Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 22 de agosto de 2020

Decimoséptima consigna en cuarentena


¡¡¡Qué sorpresa!!! 

Omar se levantó muy entusiasta esa mañana. Después de la ducha, se vistió tratando de combinar y armonizar los colores de su camisa y corbata con su traje. 
Lo esperaba un día complicado en la oficina: muchas entrevistas con clientes importantes de la empresa, un almuerzo de trabajo con el director general y para finalizar una reunión con los empleados. 
Le dio un beso en la frente a Silvia, para no despertarla, y salió hacia la cochera a buscar su auto. En el camino iba tarareando una vieja melodía. Era un bolero, el mismo con el que se conocieron hace cinco años. Hoy precisamente era el aniversario de esa fecha. Se casaron a los pocos meses. Decidieron no tener hijos para conservar la intimidad de su relación. Llevaban una vida acomodada por sus ingresos, salidas, cenas, viajes. 
Últimamente, algo lo preocupaba; notaba a Silvia un poco distante. 
En el camino, se detuvo en una florería y compró una docena de rosas rojas, símbolo de la pasión que aún sentía. Cuando llegó a su lugar de trabajo, dejó su vehículo al encargado de estacionarlo. 
No podía concentrarse en su tarea, lo invadía una sensación extraña, nerviosismo, inquietud. 
Cerca del mediodía, el jefe citó al personal para informarles que a partir de la fecha, y hasta nuevo aviso, los trabajos se harían en forma virtual por un decreto presidencial, a causa de la pandemia. 
De camino a su casa pensó en llamar a Silvia, pero decidió darle una sorpresa. 
Cuando entró, llamó su atención ver en la mesa del comedor dos copas, una botella y restos de comida en los platos. Una música suave invadía el ambiente. Abrió la entrecerrada puerta del dormitorio. La escena lo dejó perplejo. Sintió que se le helaba el corazón, no podía hablar, ni gritar. Tampoco insultar o golpear a su mejor amigo, mucho menos a Silvia. 
Como pudo, salió a la calle caminando sin ver ni oír.
Una voz interior le decía: “Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés”. 
Se sentó en un banco de la plaza. Gente que pasaba apurada comentando lo que se anunciaba por los medios. Rebotaban en el aire las palabras aislamiento social, quédate en casa. Reaccionó cuando un policía se paró frente a él: –Señor, no puede permanecer en el lugar, diríjase a su domicilio. Tenemos que cercar la plaza. 
Como un autómata empezó a caminar sin rumbo. Se alejó. En el suelo, tirado, quedaba olvidado como inerte testigo, el ramo. (Susana)

 
Cambia, todo cambia

Senos despampanantes. Cuando los sacaba a pasear por el barrio, los hombres se babeaban y las mujeres pecaban de envidia. No siempre se había enorgullecido de ellos. Cuando los descubrió sintió vergüenza, las amigas de su edad tenían dos redondelitos, pero ella… 
A los veinte años, durante unas vacaciones de verano, un representante de películas para adultos la descubrió. Un contrato suculento, viajes, fama la llevaron a tener una elevada autoestima. 
Dejó su casa, su barrio, sus amigas (las de los dos redondelitos). Se olvidó del pudor de su adolescencia y gozó mirándose en las fotos; lo que una vez había odiado ahora le daba de comer. 
No pensó que obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés. 
En un viaje al exterior, se repitió su historia. El representante de películas que la idolatraba y que había crecido junto con ella, descubrió en una playa de Ibiza a una joven alta, con un cuerpo armonioso, con pechos proporcionados al resto del cuerpo y, sobre todo, con frescura. 
Las películas siguieron rodando, pero ya la protagonista no era ella. La ropa, que debía lucir, disimulaba sus despampanancias. El rol que le daban era el de abuela de la protagonista… y sí, la protagonista era el nuevo descubrimiento. “Cambio de paradigmas”, le dijeron, “ahora las figuras ya no deben tener exuberancia, la moda pide candidez que es lo que vos no tenés”. 
El orgullo no le permitió volver a su casa, a sus amigas, a su barrio. Ahora debía resignarse y bailar según los nuevos sones. (Adela)


