Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

sábado, 3 de octubre de 2020

Vigesimotercera consigna en cuarentena


Entre harinas y condimentos 

Abuela Carmen era hermosa, emprendedora y decidida. Con veinte años se animó a cruzar el océano Atlántico y subir a ese barco que la trajo desde España hasta Argentina. 
Joven, alegre, no soñó que la vida transcurriría entre cacerolas, sartenes, dulces y verduras frescas de su quinta. 
Se casó joven. Vivió en el campo y luego en la ciudad. 
En cada lugar por donde pasó dejó su magia de sabores, alegría y buen humor. 
Abrió una casa de comidas. Los comensales halagaban sus platos. El aroma llegaba desde la cocina y se esparcía por todo el local. Lo más rico, lo más fresco recorría cada mesa. 
La sal la ponía ella, mi abuela, doña Carmen para los clientes, que con su gracia española y entre el jaleo de los calentadores regalaba sonrisas. 
Recuerdo su empanada gallega, amasada con ímpetu, convicción… Ese relleno de sabores: el pollo, criado en los gallineros de su patio, sazonado con aromáticas; el dulzor del pimentón español, los ajíes y cebollas picados con esmero. 
Al cortarla desbordaba en jugos, trozos de pollo bañados en salsa, y la masa crocante era música a los oídos y manjar que se deshacía en el paladar. 
Mi abuela también tejía. Tejía lanas con sabores a huerta: tomates rojos, verdes legumbres, amarillos limones y naranjas brillantes. Y cocinaba tejiendo aromas, entrelazando vegetales, superponiendo tramas de carnes y masas. 
Tejidos y masas. Harinas y hebras. Texturas y aromas. Todas y cada una guiadas por las manos de mi abu Carmen. Abuela querida, maga del tejido y hechicera de sabores. (Alicia G.)


Como la abuela 

Mis treinta agostos los iba a pasar en casa con mi familia. Hacía tiempo que no lo hacía. Cuando terminé el Secundario viajé a otra provincia a estudiar. Me recibí, hice un postgrado y me permití unas pequeñas y merecidas vacaciones. 
Esta vez no pude dormir en el micro, tal vez porque ya estaba distendida. Igual cerré los ojos para soñar despierta. Llegaría a casa, saludaría a mamá, a papá, a mi hermano y cuando estuviera en mi habitación -sigue siendo mi habitación-, buscaría el cuaderno. 
Ustedes se preguntarán “¿qué cuaderno?”. Les cuento. Mi abuela cocinaba riquísimo, anotaba las recetas en un cuaderno de tapa azul. Cuando mis padres vendieron la casa, yo, sin que se dieran cuenta, escondí el cuaderno en mi pieza. Mamá no se enteró y si lo hizo nunca dijo nada. 
Mamá cocina muy bien pero no tanto como la abuela. 
Recuerdo una receta que me volvía loca: arroz con pollo o con mariscos. Volví al aroma del pollo dorándose en la cacerola, al sonido de la cuchara de madera haciendo danzar al arroz para que no se pegara, la vi a la abuela con su delantal y su paciencia. 
La abuela había anotado: 
Para hacer un arroz hay que fijarse muy bien en las proporciones: Una taza de arroz y tres de caldo.
Y después anotó los ingredientes: 
-aceite de oliva 
-arroz del bueno 
-una cápsula de azafrán (o si no tenés, cúrcuma) 
-pollo o mariscos 
-morrón 
-huevos (uno por cada comensal) 
-arvejas (si querés) 
A continuación, con una caligrafía digna del mejor libro y con una birome azul de rasgo fino, escribió: 
Echá aceite en la olla o en la cacerola. Dorá el pollo (sin piel). Averiguá qué presa les gusta. Si tenés que ahorrar, no preguntes nada. Una vez que lo doraste, retirálo de la olla y echá en ella la taza de arroz. Revolvéla con una cuchara de madera para que no se pegue. Volvé a colocar el pollo en la olla y agregá tres tazas de caldo. Si hacés arroz con pollo, el caldo debe ser de pollo. Echále una capsulita de azafrán o una cucharita de cúrcuma y morrones picaditos. Los de lata son mejores porque ya están casi cocidos. 
Cuando falta poco para que termine de cocinarse, rompés un huevo por cada comensal para que te quede al colchón, agregá una lata de arvejas y esperá que se evapore el caldo. 
Hacé bailar un poco a la olla para que no se peguen los ingredientes. 
Si en vez de pollo, usás mariscos no tenés que dorarlos. Hacés el arroz como te dije y casi al terminar, agregás los mariscos. 
Cuando el caldo se evaporó, apagá el fuego, dejá reposar y a comer. 
La receta parecía de un libro de cocina. No sé si la abuela sabía escribir, pero acá parecía que le hablaba a alguien. Y no sigo porque se me “pianta” un lagrimón. (Adela)


