Gabriela y yo
El sueño del viaje iba a concretarse. Muchos años para
prepararlo. Mucho estudio, ahorro, esfuerzo. Cruzar la cordillera para conocer
a una persona admirada.
El avión salió retrasado. No me importó, mi ilusión
viajaba conmigo. Miraba los picos de los Andes e imaginaba cómo iba a ser el
encuentro. ¿Qué me diría? ¿Qué le diría?
En Santiago me esperaba el joven que había oficiado de
nexo entre ambas. Intenté sonsacarle alguna información sobre ella pero él,
sólo sonreía. Llegamos al hotel que me habían reservado y al día siguiente
recorreríamos los 535 km que nos separaban de Vicuña, donde mi admirada tenía
su casa.
No pude dormir, la adrenalina me lo impidió. Un golpecito
en la puerta de la habitación me indicó que era la hora. Ya estaba lista.
Un auto nos condujo hacia el lugar soñado. Se había
ocultado el sol cuando llegamos; sin embargo, para mí era el momento más
luminoso.
Ella nos esperaba con una sonrisa cálida. Dos cafés
fueron testigos de lo que charlamos. Hablamos de nuestras cosas comunes: el
amor por la docencia, el amor a Dios a quien ella le dijo: “Señor, tú que
enseñaste, perdona que yo enseñe”. Frase que yo también repetía.
Cuando la llamé Lucila, me corrigió y dijo: “Hace tiempo
que soy Gabriela”. Sonreí. Comenté mi impresión al llegar a ese lugar ubicado
entre los treinta cerros y sin quererlo, le hice recordar el momento en que
dejó una reunión en su homenaje para estar con los chicos que la esperaban.
Se rio, como solo ella lo hacía. ¡Yo hubiera hecho lo
mismo! ¡Nada de presentaciones! ¡Nada de protocolos! Me preguntó dónde escribía y le respondí que
en cualquier lado, que mi asignatura pendiente era tener un espacio adecuado.
Suspiró y me confesó: “yo nunca uso un escritorio, me encanta escribir sobre
mis rodillas”. La admiré más por su sencillez. Antes de despedirnos, y cuando
la remera que llevaba ya estaba estirada por el orgullo que sentía (mis remeras
sienten como yo), le confesé que un
futurista había dicho que en un programa que se iba a llamar Los Simpson, una
de las hijas del protagonista iba a querer ser como ella.
El chofer que vino a buscarme no entendía por qué llorábamos.
Me llevó al aeropuerto y me despidió con lástima. Tal vez creyó que la
entrevista había resultado un fracaso. Los hombres no saben que las mujeres
también lloramos de risa. (Adela)
El Escritor
Buen viaje Cazador de Historias. Soy una de
tus fueguitos persiguiendo la utopía que colma la vasija de oro al final del
arcoíris.
Una de tantas Mujeres que no puede
acompañarte a recorrer Las Venas Abiertas de América Latina sin
derramar lágrimas de angustia y dolor.
La que busca en Los Sueños de Helena los Nacimientos de Mitos.
Aquella que indaga en los Espejos a Los
Hijos de los Días, que usa Las Palabras Andantes de El
Libro de los Abrazos.
Que con Las Caras y Las Máscaras no
logra Ser como Ellos, ni usar Las Palabras Ardientes de
los Amares.
Nacida en El Siglo del Viento, tengo Memoria
del Fuego, de los Días y Noches de Amor y de Guerra. No puedo
disfrutar de Las Aventuras de los Jóvenes Dioses ni
vivir Patas Arriba de poltronas con Tejidos en
las manos y el regazo.
Solo soy una admiradora de tus textos y de esa voz que
atrapa, pausada y cautivadora. De miradas empañadas de tristezas y amaneceres.
En tiempos del Úselo y Tírelo te saludo,
Eduardo Galeano. (Alcira)
Un día con Jane
Apenas los primeros rayos de sol iluminaron el horizonte,
supe que sería una mañana soleada. Recostada en el umbral de acceso al establo,
espero ansiosa a mi muy querida amiga Jane. Tenemos un día de chicas. Esos que
te ganás, luego de unos meses de cosecha y de trabajo forzoso, o quizás también
de una semana de locura y trajín en la oficina.
