Todos los chicos evitábamos
pasar por allí. La sombría figura de la señorial casona abandonada se erguía en
el centro de la manzana, rodeada de lo que años atrás fuera seguramente un
cuidado parque, y que ahora se veía como una intrincada maraña de ramas y
malezas. Nos desviábamos varias cuadras al ir a la escuela, con tal de no
toparnos con algún aparecido; las malas lenguas decían rondaban por esas ruinas.
Al llegar a nuestra adolescencia,
la casa seguía en pie, cada vez más derruida, pero siempre misteriosa e
imponente. Un desgraciado día nos reunimos un grupo de muchachitos. Tocamos,
entre otros, el tema recurrente de la fantasmal construcción. Surgió el desafío
sobre quién se animaría a entrar en ella. Ninguno nos ofrecimos. Tampoco
nadie reconoció el terror que nos paralizaba para hacerlo. Como suele suceder
en estos casos, decidimos echar suertes, y la varilla más larga me tocó. Deseé
morir, sin embargo no podía echarme atrás. No era algo de hombre, especialmente
en una edad en la que quería demostrar que sí lo era. Planeamos todo para el fin
de semana siguiente.
El próximo sábado, luego de la
hora de la merienda, hacia la casona nos dirigimos en patota, con el corazón al
galope. Solo yo entré en la propiedad, munido de una hachita para cortar
las malezas que obstaculizaban el camino y una linterna para alumbrar el
interior de la vivienda. El resto de los valientes esperó afuera. Salvo
telarañas, polvo y alguna que otra rata, no observé nada extraño. Al recorrer
el lugar, noté el golpeteo de una persiana y el chirrido de la madera seca al
ser pisada. Todo vacío. Iba lleno de pavor al pensar que podría encontrarme
con algún ser del mundo de las tinieblas. Pero, nada de eso. Al volver al hall
principal lo vi, en un rincón del salón. Un enorme piano de cola, con sus
teclas de marfil amarillento cubiertas por la pátina del tiempo. Un florero
seco con un follaje seco de lo que pudo haber sido unas flores, y un sinnúmero
de partituras desparramadas por el piso, casi todas mordisqueadas por las
ratas. ¿Por qué continuaba allí ese instrumento? ¿Por qué no lo retiraron junto
con los demás muebles? ¿Su dueño deseó dejarlo ahí? ¿Quién lo tocaba?
Sin respuesta a mis preguntas,
ya me disponía a volver con mis amigos, orgulloso de haber pasado la prueba y
aliviado por no sufrir ningún episodio terrorífico. Se me ocurrió, al
salir, pulsar dos o tres notas en el piano que retumbaron en medio del vacío de la
habitación. Al instante, comenzó a escucharse una melodía extraña, lenta, antigua,
melancólica, que salía como por arte de magia de las estropeadas cuerdas. Las
partituras empezaron a moverse y bailotear a mi alrededor. Sin tiempo a pensar
sólo corrí y corrí. La linterna salió despedida, las malezas arañaban mis
pantorrillas desnudas. El raro son parecía perseguirme, envolverme. Llegué casi
sin aliento a la verja de entrada donde me esperaban mis amigos. Salimos todos
corriendo. Cuando me recuperé pude contarles la experiencia vivida sin saber si
me creían, a la vez que me juraba a mí mismo no pisar nunca más ese lugar.
Pasó el tiempo. Ya soy adulto.
A veces me pregunto si soñé todo esto. Si yo, como Aladino, no habré
despertado al genio del piano, o a algún ánima doliente que deseaba expresarme
un mensaje con su música. Porque, aunque la casona ya no existe y ahora se
yerguen tres modernas torres de departamentos en esa manzana, muchas tardes
pareciera que el viento trae a mis oídos, la misma triste melodía que escuché ese
día. (Liliana)
Instinto
Un resplandor de mil brazos y
tres cabezas se despliega sobre un cielo negro graznador. Teodoro prepara su
cuerpo para que el gruñido de la tormenta no lo tome de sorpresa; sin embargo,
lo hace una enérgica descarga eléctrica que impacta en el galpón donde funciona
el generador eléctrico.
Llueve a cántaros y su
camioneta está atrapada en un presidio de escombros. No tiene vecinos. La
estancia contigua está a 5 kilómetros y debe actuar con prisa, porque el campo
en pocas horas mutará a un túnel de impenetrable oscuridad.