Relato gastronómico de un desencuentro amoroso 

¡Ay! ¿Qué te puedo decir, mi querido amigo? ¡Fui un papafritas! ¡Me perdí un verdadero pucherito! Estaba re buena la rusita. Cabello como barba de choclo maduro. Por ojos, dos uvas transparentes. Sus mejillas, manzanas rojas, deliciosas y brillantes; boca de fresa; besos de miel. Fue un verdadero banquete en mi vida. Era como tener medialunas caseras, recién horneadas, todos los días. Tibia, sabrosa, con un aroma inigualable. 
Por ella, hubiera vivido de pan y cebolla toda mi vida, como reza el dicho. Te lo digo de verdad, yo hubiera sido feliz. Levantarme cada día para ir a trabajar y al volver, preparar juntos la cena para dos, compartiendo tareas, aromas y sabores que se entremezclan mientras pasan las horas. ¿Vos te imaginás lo que era verla con ese porotito que tiene de naricita manchada de harina al amasar? Tomábamos un rico vinito como antesala de la comida, y antes de acostarnos, algo dulce con un buen café. Dicen que la cocina es la alquimia del amor, y así era para mí. 
Pero ella no aguantó. Quería otros manjares, no la comida sencilla que podía ofrecerle. Y… aceituna comida, carozo afuera… (yo sería el carozo, por si no te diste cuenta). 
Se cansó de mí y me dejó. Buscó otros platos gourmet para disfrutar. 
Amigo, al pan, pan, y al vino, vino. No me pasaré llorando toda la vida. A falta de una hogaza, buenas son tortas. Tendré que salir a buscar alguna sabrosona por allí con la cual gozar la vida. Seguro encuentro una morena piel canela, labios de chocolate y ojos caramelo. 
Lo primero que haré será invitarla a cenar. (Liliana)