Y ahí está, trajo
la canasta con las provisiones, y yo llevo la manta rayada. Sonrientes como
nunca, nos miramos y corremos a elegir a nuestro compañero de aventuras. Sin
querer, las dos optamos por el mismo: dos caballos pintos manchados. Vestidas
con pantalones, borcegos y camisas, partimos. Primero al galope. La brisa suave
golpea nuestros pensamientos. Las crines flamean al viento. Reímos, gritamos,
soñamos. La sensación de libertad regocija el alma. Más tarde, a la carrera,
atravesamos el amplio valle verdoso para llegar al fin, detrás de aquel
peñasco, a la inmensidad del mar. Quietas, observamos de manera cómplice
nuestro destino final. Un pedacito de paraíso donde no necesitamos las
etiquetas, ni los buenos modales. Acá podemos ser nosotras mismas. Descalzas,
caminamos dejando huellas al borde del océano.
—¿Jane, sabías que después de muchos años, tu frase
mundialmente conocida, dejó de tener vigencia?
—¿Cuál? — me mira con cara extrañada.
—En la actualidad, un hombre soltero, poseedor de una
gran fortuna, no necesita una esposa — le explico. Le gusta que le cuente mis
historias, disfruta cuando escucha cómo es un día en mi trabajo, cómo me visto,
en qué viajo y especialmente sobre el aparatito con el que nos comunicamos
cuando estamos muy lejos, pero también muy cerca. Todavía se asombra cuando le
cuento que, tocando una perilla, se hace de día dentro de una casa aunque
afuera haya anochecido.
Luego, comemos y degustamos un buen vino. Juntamos piedras
y buscamos cangrejos el resto de la tarde. Escribimos mensajes en la arena, con
la ilusión de que algún pájaro las comprendiera. Galopamos con nuestros amigos
por horas, descargando la adrenalina contenida. Más tarde, sentadas en la manta
rayada, miramos la lejanía. Sabemos que llega el fin. Ella en su mundo, en su
época y yo, doscientos años después.
Muy de vez en cuando, tenemos la posibilidad de juntarnos. (Silvia)
La trompada de Arlt
Un trompazo certero en el
rostro fue la tarjeta de presentación que Roberto Godofredo Arlt me regaló, sin
siquiera ser destinatario. Fue una tarde
accidentada.
Yo vivía en Villa Domínico y
tenía que ir a un sitio donde reparaban relojes, en Avenida Corrientes. Cuando
tomé el tren, el cielo mostraba el blanco insípido de un intrascendente
atardecer.
Al llegar al centro mi ánimo
empezó a tomar tonos de cólera. Es que a los que vivimos en Capital y
alrededores, nos molesta el espíritu apacible de los transeúntes golondrinas
que aprecian cada detalle arquitectónico de la ciudad. Aquellos que guardaban
semejanza con zombies recibían una caricia de mi hombro. Uno de ellos se
tropezó y cayó de cara al piso, miré desentendido y apuré la marcha. El karma
llegaría luego.
En un chasquido de dedos, las
nubes blancas se cargaron de gris y el gris se tiñó de un negro que desahogó
sus angustias sobre los apacibles caminantes que despertaban de su tranco
sereno.
No podía darme el gusto de
buscar una cafetería telúrica y entré en “La helvética”, un café literario de
dos plantas y mil mesas. Pedí un café y un habano sabor chocolate. El lugar
parecía una casa de duelo con almas embriagadas de desánimo. Todo tranquilo,
hasta que en la mesa de atrás una discusión efervescente se convertía en
epicentro de la escena. Cuando me doy vuelta, veo un hombre de espaldas y uno
de frente, con un bigote pintoresco y un moño negro con pequeños lunares
blancos.
El que estaba de espaldas era
el distinguido escritor Roberto Arlt, que en ese entonces daba sus primeros
pasos en el género dramático, y el de mostacho donoso un productor teatral. El
literato estaba enfurecido porque intentaba separar su obra de los acicates
comerciales a los que había llegado el teatro dramático.
La riña llegó al extremo
cuando se tomaron a golpes de puño. Roberto rompió una silla en la espalda del
empresario, que quedó desparramado en el piso. Noté que la cosa iba para peor, me interpuse y recibí un golpe en la
quijada que me dejó inconsciente.