Empoderada

Eva observaba, a través del cristal, los cirros que decoraban la inmensidad del cielo que anhelaba surcar. Esa postal era una auténtica obra de arte confeccionada por la divinidad.
En el recinto, escuchaba voces de diversas lenguas que, en su mente, intentaba descifrar.
Volteó la cabeza y se sumergió en la escena. Observó que había gente rebosante de alegría, otros se deshacían en lágrimas, algunos se fundían en abrazos y otra parte, se devoraba a besos. Un cúmulo de diversas emociones reinaba en el lugar.
Su corazón latía al compás de las memorias. Luego de acomodarse sus distinguidos rizos, metió la mano en el bolsillo de su campera y sacó un pañuelo. Con timidez, las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. La abrigó cierta melancolía, pero sintió un profundo alivio.
Cada tanto, se oían los anuncios de las aerolíneas que llegaban y se iban. Se reclinó en el asiento y se cruzó de piernas, moviendo el pie en el aire.
Miró el reloj; su vuelo llevaba una demora de cuarenta y dos minutos. Tomó aire y exhaló la ansiedad como un susurro.
Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés.
En su mente, proyectaba nuevos lugares, caminos, olores y sabores. Imaginaba cómo sería su nuevo hogar, las personas que conocería, cuánto disfrutaría. Tomó el celular y buscó a qué distancia tenía la playa más cercana. Sonrió, pensando en cuan trascendental era la elección que había tomado.
Le había llevado un tiempo decidirse. Tuvo que dejar su antiguo y bien remunerado trabajo, terminar una relación de siete años que se había estancado, despedirse de su familia, de sus amigas, de su querido barrio que la vio jugar y crecer.
Finalmente, el día había llegado. El deseo estaba en su mano. Tenía destino, fecha y horario, con formato de pasaje de avión.
Luego de cincuenta y tres minutos, Eva advirtió en los monitores la aproximación a plataforma de la aerolínea que esperaba. Se levantó presurosa del asiento y tomó el bolso de mano.
Caminaba erguida, como si un hilo la levantara de la cabeza. Esbozaba una sonrisa tal que, prácticamente, se apreciaban sus molares. En cada paso, llevaba decisión y emanaba fortaleza. Algunos hombres la miraban sorprendidos por su belleza.
Ahí estaba ella, frente a la puerta de embarque, preparada para vivir la aventura de su vida.
Eva era dulce y tierna como una niña, con el espíritu más noble y desapegado que alguien pudiera conocer.
La armonía de su vuelo era un canto a la libertad, tan digna y pura como un ave.
(Matías)


Mala suerte 

¡Zorra! Decía el cartel en hoja A4 de grandes y amenazantes letras flúor. El mensaje había socavado muy hondo en su espíritu; más, sabiéndose inocente. Era su primer día de trabajo en el piso once. La empresa había decidido que varios empleados se reubicaran dentro del staff del personal. La orden había partido de Recursos Humanos, por lo que no le quedó más que obedecer. La suerte estaba de su lado, el cambio había llegado en el momento justo. Los rumores de su accidental encuentro con el jefe en el ascensor, se habían disparado sin piedad. Al parecer, las chusmas del sexto la perseguían hasta su nuevo espacio de trabajo. Pero ¡qué va! No podía ir contra la corriente. "Si quieren hablar, que hablen", había pensado. 
Sentada de espaldas a su nueva compañera, miraba con atención el movimiento de la oficina. Su escritorio no podía tener mejor vista. Enfrente, en la pecera (como les dicen a las oficinas vidriadas), estaba él: su jefe. Traje oscuro, camisa blanca, corbata a juego, una imagen mortal que ni siquiera la registraba. Se colocó los lentes y comenzó su jornada. 
El teléfono no paraba de sonar. Los correos y los contratos a revisar le demandaron toda la mañana. Sobre el mediodía, decidió bajar a la confitería para almorzar algo rápido y regresar enseguida. De camino a su oficina alcanzó a oír una conversación que la alertó. Se quedó muy quieta sobre el umbral y escuchó: 
—Es de no creer cómo acosan al pobre jefe. Creen que su jovialidad les da derecho a corromper la moral de la empresa. Si no, ¡mirá la flacuchita nueva cómo se le tiró encima en el ascensor! 
—Tenés razón, es de no creer lo trepadoras que vienen ahora. Menos mal que la empresa tomó cartas en el asunto. 
—Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés. 
“¿Hablablan de mí?”, pensó Luisa. Apuró el paso y llegó temblando por completo. Su día seguía empeorando. Miró su reloj y aún faltaban varias horas para irse. Se concentró en las tareas pendientes y simuló que todo estaba bien. Cuando dieron las cinco tomó su abrigo y salió directo para su casa. 
Ese día fue el primero de muchos, todavía la acosaban por el episodio del ascensor. ¡Si supieran cómo fue! Su campera de hilo rojo se enganchó en la presilla del reloj de metal de la persona de al lado. Al abrirse la puerta, los sorprendió en una postura incómoda que más tarde generó confusión. 
Hace dos días recibió un telegrama. Luego de tres meses le comunicaban que su contrato no se renovaría. Era su segundo empleo en seis meses, no había tenido suerte con ninguno. Meditabunda, en la cocina de su casa, pensaba cómo salir adelante mientras comía su platón de arroz. (Silvia)