Sabores, placeres y venganza 

La primorosa caja contiene un delicioso surtido de bombones. El niño toma uno en sus deditos regordetes y la convida sonriente. 
—Rico, abuela —le dice y vuelve a jugar. 
Le sonríe mientras el dulce bocado se deshace en su boca. Saborea el chocolate. Lo siente en cada una de sus papilas y suspira. Siempre sostuvo que el chocolate es capaz de volver hedonista al más estoico de los mortales. 
Fue en una chocolatería donde lo conoció. Su primer amor. La primera pasión. Ella atendía la caja. Unas pocas palabras intercambiadas desembocaron en una invitación a tomar un café al terminar su horario. Deslumbrada, aceptó. 
A esa primera cita siguieron otras. El amor los envolvió en una llamarada voraz. Siempre decían que el chocolate los unía, mientras él lo mordía de su boca y juntos lo gozaban al hacer el amor. 
Hicieron de ese alimento su fetiche, lo saboreaban de todas las maneras posibles: en cálidas fondues donde sumergían golosos, jugosas frutillas, suntuosos trozos de mangos aterciopelados, y los acompañaban con champaña que burbujeaba la pasión en su sangre. Volcanes de corazón caliente que se derramaba cual lava oscura en el plato; combinaciones extravagantes como chocolate con queso o pan; especiado con curry, con pimienta. Todo celebraba su amor 
Ella lo vivía plenamente sin dobleces, él tenía sus secretos. Ella lo descubrió cuando supo que estaba embarazada y fue a contárselo. Su reacción la asustó, la miró con dureza, le dijo que no podía ser, le pidió que se deshiciera del bebé. Confundida y herida, ella huyó. 
A los pocos días supo el porqué de su actitud. Llegó a la chocolatería un importante pedido para una fiesta de casamiento. Leer el nombre de los novios la congeló. Todo su mundo se convirtió en polvo. Él se casaba, y “la otra” era la hija de un prestigioso socio de la empresa donde trabajaba. 
Quiso confrontarlo, que le dijera cara a cara la verdad… y él lo hizo. Le dijo que la quería, sí; pero tenía sus ambiciones y no pensaba renunciar a ellas. Ese matrimonio era muy conveniente para lograr concretarlas, aunque eso no significaba que no pudieran seguir juntos. Cuando ella comprendió el lugar que le destinaba en su vida, lo odió. 
Saber que su amor solo había sido una ilusión la devastó, su cuerpo no toleró el fruto del engaño. Perdió el bebé, y también sintió que perdía el alma. 
Fue noticia de primera plana. En una fiesta de la alta sociedad donde se celebraba la boda de la hija de un importante empresario, el novio sufrió un gravísimo choque anafiláctico. Se temía por su vida. Las revistas de chismes especulaban si la novia sería viuda antes de la luna de miel. 
Una algarabía alarmada la vuelve al presente. Uno de sus nietos se lastimó la rodilla; los demás lo rodean mientras la madre acude presurosa. Con la caja de bombones en la mano se acerca. Un dulce acabará con el dolor y el susto. 
¡Qué fácil fue introducirse en la cocina donde el repostero preparaba la especialidad de la casa! Una torta con rellenos de distintos tipos de chocolate. Solo tuvo que agregar pasta de maní a uno de ellos mientras nadie la veía. Era lo único prohibido en sus placeres debido a la terrible alergia de él. Curioso que un alimento que es una delicia para muchos, sea un veneno para algunos, pensó. 
Esa vez, probó el extático sabor de la venganza. (Alicia M.)


Iniciación 

Equinoccio de primavera. Está todo dispuesto. El aquelarre comienza en un claro del bosque. Las hechiceras enmascaradas bailan con frenesí. Las jóvenes vírgenes, luciendo prendas de colores transparentes entonan cánticos ancestrales. 
El caldero está al rojo vivo, un líquido viscoso burbujea en su interior. 
La mujer del boticario trajo las hierbas, la del médico agregó drogas. Las demás colaboraron con ingredientes variados y extravagantes. 
La más anciana de la comunidad, con túnica y sombrero negro controla con atención que se cumpla la receta a la perfección. Antes de la medianoche, la vieja se quedará a solas para agregar en el preparado la sustancia secreta, esa que recibió de sus “ancestras” y legará a otra antes de morir. 
Este conocimiento pasó de una a otra maga mayor desde el alba de los tiempos. Se utiliza para reforzar la virilidad e incentivar los deseos carnales de los muchachos del poblado. 
Al amanecer, la pócima será el centro de las festividades. Los elegidos, con los cuerpos adornados con colores llamativos, la beberán en una ceremonia de adoración a sus dioses paganos. 
Durante el solsticio de invierno, se renovarán las familias con los nacimientos bendecidos por las deidades. (Alcira)


