Sobre el Taller Literario "Punto Seguido"

Este Taller Literario es coordinado por la escritora Leticia Marconi y tiene lugar en Punta Alta, Prov. de Buenos Aires, Argentina.

domingo, 15 de agosto de 2021

Fantásticos


Guitarra mal parida


Me habían regalado una guitarra. No sé para qué, si no sabía tocar. Es decir, tocar la tocaba, la acariciaba, la limpiaba con una franela, la sacaba del estuche, decía alguna expresión de halago hacia ella y la volvía a guardar.
Todo fue idea de Antonio, mi novio. Resulta que él es concertista de guitarra, y un día se apareció con una para mí.
—Qué linda sorpresa, ¿no? —había exclamado con una sonrisa de oreja a oreja y, estampándome un estruendoso beso, la depositó en mis manos.
Yo pensé que era una broma. En ese estuche que debía de ser el de él, seguramente me traía bombones, perfumes, libros. Pero no ¡ERA UNA GUITARRA!
Pobre Antonio, no se dio cuenta de mi decepción. Estaba tan entusiasmado que continuó: —Vos tenés facilidad para la música, ya que interpretás muy bien el piano… ahora aprendé guitarra y salimos juntos a dar conciertos.
Hasta un profesor me contrató. Tenía todo resuelto. ÉL, yo no.
Nuestro noviazgo se fue a pique. Solo quería tocar su guitarra y que yo aprendiera con la que, generosamente, me había regalado. Solo era hablar de guitarra, tocar guitarra, y dale que te dale con la guitarra. Ni momentos para besarnos teníamos.
—No perdamos tiempo —me decía—. Dale, dale, tenés que salir buena.
La verdad, yo era y soy muy buena, pero no precisamente para tocar guitarra.
Un día lo esperé en la puerta y le dije:
—¡Alto! Fuera de esta casa y de mi vida. Bastaaaa. No quiero oír más la palabra guitarra.
Pensé en devolverle el instrumento. Luego decidí que podría hacerme falta para guardar aritos, alguna carta secreta o simplemente como elemento decorativo en un rincón de la sala.
Les cuento, hace unos meses, ocurrió algo muy lindo. NOOO, no volví con Antonio. Si bien me ha llamado varias veces reclamándome la guitarra, yo le contesté siempre lo mismo: “Lo que se da no se quita”
Lo que pasó fue que volvimos a reunirnos con mi grupo de amigas. Fue en casa de Mónica. Había llegado al país después de vivir en el extranjero por cinco años.
Linda oportunidad para usar la guitarra, dije entusiasmada, dado que, en el grupo, una de ellas, Lili, sabía tocar.
Éramos siete, sin embargo parecíamos un torbellino adolescente donde las palabras se entrecruzaban en el aire, se superponían con risas, anécdotas personales y preguntas sin respuesta.
La guitarra se lució con tan buena intérprete. Cantamos y hasta bailamos algunas chacareras, zambas y un chamamé.
Comimos rico y brindamos con bebidas espirituosas para cerrar el encuentro.
Nos despedimos felices por las horas vividas y con la promesa de reunirnos una vez por semana.
Comencé a caminar por el centro de la ciudad, sonriendo al pensar en cada instante de ese mediodía.
De pronto sentí que no podía avanzar. Convencida de que era efecto de los abundantes platos degustados, el dulcísimo vinito y la pesada guitarra que se me hacía cada vez más molesta, intentaba esforzarme un poco más. El pie no respondía. Estaba atascado. Bajé la mirada y allí estaba el taco del zapato metido en una ranura de la vereda. Levanté mi pie, pero el muy cretino no respondía. Se quedaba allí, firme como rulo de estatua, diría mi abuela.
Me agaché, hice fuerza para sacarlo y sentí que me hablaba.
—Estás pesada con todo lo que comiste y encima con poco equilibrio, balanceándote como una hamaca. Yo no sigo —concluyó.
Lo levanté enojada. Miré hacia ambos lados para ver si venía alguien; ni un alma en la calle. El calor se hacía sentir cada vez más. Pensé que, si bien estaba con pesadez y algo alegre, loca no me consideraba. No, de ninguna manera iba a creer que ese pedazo de madera forrado en cuero me estaba hablando. Pero sí, ME HABLABA. Lo levanté y seguí sin zapato avanzando en punta de pie para compensar con el otro.
Con la vista hacia adelante y erguida, como si nada ocurriera, continué mi camino. Apenas di unos pasos cuando, nuevamente, escuché una voz.
—Frená un poco, te vas a ir de bruces contra el suelo —repetía una y otra vez una voz chillona y suave.
Arrojé el taco contra el cordón de la vereda y furiosa lo miré. Cuando iba a continuar, de nuevo la voz se hizo escuchar y un leve movimiento sacudió la guitarra. Del susto caí despatarrada en medio de la calle, arriba de la guitarra que quedó aplastada y con sus cuerdas vibrando.
Sé que es difícil que esto que les voy a contar ustedes lo crean, pero es totalmente real: De la boca de la guitarra… no, ya sé que no tiene boca. Se llama así el agujero ese grande que tiene en el medio… No se rían, no estoy ebria ni loca… de allí salió un ser diminuto. Se posó en mi hombro y me susurró al oído:
—Yo soy el duende Volante, el que ayuda al instante. Te advertí que no fueras tan de prisa, que frenaras un poco porque tu estado no era el mejor. Pero no me escuchaste, ni siquiera me viste. Pensaste que te hablaba el taco del zapato ¿A quién se le ocurre? A alguien que comió y tomó de más. En cambio, ahora estás dudando de mi presencia. ¿No crees en los duendes?
Yo reía y lloraba, tratando de desprenderme una cuerda que se había incrustado en mi trasero.
Se ofendió, salió volando como una luciérnaga y no lo ví más.
Mis amigas dicen que todo fue producto de mi imaginación, la fermentación del jugo de la uva, que con el calor… bla, bla, bla.
Yo sigo sosteniendo que es culpa de Antonio y su bendita guitarra que no le quise devolver. (Alicia G.)



