Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 27 de junio de 2021

¡No lo puedo creer!

 


Tarde caliente

No tengo balcón, pero sí una amplia ventana que permite entrar la tibieza primaveral del sol. Vivo en un piso quince con una vista inmejorable de la ciudad. Me gusta sentarme a su lado cuando trabajo, leo un libro o simplemente me dedico a disfrutar el paisaje.
Hay un edificio vecino del que puedo ver la terraza. Tiene un jardín hermoso, los ocupantes han tenido una idea excelente y todos lo cuidan. Seguramente, se han asesorado con algún paisajista por el tipo de plantas y las coloridas flores que prosperan en el lugar. También han colocado algunas reposeras y sombrillas, como las de la playa. Es usual ver gente disfrutando una bebida o simplemente tomando sol.
Una tarde había dos mujeres adelantando el verano. Eran frecuentes adoradoras de Febo. Creo, por la diferencia de edad, que se trataba de madre e hija. Ambas lucían unos espectaculares bikinis en unos cuerpos acordes. Y sí, yo, con unos kilitos de más, un poco de envidia sentí.
En eso llegó un muchacho, o mejor dicho, un bombonazo. Alto, castaño, lucía una bata que apenas cubría su amplio pecho y le llegaba a los muslos, mostrando unas piernas largas y musculosas.
Las mujeres lo saludaron y se pusieron a conversar, imaginé que se trataría del novio de la más joven porque comenzó a frotarle la espalda con lo que supuse que era bronceador y delante de la que parecía la madre. Los tres se veían distendidos y alegres.
En un momento deben de haber puesto música, el joven se sacó la bata y se puso a bailar. ¡Lamenté no tener un largavista! Vestía una sunga roja y movía su cuerpo perfecto como un profesional, tal vez fuera bailarín o stripper. Realmente era un regalo (y de los gordos) para los ojos. Las mujeres reían y aplaudían, pero no aceptaban su invitación a unírsele.
De repente, llegó otro muchacho con vaqueros y remera y empezó a gesticular como si estuviera furioso. Inferí que sería la verdadera pareja de la más joven y le estaba haciendo una tremenda escena de celos. Por los semblantes, deduje que la cosa estaba pasando de castaño a oscuro y esperé sinceramente que nadie volara por sobre la baranda.
El furibundo se acercó al bombonazo, pero en lugar de darle una trompada lo tomó del brazo y se lo llevó a los tirones; el otro apenas pudo recuperar su bata antes de seguirlo mansamente. Las mujeres se veían atónitas y al poco rato también se retiraron.
Por lo visto, había malinterpretado la escena y no era a la joven a la que le reprochaban su conducta. De todos modos, durante mucho tiempo, ni las mujeres ni el bailarín disfrutaron de las bondades de la terraza. (Alicia M.)


Y de pronto, el viento

Domingo, once de la mañana. Hace calor. Desde la ventana de la habitación de mi departamento en el piso 13, veo a mis vecinos que están tomando sol en su terraza. Padre, madre, hija. Distendidos, con jugo y mate, con la piel protegida, con los lentes recién comprados.
Los envidio, yo estoy sola y ni loca tomo sol, le temo desde aquella vez que me tosté demasiado y me quedó una mancha tatuada en la espalda.
La cortina de mi ventana comienza a flamear; primero suave, luego con mayor intensidad.
Miro hacia la terraza vecina y una lluvia de bombachas, corpiños y ligas con y sin lentejuelas cae como efectos especiales.
El trío que antes descansaba, salta de sus reposeras. No entiende lo que ocurre. Yo me río. Parece que las chicas pulposas y las no pulposas del club nocturno de la esquina colgaron sus pertenencias en el larguero, pero no colocaron broches.
Suele ocurrir que luego de una intensa noche, uno olvide algunos detalles y el viento travieso haga volar lo que, con prolijidad, colgamos. (Adela)


Luces y secretos

Desde mi ventana del segundo piso, miro a tres personas que están tomando sol en una terraza vecina. Hace varias horas que los observo. Tienen auriculares puestos. Los veo muy quietos, creo que están muertos. Una reposera vacía me hace pensar que la ocupaba el asesino que huyó y, seguramente, ya está muy lejos.
Están rodeados de termos, mates, botellas, vasos, tortas y galletitas.
Sobre ellos, desde el cielo, aparece una nave con aspecto de transporte escolar. Plateado y dorado, muy brillante, rodeado de luces rojas. Me siento encandilada con tanta iluminación y colores. De él se desprende otra nave más chica, con forma de auto, tan resplandeciente como la más grande.
Apoyo la cara en los gruesos vidrios para ver mejor; aplasto la nariz hasta casi sofocarme.
De la navecita se desprende un haz de luz multicolor que eleva hacia sí los mates, las tortas; todo sube con lentitud.
Me conviene olvidar lo que vi, esto lo llevo a la tumba.
Suena un timbre en mi edificio. Marca la hora en la que comienza la ronda de visitas. Seguro viene el bonito de ojos malos y centelleantes; le gusta poner inyecciones y atarme a la cama. “No le cuentes…” Se escuchan pasos en el pasillo. “Estás obligada a guardar el secreto de lo sucedido…” Entra, me mira de manera encantadora. “No hables…” Clava su mirada pálida en mí. “Boca cerrada, boca cerrada…” Su insistencia examinadora hurga una y otra vez en mi mente. “No pienses ni recuerdes”. Mis ideas se nublan. Me siento confundida. “Seguí con los labios sellados…”
—¡Hola doctor! ¡Acabo de ver cómo un fitito tomó mates y... comió tortas y...! (Alcira Elena)