Merluza desespinada

Catalina era una adolescente. Vivía en una casa grande con varias habitaciones. Los recuerdos habitaban cada rincón de esa vieja mansión, convertida con el paso del tiempo en una modesta estancia. 
La familia de Cata estaba compuesta por sus padres, dos hermanas mayores y la abuela materna. 
Una noche de verano, había un cumpleaños en el vecindario. Era común la reunión de los que circundaban la manzana. Asistían a celebrar diferentes eventos. 
"¡Qué oportunidad!", pensó la jovencita. 
Arguyó tener dolor de panza para no ir. 
A la mamá no le gustaba que se quedara sola. Apenas tenía quince años. Carecía de experiencia para ciertas responsabilidades. 
—Quedate —le recomendó su mamá —cualquier cosa, nos llamás por WhatsApp
¡Al fin sola!, pensó. Ella ya sabía dónde estaba la llave de la habitación misteriosa. 
Corrió al secreter de su madre, sacó la cajita de música y tomó el instrumento adecuado para conocer el secreto. 
Abrió la cerradura. ¡Oh, sorpresa! Se encontró con ese mundo desconocido e intrigante. 
¡Nada espectacular! Una cama de una plaza, dos mesitas de luz, un ropero antiguo y un viejo baúl. Sobre este, una carpeta de hilo crudo tejida al crochet que hacía juego con el acolchado. 
¡Qué desilusión! Miró nuevamente hacia el baúl. Se acercó. Notó que estaba abierto. Levantó la tapa. Un vestido de novia, amarillento, algunas fotos color sepia. En una de ellas, una pareja de jóvenes. Ella sonriente, linda, de cabellos rojizos. Él, un apuesto caballero. 
Dedujo que todo lo que estaba ahí era de la hermana de su bisabuela, o sea, la tía de la cual se hablaba con cierto cuidado. Además, había libros en una esquina, un sobre de cuero artesanal, hecho a mano. 
Metió ansiosa la mano y un montón de recetas de cocina con olor a comidas, aparecieron ante su vista. 
Entendió el porqué de la importancia del arte culinario. Esta tía lejana era una experta cocinera. 
El cocido Barcelonés tenía un árbol y el siguiente mensaje: “en este almendro y con los nervios de la media gallina, nos dimos nuestro primer beso. Cocimos todos los ingredientes para transitar nuestro amor.” 
La de la sopa de ajo tenía dos corazones. “cuando estén dorados, casi quemados, el pimentón caerá sobre las rebanadas de pan. El olor nos envolverá en una nube de pasión, como la hogaza salida del horno.” 
Y así, sucesivamente, cada receta con su cita. 
Había una que la sorprendió. Merluza en salsa verde. Una cruz negra rezaba: "quedé solterona por causa de la espina que se mezcló entre los guisantes, el perejil y el azafrán." 
A partir de entonces, comprendió por qué su abuela insistía en que se comprara la merluza desespinada. 
Entre rezongos, advertía: “¡Cuidado al comer las arvejas, las cebollas! Revisar bien todo lo que ha de acompañar los pescados. ¡No sea cosa, que los pretendientes dejen más solteronas en la familia!” (Josefina)


Las recetas de la abuela. 