El camafeo

Me llamaron Rosalina. Nací en un castillo en Omaña, en el reino de Castilla. Mi padre fue el duque de Omaña y mi madre, la duquesa de Setneilas.
A ella no la recuerdo porque falleció cuando yo era pequeña, pero de mi padre me quedaron las historias que me contaba antes de dormirme. Fue él quien me dio el camafeo que cuelga de mi cuello y me hizo vivir hechos curiosos.
Papá era el mejor relator de historias fantásticas. En ellas abundaban los duendes, las princesas, los villanos.
Hasta los diez años creí que existían esos seres, tal era el realismo que él ponía en los relatos.
Cuando papá falleció, debí arrendar el castillo e irme a vivir a un piso en la capital.
La nobleza pasó de moda y entre las enseñanzas de mi progenitor aprendí que las mujeres deben estudiar y trabajar para ser independientes.
Les hablé del camafeo y de hechos curiosos. Cuando me mudé, creí que iba a sentirme sola. Pasé de estar en un lugar muy amplio con mucho personal de servicio a compartir la nueva vivienda con una empleada que la asea.
Comencé a estudiar en la Universidad. Cuando preparaba los exámenes, el colgante que es de oro y se abre -contiene en una mitad la foto de mi mamá y en la otra, un mechón de mis primeros rulos-, se convertía en un objeto de cristal en el que se reflejaba mi madre, cobraba vida, sonreía con dulzura y lucía un vestido de fiesta traslúcido; luego se alejaba volando y el objeto volvía a ser de oro. Intenté provocar el milagro en otros momentos, pero no pude lograrlo.
Sé que ya soy adulta y no debo creer en cuentos maravillosos, pero lo que les relato no es un invento. Ustedes dirán que esta historia debería haber empezado con el Había una vez, pero estamos en el siglo XXI y una chica de sesenta años sabe que los cuentos maravillosos son sólo eso: cuentos.
(Adela)