Al recobrar la lucidez, tenía una bolsa de hielo en la cabeza y mi agresor accidental estaba echándome aire con una toalla. Cuando finalmente me pude sentar, me trajeron el café que había pedido. Roberto me convidó un cigarro y pidió disculpas. Luego me habló de astrología y una sociedad secreta que dominaba el país. Me contó que sus personajes no le agradaban y de su simpatía por el anarquismo. Me firmó su última novela, Amor Brujo, y se fue. (Martín)
Al recobrar la lucidez, tenía una bolsa de hielo en la cabeza y mi agresor accidental estaba echándome aire con una toalla. Cuando finalmente me pude sentar, me trajeron el café que había pedido. Roberto me convidó un cigarro y pidió disculpas. Luego me habló de astrología y una sociedad secreta que dominaba el país. Me contó que sus personajes no le agradaban y de su simpatía por el anarquismo. Me firmó su última novela, Amor Brujo, y se fue. (Martín)
Castañas y cronopios
Eran los primeros días de setiembre de dos mil dieciocho.
Estábamos en España. Decidimos conocer París. Sacamos dos pasajes de ida y
vuelta en bus, con estadía de una semana.
Ya allí, visitamos museos, entre ellos el de Louvre; la
recientemente incendiada catedral Notre
Dam, y otras. Recorrimos el barrio de los pintores y paseamos por la costanera
del Sena, donde miles de candados están sujetos a las barandas del paseo.
Aunque ya han sacado muchos por orden del gobierno, todavía quedan bastantes
como símbolo de parejas que han sellado ahí su amor eterno.
Finalmente, no nos quedaba mucho para recorrer. Solo faltaba
el cementerio de Montparnasse.
Aunque yo no soy afecta a esos lugares, este era muy
importante para mí. Ahí descansan los restos de Julio. Y también de muchas y
muchos pintores, escritores, filósofos y ciudadanos ilustres de París.
Bajamos del metro y caminamos hasta la puerta del
cementerio. Pedimos en la recepción el mapa para conducirnos por las
callecitas, pero luego no hicimos caso a nuestro plano y nos desplazamos sin
rumbo.
Un incipiente otoño se anunciaba en el follaje de los
árboles, en el canto pausado de los pájaros. La temperatura del sol era soportable.
Los castaños silvestres desparramaban sus frutos por el suelo. Junté dos
castañas próximas a la tumba de Julio.
Al verlas hoy, recordé la imagen de ese día: una
jovencita, veinteañera, con pollera a media pierna, unas guillerminas negras,
una chaqueta roja y sobre su cabeza de pelo negro y lacio, una graciosa
capellina. Lloraba desconsoladamente, sentada en el borde de la lápida blanca de
mármol, con un cronopios como único detalle, en el extremo opuesto a ella.
Cual letanía, balbuceaba palabras en inglés.
Me acerqué. En mi pobre conocimiento de esa lengua, le
pregunté: What relationship do you have witn him?
Me miró, estrujaba un ramillete de crisantemos amarillos
y una carta. Me respondió: July is my love! I love him, I love him!
La escena me conmovió.
A mi mente, vinieron en ese instante, pasajes de la obra
de Julio: "Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca…",
"...Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos...", "…Hay
que ser justos -dijo la Maga…", "¿Quién los ve andar por la ciudad si todos están ciegos? (...) ya están vestidos (...) y es solo entonces cuando están muertos..."
Lentamente, se levantó. Dejó las flores y la carta junto a
la tumba. Se deslizó por las callecitas secándose las lágrimas.
La seguí con la vista, hasta que se perdió buscando la
salida.
Yo había cumplido mi sueño: tener algo de lo quedaba de
uno de mis escritores preferidos. No sólo sus libros.
Me senté sobre el borde del mármol blanco, donde hay,
desde hace poco, dos frases; una en francés y otra en español que dicen:
"Estimados admiradores de Julio Cortázar y su obra, gracias por respetar
la claridad y la calma de esta tumba".
En esa calma y claridad, con un cronopios detrás, me
saqué una foto. (Josefina)
Sinceridad
Entré a la biblioteca popular
como cada semana. La bibliotecaria me conocía desde hacía varios años. Conocía
también los libros y autores que me gustaban.
