Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 18 de julio de 2021

Frase final

 


Una familia ¿feliz?

Valeria suspiró y se sentó en el frío banco de cemento. El ocaso teñía de sangre las sucias aguas de la costanera. Agotada, repasó los últimos detalles de su plan. Todo tenía que parecer consecuencia de un robo violento. Era la única manera de que terminase la pesadilla.
El suave murmullo del río la retrotrajo a la alegre época cuando toda la familia se divertía recorriendo el lugar, tomando un helado, paseando. Estaban todos, el dichoso clan de los Martínez. Pero la muerte, envidiosa, se llevó a su madre en un accidente de tránsito provocado por un borracho. Su padre, devastado, con dos niños y un bebé, siguió adelante como pudo. Los años trajeron resignación y, aparentemente, una nueva oportunidad.
Ella estaba en el último año de la secundaria cuando su padre les presentó a Bárbara. La había conocido en un viaje de trabajo y habían simpatizado. Era una hermosa mujer y bastante más joven que él. Ese detalle no les gustaba ni a ella ni a su hermana Marina, pero la aceptaron porque lo veían feliz. El pequeño Agustín la sintió como una nueva mamá.
Pasaron un par de años. La familia parecía estar completa otra vez. Aunque ella notaba en Bárbara, actitudes que ponían en duda el cariño que pudiera sentir por su padre y por ellos. Con el hombre se mostraba dulce y afectuosa, pero, cuando él se ausentaba por negocios, los hijos eran desatendidos y tratados con indiferencia. Sin embargo, ante los demás eran una familia feliz.
La muerte volvió a ensañarse, esta vez bajo la forma de un cáncer que consumió lentamente a su querido papá. Durante ese tiempo aciago, mientras los hijos sufrían y asistían al enfermo, Bárbara mostraba un desapego creciente hacia su esposo y sus hijastros. Iba cada vez menos al hospital y ni siquiera llegó a tiempo para despedirlo en sus últimos momentos.
La larga enfermedad mermó (y mucho) las arcas familiares. Valeria pospuso sus estudios y empezó a trabajar. Sus hermanos, todavía menores, dejaron la escuela privada para seguir en la pública. Pero Bárbara no se resignaba a dejar de lado los lujos a los que se había acostumbrado a partir de su casamiento. Además de verse sin dinero, resentía estar a cargo de sus tres hijastros.
Las discusiones eran cada vez más seguidas y ásperas, Bárbara descargaba su malhumor con los hermanos y los trataba con crueldad. El que más sufría era Agustín, a tal punto que empezó a manifestar retrocesos en su maduración.
Ese día, Bárbara llegó furiosa; había intentado poner en venta la casa pero se había enterado de que la vivienda era herencia de los hijos por parte de su madre y ella no podía disponer de ese capital. Reprochó agriamente a Agustín por sus bajas notas en la escuela y llegó a pegarle una cachetada. Marina salió en defensa de su hermano y fue golpeada también. Su madrastra estaba fuera de sí y su violencia los asustó. Intentaron evitar sus golpes empujándola. Bárbara perdió pie y cayó; su cabeza golpeó en el borde de una mesa. Quedó inmóvil.
Valeria, que había oído los gritos llegó cuando la mujer se desplomaba, y al verla inmóvil comprobó que había muerto. En ese momento comprendió que era la única que podía proteger a sus hermanos. Ellos estaban en estado de shock y apenas atinaban a entender lo sucedido.
Los obligó a dejar la casa. Les ordenó que salieran por la parte trasera sin que nadie les viera, que fueran al parque como si estuvieran de paseo y que la esperaran allí. Ella se dedicó a desordenar la casa y a tomar dinero y objetos de valor que iba introduciendo en su mochila. Con renuencia se acercó al cadáver y lo despojó de sus alhajas. Luego salió por el mismo lugar que sus hermanos y dejó la puerta entreabierta, procurando no dejar huellas digitales.
Se alejó rápidamente y cuando estuvo a una buena distancia tomó un ómnibus que la llevó al puerto. Buscó un lugar solitario, que le permitiera consumar su plan. Luego se encontraría con sus hermanos y acordarían qué declarar a la policía.
Decidió que, si todo salía bien, los tres se irían muy lejos; ella se encargaría de mantenerlos a salvo. Respiró hondo y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila.
(Alicia M.)