La sucesión

Me encantan las flores, desde la humilde violeta hasta la regia rosa. Admiro a las personas capaces de crear paletas multicolores en sus jardines y no dejan de provocarme un dejo de envidia. Al contrario de las mujeres de mi familia soy incapaz de mantener vivo siquiera un yuyito en una maceta. Mi madre y mis tías, en cambio, tenían unos jardines espléndidos. Mis primos y yo disfrutábamos jugando en medio de mariposas, colibríes y todo tipo de insectos atraídos por su fragancia.
Había aprendido en la escuela que las abejas producían la miel a través del polen que extraían de las flores. Solía pasar horas observándolas, tratando de dilucidar cómo lo hacían. Con el tiempo lo fui aprendiendo e incluso visitaba a menudo los colmenares de mi tío Anselmo. Y me alarmé cuando leí que se trata de una especie en extinción debido a los pesticidas usados en la agricultura. Sentía verdadera fascinación por las abejas, sentimiento que cambió abruptamente hace cinco años.
Estaba terminando el tercer año en la secundaria cuando recibí una invitación de mi mejor amiga, Cintia, para que pasara el verano en su casa. Éramos muy unidas, compinches en el estudio y la travesura desde primero. Tuve que sudar bastante para conseguir el permiso, aprobar todas las materias de ese año y la que tenía previa.
Ella vivía en el campo, sus padres eran pequeños productores dedicados a la huerta. Hubieran sido las vacaciones perfectas si no hubiera descubierto lo que ahora me quita el sueño.
Había unos vecinos que fueron poderosos terratenientes. Sus ancestros podían rastrearse desde la época colonial. Con el tiempo y descendientes dilapidadores, el antiguo poder había quedado reducido a un modesto terreno donde se erigía la mansión familiar. En las escasas tierras tenían colmenares que producían una miel tan exquisita que era conocida incluso fuera del país.
El último miembro de la familia era una anciana, la única habitante de la mansión. Los pocos trabajadores vivían en pequeñas casas distribuidas en la propiedad.
Los padres de Cintia proveían de verduras frescas a la mansión. Un día los acompañamos cuando hicieron el reparto. Jamás olvidaré la impresión que me causó el caserón; de inmediato pensé en Manderley, el palacio de una novela de Daphne Du Maurier. La matriarca estaba en la puerta y Cintia y yo nos acercamos a saludarla.
Era una mujer de edad indefinida, su cabello renegrido estaba sometido a un ajustado rodete, tenía una hermosa sonrisa y su voz era la de una abuelita cuentacuentos. Y, sin embargo, algo en ella me generó escalofríos. Sus ojos eran muy oscuros, el iris ocupaba casi toda su mirada. ¡Y no tenían expresión! Se lo comenté a Cintia cuando volvíamos, pero ella se rió de mí.
Dos noches después de esa visita, me despertó un fuerte zumbido. Me asomé a la ventana y vi una monstruosa nube negra que se dirigía al campo vecino. Era un enorme enjambre, nunca había visto tantas abejas juntas y mucho menos de noche. Se lo comentaría a Cintia a la mañana, pero cuando me levanté al día siguiente, mi amiga no estaba y sus padres la estaban buscando. Vino la policía y junto con los vecinos rastrearon la zona sin resultados.
Yo no podía olvidar lo que había visto y decidí ir a la mansión. Suponía que alguno de los trabajadores me daría alguna explicación y, tal vez, sabrían algo de Cintia que no le hubieran dicho a la policía.
Cuando llegué a la casa no vi a nadie en los alrededores. Me dirigí al edificio y toqué la puerta, esta se abrió y, después de vacilar un poco, entré. Nada me había preparado para lo que descubrí. Todo el techo era una gigantesca colmena. Las abejas revoloteaban por todo el lugar. Recorrí varias habitaciones y en todas era lo mismo. Las colmenas ocupaban todo el espacio.
—Viniste —la voz de abuelita me sobresaltó— te esperaba. Sabía que tarde o temprano lo descubrirías todo. Mis abejas no se equivocan.
—¿Dónde está Cintia?
La mujer abrió una puerta y vi a mi amiga. Estaba tendida en el suelo, desfigurada.
—¿Qué le hizo?
—Mis abejas no la aceptaron, pobrecita. Creí que ella sería mi sucesora, pero me equivoqué.
—¿Su sucesora?
—Verás, cuando era niña, un enjambre me atacó. Tengo el veneno de las abejas en mi sangre, lo que me permitió comunicarme con ellas. Soy su reina.
Debió leer mi mirada porque sonrió:
—No estoy loca, todo lo que te digo es verdad. Ya soy una mujer mayor y busco alguien que ocupe mi lugar cuando llegue el momento. Creí que sería Cintia, sin embargo mis abejas eligieron a otra. A vos.
—Y dice que no está loca. Jamás me voy a prestar a su juego.
—No tenés opción, fuiste elegida. Ellas te buscarán cuando sea el momento y no creas que podrás huir. Ellas están en todos lados. Y no se te ocurra decir nada de esto, porque mis abejas se encargarán de tus seres queridos.
Salí corriendo. Nunca hablé con nadie sobre lo ocurrido. Cuando terminé mis estudios me fui a la ciudad. Vivo en un edificio sin plantas. A nadie le importa tener un jardín. Si no hay flores no hay abejas. Y aunque han pasado cinco años, todavía escucho su voz: "Ellas te buscarán". 
(Alicia M.)