La abuela vino de España con unas paisanas, como ella les decía, porque pertenecían a la misma aldea. ¡Hacer ese viaje hacia lo desconocido, con sólo diecinueve años! Muchas veces me dije: “¿Lo hacían por valientes y osadas o por ignorantes?” 
De su terruño pocas cosas trajo, pero sí un recetario de comidas. 
La abuela era analfabeta. Ella decía que los “curas” enseñaban a leer y escribir a los varones, porque las mujeres tenían que ocuparse de la casa. 
Es por ello que ese recetario imaginario no quedó plasmado en ningún papel. 
Aún hoy, al cerrar los ojos, percibo el aroma y el sabor de algunas de sus preparaciones. 
Su casa quedaba en el fondo. Adelante había un paredón con una puerta de hierro, que al abrirla comunicaba con un largo pasillo de ladrillos techado por un parral, del cual colgaban racimos de uvas negras, blancas, moscatel. A ambos lados bordeaban unas diminutas flores, las únicas en el vasto terreno en el que lucían tres olivos, un nogal, un almendro, una higuera, un limonero y un árbol de duraznos con injertos de damasco. Y la infaltable huerta. 
Lo primordial era tener a mano verduras y frutas. Resabios de su España natal. 
Entrar al comedor, que era la sala principal, era mágico. En el enorme aparador de roble estaban alineados en sus estantes frascos de distintos tamaños y colores, con dulces y mermeladas preparados con los frutos cosechados. La abuela nos daba uno a cada nieto cuando la visitábamos. Yo agradecía, pero sinceramente nunca me gustaron, porque su sabor era ácido. También frascos con conservas, aceitunas verdes y aceitunas negras, arrugadas, exquisitas. 
En una habitación bautizada como despensa, colgaban de un cordel tiras de chorizos colorados caseros. El aroma era inconfundible. Ni hablar de la pata de jamón que ella había salado. Una bolsa con galletas de campo completaba la escena. 
Afuera, sobre una pared a la sombra, al lado del aljibe, la fiambrera: una especie de jaula de madera con alambre mosquitero para que entre el aire y no las moscas. Allí atesoraban salames, longanizas y las infaltables palomitas o pecetos mechados con panceta, ajo y perejil, y muchos, muchos condimentos picantes que oficiaban de conservantes. 
En sus cumpleaños preparaba chocolate espeso con leche, jamás volví a saborear algo igual. 
Sí recuerdo la receta de su torta, receta que quedó en la memoria de sus hijas, luego de sus nietas, y hasta allí, porque la generación siguiente compra y no hace. 
La torta de la abuela llevaba: 20 cucharadas de harina; 20 cucharadas de leche; 20 cucharadas de azúcar; 20 cucharadas de aceite; 4 huevos. Y el decorado era espolvorear con azúcar impalpable. 
Sin embargo, el premio mayor eran sus palmeritas, doradas, crocantes. Las freía y sacaba de la cacerola con una espumadera chorreante e iban a parar a un papel absorbente. Eran mi debilidad. Yo, aprovechando que ella creía en los “antojos”, logré que me hiciera una fuente en cada uno de mis tres embarazos. 
Jamás volveré a tener ese placer, porque nunca pudimos copiar la receta. Ella tenía las medidas en sus manos, y decía: “un poco de esto, un poco de aquello. Tú sabes, hasta que ligue y la masa esté suave”. 
Los tiempos cambiaron. El abastecimiento lo hacemos a través del supermercado, las recetas las copiamos de la tele. Y en nuestros patios lucen las plantas decorativas. 
Nostalgias de tiempos idos, que se llevaron sabores y fragancias. (Susana)


Frente a frente 

Marcela estaba aburrida y decidió hacer lo que su amiga Ana le venía sugiriendo hacía varios meses: hacerse una cuenta en Tinder, la red social para citas. Allí conoció a Fermín, un solterón algo excedido de peso, muy amable y divertido. Congeniaron enseguida. El sentido del humor fue el nexo principal; el gusto por las películas, la buena música y los viajes eran temas secundarios. 
Al mes de estar mensajeándose varias veces al día, decidieron conocerse. Los dos tenían miedo a este primer encuentro, tecnología de por medio era todo muy fácil y natural, pero frente a frente tal vez las cosas serían diferentes. 
Había un tema recurrente en los mensajes de él: amaba comer y cocinar. Ella no se entusiasmaba por ninguna de las dos cosas, aunque sabía que era un buen tema para ese primer encuentro. Lo invitó a su casa y prometió cocinarle. Ante su ignorancia para hacer algo original contó, una vez más, con la complicidad de su amiga. 
Durante días fue tomando nota de los ingredientes preferidos. La rúcula le recordaba el patio de los abuelos. Los tomates frescos, al viaje al Mediterráneo. El salmón, a sus meses vividos en Noruega. La miel, a las tardes de campo en la adolescencia. El chocolate, a los primeros días de escuela. La albahaca, a las travesuras de la niñez. El café no debía faltar en ninguna primera cita, igual que el vino blanco. Los platos rápidos representaban informalidad y confianza. En pocos minutos, Ana ideó unas "bruschettas" y unos "brochettes" deliciosos, y una "marquise" a la que agregó frutos rojos y nueces (tenían buena prensa). El menú tenía la elegancia de la sencillez; combinada con una mesa con individuales coloridos, música suave y buena iluminación sería una cita perfecta. 
No está bien hablar de enfermedades y malestares en las primeras charlas, y menos si hay una intención de conquistar a otra persona. Por eso, Fermín nunca mencionó su alergia a los condimentos. A la medianoche, justo antes de probar el postre, comenzó a sentir mareos y a transpirar en exceso. Unos minutos después, la respiración se le dificultaba y unas manchas púrpuras comenzaron a cubrirle el rostro. Se asustaron mucho, y mucho más cuando directamente lo ingresaron a la terapia intensiva. 
Ella no sabía, ni podía, reparar el inconveniente; ni siquiera conocía los condimentos que tenía la comida. 
Él podría haberse enojado, huir porque ella le había mentido diciendo que había cocinado. 
Pero era tarde… Tanto detalle y dedicación, ya lo habían enamorado. (Fabiana)