Calza sus botas, un pilotín
amarillo y toma el camino a la estancia de los Otamendi, una familia que no ve
desde niño. Tiene la convicción de que algo extraño traen consigo, pero, como
dicen: la necesidad tiene cara de hereje.
Tras media hora de fatigosa
caminata, se acerca al lugar. A medida que se aproxima siente que se abisma en
una experiencia desagradable. Esquivo a ese instinto primitivo, camina
sonámbulo. La arquitectura de la casa no es de estilo georgiano ni victoriano. Los espacios adyacentes muestran signos de
mantenimiento. No hay aspectos inquietantes que detengan su marcha.
Antes de tocar la puerta
percibe la melodía de un piano. Golpea e inmediatamente, un grito evanescente dentro
de la morada sugiere que algo está sucediendo. Corre por el exterior de la casa
observando atento cada puerta y ventana sin observar algo fuera de lo normal.
La tormenta alcanza su punto cúlmine.
Con agitación empuja la puerta
de entrada hasta que se abre. El interior de la casa muestra que es espantosamente vieja, con espacios oscuros,
sin muebles, sólo un piano de cola cubierto de tierra. Ahí mismo siente la
proximidad de algo horroroso. El ruido de un silencio prolongado lo perturba.
Son segundos de incertidumbre
hasta que una gotera corta la afonía. Camina de espalda buscando salida. Cuando
atina a tocar el picaporte, una fuerza estremecedora cierra la puerta. Su
cuerpo paralizado y ojos vigilantes buscan serenar la confusión en una
oscuridad de purgatorio.
Mientras hace fuerza para
moverse, la sala se ilumina en toda su magnitud. El viejo Otamendi está
sentado, dispuesto a tocar su piano. La mirada de Teodoro pide misericordia. El anciano empieza a tocar “Sueño de amor”
de Franz Liszt. Al tiempo que da vida a las teclas, su ímpetu y vigor aumentan en lo que parece una ceremonia de eterna
juventud.
Teodoro, sin fuerzas y en estado de plena consciencia, experimenta un suave descenso hasta caer sobre un colchón de huesos y un sinfín de calaveras; todas mirando hacia el piano. El ahora joven Otamendi cierra el telón. Tiene escombros que remover y un generador que reparar, antes que la oscuridad impenetrable del campo se haga presente en la estancia. (Martín)
Teodoro, sin fuerzas y en estado de plena consciencia, experimenta un suave descenso hasta caer sobre un colchón de huesos y un sinfín de calaveras; todas mirando hacia el piano. El ahora joven Otamendi cierra el telón. Tiene escombros que remover y un generador que reparar, antes que la oscuridad impenetrable del campo se haga presente en la estancia. (Martín)
Teclita
Aquella tarde, Juana, mientras esperaba la siguiente
clase en la biblioteca, se entretuvo leyendo historias sobre el folclore de la
ciudad. “Teclita” fue la que más llamó su atención. Era la historia de un piano
que mantenía el espíritu de su pianista y, cada tanto, se escuchaba tocar.
Juanita, como le decía su mamá, era estudiante de Arte y
nueva en la ciudad. Vivía en un edificio viejo, bastante deteriorado; lo único que podía pagar. El departamento era pequeño, algunas de sus paredes
estaban descascaradas, y en el medio del comedor colgaba una antigua araña de
bronce.
Cuando regresó del supermercado ya era tarde y decidió
ponerse a cocinar. Mientras cortaba las cebollas y morrones, percibió un tenue
sonido como de arrastre, que provenía de algún lugar en el techo. Seguro son
las ramas de los árboles, pensó; el otoño se acercaba y los vientos del sur
comenzaban a sentirse. Al rato, pasos y un golpe seco arriba paralizaron su
corazón. Era imposible, ¡no tenía vecinos! Se limpió las manos y con mucha
cautela se acercó a la ventana. La noche estaba cerrada. De pronto, una
melodía muy suave comenzó a sonar. Buscó insistentemente su origen, pero nada. Su
corazón latía muy rápido. En estado alerta, recorrió las habitaciones siguiendo
esa tenue melodía.
