Confesión
El momento de la reunión con amigas era lo que más
esperaba. Mucho tiempo separadas la
había llevado a convocarlas. Su vuelta al país, luego de un año sabático, le
trajo los recuerdos de la infancia adolescencia. Sonrió recordando a cada una
de las que habían marcado su vida. No eran muchas, pero eran las mejores.
El lugar elegido era la casa de fin de semana de sus
padres. Una casa señorial, con espacios amplios, varias habitaciones para que
cada una de las invitadas estuviera cómoda.
Una alacena con mucho cristal: en las puertas, en los
estantes. Una alacena que contenía el juego de copas de 101 piezas heredado de
su abuela. Platos de porcelana que nadie había estrenado. ¡Qué costumbre esa de
comprar cosas para no usarlas!
El sábado a la mañana se produjo el encuentro. Besos,
abrazos, risas, recuerdos. Algunos brindis.
La charla para ver qué había hecho cada una durante el
tiempo en que estuvieron separadas. Los casamientos, los divorcios, el
nacimiento de los hijos y alguna locura realizada por la más loca del grupo.
—Chicas, tengo que confesarles algo. ¿Recuerdan que estuve
mucho tiempo sin comunicarme con
ustedes? Bueno, estuve en una isla con alguien que conocí
e hice un curso de control mental. ¡Puedo hacer lo que quiero con solo
pensarlo!
Los murmullos que antes inundaban la sala, se convirtieron
en un silencio frío.
La anfitriona rio. —¡Dale, hacé una demostración!
La mesa ratona comenzó a deslizarse, el velador que
estaba en la repisa titiló su luz, la silla que sostenía las carteras se meció como una cuna, de los celulares
brotó una música de suspenso.
Al mismo tiempo,
como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de
vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos
artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
-¡Vaya! Eso sí que
estuvo genial. Tenés que hacerlo
nuevamente —le dije.
Ella lloraba
mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias. (Adela)
Obsesión o vocación
Gabriela siempre quiso ser
cantante. Su voz era áspera y baja. Sus cuerdas vocales sonaban frágiles. Desde
la niñez intentaba acercarse a su sueño, pero no le resultaba fácil. Participó
en varios coros, aprendió a tocar guitarra y piano, tomó lecciones individuales
de canto; sin embargo, sus aptitudes no aparecían.
“Tus condiciones no están
dormidas, están muertas” repetíamos sus hermanas, sin sospechar la profundidad
de la herida que dejábamos en su interior. Su perseverancia estaba bien viva y
pujante, practicaba muchas horas al día, nunca se detenía.
Hace un par de años pusieron
en la ciudad la academia de canto más famosa de Argentina: La Escuela de
Valeria Lynch. Desde entonces, las clases pasaron a ser el centro de su vida.
Vendió sus cosas de valor, dejó de comprar ropa, libros y perfumes, ya no salía
con amigas; su dinero y su esfuerzo tenían un solo objetivo.
No sabíamos si era porque ya
tenía más de sesenta años, o por qué motivo, pero sentíamos que su voz sonaba
cada vez peor. La fecha del acto de cierre de ciclo se acercaba. El año
anterior no había participado.
—Muchos de los alumnos de
primer año no lo hacen —le respondieron, y así fue: de treinta y cinco alumnos
actuaron solo treinta y tres. Este año tampoco lo hará: la duración del evento
no puede ser mayor a dos horas; algunos cantarán solos, otros en grupos… y no
hay tiempo para Gabriela.
Esta tarde, hacía ya más de
tres horas que había regresado y continuaba llorando. Tenía la cara muy
hinchada y los ojos rojos. Recordaba con nostalgia las cosas que había vendido
y añoraba los momentos de diversión que había perdido sólo para gastar el
dinero en su pasión.
Le ofrecí un té que no aceptó,
como tampoco aceptó la invitación de sentarnos en el balcón y tomar aire
fresco. De pronto se levantó de la mecedora donde estaba sentada, tomó la copa
de vino que yo me había servido y la bebió sin respirar. Luego la apoyó sobre
la pequeña mesa del living y desde su garganta y desde su corazón gritó de una
manera como nunca antes lo había hecho: FUERA DE MI VIDA. Era un grito
desgarrador y ensordecedor, que además de sonido tenía sentimientos. A
continuación, como si su mente hubiera salido de su cuerpo y sólo quedaran sus
cuerdas vocales, con una magnifica clara y alta voz, comenzó a entonar:
“Esta vez la gota reventó la copa.
