuerpo se acomodó abrazando con sutileza el violonchelo. Las notas fluyeron y el público quedó hipnotizado. Un silencio sepulcral inundó el teatro. Los ojos atentos de la sala, orbitaban al compás del arco que daba vida a la pieza. Su cuerpo se balanceaba muy lento siguiendo las notas. 
Poco a poco, la melodía fue tomando ritmo y la tensión llegó a su punto álgido. Silencio absoluto… 
De pronto, el fervor rompió el clímax. Se oyeron los aplausos eufóricos de todos los presentes. La concurrencia se puso de pie. 
Ella observaba atónita el lugar, las lágrimas caían sin permiso. Hizo una reverencia y corrió tras bambalinas con la energía renovada de quien ha cumplido su sueño. 
Atropelló, empujó y gritó despojando su cuerpo de la adrenalina contenida. Abrazó bruscamente a sus seres queridos, fieles testigos de su gran esfuerzo. Los hoyuelos en sus mejillas no quisieron perderse esta locura. 
Desde el salón la convocaron nuevamente. Una fuerte ovación la recibió, y sus brazos se alzaron agitados en señal de agradecimiento. Esa noche, era su noche. Esa noche se debía a su público. Nunca olvidaría la experiencia de su primer concierto, quedaría guardada en las retinas de sus ojos como un recuerdo exclusivo. (Silvia)


El momento justo 

Fue una noche larga para Simón. Pensaba una y otra vez en Lucía, y en lo que había visto aquella tarde en la galería: ella sonreía como una adolescente embobada por su ídolo, extasiada, junto a ese hombre alto y rubio. Simón desconocía su nombre, pero mantenía el recuerdo de su vozarrón amanecido entre cigarrillos y tragos. 
Cerró sus ojos. Un hilo de luz lo despertó suavemente. Se reclinó sobresaltado en la cama y verificó el despertador: 
—¡¿04:30?! —se preguntó entreabriendo los ojos, mientras corroboraba el horario con el celular que le indicaban las 09:00. 
—¡No sonó la alarma!, ¡esta porquería se quedó sin pilas! 
Al mismo tiempo que saltaba de la cama y se colocaba el pantalón, abrochaba su camisa de forma tal que uno de los botones saltó al piso. 
—Si así arrancamos, ¡el día que me espera! —exclamó, mientras se dirigía al baño a asearse. 
Se lavó la cara con agua fría para despertar de ese trance amargo. No pudo evitarlo; mientras se miraba al espejo, ahí estaba nuevamente esa imagen petrificada: Lucía, el rubio y la voz. 
—¡Hija de puta! Yo, que le di todo de mí. 
Apagó la luz, fue a la sala, tomó el abrigo y salió a la parada de ómnibus. En el camino, decidió llamar a su jefe para dar aviso de la demora. 
—Señor Calzetta, ¡buen día!, disculpe, estoy… 
—¿Se te durmió el gallito, Piemonti? Dale, vení tranquilo que mientras tanto anoto esto en la planilla de descuentos por presentismo —escucha Simón advirtiendo el sarcasmo. 
Simón esboza una dramática risa que intenta forzar para simular una falsa tranquilidad. 
—Sí, Señor, pasa que mi despert… ¡La puta madre! 
La llamada había finalizado. Simón miró la pantalla del celular. Un calor se desarrolló y expandió por su estómago vacío, ruborizando sus mejillas. 
Aligeró el paso. Ya próximo a la parada, los metros de una vereda mojada y deteriorada presentaban un desafío de baldosas flojas: el buscaminas. 
Simón comenzó a pisar una a una, cuidadosamente, sin perder de vista la aproximación del micro. Sentía que su abrigo pesaba toneladas. 
Mientras refunfuñaba, el agua saltó como una telaraña sobre su pantalón. Corría el riesgo de que sucediera. Su boca pronunció palabras agraviantes y su ceño se frunció evidentemente. 
El micro se acercó. Simón extendió la mano, pero su presencia pasó totalmente inadvertida por el chofer que apenas giró su cabeza y siguió su recorrido. 
—No es posible —dijo, y se largó en una carrera para alcanzarlo. 
En el camino de regreso, Simón se convirtió en pianista y logró pisar prácticamente todas esas baldosas que había intentado esquivar de forma tan delicada a la ida. Se convirtió en compositor de las melodías más agrias, a la vez que el falso juego de las baldosas dispararon el agua como una fuente danzante y se plasmaron sobre su pantalón, impregnándolo de marcas de arenilla. 
El colectivo esperó en el semáforo y mientras Simón se acercaba acalorado y a los gritos con el grueso abrigo abierto, el chofer lo vio. 
Con la mirada desorbitada, como salido del manicomio, Simón golpeó fuertemente la puerta—¡Abrime! 
Los pasajeros que estaban junto a la ventana, observaban con cierto temor. Otros, saboreaban la secuencia con un poco de gracia burlista. Algunos murmuraban: “está loco”. 
El chofer, en absoluta calma, miró a Simón y levantó su mano derecha. Movió como un péndulo su dedo índice, y dijo: —Debe esperar el micro en la parada. 
El semáforo se puso en verde y el micro continuó su recorrido, como si nada hubiera sucedido. 
Simón, agitado, sintió como si su corazón saliera de su pecho. Era una antorcha humana. Agarró el abrigo y lo estrelló contra el piso. Su cara estaba roja y sus pulsaciones muy altas. 
—Tengo que llamar de nuevo a Calzetta y avisarle de este imprevisto. 
El tono de espera de la llamada se volvía una sigilosa agonía. 
—Hola, Señor... 
—¿Cuál es tu excusa ahora, Piemonti? —interrumpió su jefe con soberbia. 
—Señor, perdí el bondi. Lo frené y siguió de largo. Lo corrí hasta el semáforo y no quiso abrirme la puerta. Tomo un taxi y llego. 
Silencio. La mirada de Simón se clavó en las luces del semáforo. Verde, amarillo, rojo, verde, amarillo, rojo. Parecía que el tiempo se había detenido y que las leyes del universo hubieran conspirado para hacer del día de Simón, tal vez, uno de aquellos que no podría olvidar; ese día, la sincronía fue impresionante. 
Sus manos se cerraron y apretó la mandíbula fuerte. Sus orejas quemaban. 
Al mismo tiempo que su oído izquierdo escuchaba “estas despedido”, sus ojos miraban la esquina. La luz roja del semáforo, brillante como estrella, mostraba el destino. Ahí estaban ellos en un auto, Lucía y el rubio con su vozarrón, esperando que el semáforo cambie. 
La voz del señor Calzetta se escuchaba cada vez más lejos, viajando como un cometa, hasta que se estrelló y despedazó en el vidrio. 
Simón sonreía con una mueca incrustada y sus pupilas dilatadas. Lucía giró la cabeza y lo miró despavorida. El rubio, sorprendido. 
—¡Qué mágico es el universo! —gritó, mientras alzaba sus brazos al cielo. (Matías)