—¡Llevá este! ¡Te va a
encantar! —dijo
muy segura, y le hice caso.
La autora era muy conocida. Yo
había disfrutado mucho de Tormentas del
pasado y de su participación en la antología Ay amor. En poco tiempo podía convertirse en mi preferida.
Este estuvo más de un mes
sobre mi mesa de luz. Lo tomaba, lo miraba, leía cinco páginas y lo dejaba. Al
día siguiente, volvía a tomarlo y sin siquiera abrirlo lo dejaba. ¡No había
caso! ¡No me gustaba! Era una época de muchas lágrimas derramadas por
situaciones personales y Napalí incrementaba
mi angustia. Decidí devolverlo sin terminar de leerlo. Era la primera vez que
lo hacía.
Pocos días después, en un
grupo de lectores de Facebook una persona comentó que iba a comenzar a leer ese
libro. Pidió opiniones. Con mucha sinceridad le conté que no había podido
avanzar con la lectura porque la historia no me había atrapado. Un par de horas
después, Gabriela Exilart me preguntó por qué no me había gustado. Con mucha
vergüenza le respondí que abundaban los personajes, que había una confusa
presentación de ellos en una compleja línea de tiempo y muchas fatalidades
entrelazadas. En algunos aspectos, se parecía a una historia de ciencia
ficción. Era una respuesta cruel, pero expresaba mi verdad.
Ella, con mucha humildad
reconoció mis críticas, elogió mis conocimientos y mis gustos como lectora. A
la vez que me confesó que no era su novela preferida.
Pasados unos días, recibí un
correo donde me pedía opinión sobre unos cuentos que estaba escribiendo y me
ofrecía una importante remuneración por mi trabajo.
Desde entonces, soy su mejor asesora y leo sus libros antes que nadie. (Fabiana)
Desde entonces, soy su mejor asesora y leo sus libros antes que nadie. (Fabiana)
Turbulencia
La lluvia
empezó a oscurecer el camino.
Desde
adentro del auto no se podía ver nada. Iba hacia el hípico de la Base y tuve
que detenerme bajo los coposos pinos y esperar que amaine un poco el aguacero.
¿Cuánto
tiempo esperé? No lo sé. Un relámpago seguido por el trueno, hizo que el vehículo se estremeciera y que
cerrara mis ojos en un pestañeo involuntario. De golpe, la lluvia cesó
totalmente y continué mi marcha hacia mi destino.
Luego de
un trecho, aun con la oscuridad de las nubes, caí en la cuenta de que conducía
cerca del Jardín Japonés; estacioné junto a la entrada y pregunté al muchacho
que vendía garrapiñadas por qué calle debía seguir hacia el hípico. Me miró
intrigado, no entendió mi pregunta. Insistí, pero no me dio bolilla.
Paré a un
hombre de unos treinta años que caminaba cansinamente, abstraído en quién sabe
qué cosas. Le hice la misma pregunta que al garrapiñero. Me miró de arriba
abajo y me dijo:
—Esta
ciudad es como una isla desierta, donde todos van y vienen apurados y sin
reparar en nadie.
Me pareció
un poco extraña su respuesta.
—Siempre
vengo a caminar por acá y me siento en aquel banco, debajo del jacarandá. Es mi
puesto de vigilancia —continuó—, lo digo porque desde allí observo y siempre
veo a las mismas personas. A veces pasa un tipo jorobado; oí que fue un criador
de gorilas en África. El otro día pasó un viejo que está medio loco gritando
que tenía un juguete que está rabioso o algo así; se junta con otros seis tipos
iguales de locos como él.
También me
contó que en la feria que se hace cada semana cerca de allí llaman la atención
dos hombres que lanzan llamas con sus bocas, que además suele estar una gitana
con pócimas para un embrujo de amor…
Siguió
hablándome de un tal Saverio y decía que
era un tipo muy malo, cruel tanto con las personas como con los animales, que
alguien que trabajaba en la casa de una familia adinerada había heredado muchos
millones pero que no los pudo disfrutar.
El
monólogo (porque no pude hablar), me aburrió… crecía en mí unas ganas de dormir
que ya no aguantaba.
Como quien
no quiere la cosa, me despedí con un hasta luego. No me contestó cómo llegar al
hípico.