El sonido provenía de atrás de un ropero de roble con
espejo biselado, que ya estaba en la casa cuando ella llegó. Intentó moverlo, parecía
anclado al piso de parquet que crujía develando su edad. En un segundo intento,
logró correrlo por completo descubriendo una puerta oculta tipo pasadizo. Con
mucho temor la abrió, no sin antes llevar con ella un garrote de madera, que a
veces usaba como palo de amasar. El olor pestilente la sorprendió. Caminó unos
pocos pasos y se topó con una escalera enfundada en telarañas. La música se oía
cada vez más fuerte. Era un altillo olvidado, el polvo y la oscuridad la recibieron;
apenas se podía ver gracias a la luz de su dormitorio. A mitad de escalera la
percepción de que algo la observaba la perturbó. Una sombra se
movió rápidamente y levantó las partículas de polvo.
¡Aaaah!..., gritó Juana y se aferró fuertemente a la
escalera. Su respiración agitada y el miedo la hacían temblar. Un poco más y
llegaba, pensó. Al asomarse de la escalera, grande fue el susto cuando se dio
cuenta de que el sonido provenía de un piano destartalado. Se acercó con lentitud e intentó abrirlo. Fue entonces cuando se le erizó la piel de la nuca, le
zumbaron los oídos, el cuerpo se le aflojó, y de repente…. se desplomó. (Silvia)
La casa de al lado
La casa era cómoda, con las habitaciones necesarias y dos
baños. Una sala de estar, un pequeño lugar para usar como escritorio, la cocina
pequeña, un patio y un jardín.
Sus padres se la regalaron cuando cumplió los 25 años y
lo que más la emocionó fue que estaba amueblada con sencillez, y con un piano
que engalanaba la entrada.
Cambió las cortinas, lo único que no la satisfizo. Colocó
unas plantas que le regalaron sus amigos y empezó a soñar con su independencia.
Tenía un trabajo, una casa, una hermosa familia.
La primera noche en su nuevo hogar durmió como cuando era
una niña, sin preocupaciones; a la mañana siguiente se levantó, desayunó en el
patio. Regó las macetas del jardín y, sonriendo, se dirigió al escritorio para
seguir con la lectura del libro que la tenía atrapada, y acomodar la biblioteca.
Su amor por la música la había llevado a intentar el
aprendizaje de varios instrumentos, pero el que más la había cautivado era el
piano. Encontró entre los papeles que aún no había acomodado, una partitura
vieja de Las cuatro estaciones.
En la casa de al lado alguien tocaba un vals.
Se sentó en el taburete, abrió la tapa del piano,
desplegó la partitura y cuando sus dedos se deslizaron por las teclas para
sacarles el sonido esperado, éstas no respondieron. Un piano mudo la asustó. Se fijó si estaban
todos los componentes, no faltaba nada. Intentó una vez más, convencida de que
la emoción le había jugado una broma. Las teclas seguían mudas. Llamar a sus
padres fue la primera idea; llamar a un experto, la segunda.
El celular sin carga la llevó a tocar el timbre de la
casa de una vecina aún desconocida. Doña
Sara salió luego de varias llamadas. Se disculpó aduciendo una discapacidad
auditiva. La frustrada concertista le comentó que había escuchado a alguien
tocar un vals. Sara sonrió con tristeza y la invitó a pasar. Mientras un
exquisito té las acompañaba, el vals volvió a escucharse. La dueña de casa no
se inmutó; sin embargo, a la nueva vecina un frío le corrió por la espalda. En
la casa no había ningún piano, no se veían aparatos de música ni televisores,
solo sillones viejos con almohadones muy gastados.
Olvidó el motivo de su visita a la vecina, agradeció el
té y con un ¡hasta luego! salió con las
pocas fuerzas que le quedaban. (Adela)
Regalos
El hotel era famoso por la fastuosidad de sus
instalaciones. Sus huéspedes pertenecían a lo más notable de la clase alta
europea. Residían reyes, príncipes, empresarios, importantes funcionarios de
las embajadas, alternados en los salones recargados de lujos.
Entre ello se confundían expertos espías ávidos de
descubrir cuanta miseria humana se escondiera detrás de esa fachada de
opulencia y placeres, para luego venderla al mejor postor.
Cenas, bailes, festividades eran frecuentes. El alcohol y
los romances clandestinos no faltaban.
Esa inolvidable noche festejaban Halloween, celebración
que algunos tildaban de pagana, otros de culto al mal, pero la usaban como un
pretexto más para dar rienda suelta a los excesos.
Bailaban una frenética danza africana con elevados tonos
de tambores, flautas y trompetas, mezclados con espantosos gritos que nadie
advirtió.
