Ese día,
Eduardo quiso hacer algo distinto. Eso supongo, no sé, nunca se oponía a lo que
yo le indicaba; sin embargo, ese anochecer, al ver el portón abierto tiró con
fuerza de la soga que lo sostenía y en vez de ingresar, corrió velozmente por
las calles angostas de Loma Arenosa.
¡Eduardo! ¡Eduardo!,
grité muy fuerte, a la vez que se asomaban a la calle mi vecino Eduardo Pérez,
el carnicero Eduardo Costilla, el psicólogo Eduardo Cabezas, el cura Eduardo
del Santo de la parroquia Sagrado Corazón y hasta mi ex novio del preescolar Eduardo Infante. Ellos entre otros Eduardos del pueblo, porque eran decenas de
hombres asomándose por la calle a mi paso.
A todo
esto, mi cabeza me llenaba de reproches: ¿por qué se me ocurrió llamar así a mi
pastor alemán? Podría haberlo llamado Sultán; pero no, no me gustaba porque muchos
de los perros que conocía se llamaban así.
Llevaba recorridas unas diez cuadras, corriendo. Me seguían no menos de veinticinco hombres, varios de ellos repetían mi nombre llamándome, y comenzaban a salir de sus casas mujeres que se llamaban igual que yo. Mi Eduardo no aparecía y mis pulmones ya estaban sin aire. De pronto, empezamos a sentir sirenas. No supe si era la policía, los bomberos o la emergencia médica, pero me asusté mucho. Me detuve, y ahí lo vi: enredado entre las ruedas de una bicicleta. Su soga no le permitía moverse, las luces de la ambulancia me encandilaban. El conductor del pequeño rodado me miró y dijo:
Llevaba recorridas unas diez cuadras, corriendo. Me seguían no menos de veinticinco hombres, varios de ellos repetían mi nombre llamándome, y comenzaban a salir de sus casas mujeres que se llamaban igual que yo. Mi Eduardo no aparecía y mis pulmones ya estaban sin aire. De pronto, empezamos a sentir sirenas. No supe si era la policía, los bomberos o la emergencia médica, pero me asusté mucho. Me detuve, y ahí lo vi: enredado entre las ruedas de una bicicleta. Su soga no le permitía moverse, las luces de la ambulancia me encandilaban. El conductor del pequeño rodado me miró y dijo:
—¿Usted me
llamaba? Yo venía rápido porque escuché que alguien me llamaba con
desesperación, y se me cruzó este perro que corría como loco.
—No señor,
no lo llamaba… no lo conozco.
—Soy
Eduardo Salvatierra, médico cardiólogo.
Mientras
yo desenredaba a “mi Eduardo” y controlaba que no estuviera herido, Salvatierra
se sacudía la ropa de arena y trataba de peinarse. A nuestro alrededor, una
centena de personas llamadas Eduardo o Fabiana, esperaban entre risas una
explicación que mi vergüenza me impedía dar.
El Padre
Eduardo dio una bendición a todos y me emocioné; los nervios me jugaron una
mala pasada y mis lágrimas empezaron a correr. El ovejero no tenía golpes
importantes y el cardiólogo, tampoco. Como pude, expliqué que solo quería
entrar a mi perro. Todos se rieron y lentamente se marcharon, bromeando que por
fin había pasado algo diferente en Loma Arenosa.
Ya caminé
diez cuadras. Creo que alguien debería haber convidado con agua al perro. Entre
su jadeo y las preguntas inquisidoras de Eduardo Infante que quería saber por
qué elegí ese nombre, y su discurso de que tal vez no deberíamos haber cortado
la relación, estoy pensando que mi próximo perro se llamará Sultán. (Fabiana)
El dibujo
Ese día,
Eduardo quiso hacer algo distinto. Estábamos disfrutando de unos hermosos días
en el pueblo costero La Almeja Dorada, enclavado en la provincia de Del Agua.
Éramos una
pareja en su primer viaje de novios, hace ya muchos años.
Me despertó muy
temprano por la mañana. Parecía que no había dormido en toda la noche. Quiso
darme una sorpresa… y sí, me sorprendí.
Había
dibujado mi retrato con lápices de colores. Contentísimo, con una amplia
sonrisa dijo que le había salido perfecto. Atónita, encontré algunas
diferencias notables: mi cara con espinillas no tenía nada que ver con la piel
tersa y casi transparente que imaginó; mi cabello lacio y finito no se parecía
en nada a la cabellera del Rey León; los labios finos como corte de navaja
siempre estuvieron muy lejos de ser los rosados y carnosos que destacó con
tanto amor.
Me contemplé
con detenimiento en el espejo, que nunca miente. Con mis enormes ojos
estrábicos miré a mi enceguecido amado y sólo atiné a preguntarle: ¿qué ves
cuando me ves?
Acto seguido,
me pidió que nos casáramos. ¿Cómo decirle que no a un hombre que mira con los
ojos del alma?
Envió a
enmarcar su dibujo. Lo colgó en un lugar privilegiado de nuestra sala. Aún hoy,
sigue diciendo que es mi “vivo retrato”. (Alcira)
Descubrimiento
Ese día,
Eduardo quiso hacer algo distinto. Para mí sería una sorpresa. Había
descubierto una ciudad escondida y me iba a llevar.
Cuando
salimos a la ruta, me sorprendió porque ese no era el camino que siempre
seguíamos.
Le pregunté
y se rió. Me dijo: si es una sorpresa no te puedo adelantar nada.
El paisaje
era distinto, la vegetación abundante, muchos trinos.
Nosotros, el
mate y la música que nos acompañaba; sólo ese decorado. Mi ansiedad por llegar
se demostraba en mis pies que querían bajarse del vehículo.
