Una imagen fugaz atravesó el cielo. La luz que despedía
iluminó la noche como si de día fuera. Todos salimos de la cocina al patio para
ver de qué se trataba. Mi tío divisó a lo lejos una esfera luminosa, enterrada
en el terreno lindante. Al grito de “vamos”, luces y más luces de colores y extraños
sonidos se desprendieron de esa extraña bola. Sin embargo, no nos producía
temor, al contrario, nos envolvía una sensación de paz. Al llegar, observamos
una inmensa y perfecta esfera que levitaba a pocos centímetros del suelo. La
rodeamos atraídos como polillas encandiladas. No sabíamos qué hacer, nunca
habíamos tenido una experiencia como esta. Éramos simples, amábamos las cosas
cotidianas y todo lo raro nos asustaba. El tío fue el primero en reaccionar.
Con su voz de trueno, sonora, pidió ante todo que nos calmáramos, que nos
alejáramos de la bola de fuego y que comenzáramos a imaginar que éramos parte
del cosmos.
Cuando todos estábamos fascinados con ese delirio, una
sirena nos sorprendió. Los bomberos llegaron corriendo y gritaron: ¡Aléjense! ¡Es
un vehículo abandonado que se está incendiando!
Esa mañana había decidido vivir sin pedir permiso a
nadie. Hacer solo lo que tuviera ganas. Me preparé un baño de inmersión con la
espuma francesa que me había regalado mi madrina y me serví una copa de
champaña. ¿A la mañana? ¿En ayunas? ¡¿Por qué no?!, me repetía a mí misma.
Después de todo, la vida es una sola y los gustos hay que dárselos mientras
dure.
En lo mejor que estaba, tocan el timbre. Decidí dejarlo
pasar pero ante la insistencia del inoportuno salí de la bañera con la copa en
la mano. Me envolví con una toalla el cuerpo y con otra el cabello. Caminé
descalza para sentir la energía de las baldosas de mármol y cuando iba a abrir
la puerta se me resbaló la toalla del cuerpo. Del otro lado de la puerta, la
cara de estupor del cobrador que venía por la cuota de los bomberos.
En ese momento llegó mi esposo que había bajado del auto.
El pobre cobrador se deshacía en explicaciones mal
hilvanadas por los nervios mientras yo trataba de tapar mis vergüenzas con las
manos, cosa que no pude hacer porque solo tengo dos.
Cuando recordé que mi marido había regresado, levanté la
vista dirigiéndola hacia él y, en ese instante, lo vi tendido sobre el césped
recién cortado.
Lo que sigue es un correlato de sucesos desafortunados
que unen a una ambulancia, paramédicos, un hospital y dos sortijas abandonadas
en la mesa de la sala de internación.
Autoras: Fabiana, Alicia, Adela, Marta, Susana, Viviana y Daiana.
La genialidad nos inunda, me siento como la calle Irigoyen después del diluvio del domingo.
ResponderEliminarMuy buenos!!!
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