Como una sombra
Era una tarde temprana de agosto. Súbitamente, empecé a escuchar el tránsito normal de una ciudad que se desperezaba de un largo letargo, comparable con un mal sueño. ¿La cuarentena había terminado?
Era una tarde temprana de agosto. Súbitamente, empecé a escuchar el tránsito normal de una ciudad que se desperezaba de un largo letargo, comparable con un mal sueño. ¿La cuarentena había terminado?
Abrí la ventana para saber qué
estaba pasando y las moléculas del aire llenaron mis pulmones con una brisa que
sólo había percibo en la infancia. Fue un destello de bienestar que me hizo
fingir que disfrutaba esa realidad.
Caminaba por la casa notando
habilidades que no tenía hacía tiempo, como si las bisagras de mi cuerpo
hubieran recibido un beso aceitoso que las liberó de cualquier tensión. Al
confrontarme con el espejo me vi veinte años más joven. No podía ser real,
pensé. Sacudí mi cabeza para despertar, pero fue en vano.
Sólo yo sabía de los desdenes
de mi depresión y mis esperanzas rotas; por esa razón, cuanto más sufriera esa
pesadilla, peor me despertaría. Como no podía hacerlo, salí a la calle y comencé a reconocer gente. Nadie me saludaba, me miraban como una sombra misteriosa.
Deambulaba perdido, las personas habían envejecido, las calles no.
Vagaba en un limbo,
deslizándome en contra de mi voluntad, suspirando recuerdos de adolescencia que
esta juventud no me devolvía. El recurrente anhelo de pubertad que había tenido
en los últimos años me había nublado el alma.
Corrí con sobrado aliento hasta la playa, buscando un final que despabile mi angustia. Contemplé el resplandor del ocaso y me arrojé al mar. ¡Despertar es morir! (Martín)
Corrí con sobrado aliento hasta la playa, buscando un final que despabile mi angustia. Contemplé el resplandor del ocaso y me arrojé al mar. ¡Despertar es morir! (Martín)
Mi pasado actual
¿Cuánto ha
pasado ya? Desde marzo que estamos así, en cuarentena obligatoria. Solo salí
para comprar mercaderías o a la farmacia por medicamentos.
Dicen los
noticieros que mañana es el último día de este aislamiento forzoso; que mañana,
24 de julio, la gente podrá salir de los hogares para todo tipo de menesteres.
También advierten que lo hagan de manera progresiva, que no nos sea “chocante”
el cambio.
Ceno. Luego
de un café y una película, voy a dormir. A esperar el día de mañana, aun sin
planes.
24 de
julio. Hace frío y hubo helada. Algunos charcos están cristalizados de
escarcha; se ven desde la ventana del dormitorio, da hacia la calle.
La rutina de
siempre. ¿De siempre?
¡¡¡Eeeepaaaa!!!
¿¿¿Qué carajos pasó??? ¿¿¿Qué me pasó??? ¡¡¡Mi cara!!! Debo estar soñando. ¿Sigo durmiendo así me despierto bien?
Me pellizco. Estoy bien despierto… No soy yo en el espejo.
La tele…
prendo la tele. “Terminó la cuarentena” en Crónica y con letras rojas. Zapping
por todos los canales de noticias: mismo titular.
Vuelvo al
baño, al espejo. No entiendo: no soy yo pero soy yo. Esa caripela es de cuando
tenía… treinta años. ¿Qué me pasa?
¿Soy un
joven viejo o un viejo joven?
¿Será otro
virus?
El rostro,
el cuerpo, todo rejuvenecido pero, ¿y mi alma?
Afuera es
el 2020. Miro hacia la calle y descubro alegría en la gente. Se ven jóvenes,
igual que yo.
Algo raro
sucedió durante la noche.
Tal vez
sea una segunda oportunidad. Tal vez... (Gerónimo)
Sin espejos ni balanzas
El día que decretaron la
cuarentena tomé la decisión: nada de espejos ni balanzas. Sé que mi peor
defecto es la paranoia y sospeché que si el encierro se extendía, mi locura iba
a ser incontrolable.
Guardé en el galponcito la
balanza y todos los espejos de la casa ante la mirada sorprendida de mi esposo,
que conociendo mis rarezas no preguntó nada.
La primera semana fue
satisfactoria. Poder levantarse más tarde era un placer. Comer a deshora, un
lujo. Empacharse de lecturas y series, un premio y ni hablar del combustible
que ahorraba al no tener que salir dos veces por día.
La segunda semana ya se parecía
al fin de la luna de miel, había que volver a la normalidad y las cosas ya dejaron
de ser color rosa para volver a la gama de colores. Levantarse a las doce, no
fue tan agradable; juntar desayuno con almuerzo se convirtió en sospechoso, y
el amor a la lectura casi se convierte en odio.
