Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 25 de abril de 2020

Quinta consigna en cuarentena


Callejero Anónimo

Él es un callejero sin nombre y, como buen callejero, sabe bien lo que es sufrir por abandono.
Ella es una joven con capacidades especiales y obesidad. Ama salir a pasear; por eso, cada verano, dos o tres días de vacaciones en la laguna La Salada la cargan de alegría como el mejor de los regalos. Sentarse al atardecer a la orilla, después de un chapuzón es su pequeño paraíso.
Allí estaba ella esa tarde, con el papá y su señora. Los tres, en sus reposeras al lado del espigón, charlaban y sacaban fotos.
De pronto, la mujer comenzó a recorrer los cien metros del pequeño muelle, caminando. Casi no había bañistas. El sol caía y el reflejo del atardecer en el agua otorgaba una postal inigualable. Su esposo la siguió. La joven quedó en su reposera, sola, a la vista de su familia; disfrutaba del viento en su cara.
En ese momento, el perro la vio. Seguramente, ya había observado que su obesidad y sus limitaciones al andar mostraban una ligera debilidad; antes estaba con alguien que la cuidaba, pero… ¡ahora estaba sola! No dudó, se acercó y se sentó a su lado.
Pasados unos cinco minutos, el matrimonio volvió a las reposeras y miraron con cariño al animal. Esperaban una colita inquieta en movimiento amistoso; sin embargo, recibieron un gesto de desprecio: un cabezazo rígido y rápido seguido de pasos apresurados al alejarse, como reproche por haber dejado sola a la joven.
Él sabe bien lo que es sufrir por abandono, acompañado sólo por hambre y frío, ¡y no quiere eso para nadie más! (Fabiana)


Existencialismo gatuno

¿Me creerían si les digo que mi gato hablaba? Pues créanme que fue así. A diferencia de cualquier otro animal que no sea el hombre, Ciro había desarrollado la capacidad de transformar el aire en palabras. No sólo eso, también había logrado un alto grado de reflexión, podía mirar en sí mismo.  
No voy a negar que cuando aprendía sus primeras palabras me sentía eufórico y hasta había pensado sacarle algún rédito económico. Sin embargo, ayudarlo a desarrollar esas capacidades me generó gran controversia, sobre todo cuando me preguntó si los gatos morían. Pensé en lo bien que estaba sin hablar ni pensar. Su vida se volvía un tanto miserable, todos los días se cuestionaba algo y tenía necesidades que no podía satisfacer. Ciro descollaba por encima de toda naturaleza. Cuestionaba su existencia.
Su voz era graciosa, muy fina y cada “ere” pronunciada prolongadamente.
— ¿Qué pasa cuándo nos morimos? —me preguntó con gran seriedad.
—No sé Ciro, supongo que vamos al cielo o quién sabe dónde, no creo en Dios.
Mucha gente cree en Dios o lo invoca. ¿Tengo que creer en mucha gente que cree, o en vos? Me preocupa qué será de mí.
No esperaba semejante cuestionamiento de mi amigo felino, me dejó en unos minutos de silencio y reflexión.
Intenté explicarle la analogía de la tetera sagrada de Russell; sin embargo, no la tenía tan leída como para acercarle alguna respuesta. Esa noche, me pidió un plato de leche y que encendiera unos sahumerios. No quiso, como todas las noches, quedarse dormido en mis pies  mientras le contaba un cuento. Esa noche no durmió, se quedó escuchando Radiohead y mirando los edificios desde nuestro piso diez.
Me desperté con un aire frío que congelaba mi nariz. Me levanté y busqué a Ciro. La ventana estaba abierta…
La conciencia de finitud es algo que sólo los hombres pueden sobrellevar. (Martín)


Tutuqueando

La comida me puede. Todo me viene bien. ¡Comí cada porquería en mi vida nómade! Cuando la adopté conocí lo gourmet, onda cuatro patas. Si fuéramos vegetarianos, sería lo ideal. Nada de grasas, nada con ojos, nada que provoque dolor a los otros animales.
Confieso que lo que más me encanta son los huesos, esos que están con un poco de tierra porque alguien los dejó enterrados. Encontrarlos es como intervenir en la búsqueda del tesoro.
Los alimentos de los dos pies, me apasionan; sobre todo esos bifes que dejan listos para cocinar, arriba de la mesada. Una vez hurté seis, con gusto a pimienta, la sal justa, nada de grasa. Ese día casi vuelvo a la vida nómade, pero San Francisco me protegió y me perdonaron.
El arroz con fideítos no me agrada; sin embargo, por ella no peleo con nadie. Lo mismo me pasa con las sopas, la entiendo a Mafalda. Algunos postres y el helado me dan taquicardia, los veo y me babeo. Parezco Pochitamorfoni. Muero por ellos, pero hoy…
La doña salió a hacer compras. Vino, se sacó el barbijo, se lavó las manos y lo que compró, lo acomodó donde correspondía: algo en la heladera, algo en la alacena, algo afuera y se quedó con una bolsita en la mano, con unas cosas redonditas. Yo no me despegué de ella, es lo que siempre hago; cuando intuyo que algo es comestible  ¡ni loca me despego!
Salimos al jardín, parecía un día primaveral. Vino la Pili, la perra de al lado, la que me hurta la comida. Mi adoptada se sentó, abrió la bolsita, puso cara de ¡Hum, qué rico!  
Pili y yo, una de cada lado, esperamos; como nos ignoraba la tocamos, yo con el hocico, la enana con sus patas. Ahí se avivó y pensó: “el que come y no convida…” y nos convidó. Las bolitas eran blanditas, riquísimas, nos las tiraba y las atajábamos como los sapos esos de los juegos de los parques de diversiones. Un paquete entre las tres nos comimos, un paquete de tutucas. (Adela)