Chismes viajeros 

—¡Hola! 
—¡Buen día! —le respondí a Marcos, el remisero que me lleva todas las mañanas a las 6:45. 
—¡Te voy a hacer una pregunta! Si no querés, no me respondas: ¿Cómo se llama tu vecina?, esa que está barriendo —me dijo mientras arrancaba. 
—Dominga. ¡Dominga Fernández! —respondí sin ganas. 
—¿Estás segura? 
—Hace ocho años que somos vecinas… hace unos días fue la primera vez que hablamos. Tocó timbre y se presentó así. Incluso pensé que Dominga es un nombre poco común para una mujer de unos cuarenta años… lo debe haber heredado. Fue raro. 
—¿Raro? ¿Por qué? ¿Peligroso? —dijo riendo. 
—¡No! Se acercó muy amablemente, me preguntó dónde trabajo, qué horario hago, de quién es el auto verde que viene los fines de semana, qué almacén del barrio es más barato, me dijo que falleció una señora en la otra cuadra… Todas esas cosas que conversan los vecinos. Y antes de irse se ofreció a barrer mi vereda como colaboración por mis diez horas de trabajo con los viejitos de la ciudad. 
—Ja, ja, ja, ja, ja… me hacés reír mucho. 
—¿Por qué? ¿La conocés? La noté eufórica. Sus ojos verdes brillaban como esmeraldas, las cejas se le ondulaban, movía las manos rápido y su sonrisa se ampliaba a medida que avanzaba la conversación. No sé si fue mi percepción, pero creo que hasta le escuché latir su corazón. ¡Si fuese un perro te diría que movía la cola! Pensé que debía de estar en tratamiento y su terapeuta le había recomendado entablar vínculos con los vecinos para superar la timidez, y como no tiene otra cosa para ofrecer quiere barrer veredas. Lo hace dos o tres veces por día. También fue a la casa de la vecina que trabaja en la peluquería. 
—¿Y no te diste cuenta? 
—¿De qué? 
—¿No escuchaste que unos chicos de la ciudad hicieron una página con chismes puntaltenses? 
—Síííí, la viii. ¡Cuentan todo de todos! ¡Las cosas lindas y las no tanto! ¡¡¡Y esas que nadie quiere que se sepan!!! Las novedades están a cargo de una tal Fernanda Domínguez… no sé quién es. 
—¡Sacá tus conclusiones! A las 17 seguimos charlando —me dijo mientras se detenía en la puerta de mi oficina.  (Fabiana)