Fue allí

Carlitos: hombre simpático, aventurero, carismático, atractivo y muy admirador del sexo femenino.
Vive en un edificio con una buena vista hacia la calle y también hacia la terraza del edificio de enfrente al que le gusta husmear en las tardes veraniegas.
Hoy, camina cabizbajo, desalentado. Acaba de ser despedido del trabajo. Su buen humor se ve interrumpido por una nube de tristeza y desolación. Si bien es joven, treinta y cinco años, son tiempos difíciles para conseguir una nueva ocupación.
Camina y piensa en las deudas adquiridas que no va a poder afrontar.
Ahorros no le quedan. Gastó los últimos en las vacaciones.
Piensa, suspira y resuelve que, hasta obtener un nuevo trabajo, empeñará o venderá el reloj (herencia de su abuelo) que guarda con tanto amor: un Omega Speedmaster Pro, líder entre las marcas de relojes suizos. Su abuelo Paco se había sentido orgulloso de poseerlo; era igual al que había lucido Buz Aldrin mientras daba sus primeros pasos por la superficie lunar. Paco se lo había obsequiado a Carlitos, único nieto varón, sabiendo que lo conservaría con todo el cariño que significaba ese objeto para él.
Con dolor y congoja, decide que no tiene otra posibilidad. Servirá para pagar los créditos adquiridos y su sustento por un tiempo.
Llega a su departamento y con sorpresa verifica que la puerta está abierta. Le han robado varias pertenencias, entre ellas el recuerdo de su abuelo.
Después de un mes, aun no hay novedades sobre el robo. Gracias a la generosidad de amigos, puede sobrevivir. Además, consiguió una prórroga en sus créditos.
Ha enviado cantidad de currículums. Espera en su departamento la respuesta a los pedidos. Ya no sale ni tiene ánimo para encontrarse con amigos.
Su única distracción es ver pasar desde la ventana, gente apurada, preocupada. Él siente que nada lo moviliza, ni siquiera dirigir su mirada hacia esa terraza del edificio de enfrente, que tanto placer le daba.
Su amigo Frank lo visita preocupado por la situación y la falta de respuesta a sus llamadas.
—¡Vamos, amigo! Miremos esas morochas descomunales que disfrutan del sol como girasoles en el campo. ¿Para qué gastaste tanto dinero en esos binoculares profesionales? Dale, me quedo y observamos un rato. Con este día de calor y la temperatura alta, seguro hacen topless en la terraza.
Carlitos sabe que no está bien, pero siempre fue un trasgresor. Tampoco hace mal a nadie mirando bellas y esculturales mujeres.
Cuando ellas visitan a una amiga que vive en su edificio, las cruza en el ascensor o en el pasillo de entrada. Sus cuerpos torneados y el perfume exquisito lo dejan flotando en una nube.
“¡Bombas totales!”, les decía a sus amigos. “¡Si tuviera que elegir, me quedó con las dos!” y sus amigos reían y guiñaban un ojo, cómplices de sus dichos.
Mientras recuerdan anécdotas compartidas, se ubican en la ventana y, enfocando los prismáticos, esperan la llegada de “las morochas”.
Cuatro de la tarde. La temperatura indica 33° en el exterior.
—Es la hora —dice Carlos—, ya están por llegar.
Quedan sorprendidos cuando, en lugar de ver dos mujeres (como era costumbre), son tres personas: dos chicas y un hombre.
—Sonamos —exclama Frank —, vienen acompañadas. Quizá no se saquen el corpiño.
—Conformate —contesta su amigo. —Hace tanto que no las veo que me alcanza con observarlas en bikini.
Los tres se sacan sus ropas; ellas quedan en bikini y él, en short.
—Che —pregunta Frank —¿Ese no es el flaco que vive en el departamento de abajo? Mirá como le pasa el bronceador en la espalda y lo va intercalando con besitos. ¡Se ha formado una pareja! —bromea.
—A ver, a ver. Pasame los binoculares —responde Carlitos.
Cuando mira, comienza a gritar y lanzar insultos: —¡Desgraciado! Hijo de…. Te voy a matar…
Sale hacia la puerta. Frank trata de tomarlo de un brazo y calmarlo.
—No seas loco. ¿Te vas a calentar porque la mina está acompañada? ¡Tranquilizate! Es dueña de salir con quien se le antoje… Estás muy alterado….
—¡Qué tranquilizate, ni tranquilízate! ¡Lo matooooo! Fijate lo que tiene en la muñeca del brazo. Sí, ese que viste, el que acaricia la espalda de la morocha y le pone bronceador, TIENE MI RELOJ, EL QUE ME ROBARON. ¡Lo voy a destrozar a piñas!
Logra zafarse de las manos de su amigo y sale corriendo escaleras abajo, sin esperar el ascensor. (Alicia G.)