Hoy, justo hoy

Como todos los días, a las 20:59 salgo del salón de clases y corro a la garita a esperar el colectivo que me lleva a la terminal para hacer combinación con la línea interurbana. “No veo la hora de llegar a casa y sacarme estas chatitas ajustadas”, pienso mientras hago la cola para subir al otro colectivo. Una escapada por la confitería al mediodía y algunos mates amargos con pasta frola que trajo mi compañera de estudios, me recuerdan que tengo hambre. Viajar a esta hora es pelear por un asiento que me permita descansar, y hasta dormir, los sesenta minutos que dura el recorrido. Así que a los empellones me abro paso. Logro sentarme en uno individual y apoyo la cabeza automáticamente en el vidrio, como si mi cuerpo conociera la rutina. En el asiento de adelante, una mujer viaja con la ventanilla entreabierta. Y no sé si es mi imaginación, pero un aroma a ¡pizza! se cuela en mis fosas nasales. Abro los ojos sorprendida y descubro que acabamos de pasar por El mundo de la pizza. De inmediato, mando un WhatsApp a mi madre: 
"Vieja K comemos?" 
"Lo mismo k todos los miércoles". 
"Ok t kiero!", respondo y un ruido de barriga se escucha en el silencio del viaje. Miro hacia todos lados con los colores subiendo por mi cara, pero nadie se da cuenta. La mayoría de los pasajeros sentados dormita. Y los que van parados están distraídos, mirando y tecleando en el celular abstraídos cada cual en su mundo. Entonces, miro la ciudad oscura por la ventanilla hasta que salimos hacia la ruta. El vaivén del movimiento y la monotonía del paisaje nocturno me aburren... y al rato estoy imaginando la variedad de pizzas que preparó esta noche mi mamá. Por lo general, nunca faltan con morrones y aceitunas. Son aceitunas verdes y negras caseras que prepara el tío de mi papá. Otra, de tomate en rodajas y ajo picado bien chiquito con aceite de oliva, y no sería noche de pizzas si en la mesa no hubiera de panceta y huevo frito con los bordes bien crocantes. Es una tradición familiar que los miércoles se amasen las pizzas. Esto se instaló hace unos años, cuando mi papá se jubiló y comenzó a tener más tiempo libre. Hizo varios cursos de manipulación de alimentos. En uno de ellos, que cursaba justamente los días miércoles, preparaban las masas de prepizzas que traía luego a casa. Es así como nació el hábito que con el tiempo se afianzó. A mitad de semana, nos reunimos alrededor de la mesa de dos metros de largo la familia completa: mis hermanas con sus novios, mi hermano, mis papás, la tía Carlota con su pareja y yo. Es un ritual que mantiene a la familia conectada y da respiro de las preocupaciones cotidianas. 
Me bajo a tres cuadras de casa, las papilas gustativas parecen saber que estoy cerca y siento cómo salivan de más preparándose para un festejo. Al doblar la esquina, veo la cuadra llena de autos estacionados y a mi tía fumando un cigarro a escondidas. El bullicio se escucha desde la puerta. La saludo con un abrazo y entramos juntas. Parece que quiere decirme algo, pero la interrumpo y voy a saludar a mamá y al resto. La tía me chista desde el otro lado de la mesa y me señala un lugar en la silla de al lado para que me siente ahí. Sin pensarlo demasiado, me cruzo. Me sirvo una porción y quedo petrificada. Miro a mi tía. Ella asienta con la cabeza. 
—¡Noooo! —grito desesperada. 
Todo el mundo se silencia. Parece una escena de terror. 
—¿Cómo pudiste hacerme esto? —continúo. Y levanto la porción del plato enseñándosela a mi mamá. Todos giran la cabeza para mirar, intrigados. 
—Es una nueva receta —sentencia ella con total tranquilidad y sigue hablando con mi cuñado. 
Yo creo que la mato. La miro con furia. El estómago se me cierra. Me levanto y voy a la cocina proliferando maldiciones. ¿¡Hoy, justo hoy, se le ocurre incursionar en otra receta!? ¿Cómo pudo destrozar una creación tan perfecta?, ¿a quién se le ocurre pizza de polenta? ¡Con lo que odio la polenta! 
Me voy a mi dormitorio convencida de tener toda la razón. 
Con mi madre apenas nos hablamos. Hoy es miércoles, pero esta vez pido delivery. (Silvia)