¡Fuera de mi vida!
Ya no quiero nada...
de lo que me dabas como una limosna,
de tu hipocresía...
Fuera de mi vida cuando digo fuera rompo las cadenas…”
Al mismo tiempo, como por arte
de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de vidrio y los
platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos artificiales
y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le
dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de
urgencias.(Fabiana)
Prima Donna
Fue amor a primera vista. Eso
creí, deslumbrado por su belleza y su fama cuando yo no era más que un humilde
violinista recién ingresado a la Sinfónica del Colón. Ella, la primera soprano,
era la niña mimada de la época. ¿Por qué se fijó en mí? No lo sé. Tal vez por
mi buena presencia, envidiada por muchos. Tal vez porque encontró un perpetuo y
fiel admirador que alimentaba su ego. Esa relación enfermiza desembocó en
matrimonio.
Yo seguía engañado. Día a día
descubría que el amor fluía unilateralmente, siempre hacia ella, mientras que
debía conformarme con sus antojos y sus ansias de adulación. Su vida era un
continuo escenario donde se movía, cantaba y esperaba aplausos y ovaciones.
Poco a poco empecé a odiar sus
ensayos, la casa llena de fotos de óperas puestas en escena, partituras
diseminadas por todos lados, pero ningún hijo que pudiera molestar a la “prima
donna”. Su voz llegó a irritarme, aun cuando hablaba; más todavía cuando
cantaba o gritaba, lo cual hacía a menudo al dar rienda suelta a sus caprichos.
Yo sabía que a veces, cuando su canto alcanzaba su punto más alto y constante
de resonancia, los vidrios de las ventanas vibraban casi hasta romperse, pero
hacía tiempo que mi corazón era el que estaba quebrado para siempre.
Me decidí a dejarla. Esa mañana, al levantarme, se lo dije. Me
iría ese mismo día. Furia e incredulidad asomaron a sus ojos. Todas esas
emociones las trasladó a sus gritos con su insoportable voz de soprano. Mi
cerebro parecía explotar. Ella gritaba y gritaba. Reclamaba sin poder entender
cómo su principal admirador podía traicionarla.
Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena,
incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si
se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de
pedazos que caían.
-¡Vaya! Eso sí que estuvo genial.
Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de
urgencias.(Liliana)
Un incidente inesperado
La taza de café humeante en la cocina y el sol que se
filtra apenas, detrás del cortinado, señalaban el comienzo del día más esperado
después de los 364 restantes: mi cumpleaños. Este año era especial; después de
tres malas experiencias, tenía novia. Era una mujer asombrosa, alegre,
espontánea y lo más importante, me amaba. Me sentía un hombre afortunado.
Los muchachos se preparaban para la noche, ¡tiraríamos la
casa por la ventana! Éramos un grupo de amigos que nos conocíamos desde el
colegio. Compartimos casi todo: casamientos de algunos, nacimientos de hijos,
asensos laborales de otros, enfermedades. Siempre juntos, en las buenas y en
las malas.
Parado frente al espejo, observé detenidamente una cana
loca en mi cabello.
Cuarenta años es una edad emblemática para nosotros.
Llega la famosa crisis de los cuarenta o de mitad de la vida. Mi terapista me
explicó que los replanteos que tenía últimamente, sobre cómo viví la vida hasta
ahora o cómo quería seguir, era un proceso normal. Empezamos a tomar conciencia
de que ya estamos mayorcitos, y la Juventud da paso al envejecimiento.
Sin embargo, nada iba a empañar este día. Sin pereza, me
arranqué ese pelo blanco prematuro.
Carla tenía todo organizado: la comida, la bebida, solo
falta el pastel. Pero ese era otro tema. Como no sabía cocinar, se esmeró y
pasó horas mirando youtube, aprendiendo la mejor manera de cocinar una torta para
obsequiarme. Tendríamos cita en la cocina.
A media mañana, luego de un gran despliegue de ingredientes
sobre la mesada, engrudo, moldes y restos de harina, se cocinaba a fuego lento
en el horno, mi pastel de chocolate y bananas. Mientras, yo, colaboraba lavando
para despejar de trastos sucios el lugar, y Freedo, mi perro, me ayudaba
levantando a lengüetazos las migajas que habían caído al piso.