Juegos de niña

Escuché ruidos extraños a las tres de la mañana. Me levanté de la cama y bajé las escaleras en puntas de pie.
¡Qué raro! La luz de la cocina encendida a esa hora —murmuré confundida. Al abrir la puerta, la nube de polvillo brillante y multicolor suspendida me envolvió. Me acerqué a la mesada e intenté quitar los restos de polvo de mis ojos con los dedos y pude ver sobre una de las hornallas, la olla gigante con un líquido verdoso fluorescente que todavía borbotaba. Abrí la ventana para que entre un poco de aire y encontré encima de la mesada, un puñado de hierbas secas, un pote con huesos, una bolsita con corteza de árbol, pétalos de flores en un plato y una docena de frasquitos de vidrio con tapas de corcho que contenían mejunjes y pócimas. Otra vez Selena jugando de noche, pensé. Y sí, los indicios confirmaban mi suposición.
Cada frasco tenía una etiqueta blanca escrita a mano. La pequeña se había tomado el trabajo de identificarlos, uno por uno. Pude reconocer la letra imprenta infantil y despareja de mi nena de diez años.
Minutos después, escuché risas, ladridos y maullidos. El barullo provenía del patio. Me asomé por la ventana y lo que pude ver desde allí me tomó por sorpresa. No sólo por lo que había hecho Selena esa noche, sino por lo que había aprendido en tan poco tiempo.
El panorama indicaba que las mascotas habían ingerido el brebaje preparado por la pequeña y éste había provocado el efecto esperado, porque el perro maullaba y la gata ladraba. Salí al patio y me acerqué a los animales mientras mi hija, desde arriba, reía a carcajadas y revoloteaba por el aire conduciendo su escoba con una destreza asombrosa. Se desplazaba de un lado al otro, dibujando círculos de distintos tamaños y atravesando los muros desde el patio hacia el interior de la casa y viceversa, una y otra vez. Volaba un poco más alto o al ras del suelo, patas para arriba o patas para abajo, pero en todos los casos, descostillándose de la risa.
¿Te desperté, mami? Uy, ¡perdón! —me dijo en una de las pasadas.
Entonces, sentí orgullo. Sí, esa es la palabra: orgullo. Y recordé mis primeras experiencias. El día que teñí de violeta las plantas del jardín de mi abuela o cuando, jugando con mis pociones, convertí a mi hermano en un mosquito tan pero tan chiquito, que mamá tenía miedo de que algún sapo se lo comiera. Y otros tantos recuerdos vinieron a mi mente. Me senté en el piso en un rincón del patio dispuesta a disfrutar en silencio del juego de mi niña. Ver su despliegue me colmó de felicidad.
La noche estrellada hubiese sido perfecta si no hubiera perdido el equilibrio. ¡Se lo dije una y mil veces! Frenar en seco el dispositivo volador es muy peligroso. Puede causar un desastre. Lo cierto es que Selena frenó de golpe la escoba y esta acción provocó su caída. Pobrecita, ¡qué golpe se pegó! Dolorida, cargada de bronca e impotencia, en ese momento no se quejó ni le salió una palabra. Me acerqué, tomé sus manos y para tranquilizarla le dije: —Juegos de niña, no pasa nada… pero si te duele mucho, voy a tener que llamar a emergencias médicas —y la abracé.
No es para tanto, mami —me dijo, y esbozó una sonrisa con los ojitos cargados de lágrimas. (Analía)