El secreto

Recostado en mi cama, miro el techo. Busco formas en la madera. Veo caras y cuerpos. Nada parece estimularme en este domingo frío y lluvioso. De pronto, escucho un ruido estrepitoso que proviene de la cocina e invade la armonía del silencio. Son cacerolas, platos y cubiertos. Con arrebato, me levanto y me precipito a observar lo que sucede. Es ella, sonrío al verla.
Rompiendo la monotonía, me acerco a su encuentro. Contemplo la mesada repleta de utensilios.
—¿Qué vas a hacer, ma? —pregunto, mientras acaricio su espalda.
Se acomoda los lentes y, tomando el libro de recetas de Choly Berreteaga, señala: torta tibia de arándanos.
—Uuuh, ¡Que delicia! —exclamo, al tiempo que mis papilas comienzan a saborear el resultado. Mamá tiene una mano única, y no es precisamente por sus años de experiencia como repostera, sino porque sus creaciones son mágicas, tienen algo que va más allá del sabor. Cautivan y deleitan.
—La receta lleva 200 gramos de harina 0000, para dar fuerza a la masa; dos cucharaditas de polvo de hornear, para ayudar a leudar; 250 gramos de azúcar; tres huevos; 80 gramos de manteca y una cucharadita de esencia de vainilla —narra a medida que, meticulosamente, inicia el proceso de homogeneización de los ingredientes, volcándolos en el bol.
La observo embelesado. Su naturalidad genera en mí sosiego.
—¿Me alcanzas los arándanos y la mermelada que están en la heladera? —me pregunta con las manos embadurnadas de masa. Sin dudarlo, busco lo solicitado y se lo acerco. Completa la preparación.
—Bueno, enmantecamos, enharinamos ¡y llevamos al horno! —resuelve con alegría.  
Transcurrido el tiempo de cocción, verifica introduciendo un palillo en medio de la torta. Lo observa. Esta lista. Un delicioso aroma se propaga por la cocina y toda la casa, invitando a papá y mi hermana.
Busco un cuchillo y corto porciones. Nos regocijamos y deshacemos en elogios con mamá. Que sabor increíble y maravilloso.
—Mami, ¿Cuál es tu secreto para que todo siempre te salga tan exquisito? —le pregunto, rendido ante su magnificencia.
—Es amor, hijo. Todo lo que hago, lo hago siempre con amor —responde sonriendo con total satisfacción. (Matías)

 





1 comentario:

  1. "Tejía lanas con sabores a huerta". Merecido homenaje a la abuela Carmen. Sentidos relatos.

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