Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 17 de octubre de 2021

Oxímoron y pleonasmo


Y luego ¿qué?

Dudosa certeza: la muerte llegará. Y luego ¿qué?
¿Someternos al Juicio Final y vivir para siempre en el cielo o en el infierno?
¿Pesar nuestro corazón y esperar que no nos delate y usar las palabras justas en el ritual hasta alcanzar la transformación y la eternidad?
¿Mutar en otro ser y cargar con el peso del karma hasta el final de los tiempos?
¿Pedir perdón e iniciar un largo viaje hasta unir el alma a la totalidad y permanecer un poco allá y otro poco acá?
¿Quedar sólo en el olvido? El no ser, el no nombrarse.
O pensar que las almas descansarán livianas, libres y eternas en la profundidad del húmedo mar. (Analía)


Volar hasta el cielo

Volar frenando.
Eso decía cuando era niña: —Quiero volar, volar y frenar.
—¿Cómo es eso? —preguntaba mi mamá.
—Volar alto, alto hasta el cielo. Y allí frenar en una nube y mirar el mundo —le respondía yo.
Entonces arremetía con la pregunta que martillaba la cabeza de mi madre una y otra vez: —¿Y cómo vuelo hasta el cielo?
En esa época era muy chiquita, me contaban el cuento del ratoncito que con ayuda de sus amigos alcanzó un pedacito de la luna. O la del niño que bajó una estrella para su amiga. Viajes de animales al espacio… hasta el de Peppa Pig, que siempre me pareció una chancha medio pavota.
A pesar de mi corta edad, no era tonta.
—Eso es puro cuento, mamá —le retrucaba yo.
Entonces, trataba de explicarme que cuando fuera grande podría pasear en avión y…
No, no había caso. No me entendía.
—QUIERO VOLAR HASTA EL CIELO, SIN AVIÓN, NI COHETE. SOLAAAA COMO LOS PÁJAROS.
—Pero los pájaros tienen alas —pretendía que razonara.
Me hubiera conformado con un globo aerostático, sin embargo tampoco me dieron el gusto.
La cuestión es que ni mamá, ni papá proporcionaron una solución.
Ya de grande, después de ochocientos treinta novios a los que fastidié con el mismo tema (y que renunciaron a mi amor por ser latosa, aburrida y no hablar de otra cosa), me resigné a suspirar y mirar en soledad el cielo; mañana, tarde y noche.
Mi ansiedad fue en aumento. Miraba el cielo y comía, buscaba la luna y comía, y comía, y comía.
¡Ah! Y lloraba por los ochocientos treinta novios abandónicos.
Tanto comí que engordé veintisiete kilos.
Pero no todo está perdido, como dijo algún filósofo por allí.
Cuando llegué al novio novecientos noventa y nueve, hallé -o mejor dicho él me dio- una receta, aunque no sirvió de mucho.
Ese novio fue único. Yo pensé que iba que tener que llegar al número mil. Pero no, no fue necesario.
Aladino, ese era su nombre. A veces, cariñosamente lo llamaba Ala, y otras Ladino, porque era un poco perspicaz y marrullero.
Hermoso y complaciente como el genio de la lámpara maravillosa
—Mirá, gordita —me dijo tiernamente. Eso creía yo, aunque la verdad es que estaba más que gordita, estaba re gorda, rechoncha.
Como les contaba, me dio la fórmula para volar; mas no resultó.
Me dijo que tenía peso en exceso, y sería difícil remontar.
Yo trataba de explicarle que estaba haciendo una alimentación más sana desde que lo conocí.
Se rió y volvió a repetir: —Gordita, vas a poder subir al cielo cuando dejes de hacer “esa dieta de engorde para pollos en criadero”.
Él era chistoso y ocurrente, aun así, esas palabras me ofendieron enormemente. Por eso, para contrariarlo y demostrarle que podía a pesar de los kilos, contraté un globo aerostático y me preparé.
Costó que me subieran, pero aquí estoy “rumbo al infinito y más allá”.
¡Qué emoción subiendo arriba! (Alicia G.)