Cosas del barrio

“El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejo…” dice la canción que a todo volumen sale por la ventana y me aturde. Y la verdad, no sé si ya estoy viejo, a mitad de camino o si todavía no empecé a vivir la vida.
Tampoco sé cómo vine a parar a este patio taaan grande. En realidad, no sé nada. Desperté a la vida y empecé a recorrerla.
Dependo del instinto de supervivencia y en eso tengo momentos de buena racha y de los otros.
Acá, tan mal no me va. Siempre hay comida y como no le hago asco a nada, sea invierno o verano, morfo igual.
Mi tiempo pasa y lo único que hago, aparte de comer y lo que sigue, es observar todo lo que pasa en este barrio cerrado. La gente no repara en mí. Por ahí, las dos perras que están acá me patean, me ladran y nada más. Ya se acostumbraron a mi presencia. Lo mismo el gato.
La otra noche, entró un perro. Ese perro suele abrir las puertas de entradas parándose en dos patas. ¡Un capo! Hace rato que entra sin permiso. Se “acollaró” a una de las perras y... bueno, imagínense el resto.
Una tarde trepé una escalera en busca de comida, pero me pescó el viejo que vive en la planta alta. Me corrió con sus pies por el pasillo y al llegar a la escalera me empujó. Lo puteé por lo bajo. Juro que me dolió la espalda cuando caí al escalón y pegué un grito. Esto lo debe haber sorprendido y asustado porque le vi la cara. Primero se rió y luego, al verme indefenso, buscó una pala. Pensé que me iba a aplastar, pero no. Me empujó hasta colocarme en la pala, me llevó hasta abajo y me dejó entre los malvones.
A veces suelo verlo arreglando las plantas o regando y me tira agua por el lomo. Le disparo una mirada fulminante. Es un cascarrabias. No labura; está todo el día al cohete. Sólo sale a comprar cosas en su bicicleta.
También escucho las discusiones de los que viven acá. El otro día, uno de los hombres se fue y dejó sola a su familia; ya no estaciona el auto en el patio. Otro hombre también se fue de la casa que alquilaba. 
A la primera de estas casas, suele venir otro flaco y se queda toooda la noche. Lo sé porque deja su auto afuera y se va de madrugada. Cree que nadie lo ve. ¡Ja!
Así es mi vida; observo y guardo secretos porque ¡ni hablar de los chismes que me entero!
¿Les conté lo de la viejita de la esquina? (Gerónimo)



Mascotas y suegras

Nunca quise mascotas. No es que no me gusten, todo lo contrario; pero no quiero esclavizarme con ellas. Veo a mis amigos, cuando quieren viajar siempre surge qué hacer con el perro, el canario, el gato.
Pero uno propone y Dios (en este caso bajo la forma del tío Ignacio) dispone. Ignacio, hermano menor de mi madre, era el feliz poseedor de una cacatúa. Era un animal grande y de carácter fuerte, bastante terco, también era social, disfrutaba copiar los sonidos de sus propietarios. Juancito, como todos los de su especie, era blanco con una cresta amarilla y muy ruidoso.
Debido a un accidente casero, tío Ignacio fue internado y a mí me tocó hacerme cargo del mentado bicho. La verdad, era un animal amoroso, compañero. Mis hijos estaban chochos con él. Solo había un problema, dormía en el baño y no había forma de que lo hiciera en su jaula. ¿Mencioné que era terco?
No tuvimos más remedio que instalar un aro en el baño de huéspedes para que Juancito pasara las noches. Y así lo tuvimos casi un mes.
Las cacatúas son loros habladores, repetía todo lo que decíamos, eso sí,  cuando a él le parecía. De repente se escuchaban cosas como “Juancito, comida”, “mucho gusto”, “¿me querés?”. Un día casi quemo la comida y el muy cacatúa se la pasaba gritando:  “Puf, qué olor”.
En esos días nos visitaron mis suegros. “Sorpresa, sorpresa” decía la querida madre de mi esposo, a quien nunca le caí del todo bien. Según ella, nadie era digno de su hijo. Rápidamente, preparé la habitación de huéspedes tratando de dejarla impecable. Los ojos de lince de mi suegrita no dejaban pasar una mota de polvo.
Esa madrugada un alarido nos sacó de la cama, mi suegra pálida y desorbitada gritaba: “Un fantasma, un fantasma”. ¿Qué había pasado? Juancito, fiel a su costumbre, había salido de su jaula, se había instalado en el baño de huéspedes y ante la presencia extraña chillaba “Puf, qué olor”.
En resumen, mi suegra no me dirigió la palabra por el resto del año y Juancito pasó al cuidado de un primo hasta que el tío se restableciera. (Alicia)

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