Las salidas al jardín eran una tentación para cruzar las rejas, pero no
se podía. Había que ser consciente.
La tercera semana, comenzó el
extrañamiento. Los huevos de Pascua no
fueron tan sabrosos, las teleconferencias no alcanzaban, las lecturas eran
aburridas y las series tenían capítulos interminables.
Mientras la cuarentena
ocurría, mi cara gozaba de la crema de caracol. Había dejado de usarla cuando
la esteticista me dijo que lo mejor era el protector solar. Sin embargo, como
ahora no salía, volví a utilizarla. Los masajes me hacían sonreír al recordar a
mi ahijada cuando me la recomendó: “madrina, vos tenés que comprarte esa crema
de caracol para ponerte acá –señaló el entrecejo- porque vos sos viejita, vieja
no porque es un insulto”.
Alrededor de la cintura y con
el ombligo en el medio, un hermoso flotador intentaba ocultarse debajo de las
chombas; como no había pruebas que lo certificaran, los kilos no existían.
Y pasó el mal trago y nos
autorizaron a levantar el aislamiento. Mi esposo, más lúcido que yo, me dijo
que buscara la balanza y los espejos. Sonreí
y fui al galponcito.
A la balanza la ignoré, nunca
fue mi preocupación el tener algunos gramos de más. Al espejo ovalado del pasillo lo abracé con
todo mi amor. No me miré en él, quise prolongar por unos instantes el
encuentro; cuando lo miré, mi boca dibujó un círculo tan perfecto que los
compases iban a morir de envidia.
La imagen que veía era la mía
pero… la chica que abría la boca como un círculo tenía 36 años, el pelo con
reflejos, una cintura que se diferenciaba de una cadera, una frente despejada,
tersa.
Mi esposo se asombró cuando
vio caer mis lágrimas. No entendía por qué las derramaba. Cuando colgué los espejos me dijo: “mejor
dejálos en el galponcito, así parece que volvemos a los 36”. (Adela)
Fin de cuarentena
Hoy termina la cuarentena. Por fin, después de ni
recuerdo cuántos días podemos salir sin sentir que estamos cometiendo una
infracción. Veo a mi esposo durmiendo como un bebé. Anoche nos quedamos viendo
películas hasta tarde, ya debe de ser como las diez. Miro el reloj, once menos
cuarto. ¡Cómo cambiamos el sueño cuando no hay una rutina que seguir! No veo la
hora de empezar pilates, volver al gimnasio. Después de todo tengo que perder
los “kilos cuarentena” de más.
Me levanto y troto hacia el baño; urgencias son
urgencias. Dispuesta a mi rutina diaria, limpio mi rostro con una crema
jabonosa, me enjuago y me dispongo a pasarme la crema humectante… ¡Ese rostro
no es mío!
¿Dónde está mi papada? ¿Y mis arrugas? No es que fueran
muchas pero algunas había. ¡Qué tersa tengo la piel! Me miro en el espejo de
cuerpo entero y no me reconozco, me saco el pijama: mis kilos (y eran unos
cuantos) desaparecieron, mis senos, firmes.
Grito, me cacheteo, estoy despierta. Mi esposo irrumpe en
el baño, la cara de susto es reemplazada por una de sorpresa e incredulidad.
Estoy mucho más joven que él.
Ninguno puede explicar qué me pasó; estamos anonadados.
En medio de nuestra confusión, solo atinamos a pensar en una cosa: acudir al
médico. Por suerte vive a media cuadra. No nos animamos a salir. No quiero que
me vea ningún vecino. Accede a venir a casa. Él también me mira con esa mezcla
de sorpresa e incredulidad (somos amigos desde la adolescencia). No acierta a
explicar qué puede haber pasado. Después de un montón de estudios, la
conclusión es que en una noche rejuvenecí treinta años. Soy apenas un poco
mayor que mi hijo.
Por supuesto, algo así no puede pasar desapercibido. Soy
la comidilla del vecindario; los periodistas brotan como hongos, trepan los
árboles para sacarme fotos en mi casa y un grupo de científicos están haciendo
trámites para obligarme a aceptar que me estudien. De ser humano a bicho de
laboratorio.
Me refugio en mi esposo, él siempre fue mi fortaleza;
pero, aunque trata de contenerme, los siento cada vez más lejos. La tristeza de
sus ojos me daña.
Para mí la cuarentena no se ha terminado. No es el
coronavirus lo que me encierra, es la mirada de los demás, curiosidad, envidia,
miedo, odio… Me encierro en la habitación, quiero dormir, dormir y que al
despertar todo vuelva a ser como antes. (Alicia)
Si ese es el efecto, la cuarentena no es tan mala!
ResponderEliminarEscritores GENIALES.
ResponderEliminarMuy buenos!!!!
ResponderEliminarY todavía falta lo mejor: que realmente termine la cuarentena...
ResponderEliminar