De vendedor ambulante a ¿millonario?

Me gustan los veranos en Monte; no hay nada mejor que descansar en la arena bañados de sol, con el mar como música de fondo. Uno se relaja a pesar del movimiento de los demás veraneantes, las risas y las voces de los vendedores ambulantes.
Siempre me pregunté cuántos kilómetros por día harán estos personajes, voceando su mercadería. Y si tanto sacrificio, donde otros se divierten, reportará suficientes dividendos para que valga la pena.
El desfile variopinto de oferentes incluye vendedores de churros, de helados, de choclos, de bijouterie… A lo largo de los años uno aprende a reconocerlos y a echarlos en falta cuando no aparecen, como el vendedor de pirulines que recorría las playas los primeros años de mis estadías. Ahí supe lo que era un pirulín.
Otro recurrente era el vendedor de vestidos playeros y hamacas paraguayas. A veces iba acompañado de la que supongo era su pareja, ofreciendo su mercadería. Ambos vestían siempre de ropa clara; él, bermudas y remeras, ella, un vestido de los que vendían (seguro para mostrarlos).
Dije que me gustan los veranos de Monte, pero también disfruto los inviernos. A veces, el sol entibia lo suficiente para caminar por la playa vacía; o, en caso contrario, es grato pasear por el centro sin el aluvión de visitantes.
Uno de esos días iba por la calle principal, cuando un hombre pasó presuroso por mi lado. Me pareció conocido, aunque no lograba recordar dónde lo había visto. Seguí mi camino cuando un griterío me sorprendió. Exclamaciones, risas y comentarios en voz alta que repercutían en la calle vacía llamaron mi atención y, curiosa como soy, me dirigí hacia esas voces.
Resultó que venían de la agencia de lotería. Recuerdo que pensé que alguien se había ganado un buen premio. De repente, el hombre salió de la agencia con una mujer en brazos. Por la diferencia de alturas, ella no tocaba el suelo. Él dio dos vueltas y la depositó en el suelo estampándole un beso en la boca. Ella reía y le decía: “Soltame, loco”. En ese momento lo reconocí como el vendedor de hamacas. Claro, se veía distinto con vaqueros y campera.
Me mantuve a una distancia prudente, ellos ni me vieron. Su alegría era contagiosa, se desparramaba por la vereda como un río. Se despidieron entre risas y felicitaciones. Volví a pensar: “El premio debe de ser más que interesante para tanta algarabía”. Lo miré alejarse; de repente, se puso a bailar en la vereda al mejor estilo de Gene Kelly en “Cantando bajo la lluvia”. Dio la vuelta en una esquina y ya no lo vi más.
Y digo que no lo vi más porque así fue. Ni ese verano ni los siguientes. Realmente debió tratarse de un premio cuantioso. (Alicia M.)



4 comentarios:

  1. Los personajes como los autores también están putrefactos por la cuarentena, perdón ¿cómo se dice ahora?

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  2. Me encantaron todos los personajes!!!

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  3. Gracias Alcira por la mano y el empujón. Hermosos los relatos!

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  4. Nada que agradecer, un empujoncito no se le niega a nadie.

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