Elección 

—¡Zorra! —gritó el hombre enojado. 
Salió de aquella cantina mugrosa, olorienta, con gente desbordada por el alcohol. 
Lo miraban, no entendían... estaban en su mundo. 
Sus pasos inciertos tropezaban en la vereda. Se malhumoraba. 
Una mujer llorosa, suplicante esbozaba palabras: —¡Detente! Hablemos. 
—No. No puedo soportar verte cantar en este tugurio. Tu voz vale mucho. Tus canciones merecen otro nivel. 
El descubrimiento de las salidas nocturnas hacia ese lugar lo derrotaron. 
¡Había mentido! No cuidaba a la anciana para ganarse unos pesos. “Así podemos pagar la casa hasta que logre el contrato de la productora de discos”, decía. 
Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés. 
La economía del hogar era cada día más pobre. Los salarios bajos. Los aumentos de las 
necesidades básicas atropellaban la vida. 
Pero ella lo decidió. Eligió la armonía del hogar. Renunció a ese trabajo hostil, pero de buenas ganancias. 
Cambió todo para comer solo un plato de arroz. (Josefina)


Verano 

Odio esas tardes de verano donde en lo único que puedo pensar es en el calor. Ese día, la temperatura podría haber sido sólo una circunstancia, pero fue el actor principal y se lució con su mejor ímpetu. Era mi debut en un nuevo trabajo y debía presentarme segura y elegante. Nada podía perturbar mi profesionalismo, aunque el clima no me dejaba ni siquiera concentrarme. 
Quería vestirme cómoda, fresca. Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto al revés. Elegí un pantalón ancho blanco y una blusa negra de bambula comprada en una feria artesanal. Era amplia, larga hasta la cadera y tenía una pequeña manga. El cabello recogido con una cola de caballo alta, bastante rímel, zapatos con taco bajo y bijouterie en color turquesa completaban el look formal y moderno. 
Estaba citada a las 15:30, media hora antes ya estaba lista. Miro el termómetro y marcaba 44° dentro de mi casa. Al darle arranque al auto no funcionó; intenté varias veces y nada. Levante el capot quemándome las manos. Mientras pensaba en por qué la gente hace eso sin saber de mecánica, una mancha de aceite saltó sobre mi pantalón. Busqué el celular en la cartera y, al sacarlo, dejé un trozo de uña en ella. El remisero conocido me atendió desde una sombrilla en la playa; debo haber sonado tan desesperada que se comprometió a enviarme a alguno de sus compañeros a la brevedad. 
A los cinco minutos estaba subiéndome a un remis. El asiento estaba mojado y con arena, evidentemente el pasajero anterior volvió del balneario con el traje de baño mojado. Mi blusa negra se humedeció destiñendo mis brazos y el resto de la ropa. Al bajarme del auto, mi cabello se enredó con el cinturón de seguridad y se soltó. El caballo se transformó en potro salvaje y yo en un cachivache. 
A la hora pactada y con 50° de calor ingreso a destino. Me dirigí a la mesa de entradas. Lo primero que vi fue un gran espejo que me reflejó, me costó reconocerme, no parecía la misma que había salido de casa. Giré la cabeza buscando aire y encontré un ventilador de pie muy grande. Mientras me acercaba a él, sentía unas gotas de sudor helado que arrastraban restos de rímel. Mi vista se nubló. Me desmayé y, al caer, enganché el cable. 
Hace diez días que tengo un esguince en el tobillo, el cúbito fracturado y tres puntos de sutura en el mentón. A pesar de las recomendaciones y el extenso currículo, aun no sé si tengo trabajo, pero sí sé que amo las tardes de invierno… quienes me conocen, ya me lo han oído. (Fabiana)