A la mañana siguiente comenzó el horror. En cada piso
encontraron una pareja asesinada con saña e inusitada violencia. El hombre en
una habitación con numeración par, la mujer en una impar.
Trozos de los cuerpos, prolijamente ordenados en cada
rincón de las amplias habitaciones. Las cabezas envueltas para regalo con
llamativos nudos y moños multicolores, sobre la tapa del inodoro.
El aterrado directorio dispuso que un grupo internacional
coordinara las investigaciones para encontrar al responsable. El trabajo para
esclarecer el delito no obtuvo resultados positivos, ni siquiera lograron
identificar a las víctimas.
Con prisa y sin pausa el ingreso de huéspedes menguó. La
decadencia y el abandono le ganaron a la algarabía y la disipación. Los
continuos saqueos terminaron con el lujo y la magnificencia. Sólo quedó un
antiguo piano en el salón de baile, al que nadie se acercó.
Cada 31 de octubre, a media noche resuenan melodías
africanas acompañadas con estridentes agudos de las teclas que asemejan
chillidos humanos. (Alcira)
Melodías a
través de las paredes
Por las
tardes, pasadas las 17, era normal sentir filtrarse las melodías a través de
esas gruesas paredes derruidas por el tiempo.
Treinta y
cinco años atrás, una joven pareja había decidido que esa casona al lado del
arroyo sería su hogar. Pocos vecinos, lugar tranquilo y agradable. Adquirirla y
mudarse con sus tres perros fue sólo cuestión de días.
A poco de
mudarse, compraron un piano de cola; ideal para la joven mujer, quien
deleitaría a las visitas con sus ejecuciones.
Cuando se
desató la tormenta eléctrica, como a las cuatro de la tarde, estaban en la
orilla del río. Empezaba a llover al momento de ingresar. Los perros agitados y nerviosos irrumpieron en la vivienda en el instante en que un rayo caía, lo
cual apagó el desgarrante alarido.
En los
días que siguieron a aquella gran lluvia, nadie reparó en la ausencia de la
pareja ni llamó la atención que los perros anduvieran por el campo.
Pasado un
mes, uno de los vecinos llamó a la policía del lugar al ver que los perros
habían ingresado al gallinero y atacado a tres de sus gallinas. Fue hasta la
casa a reclamar. Se encontró con una casa cerrada, nadie contestó a su llamado…
todo estaba en silencio. Al llegar la policía, efectivamente, la casa estaba
abandonada, sin vestigios de la pareja; sin embargo, el automóvil aún seguía en
el garaje. Buscaron durante veinte días por la zona, pero, ¡ni rastros!
Con el
correr de los años, la casa abandonada quedó en ruinas con todo lo
que tenía, porque nadie reclamó posesión alguna. Además, ¿Quién lo haría?
Una tarde,
un adolescente que iba al río a bañarse, vio un brillo peculiar entre la bosta
seca canina ya casi disuelta por el paso del tiempo. Una alianza sin
inscripciones.
En el
mismo instante en que ese anillo iba a parar a su bolsillo, escuchó una melodía
ejecutada en piano que le erizó la piel. Y la leyenda se divulgó.
Desde
entonces, por las tardes, pasadas las 17, es normal sentir filtrarse las
melodías a través de esas gruesas paredes derruidas por el tiempo. (Gerónimo)
El juramento.
Habían pasado cuarenta años cuando Ramón Gómez, Monchito, decidió volver a su
añorado pueblecito natal.
Europa estaba convulsionada de guerras, de antagonismos
políticos. El olor del ambiente se mezclaba con la podredumbre de los cuerpos,
las flemas de los agitadores y… el amor se hacía a escondidas.
La libertad se agitaba en una bandera deshilachada.
Cuando partió con esa pareja, que fueron sus padres
adoptivos, se afincaron en La Patagonia; esa región del sur argentino.
Tenía las montañas y las aguas más claras que lo
llevaban, cuando echado luego de cabalgar con su compañero negro, Azabache, a sacar la armónica de su padre, único recuerdo vivo. De ella salían las notas dulces y entregadas a la paz.
Sus padres, al igual que los padres de Clarice, maestros
del pueblo, fueron llevados por los uniformados de ese momento. Apresados como
delincuentes.
En sus humildes casas y en la escuela solo había algunos
libros de los pensadores de la época. Ese era su delito.
