Callejero Anónimo
Él es un callejero sin nombre
y, como buen callejero, sabe bien lo que es sufrir por abandono.
Ella es una joven con
capacidades especiales y obesidad. Ama salir a pasear; por eso, cada verano,
dos o tres días de vacaciones en la laguna La Salada la cargan de alegría como
el mejor de los regalos. Sentarse al atardecer a la orilla, después de un chapuzón
es su pequeño paraíso.
Allí estaba ella esa tarde,
con el papá y su señora. Los tres, en sus reposeras al lado del espigón,
charlaban y sacaban fotos.
De pronto, la mujer comenzó a
recorrer los cien metros del pequeño muelle, caminando. Casi no había bañistas. El
sol caía y el reflejo del atardecer en el agua otorgaba una postal inigualable.
Su esposo la siguió. La joven quedó en su reposera, sola, a la vista de su
familia; disfrutaba del viento en su cara.
En ese momento, el perro la vio.
Seguramente, ya había observado que su obesidad y sus limitaciones al andar
mostraban una ligera debilidad; antes estaba con alguien que la cuidaba, pero… ¡ahora
estaba sola! No dudó, se acercó y se sentó a su lado.
Pasados unos cinco minutos, el
matrimonio volvió a las reposeras y miraron con cariño al animal. Esperaban una
colita inquieta en movimiento amistoso; sin embargo, recibieron un gesto de
desprecio: un cabezazo rígido y rápido seguido de pasos apresurados al
alejarse, como reproche por haber dejado sola a la joven.
Él sabe bien lo que es sufrir
por abandono, acompañado sólo por hambre y frío, ¡y no quiere eso para nadie
más! (Fabiana)
Existencialismo gatuno
¿Me creerían si les digo que mi gato hablaba? Pues créanme que fue así. A diferencia de cualquier otro animal que no sea el hombre, Ciro había desarrollado la capacidad de transformar el aire en palabras. No sólo eso, también había logrado un alto grado de reflexión, podía mirar en sí mismo.
No voy a negar que cuando
aprendía sus primeras palabras me sentía eufórico y hasta había pensado sacarle
algún rédito económico. Sin embargo, ayudarlo a desarrollar esas
capacidades me generó gran controversia, sobre todo cuando me preguntó si los
gatos morían. Pensé en lo bien que estaba sin hablar ni pensar. Su vida se
volvía un tanto miserable, todos los días se cuestionaba algo y tenía
necesidades que no podía satisfacer. Ciro descollaba por encima de toda
naturaleza. Cuestionaba su existencia.
Su voz era graciosa, muy fina
y cada “ere” pronunciada prolongadamente.
— ¿Qué pasa cuándo nos
morimos? —me preguntó con gran seriedad.
—No sé Ciro, supongo que vamos
al cielo o quién sabe dónde, no creo en Dios.
—Mucha gente cree en Dios o lo
invoca. ¿Tengo que creer en mucha gente que cree, o en vos? Me preocupa qué será de mí.
No esperaba semejante
cuestionamiento de mi amigo felino, me dejó en unos minutos de silencio y
reflexión.
Intenté explicarle la analogía
de la tetera sagrada de Russell; sin embargo, no la tenía tan leída como para
acercarle alguna respuesta. Esa noche, me pidió un plato de leche y que encendiera unos sahumerios. No quiso,
como todas las noches, quedarse dormido en mis pies mientras le contaba un cuento. Esa noche no
durmió, se quedó escuchando Radiohead y mirando los edificios desde nuestro
piso diez.
Me desperté con un aire frío
que congelaba mi nariz. Me levanté y busqué a Ciro. La ventana estaba abierta…
La conciencia de finitud es
algo que sólo los hombres pueden sobrellevar. (Martín)
Tutuqueando
La comida me puede. Todo me viene bien. ¡Comí
cada porquería en mi vida nómade! Cuando la adopté conocí lo gourmet, onda
cuatro patas. Si fuéramos vegetarianos, sería lo ideal. Nada de grasas, nada
con ojos, nada que provoque dolor a los otros animales.
Confieso que lo que más me
encanta son los huesos, esos que están con un poco de tierra porque alguien
los dejó enterrados. Encontrarlos es como intervenir en la búsqueda del tesoro.
Los alimentos de los dos pies,
me apasionan; sobre todo esos bifes que dejan listos para cocinar, arriba de la
mesada. Una vez hurté seis, con gusto a pimienta, la sal justa, nada de grasa.
Ese día casi vuelvo a la vida nómade, pero San Francisco me protegió y me
perdonaron.
El arroz con fideítos no me
agrada; sin embargo, por ella no peleo con nadie. Lo mismo me pasa con las sopas, la
entiendo a Mafalda. Algunos postres y el helado me dan taquicardia, los veo y
me babeo. Parezco Pochitamorfoni. Muero por ellos, pero hoy…
La doña salió a hacer compras.
Vino, se sacó el barbijo, se lavó las manos y lo que compró, lo acomodó
donde correspondía: algo en la heladera, algo en la alacena, algo afuera y se
quedó con una bolsita en la mano, con unas cosas redonditas. Yo no me despegué
de ella, es lo que siempre hago; cuando intuyo que algo es comestible ¡ni loca me despego!