Eduardo
bromeó con que el mate estaba lavado y había que cambiar la yerba. Yo, con mi
intriga y mi eterno despiste no lo había notado. Sonreí. Ese no era el momento
para discutir con la media naranja.
Un auto de
alta gama nos pasó y llamó nuestra atención. En una ruta poco concurrida eso
era raro.
Luego de una
larga recta, un pilar con una bandera y un cartel nos esperaba: “Bienvenidos a
la ciudad escondida, Dos Adelas”. Cuando la visiten conocerán el porqué del
nombre.
Quisimos
entrar pero unas vacas nos impidieron el paso. Le dejé una nota al Intendente
del lugar para que en mi próxima visita nos recibiera. Creí que no me iba a
responder, sin embargo me equivoqué; unos días después el político, vía
whatsapp, me invitó a conocer el lugar. En eso quedamos. Cuando vaya, les
cuento. (Adela)
La voz de Vero (Basado en un hecho real)
La voz de Vero (Basado en un hecho real)
Ese día, Eduardo quiso hacer algo distinto y se arriesgó. Todavía no lo
puedo entender muy bien.
Hay solo una emisora de radio en la ciudad, y desde que Vero y Dina
conducen el programa radial nocturno, las noches de Almendruria son atractivas
y duces. Dina es la veterana, mujer estrictamente coqueta. Vero, una
veinteañera que lucha por bajar sus veinte kilos de sobrepeso.
Hoy, Gonzalo, el nuevo operador que reemplaza al viejo Saúl que acaba
de jubilarse, acompaña a las mujeres. Aprovechando el intermedio musical, los
tres van hasta el vestíbulo a cambiar de aire. Vero asegura con trabas, puertas y ventanas. Gonzalo, intrigado, pregunta por qué lo hace.
Entonces, ambas le cuentan que una noche lluviosa de verano llamó a la
puerta con insistencia, un hombre que dijo ser Eduardo “el caballo”. Antes de
que se lo atendiera, entró alterado exigiendo a los gritos la presencia de
Vero. Estaba embarrado hasta las rodillas y su ropa, ropa de fajina, se
encontraba mojada.
Vero se le acercó diciéndole que era ella a quien buscaba; pero el
muchacho, poniéndose serio y muy enojado, repetía: “¡No!, vos no sos Vero. No
podés ser vos, sos gorda. ¡Mirá! Estoy todo mojado, pasé por los charcos para
venir, y ahora tengo que volver ¿Y qué voy a decir? Nosotros todos te
escuchamos allá, y estamos todos enamorados de Vero. Pero Vero no es así.”
Paradógicamente, las dos locutoras no supieron qué decir. Eduardo se
movía de un lado a otro, agarrándose de los pelos como si tratara de
entender. No le entraba en la cabeza que
la suave voz que “allá” escuchaban “todos” provenía de una chica robusta sin
curvas femeninas.
Una y otra vez, su retórica era: “¡¿Qué les voy a decir?!”
Mientras Dina trataba de contenerlo, Vero llamaba a la policía desde su
celular. Eduardo se dio cuenta y amenazando con un arma que traía escondida
entre sus húmedas ropas, saltó contra la muchacha. Por fortuna, el ulular de
los móviles policiales cortó esa situación y el misterioso visitante se fue tan
rápido como pudo, hacia quién sabe dónde.
Desde entonces, siempre que salen al vestíbulo a tomar un descanso,
especialmente si es de noche, Vero corrobora que puertas y ventanas estén bien
cerradas; a la vez que se pregunta si Eduardo habrá vuelto a “allá” mojado y
embarrado, a contar que la dulce voz de la que todos se habían enamorado, no
era la de una frágil y delicada mujer. (Viviana)
Un día diferente
Ese día, Eduardo quiso hacer algo distinto. No es que
estuviera disconforme con su vida, para nada; pero sentía que la monotonía lo
estaba invadiendo. Decidió que era el momento de hacer algo diferente.
Primero, llamó a su oficina para avisar que se tomaba el
día y para asegurarle a Marisa, su asistente, que no estaba enfermo. En los
cinco años que había vivido en Lucinda, no había faltado al trabajo ni un solo
día. Ni vacaciones había tomado. Su dedicación le había valido un ascenso como
gerente general en la sucursal de ese lugar que, a pesar de su nombre de
pueblo, era una urbe pujante.
Después de desayunar se puso su equipo de gimnasia
favorito, salió a caminar. Realmente disfrutaba la caminata, ver gente,
respirar aire fresco. Desde que se había mudado, jamás se había tomado el
tiempo de conocer la ciudad que era su hogar.
Mientras andaba vio, del otro lado de la calle, un parque
donde grupos de personas hacían ejercicios. Decidió sumarse, un poco de
actividad al aire libre no le haría mal.
Matías iba retrasado; venía de la casa de su novia, había
pasado la noche con ella y ambos se habían quedado dormidos. Después de
acercarla a su trabajo, se dirigía al suyo. Aceleró algo más de la cuenta;
había poco tráfico a esa hora. Para evitar un problema con su jefe, buscó su
celular para avisar que llegaría tarde, ya inventaría una excusa.
Un segundo de distracción, alguien que cruza la calle desprevenido, la tragedia.
—Solo quería un día para romper la rutina —sollozaba Marisa en el velatorio. (Alicia)
—Solo quería un día para romper la rutina —sollozaba Marisa en el velatorio. (Alicia)
Muy originales cada uno de los cuentos. Me gustaron mucho!!!
ResponderEliminarGracias Leticia. Las Musas están contentas porque creyeron que se iban a aburrir en esta catorcedena
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