Desesperanzado

Dulce hiel. Lo perseguía la mala racha. Cuando murió su perro labrador entendió que eso de que la vida es rosa sólo existía en las canciones.
Luego, por causas naturales, fallecieron sus padres. Se resignó porque eran añosos, y fue contenido por su novia, el amor de su vida. Amigos desde chicos; de la amistad al amor, un paso, y de ahí a proyectar un futuro juntos, unos centímetros.
Ilusiones, esperanzas, charlas hasta la madrugada en medio de arrumacos, sueño de una vida próspera. Los dos eran profesionales y tenían los trabajos ansiados y los ingresos abultados para dormir sin tranquilizantes.
El refrán “no hay mal que dure cien años…” esta vez fue “no hay bien que dure cien años…” Ella se enamoró de un compañero de trabajo y ahí quedaron las charlas, los sueños. Otra vez la mala racha lo cacheteaba.
Salir con amigos lo calmaba de a ratos, pero al volver al departamento silencioso y sin el olor a ella la realidad lo acosaba.
Sin esperanza, tomó los somníferos que habían quedado en un cajón como herencia de su madre. Estiró el cubrecama, perfumó la almohada y se acostó en su costado de la cama para esperar morirse muerto. (Adela)


El salón

Silencio atronador, de los que pesan sobre los hombros, es lo que sentí cuando entré a la casa deshabitada que estaba a la venta. Un antiguo arcón olvidado por la empresa de mudanzas se hallaba en la sala. Adentro tenía una jirafa de peluche algo manoseada, parecía esperar a sus pequeños dueños.
La propiedad había pertenecido a un matrimonio joven con hijos. Sufrieron un accidente fatal en la ruta de acceso a la ciudad. No me considero influenciable, pero podía sentir sus presencias. Al momento de recorrerla decidí que votaría por dejarla de lado y buscar otras opciones.
Componíamos un grupo muy heterogéneo de personas en busca del mismo objetivo: ampliar el jardín de infantes del barrio. La matrícula escolar crecía y las instalaciones quedaban chicas. Hacía falta un salón de actos que también oficiara de patio cubierto.
Esa casa es -sigue siendo- vecina del establecimiento. Ideal para la ampliación que soñábamos. Algunos de mis compañeros, con mucho entusiasmo querían comprarla. El precio era tentador, muy conveniente para una comisión cooperadora que juntaba fondos con todo método lícito a su alcance: rifas, reuniones sociales, donaciones, etc.
Comenté mis sensaciones, les hablé de los alumnos. Les dije que de ninguna manera podíamos permitir que concurrieran día tras día a ese lugar.
Fue tanta mi insistencia que la compra no se realizó. Adquirimos un terreno lindante y comenzamos a construir desde sus cimientos, con mucho esfuerzo, el gran salón.
Después de retirarme para concretar otros proyectos, llegué a verlo con mis propios ojos. (Alcira Elena)


La vida siempre da revancha

Fuego helado, eso corrió por mis vértebras cuando lo vi. Después de tantos años volvimos a encontrarnos. Por supuesto, las cosas habían cambiado. Ya no era una niña deslumbrada por el chico más apuesto de la escuela. Ya no era una niña y punto. Él conservaba esa gallardía que atraía los ojos femeninos de todas las edades. En su mirada brilló el reconocimiento.
La anfitriona nos presentó, ninguno reveló que no era necesario. Un saludo superficial y cada uno siguió su camino. La fiesta era bulliciosa. Una de las tantas previas al fin de año que se acostumbraban en nuestro círculo. Mis tíos, en cuya casa estaba parando, conversaban con un grupo de amigos.
Salí al balcón, asaltada por penosos recuerdos: era una recién llegada a la escuela. Como tal, objeto de curiosidad y comentarios; eso solo hacía que se acentuara mi timidez. Sin quererlo atraje la atención de "los más populares". Sus apellidos importantes los colocaban en el peldaño más alto de la jerarquía escolar o de la cadena alimenticia.
En esa época, aunque me esforzaba, me costaba mucho relacionarme con las personas, por eso me aislaba. Buscaba los lugares más solitarios o me escondía tras un libro. En mi deambular, había descubierto un sitio apartado, un rincón entre edificios donde refugiarme cuando no tenía clases. En un alero había un nido de golondrinas. Estaba abandonado, aunque yo sabía que las aves que lo habían construido volverían porque recuerdan los lugares donde construyen su hogar. A veces me preguntaba dónde estarían, en qué lugar se refugiarían hasta que el invierno las ahuyentara y las hiciera emprender su camino en busca del calor.
Fue ahí donde él me encontró y entabló amistad conmigo. Yo ignoraba que por mi retraimiento me habían catalogado de "rara". Él y su grupo me habían puesto en su mira y decidieron burlarse. Sortearon quién se acercaría y lograría sacarme de mi aislamiento para preparar una broma final. Él era uno de los chicos más lindos y yo me ilusioné. Me invitó a su casa -pues daría una fiesta- y, confiada, acepté. Fue una emboscada artera y vil. Me emborracharon sin que me diera cuenta e hice el ridículo. Todos mis compañeros se enteraron. De ahí en más, mi vida escolar fue un infierno.
Pasó el tiempo, fui superando mi timidez pero no la rabia. Tal vez esa experiencia fue la que me dio la dureza que me permitió superar los obstáculos para llegar a ser la mujer de negocios que soy en la actualidad. Casi, casi que debería estar agradecida con ellos. Casi...
Alguien se acercó al balcón. Era él.
—Sé que me reconociste. Yo lo hice al instante. Estás tan linda como en la escuela.
—A vos, en cambio, se te notan los años —dije volviéndome hacia él, fijando la vista en sus sienes canosas.
—Qué mala. Antes solo me decías cosas lindas.
—Antes fue hace mucho tiempo.
—No me digas que me guardás rencor. Aquello fue cosa de chiquilines, adolescentes tontos.
—Es verdad... y ya no somos adolescentes —le respondí sonriente.
Vi en su mirada que yo le atraía. Sus ojos se fijaron en mis labios. La mujer que era ahora desafiaba su masculinidad. Y él seguía siendo el mismo arrogante acostumbrado a que las féminas cayeran a sus pies. Bueno, si ese iba a ser el juego, jugaría. Pero esta vez se iba a dar de bruces con la más dura piedra. (Alicia M.)