Carlita, ansiosa en la espera, sugirió preparar unos
pochoclos para sentarnos a mirar tele. Como la vi tan feliz, le di mi
consentimiento y busqué una película. Ella preparó un bol mediano de metal, con
un poco de aceite, azúcar y maíz pisingallo que guardaba en la alacena y lo
colocó dos minutos al microondas. Apenas pasaron segundos, cuando un sonido
estruendoso nos sorprendió. Una explosión voló la tapa y un humo negruzco tiñó
el aparato. Los tapones del panel de electricidad saltaron.
Al mismo tiempo,
como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de
vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos
artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que
estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba
mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Silvia)
El grito
Sí. Creo que fue ese día. Un día gris como hoy. Con
tormentas fuertes y una lluvia finita y copiosa. Daba a entender que quería
lavar todo lo infame de esa vida con promesas truncas, supuestamente
construida.
Estábamos ella, mi pequeño niño y yo. Contemplábamos con
cierta melancolía las pilas tan bien ordenadas de los regalos de bodas.
Las tazas con las filigranas chinas, los platos hondos y
los playos con el mismo decorado.
En otro estante, la cubertería de plata, en el lugar
asignado, con las iniciales de nuestros nombres.
Muy al fondo, como custodia, Afrodita, en una estatuilla
brillosa… como el amor.
Por último, en el extremo derecho del mueble, toda la
cristalería: copas de vino, de agua, de champagne y una jarra. Esta tenía un
hilo rojo, imperceptible e imborrable, en el pico vertedor.
Ese surco delgado significaba el recuerdo: ese momento
inesperado, cruel. Sin darme cuenta, apareció aquella bofetada y un impulso
instintivo me llevó a cubrir el rostro.
El chorro a borbotones había saltado de mi boca. De la
que siempre salían palabras dulces: te quiero, te necesito...
La imagen de la jarra me llevó a ese día. Con un grito
desesperado recordé la escena. Grité, grité... ¡Nunca más!
Al mismo tiempo,
como por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluida las copas de
vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos
artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—¡Vaya!
Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le
dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Josefina)
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Josefina)
Entre magia y alquimia
Malena era introvertida, huraña y antipática. Le costaba
socializar. En su décimo cumpleaños la abuela le regaló el juego de magia que
deseaba, con una condición: animar las reuniones familiares.
Su cambio de actitud fue inesperado, pero al mismo
tiempo, el deseado por todos: se convirtió en el centro de atención. Se
transformó en una niña entusiasta. Le gustaba investigar y recrear trucos.
Soy soltera por convicción, no tengo hijos. Ella es mi
sobrina favorita, es la hija mayor de mi hermana más compinche, además estoy
perdidamente enamorada del padre.
Estoy pendiente de ella, la escucho, la consiento,
siempre atenta a lo que le sucede o desea.
Ya adolescente dejó la magia, le resultaba aburrida. Se
interesó por la alquimia.
Le compré su primer equipo de química, al que le fue
agregando elementos. Soñaba con ser una gran alquimista.
Hoy llegó temprano a casa para mostrarme los experimentos
que tanto la apasionan. Sobre la mesa del comedor dispuso mecheros, embudos,
pipetas, probetas, cápsulas y otros artilugios que me eran desconocidos.
Comenzó a mezclar polvillos y líquidos de diversos colores.
Su rostro se iluminó de alegría, sus ojos chispeantes y
una amplia sonrisa triunfadora acompañaban sus manos rápidas. Hacía pases
mágicos entre pipetas y probetas, el mechero tenía una llama al rojo vivo. Yo
aplaudía y vivaba. Algo comenzó a hacer burbujas de distintos tonos, un vapor
cargado de humo indefinido flotó en el ambiente. El burbujeo era incesante, imparable.
Se inició una serie de explosiones cada vez más fuertes.
Al mismo tiempo,
por arte de magia, todo el cristal de la alacena, incluidas las copas de vidrio
y los platos de porcelana fina, estallaron como si se tratara de fuegos
artificiales y formaron una brillante explosión estelar de pedazos que caían.
—-¡Vaya!
Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le
dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Alcira)
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Alcira)
Alquímico
La Universidad de Alquimia se
hallaba a horas de oficializar nuevos egresados. El salón de usos múltiples
estaba plagado de alumnos agrupados en pequeñas cofradías. Los de química y
física sentados en un rincón; los de medicina juntos en silencio de mausoleo y
los de astrología, semiótica y espiritualismo caminábamos repitiendo hechizos y
fórmulas con reglas nemotécnicas, pero con menos nervios que los demás.
Contábamos con la ventaja de tener al profesor más accesible en el final.
La incómoda pasividad duró
hasta que la decana se hizo presente: delgada, alta, blanca como la leche, ojos
bien oscuros y achinados por la fuerza con que recogía su pelo y uñas
larguísimas pintadas de negro. Cassandra Abregó Martínez.
—Física y química piso uno con
el ingeniero Costa Mardones, medicina con el doctor Quijarro en piso tres, el
resto al comedor del subsuelo conmigo —ordenó enérgicamente.
Los siete alumnos que debíamos
escoltarla caminábamos pálidos del miedo preguntándonos qué había pasado con el
profesor Santibáñez.
Al llegar a la puerta del
sótano, la decana se dio vuelta y dijo: —A partir de ahora estamos en el final,
todo lo que hagan será evaluado. Ustedes seis vienen conmigo. Navajas, encienda
la luz cuando se lo ordene.
Cuando Navajas encendió la luz
quedamos atónitos. El profesor Santibáñez estaba sentado en un sillón de
odontólogo, con las extremidades amarradas. Los ojos abiertos, brillaban
solemnes con lágrimas contenidas en sus enormes pestañas.
Cassandra nos trajo una
pequeña caja blanca de cartón con un par de aparatos médicos. El más destacado
era una barra de acero de ocho centímetros, con un mango de madera.
Lobotomía será el tema del
final, sentenció.
Nunca imaginamos tener que
practicar trepanación en un final y con nuestro profesor más querido, pero ahí
estábamos, dispuestos a intervenir sus cortocircuitos cerebrales. Era un final
y no había lugar para objetar. La alquimia y ética no iban de la mano.
Mientras preparábamos todo, la
insensible decana nos narraba la historia de esta práctica, recordando que en
principio eran lobotomizados los hombres esquizofrénicos, apáticos y lentos de
razonamiento. Hombres que debían justificar el paso por la tierra de alguna
forma aun siendo usados como ratas de laboratorio.
Santibáñez realmente no servía
como profesor en esta Universidad, no debemos ser seres sociales. Pensarán que
es ir contra la misma naturaleza humana, pero nuestro trabajo se hace en
soledad. Si arruináramos el ser social de este hombre, sería un excelente
profesor y si algo saliera mal abriríamos convocatorias para el año entrante.
—Alumna Paula Sabugo, tome la
cánula y el martillo y proceda. Realice dos orificios de trepanación bilateral
sobre la sutura coronaria. El primero cinco centímetros por encima del arco cigomático y el segundo tres centímetros por detrás del reborde orbitario
externo.
Las manos de mi compañera
estaban ingobernables y ahí nos cuestionamos todo. Fue un momento en que la
ética se superpuso a la carrera. Paula repitió una oración que habíamos
practicado varias veces para cortar las luces. El estado de excitación y el
desborde hicieron explotar las bombillas y todo quedó a oscuras.
Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena,
incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si
se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de
pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que estuvo genial. Tenés que hacerlo nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias. (Martín)
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias. (Martín)
Mi prima Diana
Mi prima Diana siempre me intrigó. Desde que éramos
pequeñas intuía algo distinto en ella. Había algo en su mirada que parecía
esconder secretos. Para los adultos, era una niña “propensa a los accidentes”;
para los chicos era Diana, la torpe.
Es verdad que
siempre sufría percances, sin importancia, la mayoría. Cosas que se rompían a
su alrededor, como si un dedo travieso las deslizara al suelo. En raras
ocasiones parecía saber lo que pensaban los demás.
Durante unas vacaciones, estábamos en la granja de los
abuelos; una tarde la sorprendí bajo un
naranjo hablando sola. Me acerqué en silencio, ella parecía tener una
conversación muy seria con alguien invisible. Cuando se percató de mi
presencia, actuó como si nada raro ocurriera y se volvió a la casa.