Clarice y Monchito estaban en la cueva de la montaña,
donde se resguardaban por si acaso un lobo rondaba por el lugar.
Sin que los vieran, lograron salvarse. En los ojos de
ambos se grabó la escena cruel. Juraron no separarse. Sellaron su promesa con
el intercambio de sus rulos.
Ella cortó con la navaja que él tenía un rizo rojizo y lo
envolvió en un recorte de su enagua.
Él sacó varias fibras de una planta y tejió un collar entremezclándolo
con su ensortijado pelo negro.
Cada uno tomó su rumbo. Las autoridades los llevaron a
distintos lugares. No volvieron a verse.
Monchito fue hasta el aeropuerto. Al embarcarse todo
estaba en orden. Cuando despegó el avión, los doscientos y pico de pasajeros se
convirtieron ante su vista en cadáveres.
Hablaban, reían. Disfrutaban las comidas... Veía a sus padres. Y... ¡los padres
de Clarice!
La única que tenía aspecto de carne y hueso era la
azafata que estaba en la cabina, enfrente suyo.
Era una imagen conocida. La tierna sonrisa, las pequitas
en su nariz. Los ojos pícaros lo miraban y una voz le susurraba: ¡he venido a
buscarte!
El viaje duraba aproximadamente doce horas. ¡No podía
viajar con el corazón acelerado a tantos metros de altura!
Tomó el Clonazepam que había puesto en el bolsillo. Se
colocó los auriculares. Escuchó su música favorita y se entregó al sueño.
El cimbronazo que provocó el aterrizaje lo despertó. Se
repuso y le pareció una fantasía. Todo en tiempo y forma. Una brisa extraña lo
conducía.
Llegó al centro de Madrid. A la plaza Tirso de Molina. Buscó
un lugar para hospedarse. Subió los cuatro pisos con su equipaje, no había
ascensor.
Al abrir la puerta del pasillo, caminó unos pasos y se
encontró en el salón con un viejo piano. La tapa estaba abierta. Las teclas
blancas estaban incompletas. Faltaba una.
De allí salió esa melodía que lo había acompañado
siempre. Estaba mudo, pálido. Un collar artesanal de pelos negros apareció ante
él.
Las ventanas se abrieron de par en par. El pez anaranjado
saltó de la pecera; se estrelló contra el suelo.
Unos pasos subían por la escalera. La casera iba a cobrarle
la renta.
Al llegar a la puerta, una ráfaga fría, envolvente, llena
de sonidos la paralizó.
Sobre el sillón había una maleta de cuero con unas iniciales plateadas: R. G. (Josefina)
La cacería del músico
Hace mucho tiempo, los vecinos
de una pequeña población de la provincia de Buenos Aires, sentían mucha
curiosidad por un extraño fenómeno. Al caer la noche, desde una vieja casona
abandonada, se escuchaban extrañas melodías desacompasadas que parecían salir
de un piano desafinado.
La casa en sí, también era un
misterio; había pertenecido a una familia muy reconocida: los Palermo
Anchorena. Un matrimonio y cinco hijas. Ninguna de las mujeres se había casado,
no se les había conocido ni una pareja, ni un novio, ni siquiera un
pretendiente. A mediados del siglo pasado,
en el transcurso de un año murieron las siete personas, de a uno y de muerte natural. Al no haber descendencia, y no encontrarse nunca la documentación de
la propiedad, todo quedó como estaba por más de 60 años. Desde entonces, cada
vez con más frecuencia y más fuerza, se fueron escuchando los extraños
sonidos.
A comienzos de este año, el
nuevo gobierno municipal decidió hacerse cargo de la casa, que vendría muy bien
como museo histórico. Para lograr esto, debían, además de acondicionar el
lugar, investigar a fondo y desentramar los misterios.
Una comisión integrada por
curas, médicos, arquitectos, ingenieros en sonido, médiums, varios obreros y
curiosos empezó la cacería del músico. Comenzaron limpiando los jardines. No
fue fácil; roedores, hormigas, caracoles, arañas y otros habitantes naturales
dificultaban el avance de la obra. Continuaron con el interior: papel de
decoración que se movía sin razón, pisos crujientes, cosas pequeñas que
aparecían deterioradas y fuera del lugar donde habían sido dejadas, telarañas
que se enredaban en los cabellos, humedad que dibujaba las paredes, clavos que
se enganchaban en la ropa, charcos en el piso de un líquido inespecífico, olor
rancio que los ahogaba y las teclas del piano que se movían solas les hacían
dudar a diario si seguir o no con el proyecto, pero no se detuvieron.