Nuevamente
al volante, sentí otro relámpago y otro trueno. Giré la cabeza hacia la
izquierda, creo que la giré, no lo sé; solo sé que seguía manejando hacia el
hípico.
Todavía me
pregunto si en algún momento me dormí y lo soñé, o por la tormenta me agarró un
ataque de alucinación.
Le conté a
mi psiquiatra y me dijo que no hay de qué preocuparse por cuanto Jehová obra de
“maneras misteriosas”.
En este
cuarto de paredes blancas, sin cuadros y sin ventanas, un fabricante de fantasmas
me visita cada día de lluvia. (Gerónimo)
Ocurrió en la isla verde
Cada vez que llegaba a Arroyo
Parejas, mi vista se perdía en el horizonte. Por la derecha, la silueta de la
Base Naval, con su grúa y sus buques; hacia la izquierda, un brazo estrecho que
tiempo después se transformaría en Puerto Rosales. Me gustaba distinguir las
boyas y, más lejos, esas pequeñas elevaciones marrones que anunciaban la
presencia de islas. ¡Tantos años en Punta Alta y nunca recorrí la ría! Ese
paisaje me invitaba, como si fueran mundos por descubrir más allá del océano.
Ya de grande, un día, decidí
contratar una lancha de excursión y concretar mi aventura soñada. Hacia allí
nos dirigimos el guía Pedro, mi amiga Graciela y yo, provistos de abundantes
bocadillos y termos con bebida. Todo fue motivo de entusiasmo y alegría: el
brillante sol, el mar sereno, las gaviotas con sus graznidos, el aroma salobre,
y la silueta de las islas cada vez más cerca. Algunos de sus nombres resonaban
en mi mente: Bermejo, Trinidad, Embudo, Ariadna y otros más. Pero el conductor
nos dijo que desembarcaríamos en la Península Verde, una avanzada de la
geografía pampeana en el medio marino de la Bahía, que en días de tormenta
solía transformarse en una isla. Allí podríamos observar la flora y fauna
típica, o tal vez divisar algún delfín o un lobo marino haciendo piruetas. Eso
hicimos.
Al poner pie en tierra y
comenzar a caminar, nos pareció divisar algo rojo detrás de unos chañares en
una pequeña lomada. Color extraño entre ese verde poco vistoso con vegetación
achaparrada, abundante en espartillares, y manchas blancuzcas de salitrales.
Nos acercamos y junto con el granate del cuerpo de un avión antiguo, divisamos
también sus grandes alas blancas, y su trompa rechoncha. Quien debía ser el
piloto, maldecía en voz alta mientras se afanaba en trabajar en el motor, quizás
para arreglarlo. Llegamos hasta él para saludarlo y ofrecerle nuestra ayuda.
Todo en él, me retrotraía a una época antigua: su ropa, su gorro típico con
orejeras y sus antiparras. Al escucharnos extendió su mano y se presentó:
“Tonio, mucho gusto”, con marcado acento francés. Mi cerebro empezó a funcionar
a mil revoluciones por segundo, relacionaba lo que veía y oía. Si no me
confundía, esa aeronave era un Laté 25, usado por la Aeroposta Argentina para
transporte postal. Y ese que decía llamarse Tonio, bien podría ser mi escritor
favorito, Antoine de Saint-Exupéry, quien trabajó como piloto de esa empresa… ¡alrededor
de 1929! Algo no me cerraba. ¿Podría ser esto? ¿Me jugaba una mala broma mi
imaginación?
En un castellano mezclado con
su lengua natal, nos explicó que el avión empezó a fallar. Había sobrevolado
muchas veces esta zona, al dirigirse a la Patagonia, y sabía que realizar un
aterrizaje forzoso en este cúmulo de islotes barrosos, podía llegar a ser muy
peligroso. El Laté no tendría sustentación y se hundiría como un proyectil en
los cangrejales. Por eso eligió la Isla Verde, con suelo un poco más firme y
algunas partes arenosas. No me importaba la situación. Él estaba ahí, lo podía
admirar en persona y conversar sobre tantas frases favoritas extraídas de su
libro.
En un momento, mientras
nuestro guía, también mecánico experto, revisaba la nave, Tonio dijo mirando el
horizonte: “Este paisaje inhóspito y desolado, me recuerda el desierto del
Principito”. Allí creí morirme de la emoción, ambos con lágrimas en los ojos.