Universo 

Omar caminó por enésima vez hacia el departamento donde ahora vivía Silvia. Buscaba una reconciliación. Luego de cinco años compartidos, se le hacía difícil la separación. ¿Cómo empezar cada mañana sin los desayunos apurados, de a dos, antes de que cada uno se fuera a su respectivo trabajo? ¡Extrañaba tantas cosas! Mirar películas juntos, caminar lado a lado sin prisas, conversar, cocinar algún plato especial, recibir amigos, el brazo de ella sobre su espalda a la noche cuando se quedaba dormida, la emoción que lo invadía cuando retiraba un mechón de pelo que cubría la cara amada. 
No tuvieron hijos. Él creía que eso los había unido más. "O tal vez no, quizás ella añoraba tenerlos y no se conformó", pensó Omar.  
Quería volver, pero cada vez, recibía una negativa de su parte. Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés. Su pequeño universo colapsaría. Ya nada sería igual. No imaginaba un mundo sin Silvia. 
Esa noche, estaba decidido a intentarlo una vez más. Tal vez, las flores que llevaba y apretujaba ansioso la enternecerían y por fin bajaría la guardia. Antes de pulsar el botón del portero eléctrico miró en dirección a su ventana, en el piso superior. Vio dos siluetas muy juntas, como de dos personas conversando. Intentó reconocerlas. Una era de ella, indudablemente. La otra, masculina. Con tristeza y asombro observó que las sombras se acercaban al unirse en un prolongado beso. 
Apesadumbrado y con un remolino en su cabeza, volvió sobre sus pasos. Este era el fin tan temido. Al llegar a la esquina y casi sin mirar, en un contenedor de residuos, tristemente, tiró el ramo. (Liliana)


Chispa interna 

Adán despierta tendido en la hierba, mira a su alrededor. Está en un prado colmado de flores y árboles, el sol había avanzado en el cielo límpido. Calcula que la mañana le está dando lugar a la tarde. Detiene su observación cuando cae en la cuenta que no sabe dónde está ni qué sucedió, no tiene memoria de su existencia. 
Enumera sus recuerdos, confundido, titubeando…: “uno: me llamo Adán”, (una chispita se enciende en su interior); “dos: estoy en un lugar hermoso, perfecto, paradisíaco”, (la chispa se inquieta); “tres: Algo me molesta debajo de la costilla”, (la chispa alimenta su ilusión: “¿vendrá ‘ella’?, ¿la primera?”). 
Con la mirada recorre sus ropas: camisa, pantalón y medias de buena calidad. 
“No soy él, ‘el primero’”, acota la chispa con tristeza. 
Agotado por el esfuerzo mental se acurruca debajo de un árbol. Necesita descansar. 
—¡Despertá, Adán! ¡Vamos... levantate! 
Siente que lo zamarrean. Abre los ojos enrojecidos, no entiende nada. 
Su amigo José lo mira sonriendo. El sol se esconde en el horizonte. 
—¡Parece que los excesos de anoche te golpearon fuerte! —le dice.  
“Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el universo se habría vuelto al revés”, masculla para sí la chispita desilusionada, apagándose hasta desaparecer. 
—Necesitás reponerte, detrás de la colina está la cabaña de fin de semana —le comenta Matías, su otro compañero de aventuras, con gesto de preocupación. 
Ya instalado en una cómoda hamaca, con hielo en la cabeza para despejar y aclarar ideas, y el hígado inflamado por las mezcolanzas nocturnas, Adán se promete que nunca más beberá. 
Jamás, nada de nada. (Alcira)