El portal mágico

El sol resplandecía sobre las playas que comenzaban a ser concurridas. Faltaban solo unos meses para finalizar el ciclo escolar de ese año. Antes de que iniciaran las vacaciones de verano, mi curso iba a ser parte de una excursión ideada por mi profesora de Biología. Dicha salida iba a ser hacia una isla muy conocida en mi ciudad, que se ubica a pocos kilómetros de la costa y cuenta con un volcán inactivo el cual íbamos a observar y estudiar.
Lo que más nos interesaba a mis compañeros y a mí, eran las maravillosas historias y leyendas sobre la isla. Estábamos convencidos de que algo misterioso nos iba a pasar. Mi profesora afirmaba que aquellas historias eran totalmente ficticias, creadas para causar emoción, pero nosotros no le prestamos atención.
Llegado el día nos dirigimos en barco hasta el lugar. El viaje fue muy corto, sin embargo, disfruté mucho de las vistas. Al desembarcar, nos esperaban dos guías para mostrarnos el camino y mantenernos juntos. Empezamos a caminar entre los árboles hasta que solo había rocas grandes.
Inesperadamente, vi a lo lejos una puerta formada por rocas; nadie pareció percatarse del hecho y siguieron el sendero. Pero yo, absorta en la curiosidad, me acerqué hasta ella y la crucé. Me di cuenta de que aquella no era una puerta común, sino ¡un portal!
Me llevó a un lugar extraordinario. Allí se encontraban un sinfín de plantas, arbustos, árboles y flores desconocidas. Miré hacia el cielo y había por lo menos diez globos aerostáticos, pero solo uno vacío… esperando por mí. Quería subirme. De repente entré en razón y pensé: “me puede pasar algo peligroso, mis compañeros deben estar buscándome, ¿qué tal si nunca puedo regresar? ¿Y si hay alguna criatura salvaje? ¿Y si me subo al globo y este cae?"
Comencé a sentir náuseas y entré en pánico.
Divisé la puerta y corrí hacia ella, pero no me llevó de regreso al bosque, sino que aparecí en mi habitación. Con todo el terror del mundo, me metí en la cama y me tapé con las sábanas para no salir nunca más.
Ahora me arrepiento de mi actitud y de no haber subido al globo, hubiera sido una experiencia sensacional. Todavía sigo cautivada por esa figura. Luego de mucho tiempo llegué a la conclusión de que, tal vez, me hubiera llevado a algún lugar en el que deseara estar inconscientemente.
Según mis amigos, yo no había estado allí ese día. ¿Habrá sido un sueño?
Igualmente, prefiero eso antes que explicar que un portal mágico me llevó a casa. (Julieta)