De pronto ocurrió el milagro: el Laté arrancó. Por fin Tonio podía ir a su
destino. Debía volver a Harding Green, actual aeropuerto de Bahía Blanca, donde
sería entrenado a pilotear el Laté 28, nuevo modelo adquirido por la Aeroposta.
Nos saludó. El apretón de manos no fue suficiente. Yo lo abracé como para
transmitirle toda mi estimación y respeto, y para no olvidarme nunca de este
mágico encuentro que me regaló la vida. Ni intentaré explicarlo. Sé que lo he
vivido. También lo recordarán Pedro y Graciela, mis queridos compinches.
Cuando la antigua aeronave se
elevó en los aires, desde la cabina descubierta, nuestro entrañable amigo nos
saludó agitando su mano e inclinando las grandes alas blancas. Miré el
firmamento hasta que la panza roja del avión no fue más que un punto en el azul
del cielo.
Ahora, cada vez que voy al
Aeropuerto de Bahía Blanca, me detengo con cariño a releer la frase escrita en
un mural que recuerda a este piloto y escritor: “Tengo siempre ante mis ojos la
imagen de mi primera noche de vuelo sobre Argentina, como un río de conciencia
la tierra se iba cubriendo de saludos de luz, cuando cada casa encendía una
estrella contra la noche infinita”. (Liliana)
La imaginación de
una niña llamada Joanne
La brisa acaricia mi cara mientras el fresco aroma a
follaje llena mi olfato; el bosque, atravesado por los rayos solares, forma
claroscuros que invitan a explorarlo. Escucho risas, me acerco y veo un grupo
de niños jugando. Están disfrazados: las niñas visten una especie de pollera
oscura y tienen unos sombreros puntiagudos como los de las brujas; los niños,
llevan una especie de túnica y bonetes. Veo en un árbol apartado mochilas
amontonadas, por supuesto, vienen de la escuela.
Divertidos se apuntan con unas ramitas y se gritan
palabras muy extrañas como “inmóbilus” o “difindo”. El apuntado se para inmóvil
y tieso o se desploma como un muñeco sin hilos.
Me acerco a un muchachito de anteojos y le pregunto a qué
juegan.
—Jugamos a que somos magos y brujas y estamos en guerra —me
responde agitado y se escapa seguido por una niña pelirroja.
Los observo durante un largo rato, no sin cierta envidia;
mi infancia quedó muy lejos. Finalizado el juego, cada uno parte hacia su
hogar. Decido seguir mi camino cuando veo a la chica pelirroja de mirada pícara
sentada en un tronco con un cuaderno.
Me acerco y le pregunto qué hace.
—Dibujo el bosque mágico. Acá viven unicornios, cíclopes,
hipogrifos, hombres lobos y muchos animalitos mágicos. También hay un lago que
es el hogar de las sirenas.
—¿Y tus amigos? ¿Viven en ese bosque?
—No, hay un castillo que es una escuela. Allá van los
magos a estudiar.
—¿Y dónde viven los magos?
—Ellos viven con nosotros, pero tienen lugares secretos
donde van a comprar sus cosas de magos. ¿Ves?
Acá lo escribí, se entra por una pared mágica.
—¡Qué buena historia! Sos una gran escritora.
En ese momento un golpe seco me sobresalta. Desaparece el
bosque, la niña y estoy de vuelta en mi casa, en mi sillón favorito. A mis pies
el libro que estaba leyendo: Harry Potter y el prisionero de Azkaban.
No puedo dejar de pensar que esta obra que tanto placer
me produce, nació en la imaginación de una niña que, desde muy pequeña, soñó
estos mundos mágicos. Y, por prejuicios sobre escritos de mujeres tuvo que
ocultar su identidad bajo dos iniciales: J.K.
(Alicia)
Fue prolífica esta semana, con variados relatos. Me encantó reconocer en cada uno las características y obra de cada escritor famoso. ¡Muy buenos!
ResponderEliminarYa no existen las plumas para escribir, ahora usamos nuevas alas. Y seguiremos desplegándolas.
ResponderEliminarDisfruté estos buenos relatos!!! A seguir recreando....
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