Éramos muy unidas, nuestros lazos eran más de amistad que
de parentesco. Yo era la única que no le cuestionaba sus “rarezas” y la
defendía cuando otros se burlaban. Al terminar la primaria, fuimos a diferentes
colegios y ya no nos vimos tan seguido aunque manteníamos contacto a través de
las redes. Cuando terminé mis estudios, mis padres me regalaron un viaje a
París. Por supuesto no iría sola, Diana sería mi acompañante.
Nos divertimos mucho recorriendo París; como turistas
cholulas conocimos cuanto lugar histórico ofrecía la ciudad. Y ni hablar de las
tiendas. Una noche decidimos cenar en la habitación del hotel; bebimos un poco
más de la cuenta y se nos aflojó la lengua. Reconozco que siempre había tenido
curiosidad por los extraños incidentes que se sucedían alrededor de mi prima;
pero jamás imaginé su respuesta ante mis preguntas.
—¿Te acordás cuando las cosas se caían y todos decían que
yo las tiraba por torpeza? Algo de eso era verdad. Pero no usaba las manos. Lo
hacía con mi mente y no lo controlaba. ¿Y cuando me viste hablando sola en la
casa de los abuelos? Traté de disimular pero noté que no te había engañado.
¿Cómo decirte que estaba ante una presencia si ni yo misma lo entendía?
—¿Me estás diciendo que movés cosas con la mente y ves
fantasmas?
—Ya no. Aprendí a controlarme. Me costó mucho y tuve
ayuda. Ni mis padres saben de esto. Sos la primera de la familia a la que se lo
cuento. En la universidad conocí un profesor interesado en fenómenos
paranormales, daba seminarios acerca del tema. Incluso me contactó con otras
personas como yo, con habilidades. Me tranquilizó no ser la única que sufría
estos eventos. Puedo suprimirlos por completo si quiero, pero si no…
Diana miró fijamente la copa de vino y esta se deslizó
sobre la mesa unos centímetros. Me quedé helada. Pasaron unos minutos, cuando
pude cerrar la boca le pregunté:
—¿Y las presencias?
—A veces veo algunas manifestaciones, pero no tanto como
cuando era chica. Creo que al crecer, se va perdiendo la sensibilidad a esos
fenómenos. Aprendí a vivir con esto —continuó Diana— aunqueno es lo único que
tuve que sufrir. El profesor que me ayudó a entender lo que me pasaba, tenía
sus intereses. Escribía un libro cuando lo conocí, documentaba nuestras
experiencias y no le hizo gracia que yo me empeñara en reprimirlas; sobre todo
porque en mí, se manifestaban con más fuerza. En los últimos tiempos se había
vuelto demasiado insistente aunque le dejé bien en claro que no quería
convertirme en un fenómeno para la curiosidad ajena. Por suerte viajamos;
espero que se resigne y me deje en paz.
Después de esa noche no tocamos más el tema. Meses
después, ya de vuelta en la Argentina, Diana me contó que el profesor había
vuelto a contactarla, y ante cada negativa suya se ponía cada vez más agresivo.
Una tarde me llamó asustada por su acoso. Decidí quedarme
unos días con ella. Dos noches después apareció el susodicho. Le reprochaba a
Dana su falta de colaboración, cuando él la había ayudado. La necesitaba para
respaldar sus estudios sobre fenómenos paranormales y lo menos que podía hacer
por esa ayuda era cooperar con él.
Los gritos iban en aumento, Diana suplicaba que la dejara
en paz, yo comencé a insultarlo; él se negaba a irse y nos amenazó. En ese
momento un florero voló y le rozó la cabeza, las flores cayeron a sus pies, el
agua lo empapó.
—Fuera —susurró Diana, muy tensa. Al mismo tiempo, como por arte de magia, todo el cristal de la alacena,
incluida las copas de vidrio y los platos de porcelana fina, estallaron como si
se tratara de fuegos artificiales y formaron una brillante explosión estelar de
pedazos que caían.
—¡Vaya! Eso sí que
estuvo genial. Tenés que hacerlo
nuevamente —le dije.
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Alicia)
Ella lloraba mientras yo tomé el teléfono para marcar el número de urgencias.(Alicia)
El párrafo en bastardilla pertenece a la novela H de horca, de Sue Grafton.
En la noven...(no sé cómo decirlo, hasta cuarentena iba bien) las musas siguen inspiradas. Que no nos abandonen.
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