La empleada del mes

Boluda inteligente. Yo siempre había sido vista por los demás como una boluda inteligente. Tenía rapidez en ciertas áreas, pero era torpe en otras. En lo que nunca fallaba era en mi intuición, en especial hacia mi jefe para conmigo. A él no le gustaba que fuera confianzuda con los clientes, me recalcaba que debía tomar distancia y ser profesional.
Pude llegar a concluir por qué pensaba de ese modo: tuvo muchas carencias afectivas. Cuando cumplió cinco años sus padres le regalaron un caniche toy. Apenas lo sacó del canil, este le mordió el dedo índice y, desde entonces, anduvo por la vida con una venda por el trauma asistiendo a una sociedad anónima de hipocondriacos. A veces, yo fantaseaba con meterle el dedo en la freidora cuando se pasaba de arrogante. Su dedo momia era lo que más me reventaba y en lugar de mirar su estúpida cara, miraba eso para seguir teniendo pensamientos homicidas.
Su mujer era la definición personificada de una histérica con voz de silbato que usaba calzas vistosas. Se creía la diosa del universo cada vez que entraba a cualquier lugar que, claramente, NO había sido invitada. Suerte que acá era conveniente que lo hiciera de ese modo, así se iba con olor a milanesa prendido de las calzas. Al ingresar al negocio me daba a entender, con sus comentarios pasivo-agresivos de mente infradesarrollada, que yo era inferior para mi puesto o que no me veía adecuadamente bien; mientras, el pelado de mi jefe, como era usual, idiotizado con el jueguito de alinear frutillas de granjas, o el Candy crush, o el Mahjong o cualquier bosta.
Cada día estaba más harta y mi nivel de tolerancia, por debajo de mis juanetes. Mi edad ya no era muy buscada para empleados de comercio y el destino maldito me había hecho aterrizar en este lugar.
Cerca del fin de semana, salí de mi casa luego de ducharme y vestirme con lo que más tenía a mano e, inesperadamente, una idea luminosa descendió a mis pensamientos: tendría que planear hacerlo caer accidentalmente al pelado y que la cotorra de su mujer le mandara una ambulancia. Yo, por supuesto, no podría hacerlo ya que estaría buscando su almuerzo como todos los mediodías.
Así que, luego de un rato de trabajo, fui con el cocinero que fritaba minutas y tuve que insinuarle que me atraía para lograr el trueque de aceite. Después de que el desesperado me toqueteó me prestó una botella y, cuando llegué a la caja registradora volqué un poco en el piso esperando que apareciera el jefe y se resbalara.
Cuando llegó y colgó su chaleco apolillado en el perchero, en vez de saludar me dio la orden de ir a hacer las compras. Yo obedecí con un dócil: "sí, señor" y fui rápidamente a comprarle canelones al gordo angurriento. A mitad de camino, vi a los vecinos abarrotados en la entrada. ¡Canté victoria!... antes de tiempo, porque cuando llegué ahí, noté que quien se había pegado el porrazo era una vieja clienta y que el cocinero me apuntaba con el dedo (este tenía dedos normales, por suerte).
Para mi desgracia, el pelado quería despedirme por la tragedia ocurrida y yo, lejos de irme, le tomaba el pelo diciéndole:
—No es aceite lo del piso… es que, como no aguanté porque estaba el baño ocupado, me hice pis encima.
(Amparo)






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