Rencor

Pasados ya quince años de aquella terrible discusión con Greta, Soraya creyó que ya era tiempo de dejar a un lado los rencores y decidió enviarle un mensaje. Habían sido amigas durante la niñez, la adolescencia y parte de la juventud. Tiempos de lágrimas, risas, amores, desamores, recitales, nacimientos, cumpleaños, duelos… todo compartido.
Aquella inolvidable tarde de octubre, Facundo, hijo de Greta y ahijado de Soraya, cumplía cinco años. Habían llevado un auto a control remoto de regalo, tan lindo que Agustín, hijo de Soraya, no permitió que el cumpleañero lo estrenara y comenzó a jugar con él. Esto originó una pelea de niños tan intensa que, en un momento de nerviosismo, Greta dijo que el invitado era un niño malcriado. Una palabra, otra y otra. Un insulto, otro más. Un grito, otro. Un portazo. Lágrimas varias. Otros niños también lloraron del susto. En síntesis: cumpleaños arruinado, amistad destruida.
Ese día de 2018, cumpleaños número veinte de Facundo, apenas se levantó, la madrina le mandó un mensaje cariñoso como todos los años, que él respondió con un frío: Gracias, como hacía siempre. Pero ella dio un paso más. Le mandó un mensaje a Greta que decía: Hoy nuestra enemistad pasó a ser una niña bonita, tengo muchas ganas de conversar con vos, te espero a las 16:30 en la orilla del río, bajo el árbol de nuestro primer cigarrillo.
Pasaron las horas y Greta no respondía. De todas maneras, Soraya compró un chocolate blanco gigante (suponía que a pesar de los años aún era su vicio y sería un lindo detalle). Un rato antes de lo pautado, ya estaba allí ansiosa. Llegó la hora, pasaron veinte, treinta, cuarenta, sesenta, cien minutos. En el estéreo del auto la música de Divididos y Caballeros de la Quema, que habían sido el fondo de tantas confesiones, sonaban agotadas y tristes. Decidió no esperar ni un segundo más. Bajó del auto con furia, se acercó a la orilla y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila. (Fabiana)


Hombre lobo

Séptimo hijo varón de una familia humilde. Vivían en la periferia más pobre de una ciudad norteña, muy cerca del monte.
Nacido a comienzos de la década del 40 del siglo pasado. Siempre se sintió distinto a los demás chicos, así lo consideraban.
En las noches de luna llena sus padres lo encerraban en el galponcito. Tenían miedo de que se convirtiera en lobizón. Los hombres de la comarca lo miraban de reojo; las mujeres ocultaban a sus niños detrás de las faldas cuando lo veían pasar.
Su madre tan religiosa como supersticiosa lo bautizó Mariano, en homenaje a la Virgen para anular la maldición.
En cuanto la milicia lo llamó a sus filas se sintió aliviado. Nadie sabría sobre su maleficio. En una caja de zapatos cargó algunas fotos. En la valija de cartón, sus escasas prendas de vestir. Años después, los recuerdos fueron a una mochila.
Lo destinaron a la cocina del cuartel, en el sur del país. Mientras sus compañeros usaban las armas en alguna revolución -de esas que nunca faltaron-, él aprendía y perfeccionaba el oficio de cocinero.
Finalizada la instrucción militar escribió una carta sin remitente a sus familiares. Les decía que jamás volvería al lugar que lo hizo tan desdichado.
Sin tener en claro qué sería de su vida, subió a un tren que lo dejó en la provincia de Córdoba. Se estableció en un pueblito turístico rodeado de montañas. Consiguió trabajo en un comedor familiar. El sueldo alcanzaba para pagar un cuarto de pensión. La comida estaba asegurada.
A través de los años adquirió experiencia. Consiguió mejores empleos, hasta convertirse en gerente del restaurante del mejor hotel de la zona.
Conoció y se enamoró de la más linda. Se casaron, tuvieron dos hijos; soy el menor.
Nos contó que el día que nací, fue a caminar pensando con orgullo cuánto había progresado a fuerza de trabajo y perseverancia. Cerró viejas heridas y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila. (Alcira Elena)