Los vecinos

Siesta de primavera. Primer día con treinta grados de calor. Mis hermanas y yo disfrutábamos del hermoso sol a través de la ventana del comedor. Habíamos improvisado unas reposeras con toallas y almohadas y por primera vez en la temporada, nos pusimos las bikinis y preparamos jugos de frutas. Reíamos bromeando que estábamos en “el ensayo de enero en Pinamar”.
De pronto, escuchamos ruidos en la terraza de enfrente. Allí también había un preludio de verano, pero mientras tomaban sol y escuchaban buena música limpiaban una pileta enorme. Eran dos varones y una mujer; hermanos, y como tales, discutían, se peleaban, se mojaban y avanzaban poco con el trabajo. La joven hizo un mal movimiento y derramó una lata de pintura, salpicando pileta, piso y césped. Nosotras nos reíamos tanto y tan fuerte que notaron nuestra presencia y, mediante señas y risas, nos llamaron para que nos sumemos a la tarea de limpieza. Estábamos muy avergonzadas, pero parecían ser muy amables y divertidos.
Fuimos. No sólo por solidarias, también con la esperanza de hacernos amigos y recibir invitaciones a disfrutar del agua. Fue un día de muchísimo trabajo. Al regresar teníamos las manos llenas de aguarrás y ampollas, dolores de espalda y quemaduras de sol sin bronceador sobre la piel. Todo quedó hermosísimo y preparado para un chapuzón.
Esperamos un día, dos; una semana, dos; un mes, dos; nunca llegó la deseada invitación. Desde nuestra ventana veíamos cómo disfrutaban de la pileta con otros amigos, y nosotras no recibíamos ni un mensaje, ni un saludo a través de la ventana.
Ya pasaron varios meses. Ayer hizo muchísimo frío, hoy también. Me crucé a uno de los chicos en el kiosco de la esquina y me preguntó qué tenía que hacer el sábado.
—Espiar por la ventana —respondí—, pero por la que da a la avenida, no a los patios. (Fabiana)


El infierno

Juan Manuel vivía en la torre tres desde hacía un par de meses. Se había instalado en la ciudad de Buenos Aires para comenzar sus estudios universitarios. Esa tarde, al regresar al departamento, encontró la tarjeta de invitación que habían deslizado por debajo de la puerta. Lo esperaban a las quince horas en la terraza para disfrutar de una fiesta.
Pocos jóvenes estudiantes permanecían en la ciudad los fines de semana, soportando las temperaturas elevadas. Para un joven del interior, aceptar la invitación significaba dar un paso importante. Juan Manuel, sin dudarlo, confirmó su asistencia enviando un mensaje al número de celular que figuraba en la tarjeta.
La terraza ambientada como local bailable, reunía todos los ingredientes: buena música, bebidas y una pista en las alturas. Juan Manuel se había ubicado en una de las reposeras junto a otras dos jóvenes y conversaban entretenidos. No eran los únicos que estaban en el lugar. De manera sorpresiva, a las tres y cuarto, se cortó la música. Un desperfecto técnico provocó el cortocircuito cerca del parlante. Las chispas encendieron las telas sintéticas de los sillones y los tejidos que cubrían las pérgolas. El fuego avanzó rápidamente sobre los materiales inflamables, devorando todo combustible que encontraba en el camino. En pocos segundos, la azotea se transformó en una trampa mortal y en un verdadero infierno.
El desconcierto de los presentes por el impetuoso avance de las llamas sobre sí mismos, les jugó en contra en el momento de resolver de otra manera la salida. Juan Manuel no podía ver nada por el humo. Aterrorizado, se preguntaba si lo que estaba viviendo era una pesadilla.
La desesperación por escapar de ahí y el amontonamiento de los cuerpos envueltos en llamas, llevaron a unos a lanzarse desde el piso treinta, y a otros (con empujones y manotazos inútiles) a comprimirse salvajemente cerca de la puerta de acceso.
Los gritos descarnados de los dueños de esos cuerpos consumidos por el dolor, atravesaron la tarde porteña y resonaron por unos minutos hasta que sobrevino el silencio absoluto.
Unas horas después, entre la veintena de víctimas identificadas, encontraron el cuerpo de un joven de diecisiete años. Era Juan Manuel. (Analía)