Salimos al jardín, parecía un
día primaveral. Vino la Pili, la perra de al lado, la que me hurta la
comida. Mi adoptada se sentó, abrió la bolsita, puso cara de ¡Hum, qué
rico!
Pili y yo, una de cada lado,
esperamos; como nos ignoraba la tocamos, yo con el hocico, la enana con sus
patas. Ahí se avivó y pensó: “el que come y no convida…” y nos convidó. Las
bolitas eran blanditas, riquísimas, nos las tiraba y las atajábamos como los
sapos esos de los juegos de los parques de diversiones. Un paquete entre las
tres nos comimos, un paquete de tutucas. (Adela)
Cosas del
barrio
“El tiempo
pasa, nos vamos poniendo viejo…” dice la canción que a todo volumen sale por la
ventana y me aturde. Y la verdad, no sé si ya estoy viejo, a mitad de camino o
si todavía no empecé a vivir la vida.
Tampoco sé
cómo vine a parar a este patio taaan grande. En realidad, no sé nada. Desperté
a la vida y empecé a recorrerla.
Dependo
del instinto de supervivencia y en eso tengo momentos de buena racha y de los
otros.
Acá, tan
mal no me va. Siempre hay comida y como no le hago asco a nada, sea invierno o
verano, morfo igual.
Mi tiempo
pasa y lo único que hago, aparte de comer y lo que sigue, es observar todo lo
que pasa en este barrio cerrado. La gente no repara en mí. Por ahí, las dos
perras que están acá me patean, me ladran y nada más. Ya se acostumbraron a mi
presencia. Lo mismo el gato.
La otra
noche, entró un perro. Ese perro suele abrir las puertas de entradas parándose
en dos patas. ¡Un capo! Hace rato que entra sin permiso. Se “acollaró” a una
de las perras y... bueno, imagínense el resto.
Una tarde
trepé una escalera en busca de comida, pero me pescó el viejo que vive en la
planta alta. Me corrió con sus pies por el pasillo y al llegar a la escalera me
empujó. Lo puteé por lo bajo. Juro que me dolió la espalda cuando caí al
escalón y pegué un grito. Esto lo debe haber sorprendido y asustado porque le
vi la cara. Primero se rió y luego, al verme indefenso, buscó una pala. Pensé
que me iba a aplastar, pero no. Me empujó hasta colocarme en la pala, me llevó
hasta abajo y me dejó entre los malvones.
También escucho las discusiones de los que viven acá. El otro día, uno de los hombres se fue y dejó sola a su familia; ya no estaciona el auto en el patio. Otro hombre también se fue de la casa que alquilaba.
A la primera de estas casas, suele venir otro flaco y se queda toooda la noche.
Lo sé porque deja su auto afuera y se va de madrugada. Cree que nadie lo ve.
¡Ja!
Así es mi
vida; observo y guardo secretos porque ¡ni hablar de los chismes que me entero!
¿Les conté
lo de la viejita de la esquina? (Gerónimo)
Mascotas y suegras
Nunca quise mascotas. No es que no me gusten, todo lo
contrario; pero no quiero esclavizarme con ellas. Veo a mis amigos, cuando
quieren viajar siempre surge qué hacer con el perro, el canario, el gato.
Pero uno propone y Dios (en este caso bajo la forma del
tío Ignacio) dispone. Ignacio, hermano menor de mi madre, era el feliz poseedor
de una cacatúa. Era un animal grande y de carácter fuerte, bastante terco,
también era social, disfrutaba copiar los sonidos de sus propietarios.
Juancito, como todos los de su especie, era blanco con una cresta amarilla y
muy ruidoso.
Debido a un accidente casero, tío Ignacio fue internado y
a mí me tocó hacerme cargo del mentado bicho. La verdad, era un animal amoroso,
compañero. Mis hijos estaban chochos con él. Solo había un problema, dormía en
el baño y no había forma de que lo hiciera en su jaula. ¿Mencioné que era
terco?
No tuvimos más remedio que instalar un aro en el baño de
huéspedes para que Juancito pasara las noches. Y así lo tuvimos casi un mes.
Las cacatúas son loros habladores, repetía todo lo que
decíamos, eso sí, cuando a él le
parecía. De repente se escuchaban cosas como “Juancito, comida”, “mucho gusto”,
“¿me querés?”. Un día casi quemo la comida y el muy cacatúa se la pasaba
gritando: “Puf, qué olor”.
En esos días nos visitaron mis suegros. “Sorpresa,
sorpresa” decía la querida madre de mi esposo, a quien nunca le caí del todo
bien. Según ella, nadie era digno de su hijo. Rápidamente, preparé la
habitación de huéspedes tratando de dejarla impecable. Los ojos de lince de mi
suegrita no dejaban pasar una mota de polvo.
Esa madrugada un alarido nos sacó de la cama, mi suegra
pálida y desorbitada gritaba: “Un fantasma, un fantasma”. ¿Qué había pasado?
Juancito, fiel a su costumbre, había salido de su jaula, se había instalado en
el baño de huéspedes y ante la presencia extraña chillaba “Puf, qué olor”.
En resumen, mi suegra no me dirigió la palabra por el
resto del año y Juancito pasó al cuidado de un primo hasta que el tío se
restableciera. (Alicia)
Las musas y el poder de las mascotas!
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