Los zapatos de Marga

Marga, la señora del mago, se niega a prestarme sus zapatos de lamé color turquesa. Amo esos zapatos desde siempre, cuando los lleva puestos no puedo prestar atención a otra cosa. Le pregunto dónde puedo comprar unos iguales y responde con evasivas. Hoy es la fiesta. Con la complicidad de mi hijo menor, que la entretiene jugando, se los robo y me los pongo.
No soy una persona con suerte. Para ayudarla, varios amuletos cuelgan de mi pulsera “pandora” que siempre llevo conmigo. Siempre menos hoy, que no combina con el color de mi atuendo. En ella conviven un cuerno rojo, una lechuza, San Expedito, una mano de Fátima, el Gauchito Gil, un trébol de cuatro hojas, un crucifijo, un hada, un ángel, la virgen del Carmen, Laura Vicuña, la difunta Correa y un gnomo. Tiene demasiados colores y hoy todo es turquesa.
Bajo apurada el cordón de la vereda para subirme al auto. El peso de mi cuerpo se apoya sobre mi pie derecho, la tira que sujeta el zapato zafa, mi tobillo gira y el tacón se abre íntegro. Desde el interior del calzado comienzan a salir unas plumas blancas. Acerco mi mirada y veo una paloma, un conejo, un pañuelo rojo gigante, una galera, una varita, un vaso, una capa, un mazo de naipes, fósforos, sogas, monedas, guantes blancos y una bombacha (limpia, por suerte). Cuento los objetos: uno, dos… ¡trece en total! ¡Igual que los elementos de mi pulsera!
¿Y ahora? Evidentemente todas tenemos una bruja, un hada o lo que sea dentro nuestro… ¿Qué hago? Mi idea de usar los zapatos y devolverlos sin que Marga lo note ya no puede ser: se me escapó el conejo, la paloma y la lechuza se volaron y se mojaron los guantes. No tengo idea de cómo conseguir otra lechuza (el resto tal vez pueda reemplazarlo, pero ¿dónde se compran las lechuzas?).
La fiesta está por terminar, sigo sentada en el cordón de la vereda. Lo único que se me ocurre es regalarle mi pulsera para resarcirme, pero no estoy dispuesta a perderla. La fiesta está perdida y el zapato también, es demasiado. ¡Mejor me escondo hasta encontrar una idea mejor, aunque tenga que pasar meses sin salir de casa!
(Fabiana)


Fantasías deliciosas

Estoy sentado bajo el toldo de mi bodegón favorito. Hace muchos años que vengo cada mañana a desayunar. Llueve a cántaros, creo que el cielo quiere lavar nuestros errores, no creo que le alcance el agua. Nadie en la calle. De pronto “siento” una mirada que me atrae, me lleva a levantar la vista y mirar hacia adelante. Y allí está él, ni tan cerca ni tan lejos, sólo nos separa la ancha avenida y una cortina de agua. Todo en él me trae recuerdos de mi infancia. Me mira con sus enormes ojos verdes brillantes, cual sandía bajo el rocío. Su cara angulosa color melón maduro es hermosa. Rasga una guitarra con manos del tono del café que bebía mi abuelo José. Sus dedos largos con uñas pistacho cremoso acarician las cuerdas que crean una melodía amorosa de cuentos que hace mucho no escriben. Mueve los labios rosa mosqueta; no escucho sus palabras, pero llegan sin problema a mi cabeza cana y casi pelada.
Habla de un mundo encantado con dulces árboles de luces, susurrantes campos de vainilla y azafrán. Calles de grajeas y mares de caramelo, silencios insondables en las cuevas de frutillas. Un sol de girasoles y estrellas de azúcar en un cielo de alelíes.
Recorre los planetas, de galaxia en galaxia. Busca a su amada. Un hada que un día montó sobre su dragón mágico y nunca más la vio. Las amigas le contaron que salió en busca de las cataratas de agua de aloe vera, para asegurarse la juventud eterna. Nadie sabe dónde está, en qué lugar del espacio puede encontrarla. Mientras tanto, él seguirá su búsqueda incansable.
—¡Abuelo, despierte! ¡Otra vez se quedó dormido sobre la mesa!
Miro al mozo y le descargo un vaso de agua en la cara.
“¡Malditos jóvenes creen que porque tengo noventa años tienen permitido llamarme ‘abuelo’! ¡¿A mí?! ¡Que soy soltero y orgulloso de mi castidad! (Alcira Elena)




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