Las dos Anas

—¡Rata, rata traicionera! Debí suponerlo. Nunca fue de fiar y yo, tonta de mí, caí en su trampa. Ana vociferaba fuera de sí, sus gritos se oían por todo el barrio y nada la calmaba. Decidí dejarla sola con su rabia y me tragué el comentario que cosquilleaba mi lengua. Después de todo yo le había advertido.
¿Cómo les cuento la historia? Como toda historia desde el principio. Hace diecisiete años nacieron en el barrio, con días de diferencia, dos Anas; la que dejé que gritara y la destinataria de los gritos. Siempre hubo una rivalidad, comenzada por sus respectivas madres y continuada por ellas mismas.
Desde que eran unas bebés, cada progenitora ponderaba a su niña como la más linda, más inteligente, más adelantada para su edad, etc. Esa rivalidad soterrada era alimentada bajo una aparente amistad. Las niñas eran muy parecidas; para distinguirlas a una le decíamos Ana, a la otra, Anita. Eran rubias, de ojos claros, muy bonitas; las dos usaban el cabello largo hasta la cintura, vestían parecido. Quienes no las conocían las confundían como hermanas.
En cuanto a su personalidad, ahí diferían; Ana era explosiva, exagerada, impetuosa. Siempre actuaba y después pensaba. Anita, en cambio, era tranquila, más reflexiva, rara vez la vimos reaccionar en forma impulsiva.
En este punto llega el tercer personaje de la historia bajo la forma de Ariel, diecinueve años, recién ingresado a la universidad, atlético, morocho de unos genéticamente extraños ojos verdes, simpático y muy atractivo. Recién mudado al barrio, fue el comentario de todas las chicas del grupo. Por supuesto, ambas Anas pararon las antenas y cada una se propuso conquistarlo.
Si bien el chico era más que lindo, el verdadero interés residía en ganárselo a la otra. La meta era ser invitada por el susodicho para el baile de la primavera en el club del barrio. Y cada una, como Mambrú, se fue a la guerra. Ana pasó al frente, con una estrategia agresiva, fiel a su carácter; Anita, en cambio, se mostraba dulce y tímida, encandilada por la personalidad varonil. Existía un pacto implícito de jugar limpio, cada una con sus mejores cartas, sin trampas ni chicanas. Obviamente, algo así no podía durar para siempre. En caso de hacerlo, hasta el propio universo se habría vuelto del revés.
Ariel tenía un primo, Buno, no tan llamativo pero interesante, y era frecuente verlos juntos. Las dos Anas solían hacerse las encontradizas y se hacían acompañar por los muchachos. Era habitual verlos juntos en el cine, o en alguna confitería. Curiosamente, el interés de Anita pareció cambiar de destinatario. Recuerdo que se lo comenté a Ana y ella me respondió que se daba por vencida con respecto a conquistar a Ariel y quería disimular su derrota. Yo no estaba muy convencida de ese razonamiento, pero preferí callarme.
Cuando llegó el día “D”, ambas hicieron una gran entrada: Ana del brazo de Ariel y Anita, del de Bruno. Pero he aquí que Ana se pasó toda la noche sentada, ya que Ariel, apenas entrara al salón hizo amistad con un chico al que le dedicó toda su atención. Anita, en cambio, bailó toda la noche con Bruno y ahora ya son novios.
Anita había sabido por el primo acerca de la homosexualidad de Ariel y, por supuesto, no se lo había contado a Ana, quien había pasado el papelón de su vida, según el comentario del barrio. He ahí el motivo de los gritos y el que Ana se comportara como una loca de atar. (Alicia M.)

2 comentarios:

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