Fin del viaje

Matilda embarcó en el ferry de las nueve de la mañana con destino a Colonia de Sacramento. Las llevaba en la mochila. Con “ellas” mantenía una relación complicada, pero no le podían faltar.
Cada vez que salía de su casa las guardaba en su cartera. Las necesitaba para enfrentarse al mundo exterior. Lentamente y sin tregua, las insignificantes se adueñaron de su vida.
Un médico conocido se las había recetado hacía más de veinte años luego de un episodio postraumático. Al principio, recurría a ellas ante circunstancias puntuales y cuando el estrés laboral la aplastaba como una pesada viga, podía llegar a ingerirlas hasta perder la cuenta.
Apoyada en la baranda de la cubierta del buque, comenzó a pensar en todo lo que podría hacer si finalmente tomaba una decisión. En ese instante, dimensionó los propios pensamientos. Algo en su interior se modificó y sintió alivio. Era una sensación nueva porque hasta ese momento nunca había asumido su adicción.
Visualizó la posibilidad de dar un vuelco en su vida. Imaginó entonces una vida distinta, una vida plena. Respiró hondo, miró hacia el cielo y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila. (Analía)


El agua es vida

Árboles, eso buscaba. Donde hay árboles hay agua y la sed lo estaba acosando.
El campamento soñado había resultado un fracaso. Los acampantes no eran solidarios. Uno de ellos se quedó con su novia, otro huyó con su auto mientras él dormía. El camping carecía de las comodidades mínimas y debía rezar para bañarse cuando el agua estuviera -al menos- tibia. Se cortaba la luz y el encargado brillaba por su mal carácter.
Cinco días necesitó para darse cuenta de que eso no era lo que necesitaba para descansar. Sonrió. Sabía que era lento para avivarse, pero esta vez se había pasado. Cinco días. Ya tenía una exnovia y un exauto, para qué seguir ahí.
Tomó su ropa y algunas provisiones y se lanzó a la aventura. "Mejor solo que mal acompañado", pensó.
De día caminaba, de noche dormía. El clima era cálido, al menos había elegido bien el periodo de vacaciones.
Vio hermosos paisajes, proyectó un nuevo futuro para la vuelta a su casa y a su trabajo.
La noche anterior había sido la más relajada de todas las vacaciones. Se durmió, casi sin darse cuenta, apoyado en el tronco de un sauce y soñó. Era un prestigioso arquitecto con una fortuna heredada, que le permitía viajar por el mundo. Mucha gente a su servicio le facilitaba las cosas. Vivía en una mansión, con pileta, con gimnasio, con una sala de juegos para reunirse con sus amigos. Los planetas estaban alineados para que fuera feliz.
El sol del amanecer lo despertó antes de concluir su sueño. Pensó: "No soy prestigioso, no soy arquitecto, pero si me lo propongo puedo viajar por el mundo".
El dulce murmullo de agua corriendo le dio aliento. Caminó guiado por el sonido, llegó a una ribera y arrojó al río lo que aún conservaba en la mochila. (Adela)


Maldito anillo

Aquella tarde se encontraba en el funeral de su propia madre. Inesperadamente sentía tristeza, no sabía por qué. A pesar de tantos años de maltrato y sufrimiento esperando el día que se termine, ahora estaba llorando su partida.
Sus hermanos se quedaron con todas sus cosas. Él solo tomó un anillo, un simple anillo, solo para conservar algo de ella, sin saber que le haría tanto mal. Lo guardó en su mochila, no le dio importancia.
El resto de los días pasaron de una manera extraña y a la misma vez tranquila; sin embargo, en el fondo había algo que le perturbaba. Cada vez que iba a buscar algo a la mochila, en cualquier situación, mientras escarbaba para encontrar lo que necesitaba, entre tantas cosas, terminaba viendo ¡ese maldito anillo!
Esto lo llevaba a rememorar cosas que había guardado en su mente, escondido para no volver a recordar nunca. Le causaba escalofríos. Todos esos pensamientos eran sobre ella y en su mayoría malos. La solución parecía muy fácil: sacarlo de su mochila y guardarlo en algún otro lugar, porque en ese momento no era una opción deshacerse de él. Eso hizo. Lo sacó de la mochila y lo guardó en un cofre antiguo con llave. Desde ahí se quedó tranquilo, pero no por mucho tiempo. Luego comenzó a verlo en distintos lugares de su casa, como si pudiese moverse; no obstante, cuando iba a revisar el cofre ¡estaba allí!
Decidió que no podía hacer nada y continuó con su vida. Cada vez estaba más paranoico; se sentía vigilado, perseguido. Pensó que, ahora sí, lo mejor sería deshacerse de él. Aunque fuese lo único que tuviese de su madre, todavía conservaría sus memorias por más que no siempre fueran agradables.
Lo guardó de nuevo en la mochila, se dirigió a la ribera más cercana y arrojó al río lo que aún conservaba en su mochila.
(Julieta)




No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor, nos gustaría que nos dejasen su opinión. Así seguimos aprendiendo y compartiendo con ustedes. Gracias.