Corazón hechizado

El tintineo de los cubos helados contra el vidrio y el silbido del motor del aire acondicionado, son los sonidos que se escuchan en el departamento. Afuera: gritos, risas y música animan la tarde.
Son las dos y un descanso corto de los libros y apuntes la lleva a la cocina. Pronto rendirá un examen que la mantiene muy ansiosa. “¡Uno más y me recibo!”, exclama mirando por la ventana.
“El del 5° B con sus amigos ¡coparon la terraza!”, suspira. Tres machos alfa, musculosos, atléticos de un tostado caribeño, posan para las selfis que de inmediato suben a las redes sociales, mientras toman sol. A un costado la infaltable conservadora repleta de cervezas y en un rincón, un tanto olvidado, el mate. Sus cuerpos se mueven al compás de la música y cantan como los dioses.
Con la frente en el vidrio, Paula los observa atenta, con la ilusión de formar parte de aquella fiesta. Le gusta mucho ese muchacho, tiene su corazón hechizado. Lo mira con embeleso, como cuando por accidente se encuentran en la vereda y él ni la registra.
El calor insoportable del verano y la humedad, típica de los conglomerados, la ponen de mal humor; pero recrear la vista con ese paisaje, le hace perder la noción del tiempo. En su mente disfruta de la playa mientras camina descalza por la orilla, el agua fresca moja sus pies y algún caracol le golpea los tobillos.
Una gota de sudor rueda por sus mejillas y la despierta de ese encantador sueño. La tentación de espiar la lleva a otro nivel, se asoma en puntitas de pie por el ventiluz del baño y mira cómo menean las caderas los vecinos.
El sol aparece y desaparece. A lo lejos, unos nubarrones oscuros se aproximan. De pronto una ráfaga de viento cálido se presenta y todos salen disparados, a su paso levantan toallones y tropiezan con las sillas.
En su casa, las puertas se golpean con fuerza y tiemblan los cristales. Una tormenta de verano se formó en un instante. Sorpresivamente, un grito aterrador ensombrece la tarde: Joaco suspendido en el abismo entre el piso y la terraza sujeto apenas de un caño corroído de luz. Su instinto le dicta llamar a los bomberos. Como puede, en medio del viento y objetos volando por doquier, se acerca a la cornisa. En cuclillas le pasa una soga por debajo de los brazos, lo sujeta con fuerza y juntos tiran hacia arriba. Sus amigos se suman y pronto Joaco está tirado boca arriba temblando en el techo. Sus miradas se cruzan por primera vez… y conectan. Sentimientos de agradecimiento afloran y se le eriza la piel; sus manos entrelazadas aún, mantienen el calor del momento.
Algunas gotas comienzan a caer y la magia desaparece. La sirena de los bomberos se escucha cerca, y el móvil policial llega.
Paula mira con sorpresa la cuerda. “¿De dónde salió esto?”, se pregunta. Y recuerda que, en la corrida y desesperación, arrancó el cordel del lavadero. (Silvia)


¡Una pelea horrible!

Estaba de vacaciones con mi familia en Bariloche, celebrando las Pascuas. Habíamos ido a un hotel hermoso y lujoso. Nuestra habitación estaba en el cuarto piso. Esta tenía una cama matrimonial, dos individuales, dos baños y todo con una preciosa decoración. Lo que más me llamó la atención fue esa terraza gigante, ¡me encantó! Lo primero que hice fue dirigirme a ella y contemplar el divino paisaje: un bello lago de aguas relucientes rodeado de árboles y flores de todos los colores que pudiera imaginar.
Miré hacia ambos lados y vi muchas terrazas más. En una de ellas, muy cerca de la mía, se encontraban tres personas tomando sol; supuse que eran padre, madre e hija. De repente pasó algo que no pude creer. Los padres comenzaron a pelearse y a gritarse cosas horribles, la pequeña lloraba (parecía de unos 4 o 5 años). Estaban gritando muy fuerte porque absolutamente todos los vecinos salieron a sus terrazas a ver lo que sucedía. No les importó que los estuvieran mirando y continuaron con su riña por unos minutos más. Por lo visto no tuvo consecuencias graves, terminó “bien” y pudieron consolar a la niña.
Luego, nos informaron que la pareja estaba inmensamente arrepentida y pedía disculpas a todos los vecinos por el escándalo causado.
De estas vacaciones me llevo recuerdos y experiencias muy lindas que no podré olvidar, pero también una experiencia mala que tampoco podré olvidar, pues esa pelea realmente me conmovió mucho y me dejó sorprendida. (Julieta)

 

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