El avance era lento, había
muchos obstáculos. Sin embargo, la curiosidad los ganaba y los invitaba a
continuar.
Un día, se acercó un pequeño
personaje de apariencia siniestra. Cabeza muy grande, nariz puntiaguda, dos
extrañas verrugas en su rostro. Su presencia causaba temor, aunque era muy
agradable en el trato. Se presentó como periodista de investigación, y pidió autorización
para trabajar con ellos. Al día siguiente empezó su labor de la manera más natural
y cotidiana: instaló una cámara y la dejo encendida por 48 horas
ininterrumpidas.
Al observar la grabación,
encontraron algo tan simple como repugnante: al caer el sol, cientos de
roedores de diferentes tamaños salían desde las teclas del piano y se
apoderaban de la vivienda a su gusto. Corrían, jugaban, anidaban, curioseaban
las herramientas dejadas por los obreros. Era un cuadro repulsivo y horroroso.
El sonido era ensordecedor, entre el chillido de ellos y las teclas del piano
descoordinadas se generaba un estruendo que por sí solo producía temor.
Luego de que el servicio de
control de plagas hiciera su trabajo, los ruidos cesaron. Lentamente, se pudo
avanzar sobre restos de documentación y objetos que en estado de descomposición
permanecían en la vivienda. La hipótesis principal, que aún se está
investigando, es que todos los miembros de la familia fueron muriendo por
intoxicación con los venenos que utilizaban para eliminar a los roedores. Los
pobladores del pueblo comentan que las hijas eran mujeres muy hermosas; aunque los
muchachos no se les acercaban: olían a veneno y desinfectante. (Fabiana)
Concierto nocturno
Los intrusos abandonaron el lugar. La sombra de
quien los espiaba desde que se habían
introducido en su refugio salió de su escondite. No lo habían descubierto, por
suerte. Molesto por la intrusión recorrió el lugar para asegurase de que
realmente estaba desierto. La soledad era su elemento, desde que la casona
había sido abandonada. El tiempo la había deteriorado pero era su hogar.
Siempre había merodeadores que hallaban divertido
recorrer la vieja casa, llenándola de basura. Algunos, a veces, pernoctaban
ahí; pero no volvían otra vez. Él se encargaba de eso. Su lugar favorito era el
salón donde todavía reinaba un piano. A pesar de los años de desgaste aún se
veía algo de su antiguo esplendor. En ese lugar, a pesar de la mugre, era
posible percibir el brillo y el lujo que habían imperado alguna vez; cuando la casa se iluminaba para recibir
invitados a fastuosas fiestas, cuando las risas y la música, se oían por todo el vecindario mientras fluía el
champán. Y en una de esas fiestas había conocido y perdido el amor.
Las teclas se empezaron a mover desgranando una melodía
nostálgica, cada vez más intensa que inundaba todo el lugar. Se escurría por la
ventana y se introducía en la oscuridad de la noche.
—¿Viste? Te dije que en esa casa hay un misterio.
—Pero la recorrimos de punta a punta y no vimos a nadie.
—¿Y cómo se explica esa música? El piano que vimos está
totalmente estropeado. Ni un superdotado sacaría una nota de ahí. ¿Volvemos?
—Ni loco, prefiero seguir en la ignorancia.
Los habitantes de las pocas casas circundantes escuchaban aprensivos el melancólico concierto. Nadie se atrevió a ver quién era el misterioso ejecutante. Nadie vio la figura traslúcida que, con la ternura de un amante, acariciaba las ruinosas teclas en un eterno concierto. (Alicia)
Los habitantes de las pocas casas circundantes escuchaban aprensivos el melancólico concierto. Nadie se atrevió a ver quién era el misterioso ejecutante. Nadie vio la figura traslúcida que, con la ternura de un amante, acariciaba las ruinosas teclas en un eterno concierto. (Alicia)
Foto de internet: Estancia La Matilda, localidad Máximo Fernández, Bragado, Pcia. Bs. As.
Sí la cuarentena suma escritores y las musas dictan estos textos, VIVA LA CUARENTENA
ResponderEliminarMe uno al sentimiento de Adela!!! Bienvenidos los escritores y bienvenidas las musas!
ResponderEliminar